—Lamento que no funcionara —dijo—. Pero nunca sentiré haberlo intentado. Nunca.
No fui capaz de decir nada. Solamente acaricié su mano entre las mías.
—Creo que he salido… ilesa. Hazme una pregunta, una pregunta de ciencias.
—Uh… ¿qué es el número de Avogadro?
—Oh, pregúntaselo a un químico. Es el número de moléculas de un mol. Si quieres el número de moléculas de un armadillo, necesitas el número del Armadillo.
Bueno, si podía hacer chistes malos, había vuelto en parte a la normalidad.
—¿Cuál es la duración de una resonancia delta? Piones contra protones.
—Aproximadamente diez a la menos veintitrés. La quiero más dura.
—¿Se lo dices a todos? —Ella sonrió débilmente—. Mira, tienes que dormir un poco. Estaré fuera.
—Me pondré bien. Vuelve a Houston.
—No.
—Un día, entonces. ¿A qué estamos, a martes?
—Miércoles.
—Tienes que volver mañana por la noche para cubrir el seminario por mí. Seminario de expertos.
—Hablaremos por la mañana.
Había gente de sobra mejor cualificada.
—¿Me lo prometes?
—Te prometo que me encargaré de ello. —Al menos con una llamada de teléfono—. Duerme ahora.
Marty y yo fuimos a la máquina de la cantina del sótano. El tomó una taza de café fuerte (para mantenerse despierto hasta tomar el tren de la una y media) y yo tomé una cerveza. Resultó ser sin alcohol, especialmente embotellada para hospitales y escuelas. Le conté lo del número del Armadillo y todo eso.
—Parece que se encuentra bien. —Probó el café y le echó otro doble terrón de azúcar—. A veces la gente pierde fragmentos de memoria y no los echa de menos durante un tiempo. Naturalmente, no todo son pérdidas.
—No. —Un beso, una caricia—. Ella tiene el recuerdo de haber estado conectada durante cuánto, ¿tres minutos?
—Y podría haber algo más —dijo cautelosamente. Sacó dos cadenas de datos del bolsillo de su camisa y las depositó sobre la mesa—. Son copias completas de sus archivos. Yo no tendría que tenerlas: cuestan más que la propia operación.
—Podría ayudar a pagar…
—No, es dinero de una beca. La cuestión es que la operación fracasó por algún motivo. No necesariamente por falta de habilidad o por descuido de Spencer, pero por algún motivo.
—¿Por algo que podría invertirse?
Él sacudió la cabeza y luego se encogió de hombros.
—Ya ha ocurrido antes.
—¿Quieres decir que podría volver a ser instalado? Nunca he oído una cosa así.
—Porque se hace muy raramente. Normalmente no merece la pena correr el riesgo. Lo intentarán si, después de la extracción, el paciente sigue en estado vegetativo. Es una oportunidad para reestablecer contacto con el mundo.
»En el caso de Blaze quizá fuese demasiado peligroso, dado su estado actual. Y es tanto cosa de maña como de ciencia. Pero seguimos avanzando; y tal vez algún día, si averiguamos qué salió mal… —Tomó un sorbo de café—. Probablemente no sucederá, no en los próximos veinte años. Casi todos los fondos de investigación son militares, y no es una zona en la que tengan mucho interés. Si una instalación mecánica falla, simplemente reclutan a otra persona.
Probé de nuevo la cerveza y decidí que no iba a mejorar.
—¿Está ahora totalmente desconectada? Si conectáramos, ¿no sentiría nada?
—Podrías intentarlo. Sigue habiendo conexión con unos cuantos ganglios menores. Unas cuantas neuronas acá y allá… cuando sustituimos el núcleo metálico del conector, algunas de ellas reestablecen contacto.
—Merece la pena intentarlo.
—No esperes nada. La gente en su estado puede ir a una tienda de conectores y alquilar uno realmente extremo, como un viaje a la muerte, pero lo que obtiene es un zumbido levemente alucinatorio, nada concreto. Si conectan directamente con una persona, no obtienen ningún efecto real. Tal vez un efecto placebo, si esperan que algo suceda.
—Haznos un favor —le pedí—. No se lo digas a ella.
Para cumplir su promesa, Julián cogió el tren hasta Houston, donde se quedó el tiempo suficiente para dar el seminario de partículas de Amelia (a los estudiantes no les entusiasmó que un joven de posdoctorado sustituyera de pronto a la doctora Blaze), y luego cogió un tren a medianoche de vuelta a Guadalajara.
Resultó que dieron de alta a Amelia al día siguiente y la trasladaron en ambulancia a unas instalaciones del campus. La clínica no quería que una paciente que solamente descansaba en observación ocupara una cama valiosa un viernes; la mayoría de sus clientes de calidad llegaba ese día.
Permitieron a Julián viajar con ella, lo que consistió principalmente en verla dormir. Cuando los sedantes perdieron efecto, a una hora de Houston, hablaron sobre todo del trabajo; Julián se las apañó para no tener que mentirle sobre lo que podría suceder si conectaban en su estado. Sabía que Amelia se enteraría pronto; luego tendrían que afrontar sus esperanzas y decepciones. No quería que basara sus expectativas en un instante maravilloso. Lo mejor que obtuviera sería mucho menos que eso, y era probable que no notara nada en absoluto.
El centro de cuidados era fantástico por fuera y destartalado por dentro. A Amelia le tocó la única plaza que quedaba en una suite de cuatro camas, ocupada por mujeres que le doblaban la edad, internas por una buena temporada o de por vida. Julián la ayudó a acomodarse, y cuando quedó claro que no sólo trabajaba para ella, dos de las ancianas dejaron patente su horror por la diferencia de color y edad. La tercera era ciega.
Bueno, ahora habían quedado al descubierto. Era algo positivo surgido de aquel lío, para su vida personal si no para la profesional.
Amelia no había leído el libro de Chandler, y le encantó. Parecía improbable que pasara mucho tiempo conversando.
Naturalmente, a Julián le esperaba una conversación esa noche: era viernes. Decidió aparecer por el club al menos con una hora de retraso, para que Marty pudiera contar a los demás todos los detalles de la operación y la sórdida verdad de la relación entre Amelia y él. Si es que era un secreto para alguno de ellos. El estirado Hayes lo sabía y nunca lo había dado a entender.
Tenía muchas cosas con las que mantenerse ocupado antes de ir al Saturday Night Special, ya que ni siquiera había mirado el correo después de leer la nota deslizada bajo su puerta a su regreso de Portobello. Un ayudante de Hayes había escrito un resumen de las sesiones que Amelia y él se habían perdido; eso requeriría unas cuantas horas de estudio. Luego había notas de solidaridad, sobre todo de gente a la que vería esa noche. Era el tipo de noticia que viajaba rápido.
Y, para añadir un poco de salsa a su vida, había una nota de su padre. Decía que le gustaría pasarse por allí en su viaje de vuelta a casa desde Hawai, para que Julian tuviera ocasión de conocer mejor a Suze, su nueva esposa. No era de extrañar que también hubiera un mensaje telefónico de la madre de Julián preguntándole dónde estaba y si le importaría que lo visitara para escapar de los últimos restos de mal tiempo. Claro, mamá, Suze y tú os llevaréis bien; piensa en lo mucho que tenéis en común.
En un caso así, lo más fácil era ir con la verdad por delante. Llamó a su madre y le dijo que podía venir si quería, pero que coincidiría con su padre y Suze. Cuando ella se calmó, le hizo un rápido resumen de los acontecimientos de los cuatro últimos días.
La imagen de ella al teléfono fue adquiriendo un aspecto extraño a medida que Julián hablaba. Se había criado con teléfonos de voz solamente, y nunca había dominado la expresión neutra que la mayoría de la gente adoptaba de modo automático.
—Vas muy en serio con esa mujer tan mayor.
—Mujer blanca tan mayor, mamá. —Julián se burló de su indignación—. Y llevo año y medio contándote lo en serio que vamos.
—Blanca, púrpura, verde… eso no significa nada para mí. Hijo, sólo tiene diez años menos que yo.
—Doce.
—¡Oh, gracias a Dios, doce! ¿No ves el ridículo que hacéis ante la gente que os rodea?
—Me alegro de que ya no sea un secreto. Y si alguien nos considera ridículos, bueno, es su problema, no el nuestro.
Ella apartó la mirada de la pantalla.
—La idiota soy yo, y una hipócrita también. Una madre no puede dejar de preocuparse.
—Si vinieras a vernos y la conocieras, dejarías de preocuparte.
—Debería hacerlo. Muy bien. Llámame cuando tu padre y su conejito se hayan ido a Akron…
—A Columbus, mamá.
—Donde sea. Llámame y nos veremos.
Julián vio borrarse su imagen y sacudió la cabeza. Llevaba diciendo eso más de año y medio; siempre sucedía algo. Llevaba una vida muy ajetreada, cierto, impartiendo clases a tiempo completo en una escuela universitaria de Pittsburgh. Pero no se trataba de eso. No quería perder a su niño pequeño, y perderlo por una mujer tan mayor que podría ser su hermana resultaba grotesco.
Propuso a Amelia ir ambos a Pittsburgh, pero ella dijo que no quería forzar la situación. También había algo más en su caso.
La actitud de dos mujeres respecto a su profesión de mecánico era diametralmente opuesta. Amelia lo pasaba fatal cada vez que estaba en Portobello (y mucho peor ahora, desde la masacre), pero su madre lo consideraba una especie de insentato deber añadido que tenía que cumplir, aunque entorpeciera su trabajo. Nunca demostraba ninguna curiosidad hacia lo que allí sucedía. Amelia seguía las acciones de su unidad con la obsesiva intensidad de un chico bélico (nunca lo admitía, Julián suponía que por evitar aumentar su ansiedad, pero a menudo se le escapaba y hacía preguntas que nadie que se limitara a ver los noticiarios hubiera planteado).
De repente, a Julián se le ocurrió que Hayes, y probablemente todos los demás del departamento, sabían o sospechaban que había algo entre ellos por la forma en que Amelia se comportaba cuando no estaba presente. Se esforzaban mucho (pero también se divertían) representando el papel de «sólo amigos» cuando se reunían en el trabajo. Tal vez su público conocía el guión.
Todo eso ya formaba parte del pasado. Estaba impaciente por llegar al club y ver cómo había reaccionado la gente ante la noticia. Pero todavía tenía un par de horas por delante, si quería darle a Marty tiempo de sobra para ponerlos a todos al corriente. No le apetecía trabajar, ni siquiera contestar al correo, así que se tumbó en el sofá y pidió al cubo que buscara.
El cubo tenía una rutina insertada que analizaba cada sección disponible y, por el contenido de lo que le gustaba, construía un perfil de preferencias que utilizaba para buscar entre los mil ochocientos canales disponibles. Un problema que planteaba eso era que no podías intervenir en la rutina; su único impulso eran tus elecciones. El primer año o así después de que fuera reclutado, Julián había visto obsesivamente películas de un siglo de antigüedad, quizá para escapar a un mundo donde la gente y los acontecimientos eran sencillamente buenos o malos. Así que ahora, cuando la máquina buscaba, encontraba diligentemente montones de Jimmy Stewart y John Wayne, y Julián había descubierto que no servía de nada gritarle.
Humphrey Bogart en Rick's. RESET. Jimmy Stewart dirigiéndose a Washington. RESET. Un paseo por el polo sur lunar, visto a través de los ojos de las sondas robot; lo había visto casi entero hacía un par de años, pero era lo bastante interesante para volver a verlo… y contribuiría a reprogramar la máquina.
Todo el mundo alzó la cabeza cuando entré en la sala, pero supongo que habrían hecho lo mismo en cualquier otra circunstancia. Tal vez me siguieron mirando un poco más de lo habitual.
Había un asiento vacío en la mesa de Marty, Reza y Franklin.
—¿La ingresaste en lugar seguro? —preguntó Marty.
Asentí.
—Saldrá de ese sitio en cuanto la dejen caminar. Las tres mujeres con las que comparte la habitación parecen sacadas de Hamlet.
—Macbeth —me corrigió Reza—. Si quieres decir que son arpías. ¿O son dulces jóvenes lunáticas a punto de suicidarse?
—Arpías. Ella parece estar bien. El viaje desde Guadalajara no fue malo, sólo largo.
El hosco camarero con la camiseta artísticamente manchada se acercó.
—Café —dije, y luego advertí la mirada de burlón horror de Reza—. Y una jarra de rioja.
Se acercaba el final de mes otra vez. El tipo iba a pedirme la cartilla de racionamiento, luego me reconoció y se marchó.
—Espero que vuelvas a reengancharte —dijo Reza. Cogió mi número y tecleó el precio de la jarra.
—Cuando Portobello se congele.
—¿Han dicho cuándo le darán el alta? —le preguntó Marty.
—No. El neurólogo la verá por la mañana. Ella me llamará.
—Será mejor que llame también a Hayes. Le dije que todo iba a salir bien, pero está nervioso.
—Es nervioso.
—La conoce desde hace más tiempo que tú —dijo Franklin suavemente. Igual que Marty y él mismo.
—¿Viste algo de Guadalajara? —preguntó Reza—. ¿Vida regalada?
—No. Sólo deambulé un poco. No entré en la ciudad vieja ni fui a ese sitio… ¿cómo lo llaman?
—Tlaquepaque —dijo Reza—. Pasé allí una semana llena de acontecimientos en un solo día.
—¿Cuánto tiempo lleváis juntos Blaze y tú? —preguntó Franklin—. Si no te importa que te lo pregunte.
«Juntos» no era probablemente la palabra que estaba pensando.
—Llevamos intimando tres años. Ya éramos amigos un par de años antes.
—Blaze era su tutora —dijo Marty.
—¿De doctorado?
—Posdoctorado —dije yo.
—Es verdad —confirmó él con una sonrisita—. Venías de Harvard.
Sólo Eli podía decir eso con un asomo de piedad.
—Ahora tienes que preguntarme si mis intenciones son honorables. La respuesta es que no tenemos intenciones. No hasta que yo termine el servicio.
—¿Y cuándo será eso?
—A menos que la guerra acabe antes, dentro de unos cinco años.
—Blaze tendrá cincuenta.
—Cincuenta y dos, de hecho. Yo tendré treinta y siete. Tal vez eso te moleste a ti más que a nosotros.
—No —dijo él—. Podría molestar a Marty.
Marty le dirigió una dura mirada.
—¿Qué has bebido?
—Lo de costumbre. —Franklin mostró el fondo de su taza de té vacía—. ¿Cuándo fue?
—Sólo quiero lo mejor para ambos —me dijo Marty—. Lo sabes.
—¿Hace ocho años, nueve?
—Santo Dios, Franklin, ¿fuiste un sabueso en una vida anterior? —Sacudió la cabeza como para despejársela—. Eso se terminó mucho antes de que Julián se uniera al departamento.