Se tocó el pendiente y escuchó.
—Muy bien… Te volveré a llamar. Sí. —Sacudió la cabeza.
—¿Problemas?
—Podría no ser nada, o un desastre. Hemos perdido a nuestro cocinero.
Tardé un momento en captarlo.
—¿Thurman se ha fugado?
—Sí. Pasó ante el guardia anoche, justo después de que tú… después de que Gavrila muriera.
—¿Ninguna idea de adonde fue?
—Podría estar en cualquier parte del mundo. Podría estar en el centro corriéndose una juerga. ¿Conectaste con él, Benyo?
—No. Pero Monez lo hizo, y estoy con Monez todo el tiempo. Así que capté un poco. No mucho, ya sabe, sus dolores de cabeza.
—¿Tienes alguna impresión de segunda mano de él?
—Era sólo un tipo más. —Se frotó la barbilla—. Supongo que un poco más militarista que la mayoría. Quiero decir que parece que le gustaba la idea.
—Entonces no le gustaba mucho nuestra idea.
—No lo sé. Supongo que no.
Marty miró su reloj.
—Tengo que entrar en el quirófano dentro de quince minutos. Estaré haciendo conexiones hasta la una. Julián, ¿quieres localizarlo?
—Haré lo que pueda.
—Benyo, conecta con Monez y con quien estuviera además con Thurman. Tenemos que saber cuánto sabe.
—Claro. —Se levantó—. Creo que estará en la sala de juegos.
Lo vimos marcharse.
—Al menos no puede saber quién era el general.
—Roser no —dijo Marty—. Pero podría haber conseguido el nombre del jefe de Gavrila, Blaisdell, a través de alguno de los de Guadalajara. Eso es lo que quiero averiguar. —Volvió a mirar su reloj—. Llama a Benyo dentro de una hora o así. Y comprueba todos los vuelos a Washington.
—Haré lo que pueda, Marty. Una vez que haya salido de Porto… demonios, debe de haber diez mil maneras de llegar a Washington.
—Sí, cierto. Tal vez deberíamos esperar a tener noticias de Blaisdell.
Estábamos a punto de tenerlas.
Blaisdell pasó unos minutos hablando con Carew. La «descarga» real de información de la sesión de conexión requeriría varias horas de paciente interrogatorio bajo hipnosis, con una máquina, pero se enteró que había un par de días en blanco entre el momento en que Gavrila conectó en Guadalajara y su muerte a más de mil quinientos kilómetros de distancia. ¿Qué descubrió que la envió a Portobello?
Se quedó en el despacho hasta recibir el mensaje cifrado de su conductora diciendo que los asuntos habían sido resueltos, y luego condujo en persona hasta casa… una excentricidad que a veces resultaba útil.
Vivía solo, con sirvientes robóticos y soldaditos de guardia, en una mansión junto al Potomac, a menos de una hora de trayecto desde el Pentágono. Era una casa del siglo XVIII, con troncos descubiertos y suelo de madera combado por la edad, que respondía a la imagen que tenía de sí mismo: un hombre destinado desde su nacimiento, privilegiado nacimiento, a cambiar la historia del mundo.
Y ahora su destino era terminar con ella.
Se sirvió su pequeña dosis diaria de whisky en un vasito de cristal y se sentó para leer el correo. Cuando conectó la consola, antes de que apareciera el índice, un parpadeo le avisó de que tenía correo de papel esperando.
Extraño. Le pidió al ruedas que lo recogiera, y el robot trajo una sola carta, sin remitente, enviada desde Kansas City aquella misma mañana. Era curioso, considerando lo íntimo de algunos aspectos de su relación, que no reconociera la letra de Gavrila en el sobre.
Leyó dos veces el breve mensaje y luego lo quemó. ¿Stanton Roser el hombre más peligroso de América? Qué improbable y qué conveniente: tenían una cita el sábado por la mañana para jugar al golf en el club de campo de Bethesda. El golf podía ser un juego peligroso.
Se saltó el correo y abrió la línea de su ordenador en funcionamiento.
—Buenas noches, general —dijo la máquina con voz cuidadosamente asexuada.
—Dame un listado de todos los proyectos considerados secretos o iniciados durante el mes pasado… no, las ocho últimas semanas, por la Oficina de Dirección de Fuerzas y Personal. Borra todo lo que no tenga relación con el general Stanton Roser.
Sólo había tres proyectos en la lista; le sorprendió lo poco que había clasificado del trabajo de Roser. Pero uno de esos «proyectos» consistía básicamente en un archivo de diversas acciones clasificadas, con doscientas cuarenta y ocho entradas. Dio carpetazo a ése y consultó los otros dos; estaban clasificados por separado como de altísimo secreto.
Al parecer no tenían relación entre sí. Pero ambos proyectos habían sido iniciados el mismo día, y —¡aja!— ambos en Panamá. Uno era un experimento de pacificación con los detenidos de un campo de prisioneros de guerra; el otro un plan de evaluación de dirección en Fort Howell, en Portobello.
¿Por qué no le había dado Gavrila más detalles? Maldito fuera el gusto por lo dramático de la mujer.
¿Cuándo había ido a Panamá? Eso era fácil de comprobar.
—Muéstrame todas las peticiones de viaje de la APDIA de los dos últimos días.
Interesante. Ella había comprado un billete a Portobello bajo un nombre femenino en clave y otro a la Zona del Canal bajo uno masculino. ¿Qué vuelo había tomado al final? El papel de la nota era de Aeroméxico, pero eso no servía de ninguna ayuda; ambos vuelos eran de la misma compañía.
Bien, ¿qué identidad había utilizado en Guadalajara? El ordenador dijo que ninguno de los dos nombres en clave había llegado a la ciudad durante las dos últimas semanas, pero cabía suponer que ella no se habría tomado la molestia de disfrazarse de hombre mientras perseguía a aquella mujer. Por tanto, era probable que se cambiara de ropa para eludir ser detectada en el vuelo.
¿Por qué Panamá, por qué la Zona del Canal, por qué la conexión con el entrometido Stanton? ¿Por qué no volvió a Estados Unidos, después de que la teoría de la maldita mujer sobre el Proyecto Júpiter apareciera en todas las noticias?
Bueno, sabía la respuesta a esa última pregunta. Gavrila veía tan pocas veces las noticias que probablemente ni siquiera sabía quién era el presidente. Como si el país tuviera un presidente de verdad hoy en día.
Naturalmente, lo de la Zona del Canal podría haber sido una finta. Desde allí a Portobello se llegaba en minutos. ¿Pero para qué querría ir a ninguno de esos lugares?
Roser era la clave. Roser estaba protegiendo a la científico ocultándola en una de aquellas dos bases.
—Dame una lista de las muertes de americanos no combatientes habidas en Panamá durante las últimas veinticuatro horas.
Muy bien: había dos en Fort Howell. Un soldado varón había sido MUCUSER (muerto en cumplimiento del servicio), no muerto en combate. Una mujer sin identificar, homicidio. Para tener más detalles, no era sorprendente, haría falta una orden directa de la Oficina de Dirección de Fuerzas y Personal.
Tocó el MUCUSER, que no era restringido, y descubrió que el hombre había sido asesinado mientras montaba guardia en el edificio de administración central. Eso tenía que haber sido obra de Gavrila.
Un suave trino y una imagen del interrogador, Carew, apareció en la esquina de la pantalla. La tocó y apareció un hipertexto de cien mil palabras. Suspiró y decidió tomar su segunda dosis de whisky, en el café.
Íbamos a estar un poco apretados en el Edificio 31. La gente de Guadalajara era demasiado vulnerable; no se podía saber cuántos chalados como Gavrila estaban con Blaisdell. Así que nuestro experimento administrativo necesitó de pronto un par de docenas de asesores civiles, el grupo del Saturday Night Special y los Veinte. Álvarez se quedó con la nanofragua, pero todos los demás se largaron en sólo veinticuatro horas.
Yo no estaba seguro de que fuera una buena idea: después de todo, Gavrila casi había matado a tanta gente allí como en Guadalajara. Pero ahora los guardias vigilaban realmente; había tres soldaditos patrullando en vez de uno.
Eso simplificaba el calendario previsto de humanización. Habíamos dispuesto usar a los Veinte, de uno en uno, por medio de la línea segura de la clínica de Guadalajara. Una vez que estuvieran físicamente dentro del Edificio 31, podríamos usar a cuatro a la vez, por turnos.
Yo no anhelaba tanto la llegada de los Veinte como la de los otros, mis antiguos amigos que ahora compartían conmigo la incapacidad de leer mentes. Todo el mundo conectado estaba completamente envuelto en aquel colosal proyecto, por lo cual Amelia y yo nos vimos reducidos a la condición de ayudantes retardados. Era agradable estar con gente con unos cuantos problemas vulgares y no cósmicos. Gente que tenía tiempo para mis propios problemas vulgares. Como el de haberme convertido en asesino por segunda vez. No importaba cuánto se lo mereciera ella y que se lo hubiera buscado; seguía siendo mi dedo el que apretó el gatillo, y tenía en la mente la imagen indeleble de sus últimos y aterradores momentos.
No quería tratar el tema con Amelia, entonces no, ni tal vez hasta dentro de mucho tiempo.
Reza y yo estábamos sentados en el césped por la noche, tratando de localizar unas cuantas estrellas ocultas por la bruma brillante de la ciudad.
—No puede haberte molestado tanto como lo del muchacho —dijo—. Si alguien se lo merecía, era ella.
—Oh, demonios —contesté, y abrí una segunda cerveza—. Visceralmente, no supone ninguna diferencia quiénes eran o qué hicieron. Al chico le salió una mancha roja en el pecho y se desplomó muerto. Y Gavrila… esparcí sus tripas y sesos y sus malditos brazos por todo el pasillo.
—Y sigues pensando en ello.
—No puedo evitarlo. —La cerveza estaba aún fría—. Cada vez que me gruñe el estómago o me duele un poco aquí abajo, veo su vientre abriéndose. Saber que tengo las mismas cosas por dentro…
—Pero no se puede decir que no lo hayas visto antes.
—Nunca causé el verlo antes. Gran diferencia.
Hubo un silencio embarazoso. Reza pasó la yema de un dedo por el borde de su vaso, pero sólo siseó.
—¿Entonces vas a intentarlo otra vez?
Casi dije intentar qué, pero Reza me conocía demasiado bien.
—No lo creo. ¿Quién sabe? Hasta que mueras de otra cosa, siempre puedes matarte.
—Eh, nunca me lo había planteado en esos términos. Gracias.
—Pensaba que necesitabas que te alegraran.
—Sí, es verdad. —Se lamió el dedo y probó de nuevo con el vaso, sin ningún resultado—. Eh, ¿esto es un vaso de vino del Ejército? ¿Cómo esperáis ganar una guerra sin una cristalería decente?
—Aprendemos a endurecernos.
—¿Entonces te estás medicando?
—Tomo antidepresivos, sí. Creo que no voy a hacerlo. —Me sorprendí al darme cuenta de que no había pensado en el suicidio en todo el día, hasta que Reza sacó el tema—. Las cosas tienen que mejorar.
Derramé la cerveza al tirarme al suelo. Entonces Reza advirtió el sonido (fuego de ametralladora) y se reunió conmigo.
La Agencia de Proyectos de Defensa de Investigación Avanzada no tiene tropas de combate. Pero Blaisdell era general de división, y entre sus correligionarios secretos se encontraba Philip Cramer, vicepresidente de Estados Unidos.
La primacía de Cramer sobre el Consejo de Seguridad Nacional, sobre todo gracias a la falta de supervisión del presidente más inefectivo desde Andrew Johnson, le permitió conceder a Blaisdell autoridad para emprender dos acciones ultrajantes. Una fue la ocupación militar temporal de los Laboratorios de Propulsión a Chorro de Pasadena, esencialmente para impedir que nadie pulsara el botón que acabaría con el proyecto Júpiter. La otra fue mandar una «fuerza expedicionaria» bajo su mando a Panamá, un país con el que Estados Unidos no estaba en guerra.
Mientras los senadores y magistrados debatían y se posicionaban respecto a estas dos acciones claramente ilegales, los soldados implicados cargaban sus armas y se disponían a cumplir las órdenes.
La acción del Laboratorio de Propulsión a Chorro fue trivialmente sencilla. Un convoy se presentó a las tres de la madrugada, detuvo a todos los trabajadores nocturnos y luego cerró el lugar. Los abogados se alegraron, así como la persistente minoría antimilitar. Algunos científicos pensaban que la celebración era prematura. Si los soldados se quedaban en su puesto durante un par de semanas, las cuestiones constitucionales se volverían irrelevantes.
Atacar una base del Ejército no era tan sencillo. Un general de brigada lanzó una orden de batalla y murió segundos más tarde, eliminado personalmente por el general Blaisdell. Envió un pelotón cazador-matador y una compañía de apoyo en un breve vuelo desde Colón a Portobello, supuestamente para sofocar una insurrección de tropas americanas traidoras. Por motivos de seguridad, tenían por supuesto prohibido contactar con la base de Portobello, y sabían poco más aparte del hecho de que la insurrección estaba limitada al edificio de mando central. Tenían que tomar el control y esperar órdenes.
El mayor al mando quiso saber por qué, si la insurrección era tan limitada, no encargaban la misión a una compañía que ya estuviera en la base. No hubo respuesta, pues el general había muerto, así que el mayor tuvo que dar por supuesto que toda la base era potencialmente hostil. Según el mapa, el Edificio 31 estaba convenientemente cerca del agua, así que improvisó un ataque anfibio: los soldaditos se introdujeron en el agua en una playa desierta situada al norte de la base, y caminaron por el fondo durante unos cuantos kilómetros.
Moviéndose por el agua tan cerca de la costa eludieron las defensas submarinas, una deficiencia que el mayor anotó en su informe.
Apenas podía dar crédito a lo que veían mis ojos: soldadito contra soldadito. Dos de las máquinas habían surgido del agua y se agazapaban en la playa disparando a dos de los soldaditos de guardia. La otra máquina de guardia se encontraba en la esquina del edificio, preparada para intervenir pero sin apartar la vista del muelle.
Nadie nos había advertido, evidentemente. Sacudí el hombro de Reza para llamar su atención, pues estaba como hipnotizado por la pirotecnia del duelo.
—¡Permanece agachado! —le susurré—. ¡Sígueme!
Nos arrastramos hasta un grupo de matorrales y luego corrimos agachados hasta la puerta delantera del edificio. El zapato de guardia nos vio y disparó un tiro de aviso (o uno mal apuntado) por encima de nuestras cabezas.
—¡Flecha rota! —le grité, la clave del día, y evidentemente funcionó. No tendría que haber estado mirando en nuestra dirección, en cualquier caso, pero ya le echaría un sermón en cualquier otro momento.