Paz interminable (24 page)

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Authors: Joe Haldeman,Joe Haldeman

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Paz interminable
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El viernes por la mañana, Amelia recibió una escueta nota de Peter. «El informe de los otros expertos será esta tarde. Optimista.»

Julián estaba abajo. Ella lo llamó y le mostró el mensaje.

—Creo que no debemos hacernos notar demasiado —dijo él—. Si Macro se entera de esto antes de abandonar la oficina, nos llamará. Prefiero esperar hasta el lunes.

—Cobarde —dijo ella—. Y yo también. ¿Por qué no nos vamos temprano al Saturday Night Special? Podríamos matar el tiempo en el zoo genético.

El zoo genético era el Museo de Experimentación Genética, un lugar que los grupos pro derechos animales cerraban regularmente y los abogados volvían a abrir. En teoría, aquel «museo» privado era una muestra de la tecnología punta en la manipulación genética. En realidad, era un espectáculo de rarezas, una de las diversiones más populares de Texas.

Sólo se encontraba a diez minutos andando del Saturday Night Special, pero no habían estado allí desde su última reapertura. Había montones de exposiciones nuevas.

Algunos de los especímenes conservados eran fascinantes, pero la auténtica atracción eran los vivos, el verdadero zoo. De algún modo habían conseguido crear una serpiente con doce patas. Pero no podían enseñarle a andar. Avanzaba con los seis pares a la vez, y se abalanzaba con un ondulante salto tras otro: no era una gran mejora respecto a reptar. Amelia señaló que la conexión de las patas al sistema nervioso del animal debía de ser igual que las costillas normales de una serpiente, que ondulan para permitir al animal moverse.

El valor de una serpiente con más capacidad de movimiento era cuestionable, y la pobre criatura obviamente había sido creada sólo como curiosidad; pero había otra que sí tenía una aplicación práctica, aparte de asustar a los niños: una araña del tamaño de una almohada que tejía una gruesa tela en un armazón, como un telar viviente. La tela resultante tenía aplicaciones quirúrgicas.

Había una vaca enana, de menos de un metro de alto, que no tenía ningún propósito práctico. Julián sugirió que podría responder a las necesidades básicas de la gente como ellos, a quienes gustaba la leche en el café, si uno aprendía a ordeñarla. Pero no se movía como una vaca: atacaba con ansiosa curiosidad; probablemente la habían cruzado con los genes de un sabueso.

Para ahorrar créditos y dinero, fuimos a las máquinas del zoo a comprar queso y pan. Había una zona cubierta detrás, con mesas de picnic, algo nuevo desde nuestra última visita. Nos sentamos al calor de la tarde.

—¿Cuánto vamos a decirle a la gente? —pregunté, cortando el cheddar en cubitos con un cuchillo de plástico. Llevaba mi navaja especial, pero habría convertido el queso en
raclette
, o en una bomba.

—¿Sobre ti? ¿O sobre el proyecto?

—¿No has ido por allí desde que estuve en el hospital?

Ella sacudió la cabeza.

—No saquemos el tema. Preguntaba si deberíamos hablar sobre los descubrimientos de Peter; nuestros descubrimientos.

—No hay motivo para no hacerlo. Mañana será de conocimiento común.

Amontoné el queso sobre una rebanada de pan oscuro y se la pasé envuelta en una servilleta.

—Mejor hablar de eso que de mí.

—La gente lo sabrá. Marty, sin duda.

—Hablaré con Marty. Si tengo una oportunidad.

—Creo que tal vez el fin del universo podría dejarte en segundo plano.

—Eso pone las cosas en perspectiva.

El paseo de casi un kilómetro hasta el Saturday Night Special fue caluroso y polvoriento, incluso con la puesta de sol; una especie de polvo pegajoso. Nos alegramos de entrar en el aire acondicionado. Marty y Belda estaban allí, compartiendo un plato de aperitivos.

—Julián. ¿Cómo estás? —dijo Marty con cuidadosa neutralidad.

—Ahora muy bien. ¿Hablamos de ello más tarde?

El asintió. Belda no dijo nada, concentrada en diseccionar una gamba.

—¿Algo nuevo en el proyecto con Ray? Aquello de la empatía.

—Un montón de datos nuevos, en realidad, aunque Ray está más puesto. Esa cosa terrible con los niños, ¿en Iberia?

—Liberia —dije yo.

—Tres de los tipos que estudiamos fueron testigos de eso. Fue duro para ellos.

—Fue duro para todos. Para los niños, especialmente.

—Monstruos —dijo Belda, alzando la cabeza—. Sabéis que no soy política, y tampoco maternal. ¿Pero qué pudo pasárseles por la mente para que creyeran que algo tan terrible favorecería su causa?

—No hace falta sólo una mentalidad de guerrero —dijo Amelia—. Hacer eso con tu propia gente.

—La mayoría de los Ngumi cree que lo hicimos nosotros —repuso Marty—, y que manipulamos las cosas para que pareciera que fueron ellos… Como dices, nadie le haría eso a su propia gente. Allí, eso es prueba suficiente.

—¿Crees que fue todo un plan cínico? —dijo Amelia—. No puedo imaginármelo.

—No, las noticias que tenemos (esto es confidencial y no ha sido probado) es que los responsables fueron un oficial loco y unos cuantos de sus seguidores. Todos han sido eliminados ya, y los psychops Ngumi, tal como son, están lanzando un montón de cortinas de humo. Intentan demostrar que, por algún motivo, nosotros queríamos destruir un colegio lleno de niños inocentes para que se supiera lo implacables que son los Ngumi, cuando por supuesto todo el mundo sabe que son el Ejército de y para el Pueblo.

—¿Y se lo tragan? —pregunté yo.

—En gran parte de Centroamérica y Suramérica, sí. ¿No has visto las noticias?

—A ratos. ¿Qué ha pasado con lo de Amnistía Internacional?

—Oh, el Ejército dejó que uno de sus abogados conectara con cualquier cadena que quisiera, bajo la condición de mantener la confidencialidad. Pudo testificar que todo el mundo quedó genuinamente sorprendido por la atrocidad, la mayoría horrorizados. Eso nos ha quitado de encima la presión de Europa, e incluso la de África y Asia. Pero no fue noticia en el sur.

Asher y Reza llegaron juntos.

—Eh, bienvenidos, vosotros dos. ¿Habéis huido para casaros?

—Huido —dijo Amelia rápidamente—, pero para trabajar. Hemos estado en Washington.

—¿Asunto del gobierno? —quiso saber Asher.

—No. Pero lo será, pasado este fin de semana.

—¿Podemos enterarnos? ¿O es demasiado técnico?

—No es técnico, al menos en lo más esencial. —Se volvió hacia Marty—. ¿Va a venir Ray?

—No. Tiene un asunto familiar.

—Muy bien. Entonces pidamos nuestras bebidas. Julián y yo tenemos una historia que contaros.

El camarero trajo el vino, el café y el whisky, y desapareció. Amelia empezó el relato: la amenaza de absoluta condena intergaláctica. Yo añadí unos cuantos detalles acá y allá. Nadie interrumpió.

Siguió una larga pausa. Probablemente no había habido tantos minutos consecutivos de silencio en todos los años que aquel grupo llevaba reuniéndose.

Asher se aclaró la garganta.

—Naturalmente, el comité de expertos no ha decidido aún. Literalmente.

—Eso es —dijo Amelia—. Pero el hecho de que Julián y Peter obtuvieran los mismos resultados… ¡hasta ocho cifras significativas!, usando dos puntos de partida distintos y dos métodos independientes… Bueno, no me preocupa el comité. Me preocupa lo que representa políticamente cancelar un proyecto tan colosal. Y me inquieta un poco dónde estaré trabajando el año que viene. La semana que viene.

—Ah —dijo Belda—. Habéis hecho un buen trabajo con los árboles. Seguro que habréis pensado también en el bosque.

—¿Que si es un arma? —dije yo, y Belda asintió lentamente—. Sí. Es el arma definitiva del juicio final. Tiene que ser desmantelada.

—Pero el bosque es más grande que eso —dijo Belda, y sorbió su café—. Supongamos que no la desmanteláis. La destruís sin dejar rastro. Cogéis toda la literatura y borráis cada línea que se refiera al proyecto Júpiter. Y luego mandáis a matones del gobierno y elimináis a todo el mundo que haya oído hablar del tema.

¿Qué pasará luego?

—Dímelo tú. Vas a hacerlo de todas formas.

—Lo obvio. Dentro de diez años, o de cien, o de un millón, a alguien más se le ocurrirá la idea. Y también será aplastado. Pero dentro de otros diez años o de un millón más, alguien más la elaborará otra vez. Tarde o temprano, alguien amenazará con usarla. O no amenazará siquiera. Sólo lo hará. Porque odia el mundo tanto que querrá que todo muera.

Hubo otro largo silencio.

—Bueno —dije—, eso resuelve un misterio. La gente se pregunta de dónde proceden las leyes de la física. Quiero decir que supuestamente todas las leyes que gobiernan materia y energía tuvieron que ser creadas con el puntito que inició la Diáspora. Parece imposible, o innecesario.

—Entonces, si Belda tiene razón —dijo Amelia—, las leyes físicas estaban todas en su sitio. Hace veinte mil millones de años, alguien pulsó el botón de «reiniciar».

—Y unos cuantos miles de años antes que eso —dijo Belda— alguien ya lo había hecho. El universo sólo dura lo suficiente para que evolucionen criaturas como nosotros. —Nos apuntó con una V de huesudos dedos a Amelia y a mí—. Gente como vosotros dos.

Bueno, en realidad no resolvía el misterio de la primera causa: antes o después tuvo que haber una primera vez de verdad.

—Me pregunto… —dijo Reza—. Sin duda en todos los millones de galaxias hay otras razas que han hecho este descubrimiento. Miles o millones de veces. Evidentemente, todas han sido psicológicamente incapaces de hacerlo, de destruirnos a todos.

—Han evolucionado más allá de eso —le dijo Asher—. Es una pena que nosotros no lo hayamos hecho. —Agitó el hielo de su whisky—. Si Hitler hubiera tenido el botón en su bunker… o Calígula, o Gengis Kan…

—Hitler sólo perdió el barco por un siglo —dijo Reza—. Supongo que no hemos evolucionado más allá de la posibilidad de producir otro como él.

—Y no lo haremos —contestó Belda—. La agresión es una característica de la supervivencia. Nos colocó en lo alto de la cadena alimenticia.

—Lo hizo la cooperación —la corrigió Amelia—. La agresión no funciona contra un tigre de dientes de sable.

—Una combinación, te lo concedo —dijo Belda.

—Cooperación y agresión —dijo Marty—. Así que un pelotón de soldaditos es la expresión definitiva de la superioridad humana sobre las bestias.

—No lo dirías en el caso de algunos —dije yo—. Los hay que parecen haber sufrido una regresión.

—Pero déjame continuar con esta idea. —Marty unió los dedos—. Vedlo de esta forma. La carrera contra el tiempo ha empezado. En algún momento, durante los siguientes diez años o dentro de un millón, tendremos que apartar la evolución humana de la conducta agresiva. En teoría, no es imposible. Hemos dirigido la evolución de muchas otras especies.

—Algunas en una sola generación —dijo Amelia—. Hay un zoo lleno de ellas carretera abajo.

—Un sitio delicioso —comentó Belda.

—Podríamos hacerlo en una generación —dijo Marty suavemente—. En menos.

Todos los demás lo miraron.

—Julián —dijo—, ¿por qué no permanecen los mecánicos dentro de los soldaditos más de nueve días?

Me encogí de hombros.

—Fatiga. Si te quedas demasiado tiempo, te vuelves torpe.

—Eso es lo que os dicen. Eso es lo que le dicen a todo el mundo. Creen que es la verdad.

Miró alrededor, incómodo. Eramos las únicas personas que había en la sala, pero bajó la voz.

—Esto es secreto. Muy secreto. Si Julián fuera a regresar a su pelotón, no podría contároslo, porque entonces lo sabría demasiada gente. Pero puedo confiar en todos los presentes.

—¿Es un secreto militar? —preguntó Reza.

—Ni siquiera los militares lo saben. Ray y yo se lo hemos ocultado, y no ha sido fácil.

»En Dakota hay un hogar de convalecientes con dieciséis inquilinos. En realidad no les pasa nada. Están allí porque saben que no les queda otro remedio.

—¿Son gente con la que Ray y tú habéis trabajado? —pregunté.

—Exactamente. Hace más de veinte años. Ahora son personas de mediana edad, y saben que probablemente tendrán que pasar recluidas el resto de sus vidas.

—¿Qué demonios les hicisteis? —preguntó Reza.

—Ocho de ellos permanecieron conectados a los soldaditos durante tres semanas. Los otros ocho durante dieciséis días.

—¿Eso es todo? —dije yo.

—Eso es todo.

—¿Se volvieron locos? —preguntó Amelia.

Belda se echó a reír, un sonido raro, no feliz.

—Apuesto a que no. Apuesto a que se volvieron cuerdos.

—Belda está muy cerca de la verdad —dijo Marty—. Tiene la molesta habilidad de leerte la mente sin el apoyo de la electricidad.

»Lo que ocurre es que después de pasar un par de semanas dentro del soldadito, paradójicamente, ya no puedes ser soldado.

—¿No puedes matar? —dije.

—Ni siquiera puedes lastimar a nadie a propósito, excepto para salvar tu propia vida. U otras vidas. Cambia de modo permanente tu forma de pensar, de sentir. Incluso después de desconectarte. Has estado dentro de otra gente demasiado tiempo, has compartido su identidad. Dañar a otra persona sería tan doloroso como dañarte a ti mismo.

—Pero no son pacifistas puros —dijo Reza—. No si pueden matar en defensa propia.

—Varía de un individuo a otro. Algunos preferirían morir antes que matar, incluso en defensa propia.

—¿Es eso lo que le sucede a gente como Candi? —pregunté.

—En realidad no. La gente como ella es elegida por su empatía, por su amabilidad. Al conectarlos, se espera ampliar esas cualidades en todos.

—¿Utilizasteis a gente elegida al azar en el experimento? —preguntó Reza.

Marty asintió.

—El primer grupo fue de voluntarios pagados, fuera de servicio. Pero no el segundo grupo. —Se inclinó hacia delante—. La mitad del segundo grupo estaba formada por asesinos de las Fuerzas Especiales; la otra mitad por civiles condenados por asesinato.

—¿Y todos se volvieron… civilizados? —dijo Amelia.

—El verbo que utilizamos es «humanizados».

—¿Si los miembros de un pelotón cazador-matador permanecieran conectados durante dos semanas —dije yo— se convertirían en unos gatitos?

—Eso creemos. Esto se hizo antes de los cazadores-matadores, por supuesto; antes de que los soldaditos fueran utilizados en combate.

Asher había estado siguiendo la conversación en silencio.

—Me parece absurdo dar por sentado que los militares no hayan duplicado vuestro experimento… y encontrado una forma de evitar esta inconveniente aberración: el pacifismo. La humanización.

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