Su cargo sería «ayudante de investigación»; era TDY, así que podía vivir en casa, «horas a convenir». Si leía entre líneas correctamente, el Ejército estaba enfadado con él, pero por principio no lo licenciaría. Sería un mal ejemplo que alguien escapara del Ejército matándose.
Mona Pierce había sido una buena oyente que hizo las preguntas adecuadas. No condenó a Julián por lo que hizo (estaba furiosa con los militares por no verlo y licenciarlo antes de que sucediera lo inevitable), y realmente no desaprobaba por completo el suicidio y le dio a Julián permiso tácito para intentarlo de nuevo. Pero no por lo del muchacho. Un montón de factores habían causado la muerte del chaval, pero Julián no estaba presente por voluntad propia y su participación había sido reflexiva y apropiada.
Si el correo personal había sido embarazoso de leer, fue doblemente embarazoso de contestar. Acabó con dos respuestas básicas. Una era un simple «gracias por tu preocupación; ya estoy bien», y la otra era una explicación más detallada, para aquellos que se la merecían y no se sentirían molestos por ella. Aún estaba trabajando en eso cuando llegó Amelia, cargada con una maleta.
No había podido verlo durante la semana que estuvo encarcelado en su unidad de observación. Julián la llamó en cuanto le dieron el alta, pero ella no estaba en casa. En el despacho dijeron que estaba fuera de la ciudad.
Se abrazaron y dijeron todas las cosas obvias. Él se sirvió una taza de café sin preguntar.
—Nunca te había visto tan cansada. ¿Todavía vas y vienes de Washington?
Ella asintió y cogió la taza.
—Y de Ginebra y Tokio. He tenido que hablar con toda esa gente del CERN y de Kyoto. —Miró su reloj—. Esta medianoche vuelo a Washington.
—Jesús. ¿De qué se trata que merece la pena que te mates por ello?
Amelia lo miró un momento y luego los dos se echaron a reír, una risa cohibida.
Ella retiró el café.
—Pongamos el despertador a las diez y media y descansemos un poco. ¿Te apetece venir a Washington?
—¿Para conocer al misterioso Peter?
—Y hacer algunos cálculos matemáticos. Voy a necesitar toda la ayuda que pueda para convencer a Macro.
—¿De qué? ¿Qué es tan tremenda…?
Ella se quitó el vestido y se levantó.
—Primero a la cama. Luego a dormir. Después, las explicaciones.
Mientras nos vestíamos adormilados y preparábamos juntos algunas prendas para el viaje, Amelia me hizo un esbozo de lo que me esperaba en Washington. No permanecí adormilado mucho tiempo.
Si las conclusiones de Amelia sobre la teoría de Peter Blankenship resultaban correctas, el proyecto Júpiter tenía que ser cancelado. Podía destruirlo literalmente todo: la Tierra, el sistema solar, el propio universo. Recrearía la Diáspora, el Big Bang que lo inició todo.
Júpiter y sus satélites se consumirían en una fracción de segundo; la Tierra y el Sol tendrían unas docenas de minutos. Luego la burbuja en expansión de partículas y energía se abriría paso para consumir todas las estrellas de la galaxia, y después continuaría con su rumbo principal: el resto de todo.
El proyecto Júpiter había sido diseñado para comprobar un aspecto de la cosmología: la teoría del «universo acelerado». Tenía casi un siglo de antigüedad, y había sobrevivido a pesar de su falta de elegancia y el escepticismo imperante sobre su inmediatez, porque en modelo tras modelo la teoría parecía ser necesaria para explicar qué sucedía una diminutísima fracción de segundo después de la creación: diez a la menos treinta y cinco de segundo.
Explicado con sencillez, durante ese diminuto periodo, o tenías que aumentar temporalmente la velocidad de la luz o convertir el tiempo en elástico. Por diversos motivos, la elasticidad del tiempo había sido siempre la explicación más probable.
Todo esto tuvo lugar cuando el universo era muy pequeñito, e iba creciendo desde el tamaño de un bosón al de un guisante pequeño.
En el taxi al aeropuerto y durante el vuelo, Amelia durmió mientras yo repasaba las ecuaciones de campo y trataba de atacar su método, usando la teoría de pseudooperadores, algo tan nuevo que nunca la había aplicado a un problema práctico; Amelia sólo había oído hablar de ella. Yo necesitaba hablar con algunas personas sobre su aplicación, y para hacerlo necesitaba mucha más potencia de la que podía darme mi portátil.
(Pero supongamos que demostrara que en efecto estaban equivocados, y el proyecto Júpiter continuara, pero resultaba que éramos yo y mi nueva técnica quienes estábamos en un error. Un tipo que no podía vivir por haber matado a una persona acabaría destruyendo toda vida, en todas partes.)
El peligro era que el proyecto Júpiter enfocaría furiosas energías en un volumen mucho más pequeño que un bosón. Peter y Amelia pensaban que esto recrearía, a la inversa, el entorno que caracterizó al universo cuando era así de pequeño, y que, una infinitésima fracción de segundo más tarde, precipitaría un diminuto universo acelerado, y luego una nueva Diáspora. Era difícil asimilar que algo que sucedía en un área del tamaño de un paramecio pudiera precipitar el fin del mundo. Del universo.
Naturalmente, la única forma de comprobarlo sería haciendo el experimento. Más o menos como cargar una pistola y probarla metiéndote el cañón en la boca y apretando el gatillo.
Pensé en esa metáfora mientras emplazaba las condiciones para operar, tecleando en el avión, pero no se la conté a Amelia. Se me ocurrió que un hombre que acababa de intentar matarse podría no ser el compañero ideal para esta aventura en concreto.
Porque, por supuesto, el universo termina cuando mueres. Sea cual fuere la causa.
Amelia estaba aún dormida, la cabeza contra la ventanilla, cuando aterrizamos en Washington, y el cambio de vibración no la despertó. La llamé y los dos cogimos nuestras maletas. Ella dejó que yo llevara las suyas sin protestar, prueba de lo cansada que estaba.
Compré un par de veloces en el kiosco del aeropuerto mientras ella llamaba para asegurarse de que Peter estaba despierto. Como sospechaba, lo estaba y además acelerado, así que nos pusimos los parches tras las orejas y cuando subimos al metro estábamos ya plenamente despiertos. Es magnífico si no te pasas. Lo pregunté, y ella me confirmó que Peter se sostenía a base de veloces.
Bueno, si tu misión es salvar el universo, ¿qué más da un poco de privación de sueño? También Amelia estaba tomando un montón de veloces, pero conseguía descansar (con dormilonas) tres o cuatro horas al día. Si no haces eso, tarde o temprano te estrellas como un meteorito. Peter quería tener un argumento completo y muy sólido antes de permitirse dormir, y estaba dispuesto a correr el riesgo.
Amelia le había dicho que yo estaba «enfermo», pero nada más. Sugerí que le dijéramos que había sido una indigestión; al fin y al cabo, el alcohol es un alimento.
Él no hizo preguntas. Su interés por la gente empezaba y terminaba en su utilidad para el «problema». Mis credenciales eran que podían confiar en que mantuviera la boca cerrada y que había estado estudiando aquel nuevo aspecto del análisis.
Nos recibió en la puerta y me dio un frío y húmedo apretón de manos mientras me miraba con pupilas contraídas por las veloces. Cuando nos conducía a su despacho señaló una bandeja intacta de entremeses y queso que parecían lo suficientemente viejos para provocarte indigestión de verdad.
El despacho era el habitual lío de papeles y lectores y libros. Tenía una consola con una gran pantalla doble. Una pantalla contenía un análisis hamiltoniano bastante bueno y la otra una matriz (de hecho, una cara visible de una hipermatriz) llena de números. Cualquiera que estuviera familiarizado con la cosmología podía descifrarla; básicamente era una gráfica de varios aspectos del protouniverso mientras envejecía de cero a diez mil segundos de edad.
Indicó esa pantalla.
—Identifique… ¿puede identificar las tres primeras filas?
—Sí —dije, y me detuve lo suficiente para calibrar su sentido del humor: ninguno—. La primera fila es la edad del universo en potencias de diez. La segunda fila es la temperatura. La tercera fila es el radio. Ha dejado fuera la columna cero.
—Lo cual es trivial.
—Mientras sepa que está ahí. Peter… ¿puedo llamarle…?
—Peter. Julián. —Se frotó dos o tres días de barba—. Blaze, déjame refrescarme antes de que me cuentes qué pasó en Kyoto. Julián, familiarízate con la matriz. Toca a la izquierda de la fila si tienes alguna pregunta sobre la variable.
—¿Has dormido algo? —preguntó Amelia.
Él miró su reloj.
—¿Cuándo te marchaste? ¿Hace tres días? Dormí un poco entonces. No lo necesito. —Salió de la habitación.
—Si descansa una hora —dije—, seguirá agotado igualmente.
Ella sacudió la cabeza.
—Es comprensible. ¿Estás preparado para esto? Es un auténtico negrero.
Le mostré un pellizco de piel oscura.
—Lo llevo en los genes.
Mi acercamiento al Problema era tan antiguo como la física posterior a Aristóteles. Primero, tomaría sus condiciones iniciales e, ignorando sus hamiltonianas, vería si la teoría de pseudooperadores llegaba a la misma conclusión. Si lo hacía, entonces lo siguiente de lo que teníamos que preocuparnos, probablemente de lo único, era de las condiciones iniciales en sí. No había ningún dato experimental sobre las condiciones cercanas al régimen de «universo acelerado». Podríamos comprobar algunos aspectos del Problema instruyendo al acelerador de Júpiter para que llevara energías más y más cerca del punto crítico. Pero ¿hasta qué punto del borde del precipicio quieres empujar a un robot cuando pueden pasar cuarenta y ocho minutos entre la orden y la respuesta? No demasiado cerca.
Los dos días siguientes fueron una maratón insomne de matemáticas. Nos tomamos media hora de descanso cuando oímos explosiones fuera y subimos a la azotea para ver los fuegos artificiales del Cuatro de Julio sobre el monumento a Washington. Al ver los estallidos, al oler la pólvora, advertí que era una especie de avance diluido de atracciones por venir.
Teníamos poco más de nueve semanas. El proyecto Júpiter, si continuaba según lo previsto, produciría el nivel de energía crítica el catorce de septiembre.
Creo que todos hicimos la conexión. Observamos el final en silencio y volvimos al trabajo.
Peter sabía un poco del análisis de pseudooperadores, y yo sabía un poco de microcosmología; pasamos mucho tiempo asegurándonos de que yo comprendía las preguntas y él las respuestas. Pero al cabo de dos días estuve tan convencido como lo estaban Blaze y él. El proyecto Júpiter tenía que acabar.
O todos nosotros. Se me ocurrió una idea terrible mientras me alimentaba de veloces y café solo. Podría matarlos a los dos a golpes. Luego podría destruir todos los registros y matarme.
Me convertiría en Shiva, Destructor de Mundos, parafraseando a un pionero nuclear. Con un único acto de violencia podría destruir el universo.
Menos mal que estaba cuerdo.
No sería difícil para los ingenieros del proyecto impedir el desastre; cualquier cambio aleatorio en la posición de unos cuantos elementos del anillo sería suficiente. El sistema tenía que alinearse para funcionar: una coligación circular de más de un millón de kilómetros de circunferencia que duraría menos de un minuto antes de que la gravedad de las lunas de Júpiter la destrozara para siempre. Naturalmente ese minuto serían eones comparado con el diminuto intervalo que se estaba simulando. Y tiempo de sobra para que el arrebato acelerador creara una órbita y produjera la mota supercargada que acabaría con todo.
Empezaba a gustarme Peter, a mi pesar. Era de verdad un negrero, pero se exigía a sí mismo más de lo que nos exigía a Amelia o a mí. Era temperamental y sarcástico y estallaba de forma tan regular como un reloj. Pero nunca he conocido a nadie tan absolutamente dedicado a la ciencia. Era como un monje loco perdido en su amor por lo divino.
O eso creía yo.
Con veloces o sin ellas, sigo estando bendito y maldito con un cuerpo de militar. En el soldadito ejercitaba constantemente, para impedir tener calambres; en la universidad me entrenaba cada día: alternaba una hora de carrera con una hora de aparatos en el gimnasio. Así que podía continuar sin dormir, pero no sin ejercicio. Todas las mañanas me excusaba y salía a correr.
Exploraba sistemáticamente el centro de Washington en mis carreras matutinas, y cogía el metro y seguía en una dirección distinta cada día. Había visto la mayoría de los monumentos (que podrían ser más conmovedores para alguien que hubiera elegido ser soldado), y llegaba hasta el zoo y Alexandria, cuando me apetecía hacer unos cuantos kilómetros de más.
Peter aceptaba el hecho de que tuviera que hacer ejercicio para no consumirme. Yo también argumentaba que me despejaba la cabeza, pero él recalcó que tenía la suya más que despejada y que su único ejercicio era luchar con la cosmología.
Eso no era del todo cierto. Al quinto día casi había llegado a la estación de metro cuando me di cuenta de que había olvidado mi carnet. Corrí de vuelta al apartamento y entré.
Mi ropa de calle estaba en el salón, junto a la cama plegable que Amelia y yo compartíamos. Saqué el carnet de la cartera y me dirigía hacia la puerta principal cuando oí un ruido en el estudio. La puerta estaba ligeramente entornada; me asomé.
Amelia estaba sentada en el borde de la mesa, desnuda de cintura para abajo, las piernas cruzadas alrededor de la cabeza calva de Peter. Se agarraba al borde de la mesa con tanta fuerza que sus nudillos estaban blancos; tenía la cara vuelta hacia el techo en un rictus de orgasmo.
Cerré la puerta con un silencioso chasquido y me marché corriendo.
Corrí tan duro como pude durante varias horas, deteniéndome unas cuantas veces para comprar y beber agua. Cuando llegué a la puerta fronteriza entre el D.C. y Maryland, no pude atravesarla porque no llevaba mi pase interestatal. Así que dejé de correr y me metí en un garito llamado Bar de la Frontera, aire helado cargado de humo de tabaco, legal en el D.C. Me bebí un litro de cerveza y luego otro con un lingotazo de whisky.
La combinación de veloces y alcohol no es del todo agradable. Tu mente se estira en todas direcciones.
Cuando empezamos a salir juntos, hablamos de fidelidad y celos. Existe una especie de problema generacional: en mi primera juventud, cuando tenía veintipocos, había mucha experimentación sexual e intercambios; la tesis era que el sexo es biología y el amor otra cosa: una pareja podía negociar los dos temas independientemente. Quince años antes, cuando Amelia tenía esa edad, las actitudes eran más conservadoras: nada de sexo sin amor, y luego la monogamia.