Septiembre. Ceremonia de los Juegos Deportivos de las universidades latinoamericanas en el estadio de C.U. Asisten autoridades de Educación Pública y del gobierno de la ciudad. Es el turno de la delegación de la UNAM. Los funcionarios se aburren satisfechos. La delegación pasa y la inmensa mayoría de sus integrantes levanta la mano con la V de la Victoria, la seña adoptada del Movimiento. Grandes aplausos, desconciertos, promesas de ceses, retirada furiosa de las autoridades.
11 de septiembre. A Topilejo, pueblo del D.F., lo afama tristemente la matanza de partidarios de José Vasconcelos en 1930. Desde hace días, a Topilejo se le considera el gran ejemplo del despertar popular. En la plaza se reúnen topilejeños y campesinos de poblados cercanos. Lo que ha pasado todavía los estremece. Por la irresponsabilidad de un chofer y las pésimas condiciones de los autobuses, el 8 de septiembre se estrella un camión de la línea México-Xochimilco. Diez muertos y treinta lesionados. El mismo día, las mujeres de Topilejo organizan el secuestro de autobuses para obligar al pago de indemnizaciones.
Del luto se va en Topilejo a la rebelión. Se desconoce al comisario ejidal, se apoya a los estudiantes, se reciben de ellos apoyo jurídico y víveres. ¡Larga vida a la amistad eterna entre Topilejo y Ciudad Universitaria! Los vítores, sospechosamente parecidos a los de actos de amistad búlgaro—mexicana, o rumano-nayarita, no dan idea de la efervescencia y el júbilo. «Hasta que se nos hizo conocer al pueblo, sin turismo de por medio», comenta un activista. La emoción es real y la ingenuidad también.
El 12 de septiembre, a un enjambre de helicópteros se le encomienda la lluvia de volantes el día entero:
Padre de Familia.
Madre de Familia
Fuerzas oscuras tratan de dividirnos y llevarnos a una lucha fratricida. No permitas que tus hijos vayan a la manifestación de mañana. Se les quiere enfrentar con el ejército. ¡Salva sus vidas! ¡Que no salgan de casa!
En lo político, el Movimiento nunca se consolida como realidad alternativa, ni podría hacerlo. En lo social sí, y todo lo ampliamente que se puede en tan breve tiempo. Durante más de dos meses, la inmersión en asambleas, pintas, brigadas, pegas, debates, marchas mítines, genera la atmósfera estimulante que distingue a la súbita creación de alternativas. Si un festival de rock de dos días le da vida durante un tiempo a la sombra de la Nación de Avándaro, el Movimiento, sin ese término, crea el sueño de la Nación Alternativa, a la que se pertenece con sólo darle un perfil militante al estado de ánimo, y deslindarse psicológica y políticamente del Sistema. Y en la euforia de la Nación Alternativa, es indispensable inventar rituales. Un rito cívico muy principal que disputarle a la Nación Oficial es la ceremonia del Grito de Independencia. La noche del 15 de septiembre, Ciudad Universitaria le da rienda suelta a su inexplorada vocación de kermesse, hay confeti y serpentinas y huevos de harina y mascaritas y una vivacidad alumbrada por el choteo y la gana de ver en cualquier pareja la reedición de la Corregidora Josefa Ortiz de Domínguez y el patriota Ignacio Allende. A la hora señalada, el ingeniero Heberto Castillo, de la Coalición de Maestros, toma la Bandera Nacional, pronuncia las frases tremolantes y lanza el «¡Viva México!» que a todos nos parece extremadamente real, en contraste con el cartón piedra de las ceremonias habituales A Heberto lo afaman la cercanía con el general Lázaro Cárdenas, su prestigio gremial, su carácter intrépido. De quienes forman la Coalición de Maestros en apoyo del Movimiento, Heberto es el más conocido, el líder natural, para usar un término muy de su gusto. Es carismático, elogio entonces en desuso, porque llama la atención y obliga a oírlo y a saber de sus acciones. Si otros maestros tienen intervenciones connotadas (Eli de Gortari, Fausto Trejo), Heberto, desde la Noche del Grito, es un protagonista fundamental del 68, el radical ajeno a la izquierda marxista, profundamente nacionalista, de expresión sencilla, de crítica que no excluye a sus compañeros. Díaz Ordaz le dedica un odio insondable. Y la noche del 15 de septiembre el gobierno confirma la teoría del complot: «¡Mírenlos, quieren competir y dar el Grito en la misma ciudad del Presidente de la República. Quieren el poder pero jamás lo tendrán!» En las oficinas de la Presidencia, de la Secretaría de Gobernación, de la PGR y de la Defensa, se traza el mapa de la conjura siniestra, y en Ciudad Universitaria se tramita el sueño de la democracia.
En el 68 es de por sí escasa la información disponible, lo que se agrava tratándose de los acontecimientos del Politécnico, variados y dramáticos. Casi nada se sabe en el resto de la ciudad de lo que sucede en el norte, las brigadas que atienden a los golpeados en la Unidad Zacatenco, los gases lacrimógenos, los enfrentamientos con los granaderos, la radicalización de los adolescentes, el apoyo que los politécnicos reciben de los vecinos de Tlatelolco, las renuncias de policías preventivos y granaderos hartos de su trabajo, el papel de las escuelas. Cuenta Jaime García Reyes: «Para el 23 de septiembre, las escuelas se habían convertido para muchos de nosotros en nuestras casas, sobre todo para los que veníamos de provincia. Comíamos y dormíamos. Todo giraba en torno a las escuelas. Llegaban estudiantes a las cafeterías, convertidas en comedores; no sólo los de guardia, todos, y el lumpen y gente que llegaba. Además, provisiones de todos lados. Siempre temamos comida en abundancia» (en
Pensar el 68
)
Sin la descripción puntual de los hechos en las zonas politécnicas, la historia del 68 resulta inacabada, porque allí la resistencia es efectivamente popular (se involucran vecinos, comerciantes, transeúntes), y diferente en algunos puntos a la de los universitarios. Para empezar, la victimización, el sólo sentirse víctima, es noción menos aguda, y no afecta por ejemplo a los adolescentes enardecidos. Ni a los jóvenes radicalizados. En el Casco de Santo Tomás, en Zacatenco, en las Vocacionales 5 y 7, se toma nota puntual de los asaltos de paramilitares y policías a escuelas, vocacionales, prevocacionales. David Vega explica por qué las escuelas son, para los del Poli, entrañables: «Es el punto que me parece más significativo, la defensa de nuestra institución, nuestra casa, el lugar donde vamos a realizar la posibilidad de nuestra superación».
También la necesidad de no dejarse y la ira acumulada y colectivizada, asumen entre los politécnicos dimensiones antes no registradas entre los estudiantes de la ciudad de México. La desesperación heroica es el factor inesperado.
Entre las seis y las siete de la noche se inicia «la batalla del Casco». El reporte es impresionante. Según los testimonios y los periódicos, cerca de mil quinientos estudiantes en la escuela Wilfrido Massieu doscientos más en Ciencias Biológicas y trescientos en Medicina. Contra ellos, unos dos mil granaderos. Los politécnicos abren zanjas, derriban postes, bloquean calles con autobuses (que incendian) Disponen de un arsenal de bombas molotov, algunas pistolas, piedras. Los granaderos se disponen a tomar el Casco y los estudiantes en seguimiento de la nueva tradición levantisca, bloquean las calles con camiones. Se incendian autobuses. Se intensifica la balacera (con mala puntería de ambos lados). El duelo se produce entre gases lacrimógenos y bombas molotov. Con descargas de fusilería, cerca de las doce de la noche los granaderos se apoderan de las escuelas del Casco. Hay más de 350 detenidos, hombres y mujeres golpeados igualitariamente. Medio centenar de heridos, algunos muertos. Se consigna a 39 detenidos por los delitos de invitación a la rebelión, asociación delictuosa, sedición, daño en propiedad ajena, ataques a las vías generales de comunicación, robo y despojo (a casi todos se les libera poco después, sin anunciarlo).
En la madrugada del 24 de septiembre, el ejército ocupa el Casco con quince carros blindados, lanzagranadas y seiscientos efectivos. Un postrer enfrentamiento de máusers contra cohetones. En la Escuela de Medicina, en las planchas de operaciones y disección, hay muertos y heridos. Los testimonios —no reproducidos en la prensa, oídos en los pasillos y las asambleas— dan suficiente idea de la combinación de coraje suicida e irrefrenable miedo súbito. Un muerto se agiganta y se vuelve legión; la posibilidad del arresto se equipara con la muerte. En
Pensar el 68
, Fernando Hernández Zarate se explica:
En la toma de cualquier plaza, alguien con un altavoz dice: «Ríndanse», o cualquier cosa. Pero en Santo Tomás no hay intento de negociación, el ejército, las fuerzas paramilitares y la policía actúan para el desalojo. No permitieron una rendición. Se trataba de matar, destruir. La resistencia era de vida o muerte. ¿Cómo decir: «Bueno, ahí muere, señores. Nos rendimos. Tomen la pla za». No se podía.
No es casual la elección de la Plaza de las Tres Culturas como escenario de los mítines. Se elige por la simpatía probada de los vecinos y, muy especialmente, las vecinas, hacia los estudiantes. El 29 de agosto, por ejemplo, como se detalla en los Partes del día siguiente, se envía a Tlatelolco a un general, dos jefes, 26 oficiales y 320 elementos de tropa en 13 vehículos. Al llegar, el general les ordena a los presentes que se disuelvan y no efectúen el mitin «y por toda respuesta las familias que habitan los edificios contiguos a dicha Plaza, así como estudiantes que se encontraban refugiados en esos edificios, lanzaron insultos y botellas de refresco vacíos sobre el personal de esta Unidad». Se arrojan también piedras.
El general García Barragán da su versión de esta animosidad:
Los habitantes de Tlatelolco estaban predispuestos contra el Gobierno, en primer lugar por las repetidas veces que terroristas habían ametrallado la Vocacional 7, poniendo en peligro la vida de los habitantes de dicha unidad.
Estos terroristas eran oficiales del Estado Mayor Presidencial, que recibieron entrenamiento para este tipo de actos, concebidos y ordenados por el entonces jefe del Estado Mayor Presidencial.
Díaz Ordaz se dispone a liquidar el enemigo. Le han hecho la guerra, serán arrasados. Al respecto, es curioso observar la indiferencia oficial a los enfrentamientos con los politécnicos, la única revuelta popular de consideración. Para explicar tal minimización, sólo dispongo de una hipótesis: al Presidente le importaban los universitarios muy especialmente porque eran la élite del relevo. Los demás eran
pueblo
, algo que se reprime sin concederle mayor importancia a sus intenciones.
El mitin en la Unidad Habitacional Nonoalco-Tlatelolco ocurre al cabo de una etapa de reiteraciones y desgaste del Movimiento. Para los que acuden, parece un acto más: vendedores de la revista
¿Por qué?
y de libros marxistas, niños y señoras que pasean, curiosos, atención intermitente a los discursos, vendedores de dulces y refrescos. Todo entre ruinas prehispánicas, señales del virreinato y ruinas inminentes de la modernidad. Cinco o seis mil asistentes, con el ánimo suficiente para que no se note el desánimo.
El acto transcurre un tanto somnoliento aunque emotivo. Parte de la prensa, los oradores y la dirigencia del CNH están en el lugar que sustituye al templete, el tercer piso del edificio Chihuahua. Se reclama el diálogo, menospreciado por el gobierno que nada más admite la rendición. Se nota un ir y venir de personas «no identificadas» o identificadas como sospechosos, con un pañuelo o un guante blanco en la mano izquierda. Se concentran en escaleras, pasillos y entradas del Chihuahua. A las seis y diez de la tarde, se disparan desde un helicóptero dos luces verdes de bengala. Casi de inmediato, sin otro aviso que el ruiderío de las botas, sin prevenir o intentar un diálogo, entran miles de soldados.
El propósito de la incursión militar, que se desprende de la lógica del estado de sitio, es preciso: si la policía es impotente, que sea el ejército el que arreste a los integrantes del Consejo Nacional de Huelga y acabe con el «foco subversivo» diez días antes del inicio de los Juego Olímpicos. Pero un elemento inesperado radicaliza, la operación. Desde el Chihuahua y otros edificios actúan los francotiradores, recibe un balazo en el glúteo el general Hernández Toledo (al día siguiente, declara desde el hospital: «Si querían sangre, con la que yo he derramado es bastante»), y se inicia el tiroteo. Alguien dice desde el micrófono: «No corran, compañeros. Es una provocación».
De acuerdo con el testimonio del general García Barragán, «surgieron francotiradores de la población civil que acribillaron al Ejército y los manifestantes. A éstos se sumaron oficiales del Estado Mayor Presidencial que una semana antes, como lo constatamos después, habían alquilado departamentos de los edificios que circundan a la Plaza de las Tres Culturas y que, de igual manera, dispararon al Ejército que a la Población en general». No hay testimonios de «los francotiradores de la población civil», salvo cinco o seis aventureros que nada significaron con sus pistolitas. Lo otro, lo de la provocación oficial, es avasallador. El fuego es incontenible, con la intervención de ametralladoras y armas de alto poder. Se cierra la Plaza, el Batallón Olimpia detiene a quienes están en el Chihuahua. La gente se tira al suelo, los que pueden huyen, los periodistas se identifican para salvarse, a un fotógrafo un soldado le traspasa la mano con una bayoneta, se llama a gritos a los amigos y los familiares, el llanto se generaliza, la histeria y la agonía se confunden.
Mueren niños, mujeres, jóvenes, ancianos. El grito coral que exhibe la provocación se multiplica: «¡Batallón Olimpia; no disparen!» Los policías y los soldados destruyen puertas y muebles de los departamentos mientras detienen a los jóvenes; a los detenidos en el tercer piso, se les desnuda, maniata y golpea; a dos mil personas se les traslada de la Plaza de las Tres Culturas a las cárceles. Queda claro: la provocación no es ajena al plan de aplastamiento, está en su centro.
Disminuye el fuego, al fin cesa (una duración de treinta o cuarenta minutos), y los soldados registran a los detenidos en un costado de la iglesia. Los periodistas notifican de los cadáveres que colman los anfiteatros, y de la angustia de padres y madres de familia.
Se otorgan como dádivas las primeras explicaciones. La del general García Barragán es escueta: «Como era sabido durante la tarde [los estudiantes…] realizarían un mitin y una manifestación a Santo Tomás en donde se pediría a las fuerzas del ejército desalojaran el Casco, por lo que se ordenó un dispositivo para evitar que del mitin fueran a este lugar.»