—No. No es una ciencia exacta.
—Entonces, respetuosamente, declino.
Jefferson hojeó el expediente que tenía sobre la mesa.
—Puede que no se le permita declinar.
—Puedo desobedecer una orden. Esto no es el frente. Unos cuantos meses a la sombra no me matarán.
—No es tan sencillo. —Contó con los dedos—. Uno: que lo manden a la sombra podría matarlo. Los guardias zapatos son elegidos por su agresividad y no les gustan los mecánicos.
»Dos: una estancia en la cárcel sería desastrosa para su vida profesional. ¿Cree que la Universidad de Texas ha concedido alguna vez una plaza a un ex-convicto negro?
»Tres: puede que no tenga ninguna posibilidad, literalmente. Tiene tendencias suicidas. Así que puedo…
—¿Cuándo he dicho nada sobre suicidios?
—Probablemente nunca. —El doctor cogió la página superior del expediente y se la tendió a Julián—. Este es su perfil general de personalidad. La línea de puntos es la media para los hombres de su edad cuando fue reclutado. Mire la línea por encima de «Su».
—¿Esto está basado en un test escrito que hice hace cinco años?
—No, integra varias pruebas. Tests del Ejército, pero también varias observaciones clínicas y evaluaciones realizadas desde que era niño.
—¿Y basándose en eso puede obligarme a someterme a tratamiento médico contra mi voluntad?
—No. Me baso en que yo soy coronel y usted sargento.
Julián se inclinó hacia delante.
—Usted es un coronel que ha hecho el juramento hipocrático y yo soy un sargento doctorado en física. ¿Podemos hablar durante un minuto como dos hombres que se han pasado la mayor parte de la vida estudiando?
—Lo siento. Adelante.
—Me está usted pidiendo que me someta a un tratamiento médico que afectará drásticamente mi memoria. ¿Se supone que he de creer que no hay ninguna posibilidad de que afecte a mi talento para la física?
Jefferson guardó silencio durante un momento.
—La posibilidad existe, pero es muy pequeña. Y seguro que no se dedicará a la física si se mata.
—¡Oh, por el amor de Dios! No voy a matarme.
—Ya. ¿Qué cree que diría un suicida potencial?
Julián trató de no alzar la voz.
—¿Oye lo que está diciendo? ¿Quiere decir que si dijera «Claro, creo que lo haré» me consideraría seguro y me dejaría irme a casa?
El psiquiatra sonrió.
—Muy bien, no es mala respuesta. Pero tiene que comprender usted que podría ser calculada, por parte de un suicida potencial.
—Claro. Cualquier cosa que diga puede ser síntoma de enfermedad mental. Si está convencido de que estoy enfermo.
El psiquiatra estudió su propia palma.
—Mire, Julián. Sabe que he conectado con el cubo que grabó cómo se sentía cuando mató a ese chico. En cierto modo, he estado allí. He sido usted.
—Lo sé.
Guardó el expediente de Julián y sacó un frasquito blanco con pildoras.
—Esto es un antidepresivo suave. Intentémoslo durante dos semanas; una pildora después del desayuno y otra después de la cena. No menguará su capacidad intelectual.
—Muy bien.
—Y quiero verle… —consultó un calendario de mesa—, a las diez en punto del nueve de julio. Quiero conectar con usted y comprobar su respuesta a varias cosas. Será una conexión bidireccional, no le ocultaré nada.
—Y si piensa que estoy majara, me enviará al borrador de memoria.
—Ya veremos. Es todo lo que puedo decir.
Julián asintió, cogió el frasquito blanco y luego se marchó.
Le mentiría a Amelia; diría que era sólo una comprobación de rutina. Tomé una de las pildoras y me ayudó a dormir, y a hacerlo sin soñar. Así que tal vez siguiera tomándolas si no me restaban agudeza mental.
Por la mañana me sentí menos triste y me planteé un debate interno sobre el suicidio, quizás en previsión de la invasión del doctor Jefferson. A él no podría mentirle, estando conectado. Pero tal vez encontrara una «cura» temporal. Fue fácil argumentar en contra de aquel acto: no sólo por el efecto que sobre Amelia y mis padres y amigos tendría, sino también por su trivialidad en lo que al Ejército se refería. Se limitarían a encontrar a otro de mi tamaño y enviarían al soldadito con un cerebro fresco. Si conseguía llevarme a unos cuantos generales por delante, ascenderían a unos pocos coroneles. Nunca hay escasez de carne.
Pero me pregunté si todos los argumentos lógicos contra el suicidio harían algo para ocultar la profundidad de mi propia resolución. Incluso antes de la muerte del chaval sabía que sólo iba a vivir mientras tuviera a Amelia. Llevábamos juntos más tiempo que la mayoría de la gente.
Y cuando llegué a casa, ella no estaba. Había ido a Washington a ver a un amigo, decía la nota. Llamé a la base y descubrí que tenía ocasión de volar hasta Edwards como acompañante si era capaz de presentarme dentro de noventa minutos. Sobrevolábamos el Misisipí cuando me di cuenta de que no había llamado al laboratorio para que alguien dirigiera por mí los trabajos previstos. ¿Era por las pildoras? Probablemente no. Pero no había manera de llamar desde un avión militar, así que en Texas eran ya las diez hora local antes de que pudiera telefonear. Jean Gordie me había sustituido, pero por pura chiripa; había pasado para recoger unos trabajos, vio que yo no estaba y comprobó lo que había que hacer. Estaba más que mosqueada, ya que no pude darle ninguna excusa realmente convicente. «Mira, tengo que tomar el primer vuelo a Washington para decidir si voy a matarme o no.»
Desde Edwards cogí el monorraíl hasta la antigua Union Station. Había una máquina de mapas en el vagón que me indicó que estaba a dos kilómetros escasos de casa del amigo de Amelia. Me sentí tentado de ir andando y llamar a la puerta, pero decidí ser civilizado y telefoneé. Respondió un hombre.
—Tengo que hablar con Blaze.
Él miró la pantalla un instante.
—Oh, es usted Julián. Un momento.
Amelia se puso, con aspecto sorprendido.
—¿Julián? Te he dicho que estaría en casa mañana.
—Tenemos que hablar. Estoy aquí, en Washington.
—Pásate por aquí, entonces. Estoy a punto de preparar el almuerzo.
Qué doméstico.
—Preferiría… Tenemos que hablar a solas.
Ella miró más allá de la pantalla y luego se volvió, preocupada.
—¿Dónde estás?
—En Union Station.
El hombre dijo algo que no alcancé a oír.
—Pete dice que hay un bar en la segunda planta llamado Roundhouse. Puedo reunirme allí contigo dentro de treinta o cuarenta minutos.
—Continúa y termina el almuerzo —dije—. Puedo…
—No. Iré tan rápido como pueda.
—Gracias, querida.
Colgué y contemplé el espejo de la pantalla. A pesar de haber dormido por la noche, seguía teniendo muy mala cara. Tendría que haberme afeitado y cambiado de uniforme.
Me metí en un lavabo de hombres para darme un afeitado rápido y peinarme y luego bajé a la segunda planta. Union Station era un nudo de transportes, pero también un museo de tecnología ferroviaria. Caminé por algunos pasos subterráneos del siglo pasado, con sus protectores antibalas cuarteados y abollados.
Había también una locomotora de vapor del siglo XIX que parecía en bastante buen estado.
Amelia se dirigía hacia la puerta del bar.
—He cogido un taxi —explicó mientras nos abrazábamos.
Me condujo a la oscuridad y la extraña música del bar.
—¿Quién es ese Peter? ¿Un amigo, dijiste?
—Es Peter Blanskenship.
Sacudí la cabeza. El nombre me resultaba vagamente familiar.
—El cosmólogo.
Un robot de servicio anotó nuestro pedido de té helado y dijo que teníamos que gastar diez dólares para ocupar la mesa. Pedí un vaso de whisky.
—Así que sois viejos amigos.
—No, acabamos de conocernos. Quería mantener en secreto nuestra reunión.
Llevamos nuestras consumiciones a una mesa vacía y nos sentamos. Ella parecía seria.
—Déjame adivinar…
—He matado a alguien.
—¿Qué?
—Maté a un muchacho, un civil. Le disparé con mi soldadito.
—Pero ¿cómo? Creía que ni siquiera podías matar a los soldados.
—Fue un accidente.
—¿Qué, lo pisaste o algo así?
—No, el láser…
—¿Le disparaste accidentalmente con el láser?
—Con una bala. Apuntaba a sus rodillas.
—¿A un civil desarmado?
—Iba armado… ¡era él quien tenía el láser! Era un manicomio, una turba fuera de control. Nos ordenaron disparar a todo el que llevara armas.
—Pero él a ti no podía herirte, sólo alcanzar tu máquina.
—Estaba disparando a lo loco —mentí; medio mentí—. Podría haber matado a docenas de personas.
—¿Y por qué no disparar contra el arma que empuñaba?
—No, era una Nipponex pesada. Tienen Ablar, un revestimiento a prueba de balas y antiexplosión. Mira, le apunté a las rodillas, entonces alguien lo empujó desde atrás. Cayó hacia delante y la bala le alcanzó en el pecho.
—Así que fue una especie de accidente industrial. No tendría que haber estado jugando con los juguetes de los niños grandes.
—Si quieres expresarlo así.
—¿Cómo lo expresarías tú? Pulsaste el gatillo.
—Esto es una locura. ¿No sabes lo que pasó en Liberia ayer?
—¿En África? Hemos estado demasiado ocupados…
—Hay una Liberia en Costa Rica.
—Ya veo. Ahí es donde estaba el muchacho.
—Y un millar de personas más. También en pasado. —Di un largo trago de whisky y tosí—. Unos extremistas mataron a un par de cientos de niños, y nos hicieron parecer responsables. Eso ya fue bastante horrible. Luego una multitud nos atacó, y… y… las medidas de control de disturbios se volvieron en nuestra contra. Se supone que son benignas, pero causaron la muerte de cientos de personas más, aplastadas. Luego empezaron a disparar, a disparar contra su propia gente. Así que nosotros, nosotros…
—¡Oh, Dios mío! Lo siento —dijo ella; su voz temblaba—. Necesitas apoyo, y yo vengo nerviosa por la fatiga y preocupada. Pobrecillo… ¿has visto a un consejero?
—Sí. Fue una gran ayuda. —Cogí un cubo de hielo del té y lo eché en el whisky—. Dijo que lo superaría.
—¿Lo harás?
—Claro. Me dio unas pildoras.
—Bueno, pues ten cuidado con las pildoras y el alcohol.
—Sí, doctora. —Di un fresco sorbo.
—En serio. Estoy preocupada.
—Sí, yo también —preocupado, cansado—. ¿Y qué estáis haciendo ese Peter y tú?
—Pero tú…
—Cambiemos de tema. ¿Para qué te quería?
—Júpiter. Está desafiando algunas suposiciones cosmológicas básicas.
—Entonces ¿por qué tú? Probablemente todo el mundo, desde Macro para abajo, sabe más sobre cosmología… demonios, probablemente hasta yo.
—Estoy segura de que sí. Pero por eso me eligió a mí… todos mis superiores participaron en las etapas de planificación del proyecto, y hay consenso sobre… ciertos aspectos del tema.
—¿Qué aspectos?
—No puedo decírtelo.
—¡Oh, vamos!
Tocó su té pero no bebió; lo miró.
—Porque no puedes guardar un secreto. Todo tu pelotón lo sabría en cuanto conectaras.
—No sabrían una mierda. Nadie más en el pelotón puede distinguir una hamburguesa de una hamiltoniana. Si es algo técnico, podrían captar mi reacción emocional, pero nada más. Ningún detalle técnico; bien podría estar en griego.
—Hablo precisamente de tu reacción emocional. No puedo decir nada más. No me preguntes.
—Vale, vale. —Tomé otro trago de whisky y pulsé el botón de pedidos—. Pidamos algo de comer.
Ella quiso un bocadillo de salmón y yo una hamburguesa y otro whisky, doble.
—Así que sois desconocidos absolutos. Nunca os habíais visto antes.
—¿Qué se supone que significa eso?
—Sólo lo que he preguntado.
—Lo conocí hace unos quince años, en un coloquio en Denver. Si quieres saberlo, fue cuando vivía con Marty. Él fue a Denver y yo asistí.
—Ah. —Me terminé el primer whiksy.
—Julián. No te molestes por eso. No hay nada entre nosotros. Es viejo y gordo y más neurótico que tú.
—Gracias. Entonces ¿cuándo vendrás a casa?
—Tengo que dar clase mañana. Así que estaré en casa por la mañana. Luego volveré aquí el miércoles si aún tenemos trabajo que hacer.
—Ya veo.
—Mira, no le digas a nadie que estoy aquí, sobre todo a Macro.
—¿Se pondría celoso?
—¿Qué tiene que ver esto con los celos? Te he dicho que no hay nada.
Se echó hacia atrás.
—Es sólo que Peter ha discutido con él, en
Physics Review Letters.
Podría encontrarme en una situación que me obligara a defender a Peter y a ponerme en contra de mi propio jefe.
—Un gran movimiento para tu carrera.
—Esto es más importante que una carrera. Es… bueno, no puedo decírtelo.
—Porque soy un neurótico.
—No. No es eso. No es eso en absoluto. Es sólo…
Nuestro pedido llegó a la. mesa, y ella. envolvió el bocadillo en una servilleta y se levantó.
—Mira, estoy sometida a más presión de lo que crees. ¿Te encontrarás bien? Tengo que regresar.
—Claro. Entiendo las razones de trabajo.
—Esto es más que simple trabajo. Me perdonarás más tarde.
Abandonó la mesa y me dio un largo beso. Sus ojos estaban húmedos de lágrimas.
—Tenemos que hablar más sobre ese muchacho. Y de todo lo demás. Mientras tanto, toma las pildoras; tómatelo con calma.
La vi marcharse.
La hamburguesa olía bien pero sabía a carne muerta. Di un bocado pero no pude tragarlo. Pasé el bocado a una servilleta, discretamente, y me bebí el doble en tres rápidos sorbos. Luego pedí otro, pero la mesa dijo que no podía servirme alcohol hasta dentro de una hora.
Cogí el metro hasta el aeropuerto y bebí en otros dos sitios mientras esperaba el vuelo de regreso a casa. Un trago en el avión y una cabezadita en el taxi.
Cuando llegué a casa encontré media botella de vodka y lo serví en una gran jarra con cubitos de hielo. Lo agité hasta que la jarra estuvo helada y sabrosa. Luego vacié el frasco de pildoras y las repartí en siete montones de cinco.
Pude tragar seis de los montones, un trago de vodka helado por montón. Antes de tragarme el séptimo, me di cuenta de que debería escribir una nota. Le debía eso a Amelia. Pero traté de levantarme para buscar un papel y las piernas no me obedecieron; parecían leños. Reflexioné sobre eso durante un rato y decidí tomarme el resto de las pildoras, pero sólo conseguí que mi brazo oscilara como un péndulo. No podía concentrarme en las pildoras, de todas formas. Me eché hacia atrás y fue pacífico, relajado, como flotar en el espacio. Se me ocurrió que esto era lo último que sentiría, y me pareció bien. Era mucho mejor que ir a por todos aquellos generales.