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Authors: Julio Sherer García y Carlos Monsiváis

Tags: #Histórico

Parte de Guerra (29 page)

BOOK: Parte de Guerra
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Que la Comisión averigüe quién ordenó los disparos. Un simple secretario de Gobernación nada sabía. Hasta donde entiendo, Echeverría asegura que en Tlatelolco no está la respuesta a lo que pasó en Tlatelolco. Con igual congruencia, los muertos, dice, fueron «muchos, muchos" y, por lo mismo, "su número es variable». Y si en Tlatelolco no está el retrato entero de los culpables de la matanza no está en lado alguno. Otra cosa es la dificultad o la imposibilidad de probar algo judicialmente.

El ex Primer Mandatario se desentiende del pasado donde no se le ocurrió jamás protestar por el «exceso» de la matanza. Los periodistas lo acosan:

— ¿Cómo es posible que usted no sepa quién dio la orden, si era el responsable de la política interior del país?

— El ejército no está sujeto al poder político.

¿En qué quedamos? Recién dijo: «El ejército cumple órdenes del Presidente de la República», que por lo visto no es poder político, y al secretario de Gobernación no le toca indagar en el comportamiento de las fuerzas armadas;
ergo
la orden vino del ejército. Si la lógica no es implacable, sí es como la serpiente que se muerde la cola hasta que se devora toda entera y de paso engulle la esperanza de explicaciones racionales.

La impresión que me queda es melancólica: el expresidente no quiere exculparse porque no se siente enjuiciado, ni busca deshacerse de pesos inexistentes en su conciencia. Se propone simplemente hablar, y déjenle a los demás establecer premisas, conclusiones o crucigramas. Afirma:

Supongamos que existe la amenaza de una revolución. Si se disponen a atacar el Palacio Nacional, ¿qué se debe hacer? ¿Qué debe hacer el Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas si hay otro Tlatelolco, que no es deseable pero sí posible, dada tanta injusticia, pobreza y el acaparamiento del dinero en tan pocas manos —o si hay otro Chiapas?— […] Chiapas podría repetirse. No es deseable, pero es posible. ¿Y qué hará el Presidente con el ejército? ¿Mandarlo o retirarlo?

No está mal. En unas cuantas frases Echeverría afirma explícita o implícitamente: a) el movimiento estudiantil era sinónimo de la amenaza de una revolución; b) el mitin en Tlatelolco equivalió a un ataque al Palacio Nacional; c) Tlatelolco fue un alzamiento debido a la injusticia, la pobreza y el acaparamiento de tierras; d) Se debe recurrir al ejército para aplastar a los Tlatelolco y los Chiapas que surjan, movimientos de origen legítimo que por lo mismo requieren de un final trágico.

Ni igual ni semejante ni distinto. Pese a la voluntad del Señor Licenciado y de los priístas, las palabras cuentan y quien extrae la consecuencia lógica de las frases de Echeverría tropieza con la intimidación represiva de siempre. La intención desaparece y Echeverría fluctúa entre la vocación represiva y la alucinación libertaria, entre la protección y la demolición de los gobiernos a los que sirvió puntualmente:

—¿Hubo injerencia extranjera en el movimiento del 68?

—¡No! No la hubo. Ya les conté que ellos portaban imágenes de Fidel Castro y del Che Guevara porque los jóvenes necesitan héroes y en México les habían quitado a nuestros héroes, se los habían diluido o borrado por completo de la historia […] pero no hubo injerencia, yo mismo investigué.

En 1968 el problema no es la escasez de héroes sino la sobreabundancia del autoritarismo. Echeverría simplifica al extremo una realidad muy compleja, no sé si para entenderla o para explicársela a su público cautivo. Y la sospecha crece: ¿de qué se acuerda en verdad el licenciado? Como todos, ha especializado su memoria y por lo visto sólo evoca lo vinculado a su prédica tercermundista y antineoliberal (todo en abstracto). Tlatelolco lo comunica con Chiapas, no por la similitud entre dos «exageraciones», sino porque el papel de la injusticia social es producir mártires, lo que consuela a los deudos y fortalece al Estado. Eso en última instancia, afirma el exsecretario de Gobernación, conste.

Se habla con insistencia del «cinismo» del licenciado Echeverría. Así podría leerse su comportamiento, pero ¿cuando ha procedido de otra manera? ¿Y en qué se distancia su comportamiento declarativo de las decenas de miles de Priístas Distinguidos de la historia, tan afamados en el autoelogio que al hablar de sí mismos parecen locutores presentando a estrellas juveniles? ¿Ha existido el priísta que responda a las acusaciones concretas sin aspavientos y sin brumosidades? En su monólogo anticonfesional de módicos cincuenta minutos, Echeverría elogia al general Lázaro Cárdenas y se solidariza con su política agraria, tributa loores a Manuel Gómez Morín y Vicente Lombardo Toledano, refiere detalles de su ida al Vaticano y su entrevista con Paulo VI, a quien lo presentó a su tocayo, Pablo Echeverría, estudiante de marxismo en Cuba y Yugoslavia. Y admite los crímenes de la «Presidencia Imperial». Todo esto enmarcado por los flashes y los aplausos ocasionales, y en medio del abrazo de las contradicciones. Si, de acuerdo con el proverbio surrealista, los elefantes son contagiosos, las entrevistas pueden ser aerostáticas:

—¿Fue entonces el jefe del ejército el que ordenó disparar?

—Fue una dirección del Comando Supremo de las Fuerzas Armadas, el Presidente de la República.

—¿Fue Díaz Ordaz entonces?

—Pues sí.

—Pero, ¿él ordenó disparar?

—No, él no ordenó disparar.

Al borde del desastre, encadenado en un cofre en el fondo del mar, con un bloque de cemento en los pies rumbo al abismo, Echeverría, Houdini a su manera, escapa siempre.

—¿Usted está limpio?

—Yo sí, absolutamente. Somos humanos.

Los humanos, aquellos que están absolutamente limpios. Llega la hora de la prueba áurea y el licenciado la extrae de su memoria diáfana: «¿Culpable yo? Me enteré por teléfono». Y se extiende y cuenta un episodio más bien lamentable de David Alfaro Siqueiros y Angélica Arenal, capaces en los minutos mismos de la matanza de instarlo en su despacho para una acción cuestionable: «Juntos [David y Angélica] me relataron que un argelino molestaba a una de sus hijas. Querían deshacerse de él. Estaban enterados de que el argelino estaba aquí de manera ilegal. Querían, en fin, que lo echase del país. En esto estábamos cuando sonó un timbre. Tenía una llamada telefónica. Entonces me enteré de que había una terrible balacera en Tlatelolco. Así fue.»

Exhibición más categórica de inocencia no se conoce.

Casi ciento cincuenta personas, dos baños portátiles, edecanes, meseros, fotógrafos, curiosos, familiares del multitudeclarante, amigos y favorecidos, pan, atole, café, una pantalla de tamaño considerable, el jardín que se extiende como promesa al diputado que alcance la Presidencia, periodistas en pos del Santo Grial de la noticia, diputados con más de cincuenta preguntas que aclaren por fin lo ya conocido desde el 2 de octubre de 1968: el gran responsable de la represión fue y es Gustavo Díaz Ordaz. Y en este punto el presidencialismo se precipita sobre sus máximos beneficiarios: el más importante durante seis años, monopolizará las culpas acumuladas del periodo. Cobijados por esa certeza, los políticos de cada uno de los sexenios anteriores al de Salinas de Gortari, donde ya comienza a democratizarse la culpa, se limitaban a señalar al de Mero Arriba. Jehová dio, Jehová quitó, Jehová es el único responsable. Así de sencillo. Echeverría y sus compañeros de Gabinete se adecuaron al temperamento presidencial, endurecieron la expresión y la actitud, se opusieron al diálogo, calificaron al Movimiento de «subversivo». ¿Y de todo ello qué recuerda el exministro del Interior? Pequeñas injusticias de la vida:

—Nunca comprenderemos lo que pasó en el 68 si no se cono cen los antecedentes. Al final de la Segunda Guerra Mundial debió derogarse en México el delito de disolución social, implantado transitoriamente para combatir el terrorismo, el sabotaje y la rebelión.

Terminó el conflicto bélico y lo que se creó para defensa de México se utilizó como defensa política hasta 1970 que se derogó. Con base en esa figura delictiva, se cometieron muchas injusticias. Y a eso se agregó el equilibrio econó mico que impuso el Fondo Monetario Internacional y que no se basaba en la justicia sino en el capitalismo salvaje.

En ese ambiente, los estudiantes iniciaron su movimiento de inconformidad. Y fue consecuencia del problema de injusticia social y económica, de una mayor concentración de la riqueza por un lado y de aumento a la pobreza por otro.

Ante esto, el libre de estupor que arroje la primera exégesis. El secretario de Gobernación que aplicó sin inmutarse él delito de disolución social es, apenas tres décadas más tarde, el estadista sereno que describe las injusticias cometidas con ese pretexto, y aprovecha la oportunidad para poner en su sitio al neoliberalismo. ¿Y quién requiere de la autocrítica existiendo la prédica?

II. Adioses, mitologías, símbolos a granel

El 2 de octubre de 1998, con una gigantesca, emotiva manifestación, culmina la fiesta que conmemoró el duelo. Agotan los líderes del 68 sus renovados quince minutos de fama, y Gustavo Díaz Ordaz refrenda su lugar indiscutible de villano de la Historia. Pero no es un «adiós al 68» sino más bien lo contrario. Cierto, el tema se agota periodísticamente, las entrevistas innúmeras va a dar a la mar que es la evocación confusa, el monto de los recuerdos individuales nos hacen saber que en 1968 la ciudad de México ya tenía 22 millones de habitantes, todos los declarantes fueron atlantes de la democracia en ciernes y demás anécdotas, pero el resultado es el opuesto a la despedida, y sería más bien: «Bienvenido el 68 al recinto de Grandes Instituciones del siglo XX».

Antes de este año, el 68 era la matanza del 2 de octubre, la memoria compartida de días agitados y tensos (divertidísimos y trágicos), el cinismo de los funcionarios, la vileza de los priístas que aplaudían los gestos de Díaz Ordaz, la demanda de la buena fe: «¡Que se abran los archivos!» (como si allí dentro estuvieran los cadáveres de los desaparecidos), la lectura en la adolescencia de
La noche de Tlatelolco,
la película
Rojo amanecer
, contemplada casi siempre sin contextos esclarecedores, y la pregunta inevitable de cada nueva oleada estudiantil: «Y bien a bien, ¿qué pasó en 68?» Ya en el 2 de octubre de 1998, el 68 es un orgullo generacional y nacional.

Hay certezas adyacentes o complementarias: la hazaña militar y popular de nuestro siglo XX es la Revolución Mexicana; la Expropiación Petrolera es la movilización afirmativa de la soberanía. Y ahora el Movimiento del 68 resulta la gesta civil y estudiantil de la segunda mitad de nuestro siglo. No se trata de comparaciones, y sin duda la Revolución Mexicana es, en cuanto a personajes, transformación nacional del país, inhumaciones y resonancias, el acontecimiento de la centuria, pero en las décadas últimas, ¿qué otro hecho se equipara en profundidad simbólica y producción de imágenes al Movimiento del 68?

¿Cuántos símbolos se requieren para eclipsar un monumento?

Durante tres meses, el Movimiento mantuvo en vilo a la ciudad de México (no a toda ella desde luego, pero sí a sus puntos neurálgicos y sacralizados). Treinta años más tarde, lo semisepultado resurge con vigor extraordinario, no político en primera instancia, sino cultural y simbólico. En 1998 se libra una batalla muy desigual por definir los contenidos del 68. Cuauhtémoc Cárdenas, jefe del gobierno de la ciudad de México, declara el 2 de octubre «día de luto» y pone la bandera a media asta. Por su parte, el PRI rechaza la mínima autocrítica. En la Cámara de Diputados, el líder Arturo Núñez, junto a su bancada, se niega declarar el 2 de octubre día de luto. Y la argumentación priísta es la de siempre: «Nos oponemos a todo lo que divida a los mexicanos». El 2 de octubre, en la Asamblea de Representantes, en la ceremonia donde se develan las letras de oro dedicadas a los Mártires de Tlatelolco, el asambleísta del PRI Óscar Levín se sumerge en una alegoría transhistórica (pudo referirse a efemérides de 1568 ó 1868), y llama reiteradamente a «restañar heridas».

Levín fue representante de Economía de la UNAM en el Consejo Nacional de Huelga, y eso lo obligaba a ser un tanto más específico: ¿qué heridas se restañan de un lado y cuáles del otro? ¿Quiénes sostienen con mínima seriedad que no fueron los provocadores de un sector gubernamental, sino los estudiantes los que le dispararon al ejército? ¿Por qué, según Levín, son «bilaterales» las heridas a restañar, y por qué se refugia en la niebla del «país dividido»? ¿Y por qué los diputados priístas consideran que el 2 de octubre no es un día de luto nacional? ¿Tan sólo porque son priístas los responsables de la matanza?

Una vez más, de acuerdo con el PRI, se impone la sentencia anticlimática: los únicos culpables son las víctimas. Con una salvedad: en esta ocasión los priístas ya no defienden los crímenes de uno de sus regímenes limitándose a rechazar su condena. Si las acciones en 1968 de Díaz Ordaz, Echeverría, Corona del Rosal,
et al,
son indefendibles, ¿por qué los priístas lanzan sus prestigios, los que tengan, como escudos resplandecientes que sostienen la versión díazordacista de los hechos? La respuesta es evidente: porque si conceden una vez, concederán en todas las demás.

Reflexión priísta: «Si nos maltratan los símbolos, nos enmiendan fatalmente los rasgos»

No hay heridas a restañar, sino batallas simbólicas y culturales, y éstas las ha ganado el vastísimo sector integrado en 1998 por la izquierda social, el PRD, los medios informativos, la UNAM, parcialmente el IPN, las universidades regionales, los comités estudiantiles, las ONGs, sectores de las iglesias… De la otra parte no hay nadie, a menos de considerar «alguien» a un puñado de articulistas resentidos y a los últimos protectores de la imagen priísta en 1968. Hay pleitos y diferencias por interpretaciones del Movimiento, pero no, en modo alguno, discrepancias severas en lo tocante a la generosidad e intrepidez estudiantil, al horror desatado el 2 de octubre.

Ya en la historia social, preámbulo de los libros de Texto Gratuito, son mayoría aplastante los que consideran un fenómeno muy positivo al Movimiento, no un festival en modo alguno, sino la toma de conciencia, muy alegre o muy triste a momentos, valerosa siempre, generada por la resistencia a la opresión y la decisión de no dejarse.

Ganada con creces la batalla simbólica y cultural, el 68 se incorpora a la historia reconocida de México, en la dimensión histórica y en la mítica, en el orgullo capitalino y nacional y en la decisión cívica.
2 de octubre no se olvida
es un lema de reverberaciones incesantes, que se inscribe en el desfile de consignas históricas, no con la profundidad devastadora pero sí con la resonancia de «Tierra y libertad», «Sufragio efectivo, no reelección», y no muchas más. Un movimiento crítico, de izquierda, de consecuencias democráticas, consigue treinta años después lo inesperado: la victoria moral sobre la impunidad y el autoritarismo.

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