Atravesamos la estrecha puerta juntos, como una pareja de cómicos de vodevil, y nos topamos con un soldadito ciego: el que Gavrila había dañado. No lo habíamos enviado a reparar porque no queríamos responder preguntas, y cuatro soldaditos parecían más que suficientes… cuando no estábamos en guerra.
—Santo y seña —gritó alguien.
Yo dije «Flecha rota» y Reza, servicial, dijo «Lanza rota», una película que me había perdido. Pero se parecía bastante. La mujer que estaba arrodillada tras el mostrador de recepción, sirviendo de ojos al soldadito, nos saludó.
Nos agachamos junto a ella. Yo no iba de uniforme.
—Soy el sargento Class. ¿Quién está al mando?
—Dios, no lo sé. Sutton, tal vez. Ella es quien me dijo que viniera aquí y mirara por la máquina. —Sonaron dos fuertes explosiones detrás—. ¿Sabe qué demonios está pasando?
—Nos atacan los nuestros, es todo lo que sé. Eso o el enemigo se ha apoderado por fin de los soldaditos.
Pasara lo que pasase, advertí que los atacantes tenían que moverse rápido. Aunque no hubiera más soldaditos en la base, deberíamos tener aviadores de un momento a otro.
Ella estaba pensando en lo mismo.
—¿Dónde están los aviadores? Ya tendrían que haberse preparado.
Era verdad; siempre estaban de servicio, siempre aparecían. ¿Era posible que hubieran caído? ¿O que tuvieran órdenes de no interferir?
No había nada parecido a una «sala de operaciones» en el Edificio 31, ya que nunca dirigían las batallas desde allí. La sargento dijo que la teniente Sutton estaba en el comedor, así que hacia allá nos dirigimos. Una habitación del sótano sin ventanas, probablemente tan segura como cualquier otro lugar si los soldaditos atacaban para hacer pedazos el edificio.
Sutton estaba sentada ante una mesa con el coronel Lyman y el teniente Phan, ambos conectados. Marty y el general Pagel, conectados también, estaban en otra mesa, con Top y el sargento mayor Gilpatrick, ansiosos. Había otro par de docenas de zapatos y mecánicos sin conectar, agazapados y con armas, a la espera. Divisé a Amelia con un grupo de civiles bajo una pesada mesa de metal y la saludé.
Pagel se desconectó y le tendió el cable a Top, que se enchufó.
—¿Qué sucede, señor? —pregunté.
Sorprendentemente, me reconoció.
—No puedo decirle mucho, sargento Class. Son tropas de la Alianza, pero no podemos establecer contacto. Es como si vinieran de Marte. Y no podemos alcanzar el batallón ni la brigada. El señor Larrin, Marty, trata de subvertir su estructura de mando, como hizo aquí, a través de Washington. Tenemos a diez mecánicos esperando en línea, pero no en jaulas.
—Así que podrían tomar el control, pero no hacer nada.
—Caminar, usar armas simples. Tal vez todo lo que tengan que hacer es colocar a los soldaditos aquí de guardia, o tumbados. Cualquier cosa menos atacar.
«Nuestras comunicaciones con aviadores y marineros han sido cortadas, aparentemente en este edificio. —Señaló la otra mesa—. El teniente Phan intenta remediarlo.
Hubo otra explosión, lo bastante potente para sacudir los platos.
—Alguien tendría que darse cuenta.
—Bueno, todo el mundo sabe que el complejo está aislado para un ejercicio de simulación de alto secreto. Toda esta conmoción podrían ser efectos especiales de entrenamiento.
—Hasta que nos volatilicen.
—Si pretendieran destruir el edificio, podrían haberlo hecho en el primer segundo de enfrentamiento.
Top se desconectó.
—Mierda. Perdón, señor. —Hubo un enorme estrépito arriba—. Estamos listos. Cuatro soldaditos contra diez, no tuvieron ninguna oportunidad.
—¿Tuvieron? —dije yo.
Marty se desconectó.
—Han caído los cuatro. Están dentro.
Un brillante soldadito negro entró por la puerta, armado hasta los dientes. Podía matarnos a todos en un instante. No moví un sólo músculo, excepto un párpado que se me contraía de modo incontrolable.
Su voz de contralto era tan aguda que lastimaba los oídos.
—Si obedecen las órdenes no hay motivos para que nadie resulte herido. Todos los que tienen armas, colóquenlas en el suelo. Muévanse todos hacia la pared de enfrente, dejando las manos visibles.
Retrocedí con las manos levantadas.
El general se levantó un poco demasiado rápido, y los cañones láser y de ametralladora giraron para apuntarle.
—Soy el general de brigada Pagel, el oficial al mando…
—Sí. Su identidad ha sido verificada.
—¿Sabe que le harán un consejo de guerra por esto? ¿Qué pasará el resto de su vida…?
—Señor, discúlpeme, pero tengo órdenes de ignorar el rango de todos los que se encuentran en este edificio. Mis órdenes proceden de un general de división, que estará aquí dentro de poco. Le sugiero respetuosamente que espere a discutirlo con él.
—¿Entonces va a dispararme si no me acerco a esa pared con las manos en alto?
—No, señor. Llenaré la habitación de agente vomitivo y no mataré a nadie a menos que toquen un arma.
Top se puso pálido.
—Señor…
—Muy bien, Top. Yo también lo he olido.
El general se acercó a la pared con las manos en los bolsillos. Otros dos soldaditos entraron entonces, junto con un par de docenas de personas de otras plantas, y oí el leve sonido de un helicóptero de carga aproximándose; luego, un aviador pequeño. Los dos aterrizaron en el tejado.
—¿Es su general? —preguntó Pagel.
—No lo sé, señor.
Un minuto después llegaron muchos zapatos, diez y luego otra docena. Llevaban monos de camuflaje con cascos de red, sin ninguna insignia o emblema de unidad. Eso ponía nervioso. Colocaron sus armas en el pasillo, y retiraron las que había en el suelo.
Uno de ellos se quitó el mono y arrojó el casco. Era casi calvo, con unos cuantos mechones de pelo blanco. Parecía amable a pesar de su uniforme de general de división.
Se acercó al general Pagel e intercambiaron saludos.
—Quiero hablar con el doctor Marty Larrin.
—El general Blaisdell, supongo —dijo Marty.
El general se acercó a él y sonrió.
—Tenemos que hablar, por supuesto.
—Por supuesto. Tal vez podamos convertirnos mutuamente.
Miró a su alrededor y me localizó.
—Usted es el físico negro. El asesino.
Asentí. Entonces señaló a Amelia.
—Y la doctora Harding. Quiero que todos vengan conmigo.
Al salir, llamó al primer soldadito.
—Venga para protegerme —dijo, sonriendo—. Vamos a hablar en el despacho de la doctora Harding.
—En realidad yo no tengo despacho, sólo una habitación —dijo ella. Parecía esforzarse para no mirarme—. La habitación 241.
Teníamos un arma allí. ¿Creía que podría vencer a un soldadito? Disculpe, general; déjeme abrir este cajón a ver qué encuentro. Oops, Julián frito.
Pero quizá fuese la única oportunidad que teníamos contra él.
El soldadito era demasiado grande para que todos cupiéramos en el montacargas, así que subimos por las escaleras, a pie. Blaisdell iba el primero, a buen ritmo. Marty se agotó un poco. El general se sintió claramente decepcionado de que la habitación 241 no estuviera llena de pizarras y tubos de ensayo. Se consoló con un ginger-ale de la nevera.
—Supongo que sienten curiosidad por mi plan —dijo.
—En realidad, no —contestó Marty—. Es una fantasía. No hay modo de que pueda impedir lo inevitable.
El general se echó a reír: una jovialidad tranquila, no la carcajada de un loco.
—Tengo el Laboratorio de Propulsión a Chorro.
—Oh, venga ya.
—Es cierto. Orden presidencial. No hay ningún científico allí esta noche. Sólo tropas leales a mí.
—¿Todas ellas del Martillo de Dios? —pregunté.
—Todos los líderes. Los otros son sólo un cordón, para mantener a raya un mundo de ateos.
—Parece usted una persona normal —dijo Amelia, mintiendo entre dientes—. ¿Por qué quiere que todo este hermoso mundo se acabe?
—Usted no piensa en realidad que yo sea normal, doctora Harding, pero se equivoca. Ustedes los ateos y sus torres de marfil, no tienen ni idea de cómo siente la gente de verdad. Lo perfecto que es todo esto.
—Matarlo todo —dije.
—Usted es peor que ella. No es muerte; es renacimiento. Dios ha utilizado a los científicos como herramientas, para poder limpiarlo todo y empezar de nuevo.
Tenía cierto enloquecido sentido.
—Está usted chalado —dije.
El soldadito giró para encararse a mí.
—Julián —dijo con voz grave—, soy Claude.
Había un temblor incierto en sus movimientos que indicaba que no estaba en una jaula, calentando, sino manejando al soldadito desde un conector remoto.
—¿Qué está pasando aquí? —dijo Blaisdell.
—El algoritmo de transferencia ha funcionado —le dijo Marty—. Su gente ya no controla los soldaditos. Los nuestros sí.
—Sé que eso no es posible. Las rutinas de seguridad…
Marty se echó a reír.
—Eso es. Las rutinas contra la transferencia de control son profundamente complejas y poderosas. Lo sé bien. Yo las puse allí.
Blaisdell miró al soldadito.
—Soldado. Salga de esta habitación.
—No, Claude —dijo Marty—. Puede que te necesitemos.
Se quedó en su sitio, meciéndose levemente.
—Eso ha sido una orden directa de un general de división —dijo Blaisdell.
—Sé quién es usted, señor.
Blaisdell dio un salto hacia la puerta, sorprendentemente rápido. El soldadito estiró la mano para agarrarlo por el brazo, pero lo derribó. Lo arrastró al interior de la habitación.
El general se levantó lentamente y se sacudió el polvo.
—Así que es uno de esos humanizados.
—Eso es, señor.
—¿Piensa que eso le da derecho a desobedecer órdenes de sus superiores?
—No, señor. Pero mis órdenes incluyen calibrar sus acciones y órdenes como las de un hombre que está mentalmente enfermo y no es responsable.
—¡Puedo hacer que lo fusilen!
—Supongo que sí, señor, si pudiera encontrarme.
—Oh, sé dónde están ustedes. Las jaulas de los mecánicos para los guardias de este edificio están en el sótano, en la esquina noreste. —Se pellizcó la oreja—. Mayor Lejeune. Adelante. —Volvió a pellizcársela—. Adelante.
—De esta habitación no sale más que estática, señor, excepto por mi frecuencia.
—Claude —dije—, ¿por qué no lo matas?
—Sabes que no puedo hacer eso, Julián.
—Podrías matarlo para salvar tu propia vida.
—Sí, pero su amenaza de encontrar mi jaula no es real. Además, mi cuerpo no está allí.
—Pero mira: se propone matarte no sólo a ti, sino a todo el mundo. Al universo.
—¡Cállese, sargento! —exclamó Blaisdell.
—No podrías tener un caso más claro de defensa propia si te estuviera apuntando a la cabeza con una pistola.
El soldadito guardó silencio un buen rato, las armas al costado. El láser se alzó un poco y volvió a caer.
—No puedo, Julián. Aunque no estoy en desacuerdo contigo. No puedo matarlo a sangre fría.
—Supongamos que te pido que salgas de la habitación. Montar guardia en el pasillo. ¿Podrías hacerlo?
—Por supuesto. —Salió, llevándose un pedazo del marco con el hombro.
—Amelia… Marty… por favor, salid también.
Abrí el cajón superior del escritorio. A la pistola de volteadores le quedaban dos balas. La saqué.
Amelia vio el arma y empezó a tartamudear algo.
—Salid fuera un minuto.
Marty la rodeó con el brazo y salieron torpemente, de espaldas. Blaisdell se envaró.
—Bien. Así que no es usted uno de ellos. Uno de los humanizados.
—Lo soy sólo en parte. Al menos los comprendo.
—Sin embargo, mataría a un hombre por sus creencias religiosas.
—Mataría a mi propio perro si tuviera rabia.
Quité el seguro.
—¿Qué clase de demonio es usted?
El punto del láser bailó sobre el centro de su pecho.
—Voy a averiguarlo.
Apreté el gatillo.
El soldadito no interfirió cuando Julián disparó y casi literalmente partió a Blaisdell en dos. Parte del cuerpo se desplomó sobre una lámpara y la habitación quedó a oscuras, excepto por la luz del pasillo. Julián se quedó rígido, escuchando los sonidos húmedos del cadáver.
El soldadito se colocó tras él.
—Déjame esa pistola, Julián.
—No. A ti no te sirve de nada.
—Temo por ti, viejo amigo. Dame el arma.
Julián se volvió en la penumbra.
—Oh, ya veo. —Se metió la pistola en el cinturón—. No te preocupes, Claude. Estoy bien.
—¿Seguro?
—Seguro. Píldoras, tal vez. Una pistola, no.
Rodeó al soldadito y salió al pasillo.
—Marty. ¿Cuántos tenemos que no hayan sido humanizados?
Marty tardó un minuto en recuperar la presencia de ánimo suficiente para responder.
—Bueno, un montón están a medias. Todos los que se han recuperado de la intervención quirúrgica están humanizados o conectados.
—¿Cuántos no han sido operados? ¿Cuánta gente de este edificio puede pelear?
—Veinticinco, tal vez treinta. La mayoría del ala E. Los que no están vigilados abajo.
—Vamos allá. A ver cuántas armas podemos encontrar.
Claude le siguió.
—Tenemos montones de INL de los antiguos soldaditos —las armas más o menos pacifistas de intención no letal—, y algunas deben de estar aún intactas.
—A por ellas, pues. Nos reuniremos en el ala E.
—Cojamos por la salida de incendios —dijo Amelia—. Podemos dar la vuelta hasta el ala E sin atravesar el vestíbulo.
—Bien. ¿Tenemos todos los soldaditos? —Se encaminaron hacia la salida de emergencia.
—Cuatro —dijo Claude—. Pero los otros seis están indefensos, inmovilizados.
—¿Lo sabe ya el enemigo?
—Todavía no.
—Bien, nos aprovecharemos de eso. ¿Dónde está Eileen?
—Abajo, en el comedor. Está tratando de idear un medio de desarmar a los zapatos sin que nadie resulte herido.
—Sí, buena suerte.
Julián abrió la ventana y se asomó con cautela. Nadie a la vista. Pero entonces, al fondo del pasillo, sonó el ascensor.
—Todo el mundo atrás, y cubríos los oídos —dijo Claude. Cuando la puerta del ascensor se abrió, lanzó una granada de contusión pasillo abajo.
El estallido y la detonación cegaron y ensordecieron a los zapatos enviados a comprobar cómo estaba Blaisdell. Empezaron a disparar al azar. Claude se interpuso entre los disparos y la ventana.