Parte de Guerra (11 page)

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Authors: Julio Sherer García y Carlos Monsiváis

Tags: #Histórico

BOOK: Parte de Guerra
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En la Reunión Tricontinental en La Habana, el comandante Ernesto Che Guevara pronuncia un discurso de intención épica: «Hay que crear dos, tres, muchos Vietnams».

Con la era de las guerrillas, en toda América Latina la policía hace listas de subversivos, infiltra las organizaciones (hay algunas con mayoría de agentes), y aguarda la explosión.

En 1967, muere asesinado el Che Guevara en Bolivia. El martirio fructifica en la urgencia de la lucha armada. Y la Teoría de la Conjura se consigue asideros en la realidad.

El anticomunismo, pasión de gobierno

Al llegar el primero de diciembre de 1964 a la Presidencia de la República, Gustavo Díaz Ordaz emblematiza, típica o clásicamente, como se prefiera, a su generación política, sus certidumbres y pavores. No está solo en el aferramiento a sus prejuicios (calificados de «sabiduría histórica»). Los comparten políticos de varias generaciones, la élite (empresarial, clerical, militar) y los encargados de la seguridad nacional. Cualquier cosa que sea entonces el anticomunismo, es un impulso emocional genuino que suprime el sentido de la realidad. La operación es implacable y llama la atención a más de treinta años de distancia, tal vez porque continúa reproduciéndose en diversas escalas.

Si todavía hoy, ya sepultado el comunismo sin honor alguno, el anticomunismo es causa identificable, es por haberse independizado casi desde el principio de su motivo de repudio para convertirse en un ariete del capitalismo salvaje. En 1948 o en 1999, el anticomunismo es la empresa ideológica y política dedicada a extirpar las demandas de libertad y justicia.

El Padre Normativo

Hay un aviso, registrado por nadie, del estilo del sexenio en la campana presidencial de Díaz Ordaz. En la foto de un póster, el candidato reverente y genuflexo, le besa la mano a su señor padre. Y la consigna es didáctica: «Quien supo obedecer, sabrá mandar».

Y su mando es despótico. Al respecto, véase el hecho que inaugura la serie represiva. El movimiento médico de 1964-1965, que demanda mejoras en los salarios y las condiciones de trabajo, es calificado por el gobierno de Díaz Ordaz, recién estrenado, como «peligroso» en grado sumo. En sus memorias, un documento invaluable para los interesados en la Teoría de la Conjura, el general Luis Gutiérrez Oropeza, jefe del Estado Mayor Presidencial, denuncia a la primera manifestación de médicos y enfermeras (diciembre de 1964). Su obsesión, según el general, es combatir al Presidente de la República, por cuenta de «políticos resentidos, amargados y desleales» y de «elementos de nacionalidad centroamericana y sudamericana.» La susceptibilidad oficial es extrema.

En
1968. Los archivos de la violencia
, de Sergio Aguayo, se da noticia de un informe de Gobernación con una lista de médicos que se han significado por haber propuesto tácticas drásticas (manifestaciones y mítines públicos). Es decir, el servicio de espionaje Para justificarse, le da características de amenaza mortal al ejercicio de derechos constitucionales.

El movimiento médico es intenso, heroico a su manera, combativo, y por eso se le reprime con ferocidad, con todo y encarcela mientos. Y al depositarse en el espionaje (la Inteligencia) los suministros de información confiable, se renuncia a entender. Más que ningún otro elemento, la desconfianza enfermiza aisla al régimen, que sólo se enterará de lo que quiere oír.

Reprimir es aplastar las tentaciones de conjura. En 1965, Díaz Ordaz cesa a don Arnaldo Orfila Reynal, director del Fondo de Cultura Económica, por publicar
Los hijos de Sánchez
, de Oscar Lewis, que «denigra a México». En 1966 patrocina a un grupo de seudolíderes estudiantiles de la Facultad de Derecho de la UNAM, que organiza la huelga que desemboca en la caída del rector Ignacio Chávez, tratado de modo ignomioso. En 1966 el Ejército ocupa la Universidad Nicolaíta en Morelia. En 1967 las tropas al mando del general José Hernández Toledo invaden la Universidad de Sonora, con la violencia a cargo de la «Ola Verde», un grupo de golpeadores. En estas maniobras se mezclan o se funden tres criterios básicos del Presidente: la Teoría de la Conjura, el odio a la ingratitud (el régimen concede oportunidades a quien sepa aprovecharlas), y la certeza de que la oposición la forman tropas enemigas. Estos jóvenes, hijos de la Revolución, han arribado a la enseñanza superior debido a la generosidad del régimen. Y en vez de rendirle tributos de admiración, lo acribillan a quejas y demandas bárbaras como balas. Recuerden: el Presidente de la República es el padre de la Gran Familia Mexicana. Tómese lo anterior como metáfora; interprétese como realidad estricta.

Aguayo reproduce parte de un documento de la CÍA sobre las medidas de seguridad en ocasión de la visita del presidente Lyndon Johnson a México (1966): «La policía detuvo a unos 500 alborotadores potenciales […] Las fuerzas de seguridad llamaron a 48

líderes de diversas agrupaciones izquierdistas sospechosas de tomar parte en manifestaciones antiestadunidenses […] [Al presentarse 47] se les informó con toda claridad que se les haría responsables personalmente de cualquier actividad incorrecta de los miembros de sus organizaciones«. La Teoría de la Conjura es también una práctica de la hospitalidad para con los mandatarios de Norteamérica. Y en abril de 1968, en Tabasco, el ubicuo Hernández Toledo disuelve otra movilización estudiantil. Les notifica el general a los jóvenes: «Me encuentro aquí para resguardar el orden. Para resolver el problema, tenemos un hombre en México (Díaz Ordaz) que dirige los destinos de México». Que no se mueva la hoja del árbol sin la voluntad del Padre Normativo.

1968: El Año de la Teoría de la Conjura

En el Año Olímpico, las autoridades padecen el terror propio del que a diario escucha las peores noticias de personas muy confiables (ellos mismos). «Este año, para las Olimpiadas, se prepara algo terrible», comentan los altos funcionarios ante el espejo. A la pregunta de «¿Quiénes lo preparan?», la respuesta es sincera: «¿Quién más ha de ser?» El temor alimenta al temor.

En cierto sentido, 1968 es una trampa en busca de inquilinos. El gobierno aguarda la conjura, un fenómeno no de la sociedad sino de la naturaleza, y se esfuerza en matar a la hidra de la maquinación apenas asome la cabeza, transformando episodios menores en batallas. Con ansiedad, Díaz Ordaz aguarda la irrupción del mal. Y el 26 de julio le resulta la fecha adecuada. Se conmemora el aniversario de la Revolución Cubana, y ya se sabe que los subversivos se rigen por símbolos.

El gobierno de Díaz Ordaz es una larga vigilia en prevención del estallido. Nunca antes la Teoría de la Conjura había dispuesto de tanto poder, de tanta gente empeñada en corroborarla. Si para los políticos «detener la embestida contra México» es la tarea del sexenio, para las fuerzas de Seguridad es su razón misma de existencia. Para la mentalidad autoritaria, el mundo se divide entre los carentes de opinión (es decir, los creyentes incondicionales de las instituciones) y los manipulados. Llevado esto al extremo, o si se quiere iluminado esto por la opinión presidencial, el libre albedrío resulta sinónimo de automanipulación. Además, si el sentido rector del Ejército es la disciplina, la lógica de los cuerpos policiacos es la inclemencia represiva a cambio de los derechos para la corrupción en diversas escalas. Muy probablemente, los provocadores han sido convocados y alertados meses antes y sólo esperan órdenes. Y los sucesos del 68 no requieren tanto de provocadores como de las reacciones de una policía convencida de que entre los jóvenes anida el delito de la traición. Golpearlos por lo que hayan hecho o por lo que puedan hacer, es darles su merecido.

El Día de la Conjura ha llegado, a juicio del gobierno. La irracionalidad engendra monstruos y prepara emboscadas. A fin de cuentas, debe recordarse, ni el secretario de Gobernación Luis Echeverría, ni el jefe del Departamento Central, Alfonso Corona del Rosal, tienen experiencia alguna en el manejo de la disidencia legítima, y no conciben siquiera las razones de cualquier desacuerdo. El gobierno entero se impacienta ante las protestas, y no las incorpora en sus previsiones. ¿Para qué? El país es dócil y la población tiene derecho al relajo vigilado, no a la protesta.

El agitador a pesar suyo: Gustavo Díaz Ordaz

En 1968, el sistema presidencialista conoce su apogeo. Con el licenciado Gustavo Díaz Ordaz (1911-1979) todo es gobierno y casi nada es oposición. Concentrada en unas cuantas publicaciones, la crítica sólo es frontal de vez en cuando y no tiene consecuencias. A comienzos de 1968, sin capacidad de combatir al autoritarismo, la sociedad lo goza como puede y reproduce a escala el comportamiento dogmático (el jefe de familia es un Presidente en miniatura; el Presidente de la República es el más prolífico de los jefes de familia).

Díaz Ordaz requiere de asideros políticos. Sin eso, no asciende con la solidez debida.

La mayor certidumbre a su alcance es el patriotismo y la fe en el régimen de la Revolución Mexicana, por desvaído y deshilachado que ya se encuentre. En rigor, Díaz Ordaz es el último Presidente que, no obstante su comportamiento, cree en los grandes logros y en la disciplina del país a cargo de la tradición revolucionaria. El sucesor, Luis Echeverría Álvarez, a mitad del sexenio adopta el repertorio del Tercer Mundo como bandera y plataforma. El entierro casi formal de la Revolución Mexicana ocurre en 1968.

Díaz Ordaz está fatalmente predispuesto a luchar con fantasmas. El político amenazado por las tinieblas intensifica su control sin demasiadas protestas, y acumula juramentos de lealtad. Pero el elemento básico es la sinceridad. No miente al hablar de complots contra México o al reaccionar ásperamente contra los «apátridas». No dice la verdad, pero no miente. Tan confía en su formación ideológica que halla actos de justicia en donde sólo hay represiones. Le toca desbaratar el movimiento ferrocarrilero en 1959, y lo hace convencido. «En México no hay presos políticos, sino delincuentes». Nada le dice lo evidente: la debilidad numérica y política del Partido Comunista; la legión de infiltrados y provocadores, la fuerza de los aparatos de seguridad nacional; la escasa o nula penetración de la izquierda política en la sociedad; el sectarismo autodestructivo de los militantes. Díaz Ordaz no atiende estos datos. Lo suyo es la cacería de señales.

¿Quién le niega a Díaz Ordaz su papel central en el 68? Aboga do poblano, oscuro agente del Ministerio Público en San Andrés Chalchicomula o Ciudad Serdán, político menor, intrigante habilísimo, de dureza y estilo cortante, burócrata con gran sentido de la oportunidad, Díaz Ordaz maneja una plataforma de arribo consistente en una persona: el presidente Adolfo López Mateos, que lo nombra secretario de Gobernación y lo entrena para el relevo. Inteligente-a-su— manera y despótico, a Díaz Ordaz lo sojuzgan la vanidad de sus defectos (es muy macho, y gobierna el país como a un hijo rebelde o a una amante levantisca) y el sitio del recelo en su conducta. Recela de sus colaboradores, de los aplausos, de la oposición. De quienes no son compulsivamente patriotas no recela: son traidores a la patria, y punto. Lo cerca la fama pública de su fealdad, acrecentada al comparársele con el apuesto López Mateos y al respecto hace una broma frecuente tomada de Abraham Lincoln: «Yo no puedo tener doble cara; me basta con la que traigo».

Tal vez su autocrítica facial no haya causado la virulencia diagnosticada por la turba de psicoanalistas espontáneos, convencidos de la fuente de rencor presidencial: la lejanía del ideal griego. Pero sí lo aparta de la confianza en sí mismo. La Teoría de la Conjura se consolida al dársele a México la sede de los Juegos Olímpicos de 1968. A partir de ese día, todo gira en torno al desbaratamiento de conjuras. Si el término «paranoia política»

tiene sentido, aquí se aplica. Y no es únicamente psicologismo pop: describe también a un hombre enardecido por su conquista de la Presidencia pese a sus orígenes humildes y convencido de que un grupo o un sector quiere hacerle daño. Si como secretario de Gobernación Díaz Ordaz vive en la suspicacia (Éste sería su razonamiento: «Quieren dañar a México vetándome la llegada a la Presidencia»), como Presidente es a la vez el máximo responsable del gobierno y el detector de asonadas.

Díaz Ordaz le entrega su poder de rectificación de los agravios al Principio de Autoridad. Concibe a la Presidencia, allí están sus discursos y sus acciones para ratificarlo, como el centro político e interpretativo del país, y se identifica literalmente con México. La actitud es disparatada pero el sentimiento, como él diría, es infalsificable.

Poco antes de terminar su periodo, se le pregunta: «¿Qué siente usted cuando oye el Himno Nacional en el extranjero?», y la respuesta nace desarmada: «Que se me enchina el cuero». Un patriota sentimental cree encarnar durante seis años a la Patria.

En el diseño de Díaz Ordaz, el miedo es a
self-fullfiled prophecy.
Si el complot existe, es cuestión de semanas localizar las pruebas. Así opera el mecanismo: se reprime para evitar la emergencia del complot, y la protesta consiguiente es la señal inequívoca de la conjura. Desde el 26 de julio, Díaz Ordaz, carcelero airado, impulsa a pesar suyo lo que quiso aplastar desde el inicio, y venera sin ambages el México no tocado por el desencanto, el país anterior a esa perdición que es el conocimiento.

¿Quién le informa a Díaz Ordaz de los sucesos del 68? El principal asesor es su fe dogmática en la Guerra Fría. Lo demás se da por añadidura, datos parciales, mentiras robustas, interpretaciones que no resisten un examen lógico. En sus memorias, el general Gutiérrez Oropeza reproduce la convicción genuina de su jefe: «Desde el principio del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz, la izquierda radical que mucho se había soliviantado en el régimen anterior, recibió órdenes precisas del comunismo internacional de aprovechar los preparativos de la Olimpíada para desarrollar en México la parte que en la Revolución Mundial le estaba asignada. Díaz Ordaz no tuvo más opción que emplear la fuerza para contener la violencia en que nos querían envolver.» A falta de hechos, buenos son presentimientos.

Ante los estudiantes Díaz Ordaz no duda. Lo aborrecen (ellos, los de las penumbras) por encarnar los valores del decoro y el derecho, y sería afrentoso considerar siquiera el pliego petitorio del Consejo Nacional de Huelga. Si libera a los presos políticos sindicales (Vallejo, Campa y los demás), fortalece el sindicalismo independiente. Si reconoce (así sea por omisión) la mínima injusticia, y cesa al jefe de policía o indemniza a las víctimas, daña el principio de autoridad. Si castiga a los culpables de la represión, admite la autocrítica… Y la solución al conflicto es la inflexibilidad. Para el autócrata, lo que no es alabanza es ruiderío amenazante o ininteligible.

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