Parte de Guerra (23 page)

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Authors: Julio Sherer García y Carlos Monsiváis

Tags: #Histórico

BOOK: Parte de Guerra
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Detrás del veloz y más que regular aprendizaje de barnices jurídicos, se halla el dogma: si la represión se desencadena, la única «embajada» que nos asila es la Constitución. El gesto es fetichista, pero no hay otro a mano.

El 18 de septiembre a (Conversación del 30 de noviembre de 1968)

—Una cosa es no sentirse el gran activista y otra ser indiferente. Por eso fui a la Ciudad Universitaria esa tarde. Me había ido una semana a mi tierra dizque para descansar, pero el caso es que me la pasé leyendo y subrayando los periódicos, discutiendo con la familia y los amigos, indignándome ante la manipulación de los locutores de Televicentro.

Esa tarde yo quería informarme, hablar con alguien del CNH, ver cómo andaba la bronca. Me había jodido perderme la Manifestación del Silencio. En las escasas fotos publicadas se veía a toda madre. Al llegar a C.U. percibí un ánimo muy tenso, muy duro, no sé cómo explicarlo y eso que han pasado dos meses en que no pienso en otra cosa.

Había una mesa redonda en mi facultad y todos decían puros lugares comunes, la tensión era el mensaje real de las intervenciones. Salí a pasear por los corredores, me encontré a dos de mi brigada y me platicaron con detalle lo de la manifestación. No fue efectivamente silenciosa, me dijeron, para nada, pero era un rumor muy alegre, muy solidario, más efectivo que todos los gritos. Agarras la onda, ¿no? Fuimos a cenar algo y volvimos para la guardia, todo muy simbólico, porque nomás con barricadas y cadenitas valíamos madre, pero nos levantaba el ánimo saber que estábamos defendiendo el Alma Mater o alguna chingadera por el estilo. De pronto, ruidos, gritos, la voz de alarma. ¡¡El ejército en C.U.!! ¿Qué hacíamos? Por lo pronto y por después, nada. Desarmados, aterrados, rodeados, indignadísimos, sólo nos quedaba permanecer hechos unos pendejos a la expectativa, fuera de los edificios. Otros se quisieron esconder pero ni en dónde. Con magnavoces nos fueron concentrando en la explanada. Ahorita todavía me es difícil transmitirte mis sensaciones, y eso que ya he tratado de ponerlas por escrito. Lo principal era la impotencia, la rabia que iba de los pensamiento mortíferos a un deseo de llorar.

¿Qué podíamos hacer? La pura impotencia, me cae… Ya en la explanada nos ordenaron tirarnos pecho a tierra. La humillación. Así estábamos cuando a un cuate se le ocurrió cantar el Himno Nacional. Hasta entonces yo del Himno Nacional sólo tenía dos imágenes reales: uno, de una película con la esposa del poeta Bocanegra encerrándolo, lo que siempre me ha hecho mucha gracia porque el poeta era Pedro Infante, y porque si no hay llave no hay Himno Nacional; otro, cuando el gobernador de mi estado fue a mi escuela primaria y el director, para adornarse, nos hizo aprender las diez estrofas del Himno y el gobernador, que iba de prisa, pidió que mejor le hicieran un resumen. Eso era toda mi experiencia cívica, me cae. Pero cuando empezamos a cantar el Himno me emocioné mucho, no por la letra o la vivencia histórica o lo que fuera sino porque no podían callarnos y porque nosotros, así de jodidos y de pecho a tierra como estábamos, éramos finalmente mexicanos. Por ahí va la onda. Ahora ya contado como que se le va la fuerza, pero en ese momento, ante las armas y las amenazas, a nosotros, en el suelo y haciéndole la V a los soldados, hazme favor, nos parecía que cantar el Himno Nacional tenía todo el sentido del mundo. Nomás nos sabíamos las clásicas dos estrofas y la voz nos fallaba y se quebraba o subía destempladamente y los soldado no se atrevían a sisear el Himno y así estuvimos un rato, muy corto seguramente, pero eterno. Luego nos subieron a los camiones.

19 de septiembre. La respuesta

Cerca de mil quinientos detenidos en Ciudad Universitaria. Se sabe de algunos arrestos (no todos en C.U.): los filósofos Eli de Gortari y César Nicolás Molina Flores, el periodista Manuel Marcué Pardiñas, la pintora Riña Lazo, los abogados Armando Castillejos y Adela Salazar, el general Francisco Valero Recio. El procedimiento, típico de la Guerra Fría, decide que el pasado disidente equivale al presente subversivo. Eli de Gortari, marxista connotado, fue rector de la Universidad Nicolaíta y protestó en 1966 por la invasión militar de los recintos en Morelia. Molina Flores, profesor de la Preparatoria, es un intelectual trotskista sin participación relevante en el Movimiento; Riña Lazo es una artista de izquierda; Castillejos y Salazar han defendido (y seguirán defendiendo) presos políticos; el general Valero asistía en C.U. a una reunión de padres de familia; Marcué Pardiñas, detenido en la Avenida Juárez, dirigió
Política,
una revista insólita, y no interviene en lo mínimo en el Movimiento. Ante las acusaciones de ser «autor intelectual» publica el 3 de septiembre una carta abierta:

Mi conducta cívica, nacida de mis convicciones, me permite denunciar las afirmaciones calumniosas y malévolas de algunos altos funcionarios del gobierno, cuando afirman que he asesorado y señalado líneas políticas a los estudiantes y líderes del citado conflicto estudiantil. No lo hice porque no me lo solicitaron nunca, ni la necesitan. Los estudiantes tienen madurez política suficiente para discernir acerca del alcance de sus problemas y defenderlos.

Díaz Ordaz es de memoria larga y cumplidora. Si a Eli de Gortari lo detesta porque en Morelia desafió su poder, a Marcué lo condena por una razón personalísima:
Política
se opuso con tal vehemencia a su candidatura que le dedicó una portada con un aviso categórico: «¡No será presidente!» Como sí lo fue, siente suya la venganza. Entre los dones del poder está el de la represalia con efectos retroactivos, y esto explica la caprichosa selección de los presos no estudiantiles. Fuera de Eli de Gortari y Marcué, los demás son resultado del sorteo de chivos expiatorios.

El auto de formal prisión (Reconstrucción de hechos septiembre de 1968)

—Le agradezco atentamente, señor agente del Ministerio Público Federal, la oportunidad que se me concede de hacerme de un punto de vista inmejorable sobre el tercer poder de la nación y su sentido de la justicia. Se me acusa de incitar a la rebelión, asociación delictuosa sedición, daño en propiedad ajena, despojo y ataques a las vías generales de comunicación. ¿No se le hace que son pocos delitos para tamaña afrenta? Lo que recuerdo, y todavía me honra, es algo distinto, o a lo mejor es lo mismo desde su muy jurídico punto de vista. El día en que el ejército decidió ilustrarse en Ciudad Universitaria, di una conferencia en Comercio sobre el movimiento estudiantil. Allí sostuve lo que ahora le repito: la posición del gobierno es negligente, autoritaria, falta de comprensión para resolver un problema estudiantil. Decir esto me convirtió en terrorista, y al ver sus pruebas, o el montón de mentiras y necedades que allí tiene, no me queda sino felicitarlo, señor agente del Ministerio Público Federal, usted irá lejos en su carrera, a lo mejor algún día lo dejan colgar personalmente a los acusados. ¡Imagínese! Usted decide si le concede o no a los ahorcados el derecho al pataleo. En cuanto al auto de formal prisión, cuya copia se nos entrega permítame licenciado que la rompa ahora mismo y la vuelva lo que es, un pinche confeti, confeti del poder burgués y de sus ilusiones de dominio sobre la libertad del hombre. Mire cómo transformo sus decisiones inapelables en confeti, en el confeti de mierda con que se visten. No se moleste en recogerlo. Gracias, licenciado.

En los roperos acechan las conjuras

En el Parte firmado por el general José Hernández Toledo, del 27 de septiembre, para guarnecer la Ciudad Universitaria, se ratifica la voluntad de precavarse de las amenazas inventadas:

A) Buscar el ocultamiento para ver sin ser visto.

B) Estar siempre alerta para evitar el fuego de los francotiradores.

Septiembre: La conjura de los necios

En los periódicos y revistas, centenas de opiniones de las Fuerzas Vivas y membretes que les acompañan contra los estudiantes y el rector. En las conversaciones, indignación y miedo. Los ataques se enconan.

En 1968, el Poder Legislativo, con la tímida excepción del PAN, es un chiste a la disposición del humor presidencial. Por eso, el diputado Luis M. Parías, que será gobernador de Nuevo León, se explaya al justificar la operación castrense: «La medida fue necesaria […]. Durante casi dos meses la Ciudad Universitaria había venido siendo utilizada como cuartel de agitación […]. Ahora sólo resta que el señor rector, en vista de que no le fue posible por sus propios medios restablecer el orden, agradezca la medida adoptada por el Gobierno Federal». El verdugo extiende la mano para que se la besen, y De las Fuentes Rodríguez, que será gobernador de Coahuila, se embriaga con su fantasía servil:

¡Señor rector Barros Sierra, qué afortunado es usted, qué feliz momento le ha tocado vivir! Debe de estar usted orgulloso del auxilio que se le ha dado para el rescate de las propiedades universitarias de la institución descentralizada del Estado, para el efecto de que ahora sí le dé usted el destino para el que fueron construidos.

Tome usted mis palabras como una felicitación de un exrector de una universidad tan querida y respetable como la que usted dirige, la Universidad de Coahuila…

No se trata de casos límite de cinismo, ni de simple tontería revistada de sorna, sino de limitaciones expresivas profundas, que nada más permiten el idioma del agradecimiento. La carrera de Parías y Rodríguez, y la del resto de los diputados priístas, sólo depende de los «favores del cielo». Al carecer de sustentación propia, el agradecimiento sin condiciones es su técnica para sentirse plenamente vivos, y son a la vez muy astutos y auténticos cuando le abren a Barros Sierra el camino del alborozo de rodillas.

Se renuevan las tradiciones de la abyección. Si las Fuerzas Vivas se desbordan es por sentir en riesgo el gran fundamento de su lealtad: el carácter sacro del régimen (en el sentido literal). Por eso el licenciado Jorge Rubén Huerta Pérez se exaspera y solicita agrega dos al generoso artículo 145 del Código Penal Federal, sobre el delito de disolución social:

Queda sin reprimirse el tipo de propaganda para desprestigiar, ridiculizar o destruir las instituciones fundamentales de nuestro país, pretendiendo su derogación por medios contrarios a los previstas en las disposiciones constitucionales.

Quedan además impunes los hechos de injuriar o calumniar públicamente las autoridades del país, con el objeto de atraer sobre ellas el odio, el desprecio o el ridículo
(Excélsior, 7
de septiembre).

La fragilidad de los profesionistas y los burócratas inermes y fascinados ante el paternalismo, acelera su indignidad. Los «adultos» le tienen miedo a lo desconocido, el mundo sin jerarquías públicas y jerarquías interiorizadas. Y Díaz Ordaz obtiene un apoyo vigoroso de las formaciones del temor.

Un Estado fuerte sin contrapesos ni soporta ni concibe objeciones o críticas. Díaz Ordaz cree en los reportes de sus cortesanos, y éstos procuran no defraudar en lo mínimo sus expectativas. La una nimidad es la razón de ser de la clase política (y en el 68, por «clase política» sólo se entiende al PRI), y un episodio lo ilustra a la perfección. En la Cámara de Diputados, Guillermo Morfín, de Michoacán un tanto a tropezones, llega a la tribuna a disentir:

Quiero dejar asentada mi opinión de que es preciso que salga el Ejército Nacional de Ciudad Universitaria. No lo exijo, lo pido respetuosamente; lo pide un joven diputado federal universitario, que probablemente se equivoca, pero que se negaría a sí mismo si no lo hiciera como lo está haciendo. No concuerdo con el diputado Octavio Hernández respecto de su dicho del rector de la Universidad. Estoy de acuerdo con la conducta observada por el rector, a quien sin conocer personalmente, le entrego mis respetos.

Aplausos y vítores para el héroe por un día. Pero las presiones moldean los espíritus, el Aparato interviene y veinticuatro horas más tarde Morfín matiza o se rinde, como se quiera: «Las expresiones de admiración y respeto para el rector sólo pueden ser válidas si muestra capacidad y aptitud para resolver los problemas de su jurisdicción y controlar la situación».

20 de septiembre: La respuesta liberal

Se publica un pronunciamiento del doctor Mario de la Cueva, exrector de la UNAM, exdirector de la Facultad de Derecho:

Como universitario y como profesor de la Facultad de Derecho, formulo la más enérgica protesta por este acto que no tiene precedente en nuestra vida institucional.

Solicito a fin de regresar a un régimen de legalidad, la inmediata desocupación de los edificios y su entrega a las autoridades legítimas de la Universidad, así como la libertad de los profesores y estudiantes que han sido detenidos por el ejército y la policía,

La inquietud de la juventud, que no es un fenómeno exclusivo de nuestro país, tiene su origen en las desigualdades sociales que existen, lo mismo en México que en América y el Viejo Continente, y en la miseria de grandes núcleos de población.

El camino para la solución de los problemas no puede ser la violencia, sino la reforma de las estructuras sociales y económicas, que asegure a todos los hombres una vida mejor
(Excélsior,
20 de septiembre).

El tono del escrito es parco, alejado de todo afán protagónico. Entonces, los roles de los personajes públicos están severamente delimitados, y Mario de la Cueva rehuye el que se le adjudica: callar o «apoyar a las instituciones». En vez de eso, elige la defensa de la UNAM, para él bastión del conocimiento en un medio ant i— intelectual. Pero las posturas admirables sólo se le facilitan a unos cuantos académicos, resguardados por su prestigio o independizados de la burocracia y sus vínculos. Al resto lo inmoviliza el pánico laboral.

El comunicado del rector es escueto. Para Barros Sierra la ocupación militar de Ciudad Universitaria es un acto de fuerza que la UNAM no merecía, y la atención y solución de los problemas de los jóvenes requieren comprensión antes que violencia.

El 20 de septiembre, en la Cámara de Diputados, el PAN solicita el retiro inmediato del ejército de la Ciudad Universitaria. El diputado priísta Octavio A. Hernández ataca a Barros Sierra:

Empezó en ese momento el fincar la responsabilidad de los órganos conductores de la Universidad, concretamente de su órgano ejecutivo el señor rector. El señor rector inició una política —tal vez no le deba llamar yo así para no dar confusión a los conceptos y a los términos—, sino una conducta que, por lo que hace a su pasividad, tiene a mi modo de ver, mucho de criminal, y por lo que hace a sus actos, muchos matices de delirio.

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