El 21 de septiembre, la diputación priísta se solidariza con la agresión del diputado Luis Parías a Barros Sierra, al que juzga «impotente para resolver problemas internos de la Casa de Estudios».
En las respuestas al Movimiento Estudiantil se marca una insistencia: ¿cómo es posible retar, criticar al Sistema desde posiciones miméticas y extranjerizantes? Se repiten, afirman la prensa y el sector oficial, los esquemas de la Revolución parisina de Mayo o se aceptan las consignas de Moscú y La Habana. No son originales, delito blasfemo en el país que posee la Revolución más original del mundo y, además, son contrabandistas de ideas y consignas, atenían contra nuestra economía de autoconsumo cultural. Y, según sus detractores, la extrapolación malinchista de consignas de países altamente industrializados y las acciones casi insurreccionales vuelven a los del 68 simples traidores a la Patria. El sentido de la argumentación es inequívoco: a la Patria sólo se le defiende desde arriba y previa licencia de la autoridad.
En 1968, el PRI es, según dice, no partido de clase sino de clases. Todos —empresarios o labriegos— pueden pertenecer a él, si creen en México. Esto es un tanto amplio, y en la práctica el único requisito para pertenecer al PRI es aceptar que así nunca se vaya a una casilla electoral, siempre se vota por él. Que nadie se escape de lazo tan indisoluble, de esta segunda acta de nacimiento. Eso explica —además de la prontitud en la lealtad y los dispositivos para el linchamiento moral— la reacción de los políticos ante la renuncia a la mexicanidad (en su versión de la Unidad Nacional) del Movimiento. La izquierda oficial mana dicterios: «Lo ocurrido no tiene nada que ver con una lucha ideológica. No se dirimen cuestiones filosóficas o políticas» (Vicente Lombardo Toledano). Artífices de la intimidación que nadie oye o lee, los políticos se extenúan en sus ensoñaciones apocalípticas. El que le falta el respeto a las Altas Investiduras, los desprecia simbólica y personalmente a ellos, a su estolidez y buen humor en antesalas y puestos menores y magnas concentraciones y manos ávidas que se le ofrecen a manos desdeñosas y rostros de adhesión lanzadas al encuentro de quien nunca los contempla. El político priísta, habituado a que sus grandes ideas lleven extrañamente el nombre del Presidente en turno, ve en el Movimiento no sólo al emisario del caos sino al signo ominoso que le augura ruina a sus dos formaciones totémicas: la Historia y el Poder.
En el apogeo del Sistema, los priístas no entienden cómo los estudiantes —sin demasiada teoría de por medio— se atreven a señalar la postración política del país. Y los priístas no captan cómo su estrategia deja de serle atractiva precisamente al sector de donde salen los relevos. Si el Sistema ya no atrae a todos, comenzará su fin. No se admiten excepciones.
El ingeniero Javier Barros Sierra presenta su renuncia a la Junta de Gobierno de la UNAM: «Sin necesidad de profundizar en la ciencia jurídica, es obvio que la autonomía ha sido violada, por habérsenos impedido realizar, al menos en parte, las funciones esenciales de la Universidad […]. Me parece importante añadir que, de las ocupaciones militares de nuestros edificios y terrenos, no recibí notificación alguna, ni antes ni después de que se efectuaron […]. Los problemas de los jóvenes sólo pueden resolverse por la vía de la educación, jamás por la fuerza, la violencia o la corrupción […]. Estoy siendo objeto de toda una campaña de ataques personales, de calumnias, de injurias y de difamación. Es bien cierto que hasta hoy procede de gentes menores, sin autoridad moral; pero en México todos sabemos a qué dictados obedecen. La conclusión inescapable es que, quienes no entienden el conflicto ni han logrado solucionarlo, decidieron a toda costa señalar supuestos culpables de lo que pasa, y entre ellos me han escogido a mí.»
Hoy es imposible reconstruir el impacto de este texto, la forma en que la sociedad cerrada descubre un respiradero en el ejercicio de un concepto arrinconado: la autoridad moral. ¿Quién la tiene en esos me ses? Los que se oponen, de la forma que sea, a la represión y sus riesgos: golpizas, cárceles, calumnias, ceses fulminantes, hostigamientos laborales, riesgos mortales, fin de la carrera política o administrativa. En 1968 se sabe, de modo a la vez difuso y agudo, que casi ningún integrante del gobierno (desde luego, ningún miembro del PRI o del Poder Judicial), dispone de autoridad moral, es decir de la credibilidad pública que identifica a las palabras con la acción consecuente. Y Barros Sierra es, en 1968, el mexicano al que se le concede mayor autoridad moral.
Del inagotable Osear Wilde : «Uno puede vivir por años sin vivir verdaderamente, y de pronto toda la vida se agolpa multitudinariamente en una sola hora.» …Si tarda tanto en asimilarse la intensidad del 68, es porque concentra en unas cuantas semanas la vida pospuesta de las personas y las colectividades. Y nunca es tan nítida la condición de comunidades imaginarias de los centros de educación superior. Antes del 68, la comunidad universitaria, o la politécnica, o la normalista, se materializan en momentos de turbulencia y luego se apagan o disuelven, pero en 1968 son fuerzas muy visibles en asambleas, manifiestos, marchas, discusiones. En la UNAM, la oposición a la renuncia del rector es unánime, y en todo el país hay actos y documentos de apoyo a Barros Sierra.
Sólo los priístas y las organizaciones empresariales, fieles a sus respectivas tradiciones, nunca caracterizadas por su generosidad, se obstinan en el improperio. El líder priísta en la Cámara de Diputados, José de las Fuentes Rodríguez, se excede en su astucia: «Estudiaré más detenidamente el texto de la renuncia, pero al enemigo que huye, puente de plata; hay que dejarlo ir». Si esto es cierto, toda la burguesía mexicana, antes de serlo, se ha enemistado a fondo con el PRI. Y el tremolante y trigarante diputado Octavio A. Hernández, va a fondo: «Aunque no conozco completamente el texto de la renuncia del rector, sigo considerando que es, aunque tardío, un gesto de dignidad. Lamento, sin embargo, que siga insistiendo en un concepto erróneo: el de que se violó la autonomía universitaria, lo cual es totalmente falso, como se ha demostrado jurídicamente». El exlocutor y diputado Luis M. Farías se supera a sí mismo, hazaña homérica si alguna: «Es una pena que el señor ingeniero Barros Sierra haya presentado su renuncia sin hacer un intento serio por resolver el problema creado en la Universidad». Y Fidel Velázquez, líder histórico de la CTM, es conciso: «El desalojo de los estudiantes de la Ciudad Universitaria, fue una medida saludable, ya que el máximo centro de estudios recobró con esa medida su carácter de centro de enseñanza y dejó de ser un centro de agitación.»
…Honor a quien honor merece. Los panistas, en tono tranquilo, son muy dignos. El jefe de la minoría panista en la Cámara Manuel González Hinojosa, ve a la renuncia lamentable e inevitable, porque han presionado para ello «la intromisión de las fuerzas políticas gubernamentales contra la autonomía universitaria».
Lo temible de las declaraciones de exterminio verbal es su complemento: las acciones directas del gangsterismo gubernamental (busco una expresión menos categórica, pero las que consigo son bastante menos descriptivas). Se ametrallan escuelas, los granaderos provo can con absoluta deliberación, a los mítines relámpago se contesta con despliegue policiaco. Y el ubicuo juez Primero de Distrito en Materia Penal, Eduardo Ferrer MacGregor, resulta de nuevo la disolución ética del Poder Judicial. Evoco la primera (y única) vez que lo vi: en 1959, en la comparecencia de los presos ferrocarrileros, observando con inquina y desprecio a Demetrio Vallejo, que declara. Fue también el juez que sentenció a Siqueiros y Filomeno Mata, y será la figura en 1968 y 1969. Álvarez Garín lo recuerda en estos procesos, inhibido, atemorizado. Físicamente tal vez, en lo tocante a la severidad de las sentencias Ferrer MacGregor será el titán diazordacista que escucha con frialdad a Manuel Marcué («Mi aprehensión se debe a una represalia, por dirigir la revista
Política
, en la que ataqué al gobierno»); a Eli de Gortari («Exijo que se cumpla la fracción III del artículo 20 constitucional, que impone la obligación de decir los nombres de quienes acusan, los cargos concretos y el texto de las acusaciones. De no hacerse lo que pido, me niego a declarar»), y al licenciado Armando Castillejos («Ustedes que están aquí para ver a sus parientes o a sus amigos, deben informar a todo el pueblo, que aquí nos encontramos decenas de víctimas que hemos sido vejadas, acusadas de pandillerismo y de otros delitos bochornosos e indignantes. Llevamos siete días de sufrir esas vejaciones y golpes…»).
Es una lástima no haber visto a don Eduardo Ferrer MacGregor en 1983, cuando se entera de la acusación de un juez de Mazatlán, que lo señala como el emisario de un narcotraficante decidido a comprar su libertad.
En la colonia Lindavista, el velorio de Lorenzo Ríos Ojeda, de 20 años de edad, alumno del primer año de Biología en el IPN, asesina do por un policía en la madrugada de antier, mientras hacía una pinta a favor del Movimiento. Hay un gentío en la calle, compañeros del muerto, familiares, vecinos. La madre, aturdida, le habla a sus vecinos mientras los dos o tres periodistas presentes escriben y graban (nada sale en los periódicos al día siguiente):
—Yo ya no entiendo nada, se los juro. Este muchacho no le hacía daño a nadie, era buen hijo, buen estudiante, muy callado, pacífico. Sí, sí creía en el movimiento estudiantil como todos sus amigos del Poli, y eso desde que empezó la huelga. Había que oírlo, nos contaba por horas de sus asambleas y sus brigadas y las pintas. Así lo recuerdo, entusiasmado. Fíjense, es la única imagen de él que retengo, como que las otras ahorita las tengo borradas. […] El domingo nos avisó que no cenaría con nosotros, que llegaría tarde. No era la primera vez que se iba a hacer pintas, ya hace unas semanas utilizó todas las bardas libres de la colonia para invitar a la manifestación. Y el domingo se fue muy confiado, alegre.
Un amigo suyo me contó todo; Lencho pintaba en la pared una frase, «Únete pueblo», y un policía le gritó que se detuviera, y sin decir más, sin aguardar respuesta le disparó. Cuando llegó la ambulancia, mi hijo ya estaba muerto. Fui a reconocer el cuerpo y allí unos agentes me regañaron, fíjense nomás, me salieron esos señores que a Lorenzo le había sucedido esta desgracia por andar de agitador, que yo debí imponerme para no dejarlo salir de la casa. Me ofendieron tanto que les menté la madre. Y además, ¿qué iba yo a hacer? Ni modo de tenerlo encerrado. Y su causa era justa.
Sale el cortejo rumbo al Panteón Civil de Dolores. A la cabeza la madre levanta el brazo con la V de la Victoria. Una escena clásica, sin duda. Hay llanto y aplausos.
Posdata del
Diario de Lecumberri
de José Revueltas
(Las evocaciones requeridas
, tomo III, Ediciones Era, 1987):
El patrullero Martínez. Asesino del estudiante que pintaba letreros en las paredes, por la colonia del Valle. Trabajó en el Anfiteatro del Centro Médico (donde su esposa es enfermera). Le encargaron el trabajo de «abrir» cadáveres ya autopsiados, a los que debió rellenar de papel periódico para que no perdieran la forma. Por las noches —me cuenta—, palpaba el vientre de su mujer atónito, incrédulo.
El Instituto Politécnico Nacional es fruto de un proyecto del Presidente Lázaro Cárdenas, de un centro de enseñanza superior para hijos de trabajadores. Pocos años más tarde, el IPN es el sitio idóneo para los alejados de los beneficios verdaderos de la Revolución Mexicana, un espacio del relegamiento educativo donde, pese a todo, se forman profesionistas de valía. Esto, muy a pesar del gobierno que, en 1942 —señala David Vega en
Pensar el 68
de Raúl Álvarez Garín y Gilberto Guevara (Cal y Arena, 1988)—, hace estallar «un gran movimiento precisamente porque se negaba al IPN la calidad de institución […]. Eso dio lugar a una acción de defensa: el 6 de marzo, a las 18:30 horas, una manifestación de estudiantes que demandaban la legalización del Politécnico fue agredida por granaderos y bomberos en la esquina de Palma y Madero. Hubo muertos y heridos. Cabe aclarar que ya en esa época el núcleo de la organización estudiantil se encontraba en el Internado» (un servicio asistencial para estudiantes de provincia, en lo fundamental).
En los años cincuenta, el gran escollo de las administraciones del IPN es la fama izquierdista y «populista» del alumnado. Y en 1956, el director general del Poli, ingeniero Alejo Peralta, obtiene del Presidente Adolfo Ruiz Coruñés el permiso para su «operación quirúrgica», que extirpará al grupo de izquierda (los «iguanos»), so pretexto de expulsar a los «gaviotas», jóvenes errabundos que, con tal de no ser
homeless
, se refugian en el Internado. El 23 de septiembre el ejército ocupa el Internado, la Escuela Nacional de Ciencias Biológicas y otros edificios. Hay heridos, intentos de cantar el Himno Nacional (ese preámbulo de las golpizas en la Era del PRI), y es enviado a la cárcel por varios años el líder estudiantil Nicandro Mendoza. El Internado se clausura.
¿Quién protesta y cuántos se asombran? En la UNAM se pegan volantes con las fotos de los detenidos, algunos se enteran, y de ellos un porcentaje menor se preocupa. Pero el ingeniero Peralta es un empresario conocido, y don Adolfo Ruiz Coruñés es un clásico de la política escurridiza. El Estado es omnipotente, y ante su majestad trituradora conviene refugiarse en la indiferencia o en la despolitización, que para el caso dan lo mismo. Y además, en una sociedad clasista (término preglobalizado), la limitación más seria del Poli es la abundancia de hijos de campesinos, de obreros, de artesanos y de burócratas menores. ¿Así como quiere una institución asomarse al prestigio académico, monopolizado por la UNAM? Y los lectores de periódicos —en ese momento el todo de la opinión pública— se enteran por las fotos de ese acontecimiento tan «pintoresco», el desalojo.
De 1956 a 1968, apenas se perciben desde fuera las luchas estudiantiles en el IPN, los intentos de eliminar la mediatización y el control férreo de los caciques y sus porros. Algo, con todo, se le permite a los politécnicos: los tumultos al final de los juegos de fútbol americano entre los equipos de la UNAM y el IPN, esas «noches libres» del saqueo modesto de comida y refrescos, los vidrios rotos, los autobuses secuestrados y las pedrizas con la policía. Eso, entre unas cuantas detenciones, se minimiza: son alborotadores sin contexto político. Pero el desarrollo académico quebranta los esquemas feudales de control, y en 1967, en el Congreso de Escuelas Tecnológicas en León, la FNET (Federación Nacional de Estudiantes Técnicos), un membrete al servicio de las autoridades, se debilita al extremo. (El membrete sí, pero el control no, porque hasta hoy persiste.)