El teniente Newton Thurman, a quien habían asignado la misión de encontrarme un lugar para ser útil, era una rareza: había empezado como mecánico pero desarrolló una especie de alergia a estar conectado; le producía intensos dolores de cabeza que no eran agradables para él ni para nadie con quien conectara. Me pregunté en ese momento por qué lo destinaron al Edificio 31 en vez de licenciarlo, y estaba claro que él se preguntaba lo mismo. Sólo llevaba allí un par de semanas. Estaba claro que había sido colocado allí como una pieza del plan general. ¡Craso error!
El personal del Edificio 31 era de categoría superior en términos de rango: ocho generales y doce coroneles, veinte mayores y capitanes, y veinticuatro tenientes. Sesenta y cuatro oficiales en total dando órdenes a cincuenta suboficiales y soldados. Diez de ellos eran sólo guardias, y no estaban en la cadena de mando, a menos que sucediera algo.
Mi memoria de aquellos cuatro días, antes de que restauraran mi personalidad real, es vaga y confusa. Me destinaron a un puesto de trabajo agotador pero aburrido. Sobre todo supervisaba las decisiones del ordenador sobre envío de recursos: cuántos huevos o balas van a qué lugar. Sorpresa: no encontré ningún error. Entre mis otros aburridos deberes estaba aquel para el que todo lo demás servía de cortina de humo: el diario de informes de situación. Cada hora conectaba con los mecánicos de guardia y pedía un informe de situación. Tenía un impreso con casillas que rellenaba según lo que me decían cada hora. Todo lo que hacía era comprobar la casilla que decía «situación negativa»: no pasa nada.
Era el típico trabajo burocrático. Si sucedía algo de interés, una luz roja se encendía en mi consola, avisándome de que conectara con los guardias. Entonces podía rellenar un impreso.
Pero no había pensado en lo evidente: necesitaban a alguien dentro del edificio que comprobara las identidades de los mecánicos que dirigían a los soldaditos de guardia.
Estaba allí sentado el cuarto día, un minuto antes del momento de pedir el informe, y la luz roja empezó a parpadear de pronto. Mi corazón dio un salto y conecté.
No era el habitual sargento Sykes. Eran Karen y otros cuatro miembros de mi antiguo pelotón.
¿Qué demonios?
Me llegó una rápida gestalt:
Confía en nosotros; tuviste que pasar por una modificación de memoria para que pudieras ser nuestro caballo de Troya
. Luego me hizo un amplio esbozo del plan y del increíble desarrollo del proyecto Júpiter.
Di mi conformidad, aturdido, desconecté y rellené la casilla de informe de situación «negativo».
No era extraño que estuviera tan jodidamente confuso. El teléfono sonó y lo atendí.
Era Marty, con ropa verde de hospital y expresión neutra.
—Te espero para una pequeña intervención cerebral a las 14.00. ¿Quieres venir y prepararte cuando termine tu turno?
—Es la mejor oferta que me han hecho en todo el día.
Fue más que un golpe incruento: fue un golpe silencioso, invisible. La conexión entre un mecánico y su soldadito es sólo una señal electrónica, y hay mecanismos de emergencia preparados para cortarla. Sólo harían falta unos pocos minutos después de algo como la masacre de Portobello, que dejó a todos los mecánicos lisiados, para enviar un nuevo pelotón desde unos cuantos cientos o miles de kilómetros de distancia (el límite real era de unos cinco mil quinientos kilómetros, lo bastante lejos para que la velocidad de la luz fuera un leve factor retardante).
Lo que Marty había hecho era preparar las cosas para que al pulsar un botón los cinco mecánicos de guardia en el sótano del Edificio 31 se desconectaran de sus soldaditos y, simultáneamente, el control de las máquinas pasara a los cinco miembros del pelotón de Julián, y que éste fuera la única persona del edificio que lo advirtiera.
El acto más agresivo que realizaron, inmediatamente después de tomar el mando, fue pasar una «orden» del capitán Perry, el comandante de guardia, a los cinco guardias zapatos para que se presentaran inmediatamente en la habitación 2H para una inoculación de emergencia. Entraron y se sentaron y una bonita enfermera puso a cada uno una inyección. Luego se colocó tranquilamente tras ellos y todos se quedaron dormidos.
Las habitaciones 1H a 6H eran el hospital, e iban a dar mucho trabajo.
Al principio, Marty y Megan Orr podrían hacer todas las instalaciones de conectores. El único paciente ingresado en el ala H, un teniente con bronquitis, fue trasladado al hospital de la base cuando llegó del Pentágono la orden de aislar el Edificio 31. El doctor que pasaba visita cada mañana no tendría acceso.
Pero a la tarde siguiente llegaron dos nuevos doctores. Eran Tanya Sidgwick y Charles Dyer, el equipo de conectores de Panamá que conseguía un 98 % de éxitos. La orden de presentarse en Portobello los sorprendió, pero hasta cierto punto agradecieron las vacaciones: llevaban instalando conectores en los prisioneros de guerra a razón de diez o doce por día, demasiado rápido para sentirse cómodos o seguros.
Lo primero que hicieron después de presentarse en su nuevo destino fue bajar al ala H y ver qué estaba pasando. Marty los tendió en un par de cómodas camas y les dijo que tenían que conectar con un paciente. Luego los conectó con los Veinte, y al instante comprendieron qué tipo de vacaciones se habían tomado.
Pero después de unos pocos minutos de comunicación profunda con los Veinte, se convirtieron. De hecho, abrazaron con más entusiasmo el plan que la mayoría de los conjurados originales. Eso ahorró tiempo, porque no resultó necesario humanizar a Sidgwick y Dyer antes de incluirlos en el equipo.
Tenían sesenta y cuatro oficiales a los que tratar, y sólo veintiocho de ellos estaban ya conectados, y sólo dos de los ocho eran generales. Veinte de los cincuenta suboficiales y soldados estaban conectados.
La primera orden del día era meter en la cama a los que ya estaban conectados y ponerlos en contacto con los Veinte. Llevaron quince camas del barracón de oficiales solteros al ala H. Con eso tenían cuarenta plazas libres en la H; podían instalar interfaces de conexión en las habitaciones de los otros.
Pero el asunto prioritario para Marty y Megan Orr era restaurar los recuerdos perdidos de Julián. O intentarlo.
El asunto no era nada complicado. Cuando Julián estuviera sedado, el procedimiento sería totalmente automático y sólo requeriría cuarenta y cinco minutos. También era totalmente seguro, en términos de la salud mental y física del paciente. Julián lo sabía.
Lo que no sabía era que sólo funcionaba tres cuartas partes de las veces. Uno de cada cuatro pacientes perdía algo.
Julián perdió un mundo.
Cuando desperté me sentí descansado y jubiloso. Podía recordar el estado de aturdimiento en el que había pasado los cuatro últimos días, y también todos los detalles que me habían quitado (era extraño alegrarse de poder recordar un intento de suicidio y el inminente peligro de que el mundo fuera a terminar). Pero en mi caso se trataba de encontrar el verdadero motivo para la inquietud que me invadía.
Estaba sentado en el borde de la cama, mirando una tonta escena de Norman Rockwell de soldados presentándose al servicio, recordando furiosamente, cuando Marty entró con expresión sombría.
—Algo va mal —dije.
Asintió. De una caja negra que había sobre la mesita de noche sacó dos cables de conexión y me tendió uno sin decir palabra. Conectamos y me abrí, y no había nada. Comprobé la conexión y era segura.
—¿Recibes algo?
—No. Y tampoco en diferido. —Recogió su cable, y luego el mío.
—¿Qué es?
—A veces la gente pierde permanentemente los recuerdos que le quitamos…
—¡Pero yo lo he recuperado todo! ¡Estoy seguro!
—… y a veces pierde la capacidad de conectar.
Sentí un sudor frío en las palmas de las manos, la frente y bajo los brazos.
—¿Es temporal?
—No. No más de lo que lo es en el caso de Blaze. Es lo que le sucedió al general Roser.
—Lo sabías. —La mareante sensación de pérdida se convertía en furia. Me levanté y me alcé sobre él.
—Te dije que podrías perder… algo.
—Pero te referías a la memoria. ¡Yo estaba dispuesto a renunciar a la memoria!
—Hay una ventaja en conectar unidireccionalmente, Julián. En modo bidireccional, no puedes mentir por omisión. Si me hubieras preguntado «¿Podría perder la capacidad de conectar?», te lo habría dicho. Por fortuna, no lo preguntaste.
—Eres médico, Marty. ¿Qué hay de la primera parte del juramento?
—«No causar daño.» Pero fui un montón de cosas antes de conseguir ese pedazo de papel, y un montón de cosas después.
—Tal vez será mejor que salgas de aquí antes de que empieces a darme explicaciones.
Él se mantuvo firme.
—Eres un soldado en una guerra. Ahora eres una baja. Pero la parte de ti que murió, sólo una parte, murió para proteger a tu unidad, para llevarla con seguridad a su destino.
En vez de golpearlo, me senté en la cama, sin fuerzas.
—Hablas como un jodido chico bélico. Un chico bélico para la paz.
—Tal vez. Debes saber lo mal que me siento por esto. Sabía que estaba traicionando tu confianza.
—Sí, bueno, yo también me siento bastante mal. ¿Por qué no te marchas?
—Prefiero quedarme y hablar contigo.
—Creo que lo comprendo todo. Adelante. Tienes docenas de personas que operar. Antes de que el mundo no tenga la menor posibilidad de salvarse.
—Aún sigues creyendo en eso.
—No he tenido tiempo para pensarlo, pero sí, si el material que devolviste a mi mente sobre el proyecto Júpiter es verdad, y si el Martillo de Dios es real, entonces hay que hacer algo. Estás haciendo algo.
—¿Te encuentras bien?
—Es como «encontrarte bien» cuando pierdes un brazo. Estoy bien. Aprenderé a afeitarme con la otra mano.
—No quiero que te marches así.
—¿Cómo? Aléjate de mi vista. Puedo pensar en el tema sin tu ayuda.
Miró su reloj.
—Me están esperando. Tengo el coronel Owens en la mesa de operaciones.
Lo despedí con un gesto.
—Adelante. Me repondré.
Me miró un momento y luego se levantó y salió sin decir palabra.
Rebusqué en el bolsillo de mi pecho.
La píldora seguía allí.
En Guadalajara, esa mañana, Jefferson había advertido a Blaze que no se acercara. No le supuso ningún problema; se alojaba con Ellie Morgan a varias manzanas de distancia para trabajar en las diversas versiones del estudio que advertiría al mundo acerca del proyecto Júpiter.
Jefferson y Cameron se sentaron en la cantina durante unas cuantas horas, con una pequeña cámara sobre la mesa, entre ambos, contemplando las puertas del ascensor.
Casi no la vieron. Cuando bajó, llevaba el sedoso pelo rubio cubierto por una peluca de negros rizos. Vestía de forma conservadora y se había teñido la piel de un color aceitunado típicamente mexicano. Pero no había disfrazado su magnífica figura ni su manera de caminar.
Jefferson se detuvo en mitad de la conversación y le dio la vuelta a la cámara con el dedo, disimuladamente.
Los dos la habían visto salir del ascensor.
—¿Qué? —susurró Cameron.
—Esa es ella. Disfrazada de mexicana.
Cameron dobló el cuello justo a tiempo de verla salir por las puertas giratorias.
—Santo Dios, tienes razón.
Jefferson llevó la cámara arriba y llamó a Ray, quien coordinaba las cosas junto con Méndez en ausencia de Marty.
Ray estaba en la clínica. Cargó las fotos y las estudió.
—No hay problema. La vigilaremos.
Menos de un minuto después, ella entraba en la clínica. Los detectores de metales no captaron ninguna de sus armas.
Pero no sacó una foto de Amelia ni preguntó si alguien la había visto; Gavrila sabía que Amelia había estado en aquel edificio, y daba por hecho que se trataba de territorio enemigo.
Le dijo a la recepcionista que quería hablar sobre la implantación de un conector, pero que se negaba a hablar con nadie que no fuera el jefe supremo.
—El doctor Spencer está en el quirófano. Tendrá que esperar al menos dos horas, tal vez tres. Hay mucha otra gente que…
—Esperaré.
Gavrila se sentó en un sofá desde el que dominaba la entrada.
En otra habitación, el doctor Spencer se reunió con Ray y ambos observaron por un monitor a la mujer que vigilaba la entrada.
—Dicen que es peligrosa —comentó Ray—; una especie de espía o asesina. Busca a Blaze.
—No quiero ningún problema con su gobierno.
—¿He dicho que era del gobierno? Si fuera una oficial, ¿no presentaría sus credenciales?
—No si fuera una asesina.
—¡El gobierno no tiene asesinos!
—Oh, vamos. ¿También cree en su Santa Claus?
—Quiero decir que no los tiene para nosotros. Hay un grupo de chiflados religiosos que persiguen a Marty y su gente. Esa mujer es una de ellos o fue contratada por ellos —explicó su sospechosa actividad en el hotel.
Spencer contempló su imagen.
—Creo que tiene usted razón. He estudiado miles de rostros. El suyo es escandinavo, no mexicano. Probablemente se ha teñido el pelo rubio… o no, lleva una peluca. Pero ¿qué esperan que haga yo?
—Supongo que no puede encerrarla y tirar la llave.
—Por favor. No estamos en Estados Unidos.
—Bueno… quiero hablar con ella. Pero tal vez sea realmente peligrosa.
—No lleva cuchillos ni pistolas. Lo habríamos detectado cuando atravesó la puerta.
—Mm. ¿No podríamos llamar a un tipo con una pistola para que la vigile mientras hablamos?
—Como he dicho…
—«No estamos en Estados Unidos.» ¿Qué hay del viejo de abajo con la ametralladora?
—No trabaja para mí. Trabaja para el garaje. ¿Cómo de peligrosa podría ser esta mujer, si no va armada?
—Más peligrosa que yo. Mi educación fue tristemente escasa en asuntos de crímenes. ¿Tiene al menos una habitación donde pueda hablar con ella y dejar a alguien vigilando, en caso de que decida arrancarme la cabeza y golpearme con ella hasta matarme?
Spencer lo miró y decidió que estaba bromeando.
—Eso no es difícil. Llévela a la habitación 1.
Cogió un mando a distancia y apuntó. La pantalla mostró una sala de entrevistas.
—Es una habitación especial de seguridad. Llévela allí y yo vigilaré. Durante diez o quince minutos; luego le pediré a alguien que lo haga.