—Vecino —le dijo—, he visto a la señora Delfina.
—¿Dónde?
—En los Italianos.
—¿Se ha divertido? Entrad —y el buen hombre, que se había levantado de la cama en camisa, abrió la puerta y volvió a acostarse inmediatamente—. Habladme, pues, de ella —le pidió.
Eugenio, que era la primera vez que se hallaba en la habitación de papá Goriot, no pudo dominar un movimiento de estupefacción al ver la sencillez en que vivía el padre, después de haber admirado el lujo de la hija. La ventana estaba sin visillos; el papel pintado, pegado en las paredes, se desprendía en varios sitios por efecto de la humedad y dejaba ver el yeso amarillo a causa del humo. El pobre hombre estaba acostado en una mala cama, no tenía más que una delgada manta y un cubrepiés hecho con trozos de vestidos viejos de la señora Vauquer. El suelo estaba húmedo y lleno de polvo. Frente a la ventana veíase una de aquellas viejas cómodas de madera de rosal con el vientre abultado; un viejo mueble de tablero de madera sobre el cual se hallaba un pote con agua y todos los utensilios necesarios para afeitarse. En un rincón, los zapatos; a la cabecera de la cama, una mesilla de noche sin puerta ni mármol; en el ángulo de la chimenea, en la que no había vestigios de lumbre, se encontraba la mesa cuadrada, de madera de nogal, cuya barra había servido a papá Goriot para deformar su taza de plata sobredorada.
Un mal escritorio sobre el cual se hallaba el sombrero del hombre, un sillón de paja y dos sillas completaban aquel mobiliario miserable. El más pobre mozo de cuerda en su buhardilla estaba ciertamente mejor amueblado que papá Goriot en casa de la señora Vauquer. El aspecto de aquella habitación daba frío y oprimía el corazón; parecíase a la celda más lóbrega de una cárcel. Afortunadamente, Goriot no vio la expresión que se pintó en la cara de Eugenio cuando éste dejó su bujía sobre la mesilla de noche. El buen hombre se volvió del otro lado, quedando tapado hasta la barbilla.
—Bien, ¿a quién preferís, a la señora de Restaud o a la señora de Nucingen?
—Prefiero a la señora Delfina —respondió el estudiante— porque ella os quiere más.
Al oír estas palabras, pronunciadas con cálido acento, el buen hombre sacó el brazo de entre la ropa de su cama y estrechó la mano de Eugenio.
—Gracias, gracias —dijo emocionado el anciano—. ¿Qué os ha dicho, entonces, de mí?
El estudiante repitió las palabras de la baronesa embelleciéndolas, y el anciano le escuchó como si hubiera oído la palabra de Dios.
—¡Pobre niña! Sí, sí, me quiere mucho. Pero no creáis lo que ha dicho de Anastasia. Las dos hermanas tienen celos una de otra, ¿sabéis?, lo cual es otra prueba de su cariño. La señora de Restaud me quiere también. Lo sé. Un padre es para con sus hijos como Dios para con nosotros; llega hasta el fondo de los corazones y juzga las intenciones. Las dos son igualmente amorosas. ¡Oh!, si yo hubiese tenido buenos yernos, habría sido demasiado feliz. Sin duda no hay felicidad completa aquí abajo. Si yo hubiera vivido en su casa, sólo con oír sus voces, saber que estaban allí, verlas ir, salir, como cuando yo las tenía en mi casa, esto me habría hecho brincar de alegría el corazón. ¿Iban bien vestidas?
—Pero —dijo Eugenio—, señor Goriot, ¿cómo es posible que, viviendo vuestras hijas con tanto lujo, permanezcáis vos en semejante cuchitril?
—A fe mía —dijo con aire al parecer indiferente—, ¿de qué me serviría estar mejor alojado? Apenas puedo explicaros estas cosas; soy incapaz de decir dos palabras seguidas como es debido. Todo está aquí dentro —dijo golpeándose el corazón—. Mi vida está en mis dos hijas. Si ellas se divierten, si ellas son felices, si van bien vestidas, si caminan sobre alfombras, ¿qué importa la tela con que yo vaya vestido y cómo pueda ser el lugar en que me acueste? No tengo frío si ellas tienen calor, no me aburro nunca si ellas ríen. No tengo más penas que las suyas. Cuando seáis padre; cuando, al oír parlotear a vuestros hijos, os digáis: ¡Eso ha salido de mí!; cuando sintáis que esas criaturitas tienen vuestra misma sangre, de la cual son la fina flor, creeréis estar adherido a su misma piel, os sentiréis agitado cuando ellos caminen. Su voz me responde por doquier. Una mirada de ellas, cuando es triste, me hiela la sangre. Un día sabréis que uno se siente más feliz con la felicidad de ellos que con la propia. Yo no puedo explicaros esto: se trata de unos movimientos interiores que esparcen por todas partes la felicidad. En fin, que vivo tres veces. ¿Queréis que os diga una cosa muy curiosa? Pues bien, cuando he sido padre, he comprendido a Dios. Él se halla entero en todas partes, puesto que la creación ha salido de él. Señor, yo soy así con mis hijas. Sólo que yo amo más a mis hijas que Dios ama el mundo porque el mundo no es tan hermoso como Dios, y mis hijas son más hermosas que yo. Pienso tanto en ellas, que me ha gustado que las vieseis esta noche. ¡Dios mío!, un hombre que hiciera feliz a mi pequeña Delfina, tan feliz como pueda serlo una mujer cuando es amada, a ese tal yo le limpiaría las botas, haría recados para él. He sabido por su doncella que ese De Marsay es un malvado. Me han dado ganas de retorcerle el pescuezo. ¡No amar a una alhaja de mujer, una voz de ruiseñor, y proporcionada como un modelo! ¿Cómo se le ocurrió casarse con ese bruto alsaciano? Las dos se merecían unos jóvenes amables. En fin, obraron según su propio antojo.
Papá Goriot estaba sublime. Nunca le había podido ver Eugenio iluminado por los fuegos de su pasión paternal. Algo digno de observarse es el poder de infusión que poseen los sentimientos. Por grosera que sea una criatura, tan pronto como expresa un afecto fuerte y verdadero, exhala un fluido particular que modifica la fisonomía, anima el gesto, colorea la voz. A menudo el más estúpido ser, bajo el esfuerzo de la pasión, llega a la más alta elocuencia en la idea, si no es en el lenguaje, y parece moverse en una esfera luminosa. Había en aquel momento en la voz, en el gesto de aquel hombre, el poder comunicativo que distingue al gran actor. ¿Pero acaso nuestros hermosos sentimientos no son las poesías de la voluntad?
—Bien, sin duda no os molestará saber —dijo Eugenio— que quizá va a romper con De Marsay. Ese yerno la ha abandonado para trabar amistad con la princesa Galathionne. En cuanto a mí, esta noche me he enamorado de la señora Delfina.
—¡Bah! —dijo papá Goriot.
—Sí, yo tampoco le he desagradado a ella. Hemos hablado de amor por espacio de una hora y he de ir a verla pasado mañana, sábado.
—¡Oh!, cuánto os amaría yo, señor, si vos le agradaseis a ella. Vos sois bueno, vos no la atormentaríais. Si la traicionaseis, os cortaría el cuello. Una mujer no tiene dos amores, ¿sabéis? ¡Dios mío!, pero estoy diciendo tonterías, señor Eugenio. Aquí hace frío para vos. ¡Dios mío!, ¿la habéis oído? ¿Qué os ha dicho para mí?
—Nada —dijo Eugenio para sus adentros—. Me ha dicho —respondió en voz alta— que os mandaba un beso filial.
—Adiós, vecino, que descanséis, que tengáis hermosos sueños. Que Dios os proteja en todos vuestros deseos. Habéis sido esta noche como un ángel bueno; me traéis el aire de mi hija.
—Pero hombre —pensó Eugenio mientras se acostaba—; resulta realmente conmovedor. Su hija no ha pensado en él más que en el Gran Turco.
Después de esta conversación, papá Goriot vio en su vecino un confidente inesperado, un amigo. Habíanse establecido entre ellos las únicas relaciones por las cuales aquel anciano podía unirse a otro hombre. Las pasiones no son nunca falsos cálculos. Papá Goriot veíase un poco más cerca de su hija Delfina, veíase mejor recibido por ella si Eugenio llegaba a gozar de la estimación de la baronesa. Por otra parte, él le había confiado uno de sus dolores. La señora de Nucingen, a la cual mil veces al día deseaba la felicidad, no había conocido las dulzuras del amor. Ciertamente, Eugenio era, para servirse de su expresión, uno de los jóvenes más amables que él había visto en su vida, y parecía presentir que le daría todos los placeres de los que ella había estado privada. El buen hombre tuvo por su amigo una amistad que fue en aumento y sin la cual habría sido sin duda imposible conocer el desenlace de esta historia.
A la mañana siguiente, a la hora del desayuno, la afectación con que papá Goriot miraba a Eugenio, cerca del cual fue a sentarse, las palabras que le dijo, y el cambio de fisonomía, de ordinario parecida a una máscara de yeso, sorprendieron a los huéspedes de la pensión. Vautrin, que volvía a ver al estudiante por primera vez desde la conversación que habían sostenido, parecía querer leer en su alma. Al acordarse del proyecto de aquel hombre, Eugenio, que antes de dormirse había medido, durante la noche, el vasto campo que se abría ante sus miradas, pensó necesariamente en la dote de la señorita Taillefer y no pudo por menos de mirar a Victorina con los ojos que el joven más virtuoso mira a una rica heredera. Por casualidad sus ojos se encontraron. La pobre muchacha no dejó de encontrar a Eugenio encantador con su nuevo traje.
La mirada que cambiaron fue lo suficientemente significativa para que Rastignac no dudara ser para ella el objeto de aquellos vagos deseos que sienten todas las jóvenes y que ellas relacionan con el primer ser seductor. Una voz le gritaba: ¡Ochocientos mil francos! Pero de pronto volvió a sus recuerdos de la víspera, y pensó que su pasión de encargo por la señora de Nucingen era el antídoto contra sus malos pensamientos involuntarios.
—Ayer, en los Italianos, daban
El barbero de Sevilla
, de Rossini. Nunca había oído esa música tan deliciosa —dijo—. ¡Dios mío!, qué hermoso es tener un palco en los Italianos.
Papá Goriot cogió esta palabra al vuelo como un perro capta un movimiento de su dueño.
—Vosotros, los hombres —dijo la señora Vauquer—, podéis hacer todo cuanto os dé la gana.
—¿Cómo habéis regresado? —preguntó Vautrin.
—A pie —respondió Eugenio.
—A mí —repuso el tentador— no me gustan los placeres a medias; yo quisiera ir allá en mi coche, disponer de mi propio palco y regresar con toda comodidad. ¡Todo o nada! He ahí mi divisa.
—Buena divisa —dijo la señora Vauquer.
—Tal vez iréis a ver a la señora de Nucingen —dijo Eugenio en voz baja a Goriot—. Os recibirá, ciertamente, con los brazos abiertos; querrá saber de vos mil pormenores respecto a mí. Me he enterado que haría todo lo posible por ser recibida en casa de mi prima, la señora vizcondesa de Beauséant. No olvidéis decirle que la quiero demasiado para no pensar en procurarle esta satisfacción.
Rastignac se fue en seguida a la Escuela de Derecho; quería estar el menor tiempo posible en aquella odiosa casa. Estuvo paseando casi todo el día, presa de esa fiebre mental que han conocido los jóvenes afectados de esperanzas demasiado vivas. Los razonamientos de Vautrin le hacían reflexionar sobre la vida social en el momento en que encontró a su amigo Bianchon en el jardín de Luxemburgo.
—¿De dónde has sacado ese aspecto tan serio? —le dijo el estudiante de medicina cogiéndole del brazo para pasearse delante del palacio.
—Estoy atormentado por malas ideas.
—¿De qué clase? Las ideas curan, ¿sabes?
—¿De qué modo?
—Sucumbiendo a ellas.
—Tú te ríes sin saber de lo que se trata. ¿Has leído a Rousseau?
—Sí.
—¿Recuerdas el pasaje en que pregunta al lector qué haría en el caso de que pudiera enriquecerse matando en la China, por su sola voluntad, a un viejo mandarín, sin moverse de París?
—Sí.
—¿Y bien?
—¡Bah! Ya voy por mi mandarín número treinta y tres.
—No bromees. Vamos, si se te demostrara que la cosa es posible y que te basta con un gesto, ¿qué harías?
—¿Es viejo el mandarín? Pero ¡bah!, joven o viejo, paralítico o gozando de buena salud, a fe mía que… ¡Diantre! Pues… no.
—Eres un buen muchacho, Bianchon. Pero ¿y si tú amases a una mujer hasta el punto de volverte por ella el alma del revés, y necesitases dinero, mucho dinero para su «toilette», para su coche, para todos sus caprichos?
—Pero tú me estás robando la razón y aún quieres que razone.
—Bien, Bianchon, yo estoy loco; cúrame. Tengo dos hermanas que son ángeles de belleza, de candor, y quiero que sean felices. ¿Dónde encontrar doscientos mil francos para su dote de aquí a cinco años? Hay, ¿sabes?, en la vida circunstancias en las que es preciso jugar fuerte y no malgastar su felicidad ganando céntimo tras céntimo.
—Pero tú planteas la cuestión que se encuentra en la entrada de la vida para todo el mundo y quieres cortar el nudo gordiano con la espada. Para obrar así es preciso ser Alejandro; de lo contrario, va uno a presidio. En cuanto a mí, me contento con la pequeña existencia que me crearé en la provincia, donde sucederé buenamente a mi padre. Los afectos del hombre se satisfacen tan cabalmente en el círculo más pequeño como en una inmensa circunferencia. Napoleón no cenaba dos veces y no podía tener más amantes que las que toma un estudiante de medicina cuando es interno en los Capuchinos. Nuestra felicidad, amigo mío, tendrá siempre cabida entre la planta de nuestros pies y nuestro occipucio; y tanto si cuesta un millón al año como cien luises, la percepción intrínseca es la misma en el interior de nosotros.
—Gracias; acabas de hacerme un bien, Bianchon. Seremos siempre amigos.
—Oye —repuso el estudiante de medicina—, al salir de la clase de Cuvier en el jardín Botánico acabo de ver a la Michonneau y a Poiret, sentados en un banco, charlando con un señor al que, durante los disturbios del año pasado, vi en los alrededores de la Cámara de los Diputados, y que me hizo el efecto de ser un agente de policía disfrazado de honrado burgués que vive de sus rentas. Estudiemos esa pareja: ya te diré el por qué. Adiós, tengo que irme.
Cuando Eugenio volvió a la pensión halló a papá Goriot que le estaba esperando.
—Mirad —dijo el buen hombre—, ahí tenéis una carta de ella.
Eugenio abrió el sobre y leyó la carta.
«Caballero, mi padre me ha dicho que os gustaba la música italiana. Me sentiría muy halagada si aceptaseis un asiento en mi palco. El sábado tendremos a la Fodor y a Pellegrini, y estoy segura de que no rehusaréis. El señor de Nucingen se une a mí para rogaros que vengáis a comer con nosotros, sin ceremonia. Si aceptáis, os agradecerá el no tener que cumplir con su deber de acompañarme. No me contestéis; venid, os espero. Os saluda, D. de N. ».
—Enseñádmela —dijo papá Goriot a Eugenio cuando éste hubo leído la misiva—. Véis, ¿no es cierto? —añadió después de haber olido el papel—. Huele muy bien. Es porque sus dedos han tocado el papel.