—No, necesitan información práctica sobre Portobello. Conexión unidireccional, por razones de seguridad.
Amelia contempló a Julián marcharse.
—Tengo miedo por él.
—Yo tengo miedo por todos nosotros.
Sacó una botellita del bolsillo de sus pantalones, la abrió y sacó una cápsula. Se la tendió a ella, su mano temblaba un poco.
Ella contempló el óvalo plateado.
—El veneno.
—Marty dice que es casi instantáneo, e irreversible. Una enzima que va directamente al cerebro.
—Parece cristal.
—Una especie de plástico. Se supone que tenemos que morderla.
—¿Y si te la tragas?
—Tarda más. La idea es…
—Sé cuál es la idea. —Se la metió en el bolsillo de la blusa, que abotonó—. ¿Qué quieren saber los Veinte sobre Portobello?
—Sobre Ciudad de Panamá, en realidad. El campamento de prisioneros y la conexión de Portobello con él, si la hay.
—¿Qué van a hacer con miles de prisioneros hostiles?
—Convertirlos en aliados. Conectarlos a todos durante dos semanas y humanizarlos.
—¿Y dejarlos marchar?
—Oh, no. —Méndez sonrió y miró hacia la casa—. Incluso entre rejas, ya no serán prisioneros.
Desconecté y contemplé durante un minuto las flores silvestres, deseando en cierto modo que hubiera sido bidireccional, o quizá no. Luego me levanté, tambaleándome, y volví a las mesas de picnic donde Marty estaba sentado. Incongruentemente, estaba cortando limones. Tenía una gran bolsa de plástico llena y tres jarras, y un exprimidor manual.
—¿Qué te parece?
—Estás haciendo limonada.
—Mi especialidad. —Cada una de las jarras tenía una cantidad medida de azúcar en el fondo. Cuando cortaba un limón, sacaba una fina rebanada del centro y la echaba sobre el azúcar. Luego exprimía el zumo de las dos mitades. Unos seis limones por jarra, según parecía.
—No sé —dije—. Es un plan audaz. Tengo unos cuantos recelos.
—Muy bien.
—¿Quieres conectar? —Señalé la mesa con la caja unidireccional.
—No; dame primero una idea, por encima. Con tus propias palabras, como si dijéramos.
Me senté frente a él y jugueteé con un limón.
—Miles de personas. Todas de una cultura extranjera. El proceso funciona, pero sólo lo hemos probado con veinte americanos… veinte americanos blancos.
—No hay motivos para pensar que la cultura tenga algún peso.
—Eso es lo que ellos dicen. Pero tampoco hay pruebas de lo contrario. ¿Y si acabamos con tres mil lunáticos enfurecidos?
—No es probable. Eso es típico de la buena ciencia conservadora. Deberíamos de hacer primero pruebas a pequeña escala, pero no podemos permitírnoslo. Ahora no estamos haciendo ciencia, sino política.
—Más allá de la política —dije yo—. No hay palabras para lo que estamos haciendo.
—¿Ingeniería social?
Tuve que echarme a reír.
—Yo no diría eso delante de un ingeniero. Es como ingeniería mecánica con una palanca y un martillo.
Se concentró en un limón.
—Pero sigues estando de acuerdo en que hay que hacerlo.
—Hay que hacer algo. Hace un par de días, todavía estábamos considerando opciones. Ahora estamos en una especie de pendiente resbaladiza: no podemos frenar, no podemos dar marcha atrás.
—Cierto, pero recuerda que no lo hicimos voluntariamente. Jefferson nos puso en el borde de la pendiente, e Ingram nos empujó.
—Sí. A mi madre le gusta decir: «Haz algo, aunque sea mal.» Supongo que ése es el espíritu.
Él soltó el cuchillo y me miró.
—En realidad, no. No del todo. Tenemos la opción de hacerlo público sin más.
—¿Lo del proyecto Júpiter?
—Lo de todo. Es muy probable que el gobierno acabe por descubrir lo que estamos haciendo y nos aplaste. Podríamos quitarles esa oportunidad haciéndolo público.
Era extraño que yo no hubiera considerado eso.
—Pero no nos acercaríamos al ciento por ciento de aceptación. Menos de la mitad, calculaste. Y luego estamos en la pesadilla de Ingram, una minoría de ovejas rodeada de lobos.
—Peor que eso —dijo él alegremente. ¿Quién controla los medios? Antes de que se presentara el primer voluntario, el gobierno nos pintaría como ogros decididos a dominar el mundo. Controladores de mentes. Nos cazarían y nos lincharían.
Acabó con los limones y sirvió la misma cantidad de zumo en cada jarra.
—Comprende que llevo pensando en esto veinte años. No se puede evitar el tema central: para humanizar a alguien, tenemos que instalar un conector; pero cuando conectas bidireccionalmente, no puedes mantener un secreto.
»Si tuviéramos todo el tiempo del mundo, podríamos hacerlo como el sistema de células de los terminadores. Elaborada modificación de memoria para todo el mundo que no esté en lo alto, para que nadie pueda revelar mi identidad o la tuya. Pero la modificación de memoria requiere entrenamiento, equipo, tiempo.
»Esta idea de humanizar a los prisioneros de guerra es en parte una forma de minar el caso del gobierno contra nosotros, adelantándonos. Se presenta inicialmente como una forma de mantener a los prisioneros controlados… pero luego dejamos que los medios «descubran» que les ha sucedido algo más profundo. Asesinos sin corazón transformados en santos.
—Mientras tanto, haremos lo mismo a todos los mecánicos. Un ciclo cada vez.
—Eso es —dijo él—. Cuarenta y cinco días. Si funciona.
Las cuentas estaban bastante claras. Había seis mil soldaditos, cada uno atendido por tres ciclos. Quince días cada ciclo, y después de cuarenta y cinco tendríamos a dieciocho mil personas de nuestro lado, más las mil o dos mil que dirigían los aviadores y marineros, que vivirían el proceso.
Lo que el general amigo de Marty iba a hacer, o a intentar, era declarar un esfuerzo psychops mundial que requería que ciertos pelotones estuvieran de servicio durante una semana o unas cuantas semanas extra.
Sólo hacían falta cinco días extra para «convertir» a un mecánico, pero luego no podías enviarlos sin más a casa. El cambio en su conducta sería evidente, y en el momento en que uno fuera conectado el secreto quedaría al descubierto. Afortunadamente, una vez que estuvieran conectados comprenderían la necesidad de aislamiento, así que mantenerlos en la base no sería problema (a excepción del alojamiento y la alimentación de toda esa gente, que el general de Marty incorporaría al ejercicio; nunca hace daño a un soldado vivaquear durante una semana o dos).
Mientras tanto, la publicidad sobre la milagrosa «conversión» de los prisioneros de guerra instaría a la opinión pública a aceptar el siguiente paso. El golpe incruento definitivo: pacifistas tomando el Ejército, y el Ejército tomando el gobierno. Y luego el pueblo (¡vaya idea radical!) tomaría el gobierno.
—Pero todo depende de ese hombre o mujer misterioso —dije—. Alguien que pueda cambiar registros médicos, o hacer que la gente cambie de destino, vale. Apropiarse de un camión y un autobús. Eso no es nada comparado con establecer un ejercicio psychops global que, en realidad, es una toma del Ejército.
El asintió en silencio.
—¿No vas a echarle agua a la limonada?
—No hasta mañana. Ése es el secreto. —Se cruzó de brazos—. En cuanto al gran misterio, su identidad, estás peligrosamente cerca de su resolución.
—¿El presidente?
Se echó a reír.
—¿El secretario de Defensa? ¿El portavoz de la junta de jefes de Estado Mayor?
—Podrías averiguarlo con lo que ya sabes, si tuvieras un esquema de organización. Lo cual es un problema. Somos enormemente vulnerables hasta que tu memoria haya sido borrada.
Me encogí de hombros.
—Los Veinte me hablaron de las píldoras suicidas.
Él destapó con cuidado un frasquito marrón y me puso en la mano tres píldoras.
—Muerde una y estarás cerebralmente muerto al cabo de unos segundos. Tú y yo deberíamos llevarla en un diente de vidrio.
—¿En un diente?
—Un viejo truco de los espías. Pero si nos pillan con vida y nos conectan, el general estará perdido, y todo el asunto se acabará.
—Pero tú conectas unidireccionalmente.
Asintió.
—Conmigo, haría falta un poco de tortura. Contigo… bueno, bien podrías saber su nombre.
—¿El senador Dietz? ¿El Papa?
Me cogió el brazo y empezó a conducirme hasta el autobús.
—Es el general de división Stanton Roser, el subsecretario de Dirección de Fuerzas y Personal. Fue uno de los Veinte que supuestamente murieron, pero con un nombre y un rostro distintos. Ahora tiene un conector sin uso, pero por lo demás sus contactos son buenos.
—¿Ninguno de los Veinte lo sabe?
Sacudió la cabeza.
—Y no lo sabrán por mí. Ni por ti, ahora. No conectes con nadie hasta que lleguemos a México y alteremos tu memoria.
El viaje hasta México fue demasiado interesante. Las células de combustible del camión perdían energía tan rápidamente que tenían que ser recargadas cada dos horas. Antes de que llegaran a Dakota del Sur decidieron parar durante medio día y reparar el vehículo para que obtuviera la potencia directamente del generador de fusión en caliente de la nanofragua.
Luego el autobús se estropeó, la transmisión quedó hecha papilla. Era básicamente un cilindro hermético de hierro en polvo endurecido por un campo magnético. Dos de los Veinte, Hanover y Lamb, habían trabajado con coches, y juntos decidieron que el problema estaba en el programa de cambio de marchas: cuando la demanda de impulso rotativo alcanzaba un cierto grado, el campo se desconectaba un momento para pasar a una marcha inferior; cuando pasaba a un grado menor, subía. Pero el programa se había vuelto loco y trataba de cambiar de marcha cien veces por segundo, así que el cilindro de hierro no era lo bastante rígido para transmitir mucha potencia. Después de reconocer la naturaleza del problema, fue fácil de arreglar, ya que los parámetros de cambio podían hacerse manualmente. Tenían que reajustarlos cada diez o quince minutos, ya que el autobús no estaba realmente diseñado para llevar una carga tan pesada, y no paraba de compensarla. Pero se dirigieron al sur a razón de mil quinientos kilómetros diarios, haciendo planes.
Antes de llegar a Texas, Marty llegó a acuerdos de oscura naturaleza con el doctor Spencer, que era dueño de la clínica de Guadalajara donde Amelia había sido operada. No reveló que tenía una nanofragua, pero sí dijo que tenía acceso limitado, pero sin supervisión, a una, y que podía fabricarle al médico cualquier cosa razonable que la máquina fuese capaz de hacer en seis horas. Como prueba, envió un pisapapeles de diamante de dos mil doscientos quilates con el nombre de Spencer grabado a láser en la cara superior.
A cambio de las seis horas de la máquina, el doctor Spencer anuló sus citas y despidió durante una semana a su personal y sus técnicos para que el equipo de Marty tuviera un ala de la clínica a su plena disposición. Otras ampliaciones quedaban por discutir.
Una semana era todo lo que Marty necesitaría para alterar los recuerdos de Julián y completar la humanización de sus dos cautivos.
Atravesar la frontera de México fue fácil. Bastó una simple transacción financiera.
Volver del mismo modo sería casi imposible: los guardias del lado americano resultaban lentos y eficaces y difíciles de sobornar, puesto que eran robots. Pero no regresarían, a menos que las cosas salieran mal. Planeaban volar a Washington a bordo de un avión militar… preferiblemente no como prisioneros.
Tardaron otro día en llegar a Guadalajara, y dos horas en atravesar la ciudad. Todas las calles que no estaban en obras tenían aspecto de no haber sido reparadas desde el siglo XX. Finalmente encontraron la clínica, y dejaron el camión y el autobús en su aparcamiento subterráneo, vigilado por un viejo con una metralleta. Méndez se quedó en el camión con un ojo puesto en el guardia.
Spencer lo tenía todo preparado, incluido el alquiler de una casa de huéspedes cercana, La Florida, para la gente del autobús. No hubo preguntas, excepto para verificar sus necesidades. Marty hizo instalar a Jefferson e Ingram en la clínica, junto con un par de los Veinte.
Empezaron a preparar la fase de Portobello desde La Florida. Dando por supuesto que los teléfonos locales no eran seguros, desviaron de un satélite una línea militar codificada y la encauzaron a través del general Roser.
Fue bastante fácil destinar a Julián al Edificio 31 como una especie de directivo medio en fase de entrenamiento, ya que no formaba parte de los planes estratégicos de la compañía. Pero la petición para aumentar en una semana más el tiempo de su pelotón dentro de los soldaditos fue rechazada a nivel de batallón, con la explicación de que los «muchachos» ya habían sufrido demasiado estrés el último par de ciclos.
Eso era cierto. Habían pasado tres semanas desconectados para tratar con el desastre de Liberia, y algunos no estaban en buena forma cuando regresaron. Luego estaba la tensión añadida de entrenarse con Eileen Zakim, la sustituía de Julián. Durante nueve días estarían confinados en Portobello, en Pedrópolis, repitiendo las mismas maniobras una y otra vez hasta que su ejecución con Eileen fuera similar a como había sido con Julián.
(Resultó que Eileen se llevó una sorpresa agradable. Había esperado el resentimiento del pelotón porque la nueva líder venía de fuera, en vez de ser ascendida de entre las filas. Nada de eso: todos conocían íntimamente el trabajo de Julián, y ninguno lo quería.)
Fue una suerte, aunque no precisamente algo inusitado, que el coronel que rechazó de pleno la petición de extensión hubiera solicitado un cambio de destino en el trabajo. Muchos de los oficiales del Edificio 31 preferían ser asignados a otro lugar con más acción, o con menos; aquel coronel recibió de pronto una orden de traslado a un puesto de relevo en Bostwana, un lugar totalmente pacificado donde la presencia de la Alianza era considerada un regalo de Dios.
El coronel que lo sustituyó venía de Washington, de la oficina del general Stanton Roser de Dirección de Fuerzas y Personal. Unos cuantos días después de tomar posesión, al revisar las acciones y decisiones de su predecesor, modificó la referida al antiguo pelotón de Julián. Permanecerían conectados hasta el 25 de julio como parte de un estudio a largo plazo de la DFP. El 25 se presentarían para ser examinados y evaluados.
En el Edificio 31.