Por brillantes que fuesen las proposiciones que le hicieron algunos negociantes o granjeros celosos que querían ofrecerle sus hijas en matrimonio, prefirió permanecer viudo. Su suegro, el único hombre por el cual sentía cierta simpatía, pretendía saber con seguridad que Goriot había jurado no ser infiel a su mujer, aunque estuviera muerta. La gente del mercado, incapaz de comprender esta sublime locura, bromeó acerca de ella, y dio a Goriot cierto grotesco remoquete. Uno de los hombres, que mientras estaban bebiendo vino en el mercado lo pronunció, recibió del fabricante de fideos un puñetazo en el hombro que lo envió de cabeza contra el guardacantón de la calle de Oblin. El amor irreflexivo, el amor delicado que profesaba Goriot a sus hijas, era tan notorio, que un día uno de sus competidores, queriendo que se marchase del mercado para quedar dueño unos instantes de las ventas, le dijo que Delfina acababa de ser atropellada por un cabriolé. El fabricante de fideos, lívido y desencajado, abandonó en seguida el mercado cubierto. Estuvo enfermo unos días como consecuencia de la reacción de los sentimientos contrarios a los que le entregó aquella falsa alarma. Si no mató a aquel hombre, le expulsó del mercado obligándole, en circunstancias críticas, a quebrar. La educación de sus dos hijas fue naturalmente irracional. Rico de más de sesenta mil libras de renta, y no gastando ni mil doscientos francos para él, el señor Goriot cifraba su dicha en satisfacer los caprichos de sus hijas: los más excelentes maestros recibieron el encargo de instruirlas cabalmente; tuvieron una señorita de compañía; afortunadamente para ellas, fue una mujer inteligente y de buen gusto; montaban a caballo, iban en coche, vivían como habrían vivido las amantes de un rico señor anciano; les bastaba con expresar los más caros deseos para ver a su padre desvivirse por realizárselos; no pedía más que una caricia en pago de sus ofrecimientos. Goriot ponía a sus hijas en la categoría de los ángeles, y necesariamente por encima de él mismo, ¡el pobre! Amaba incluso el mal que ellas hacían.
Cuando sus hijas estuvieron en la edad de casarse, pudieron escoger a sus maridos según su gusto: cada una de ellas había de tener como dote la mitad de la fortuna de su padre. Cortejada por su belleza por el conde de Restaud, Anastasia tenía tendencias aristocráticas que la indujeron a abandonar la casa paterna para lanzarse a las altas esferas sociales. A Delfina le gustaba el dinero: casó con Nucingen, banquero de origen alemán, que llegó a ser barón del Santo Imperio. Goriot no pasó de fabricante de fideos. A sus hijas y a sus yernos pronto les escandalizó verle continuar su comercio, por más que éste hubiera constituido su vida entera. Después de haber resistido durante cinco años a sus instancias, consintió en retirarse con el producto de su capital y los beneficios de aquellos últimos años; capital que la señora Vauquer, en cuya casa fue a establecerse, había calculado que le reportaba de ocho a diez mil libras de renta. Fue a encerrarse en aquella pensión como consecuencia de la desesperación que se había adueñado de él al ver que sus dos hijas habían sido obligadas por sus maridos a negarle no sólo el acogerle en su casa, sino incluso el recibirle en ella de un modo ostensible.
Estos informes eran cuanto sabía cierto señor Muret acerca de papá Goriot, cuyos bienes él había adquirido. Las suposiciones que Rastignac había oído hacer a la duquesa de Langeais se hallaban de este modo confirmadas. Aquí termina la exposición de esta oscura, pero espantosa tragedia parisiense.
Hacia el fin de esta primera semana del mes de diciembre, Rastignac recibió dos cartas, una de su madre y otra de su hermana mayor. Estas escrituras tan conocidas le hicieron palpitar a la vez de felicidad y de temor. Aquellos frágiles papeles contenían una sentencia de vida o de muerte con respecto a sus esperanzas. Si concebía cierto terror al acordarse de los apuros que pasaban sus padres, era porque sabía cuán grande era el cariño que le tenían para no temer haber sorbido hasta sus últimas gotas de sangre. La carta de su madre estaba concebida en los siguientes términos:
«Querido hijo, te mando lo que me has pedido. Emplea bien este dinero, que yo no podría encontrar por segunda vez, aunque se tratara de salvar tu vida, sin que tu padre fuera advertido acerca de ello, lo cual perturbaría la armonía de nuestro hogar. Para procurárnosla nos veríamos obligados a dar garantías sobre nuestras tierras. Me es imposible juzgar el mérito de unos proyectos que desconozco; pero ¿de qué naturaleza son ellos para que tú temas confiármelos? Esta explicación no requería volúmenes; a las madres con una palabra nos basta, y esta palabra me habría evitado las angustias de la incertidumbre. No podría ocultarte la dolorosa impresión que tu carta me ha causado. Querido hijo, ¿cuál es, pues, el sentimiento que te ha obligado a asustar de tal modo mi corazón? Has debido sufrir mucho al escribirme, porque yo he sufrido mucho al leerte. ¿En qué carrera te has lanzado, pues? ¿Acaso tu vida, tu felicidad dependerían de querer aparentar lo que no eres, ver un mundo en el que tú no podrías entrar sin hacer unos gastos de dinero que tú no puedes sostener, sin perder un tiempo precioso para tus estudios? Mi buen Eugenio, cree el corazón de tu madre; los caminos tortuosos no conducen a nada grande. La paciencia y la resignación deben constituir las virtudes de los jóvenes que se encuentran en tu situación. No te censuro; no querría comunicar ningún acento de amargura a nuestra ofrenda. Mis palabras son las de una madre tan confiada como previsora. Si tú sabes cuáles son tus obligaciones, yo también sé cuán puro es tu corazón, cuán excelentes son tus intenciones. Así, puedo decirte sin temor: ¡Vamos, hijo amado, adelante!
»Tengo miedo porque soy madre; pero cada uno de tus pasos será tiernamente acompañado por nuestros votos y bendiciones. Sé prudente, hijo. Debes ser prudente como un hombre; el destino de cinco personas descansa sobre tu cabeza. Sí, toda nuestra fortuna se halla en ti, como tu felicidad es la nuestra. Rogamos a Dios que te secunde en tus empresas. Tu tía Marcillac ha sido, en estas circunstancias, de una bondad inaudita. Tiene debilidad por ti, me decía con alegría. Eugenio, ama mucho a tu tía; no te diré lo que ha hecho por ti más que cuando hayas logrado lo que te propones; de otro modo, su dinero te quemaría los dedos. Vosotros, los hijos, no sabéis lo que significa el sacrificar unos recuerdos. Pero ¿qué es lo que no os sacrificaríamos? Me encarga que te diga que te besa la frente, y querría comunicarte con este beso la fuerza para ser a menudo feliz. Esta buena y excelente mujer te habría escrito si no tuviera gota en los dedos. Tu padre está bien. La cosecha de 1819 sobrepasa nuestras esperanzas. Adiós, hijo mío. No diré nada de tus hermanas: Laura te escribe. Le dejo a ella el placer de charlar acerca de la familia. Haga el cielo que logres tu propósito. Sí, sí, es preciso, Eugenio; me has hecho conocer un dolor demasiado vivo para que pueda soportarlo por segunda vez. He sabido lo que era ser pobre, al desear la fortuna para dársela a mi hijo. Vamos, adiós. No nos dejes sin noticias tuyas y recibe el beso que te manda tu madre».
Cuando Eugenio hubo acabado de leer esta carta estaba deshecho en lágrimas; pensaba en papá Goriot rompiendo su plata sobredorada y vendiéndola para pagar la letra de cambio de su hija. «Tu madre ha roto sus joyas», se decía. «Tu tía ha llorado sin duda al vender algunas de sus reliquias. ¿Con qué derecho habrías de maldecir tú a Anastasia? Tú acabas de imitar con el egoísmo de tu porvenir lo que ha hecho ella por su amante. ¿Quién es mejor, tú o ella?».
El estudiante sintió en sus entrañas un dolor intolerable. Quería renunciar a la alta sociedad, quería rehusar aquel dinero. Experimentó aquellos nobles y hermosos remordimientos secretos cuyo mérito es raramente apreciado por los hombres al juzgar a sus semejantes y que a menudo hacen que los ángeles del cielo absuelvan al criminal condenado por los juristas de la tierra. Rastignac abrió la carta de su hermana, cuyas expresiones inocentemente graciosas le refrescaron el corazón.
«Tu carta nos ha llegado en un momento muy oportuno, querido hermano. Águeda y yo queríamos emplear nuestro dinero en cosas tan diversas, que no sabíamos qué hacer con él. Tú has hecho como el criado del rey de España cuando puso al revés los relojes de su señor; tú nos has puesto de acuerdo. Realmente, siempre estábamos discutiendo acerca de aquel de nuestros deseos al que habríamos de dar la preferencia, y no habíamos adivinado, querido Eugenio, el empleo que abarcaba todos nuestros deseos. Águeda ha saltado de alegría. En fin, hemos estado locas de contentas todo el día, de suerte que nuestra madre nos decía con su aire severo: Pero ¿qué os ocurre, niñas? Creo que si nos hubiera regañado un poco, aún habríamos estado más contentas. Una mujer debe hallar placer en sufrir por aquel a quien ama. Yo estaba un poco triste en medio de mi alegría. Sin duda seré una mala esposa, porque soy muy gastadora. Yo me había comprado dos cinturones, un lindo punzón para los ojetes de mis corsés, de suerte que tenía menos dinero que Águeda, que es ahorradora y acumula sus escudos como una urraca. Ella tenía doscientos francos. Yo, en cambio, no tengo más que cincuenta escudos. He sido bien castigada; quisiera echar mi corazón en el pozo, ya que siempre tendré remordimientos de llevarlo. Te he robado, hermano mío. Águeda ha estado encantadora. Me ha dicho: Enviemos los trescientos cincuenta francos las dos juntas. Pero no te he contado las cosas como sucedieron. ¿Sabes lo que hicimos para obedecer tus mandatos? Cogimos nuestro dinero, fuimos a pasear las dos y cuando estuvimos en la carretera principal, corrimos hacia Ruffec, donde entregamos la suma al señor Grimbert, que regenta la oficina de las Mensajerías reales. Al regresar, íbamos ligeras como golondrinas. Es que la felicidad nos daba alas, me decía Águeda. Dijimos mil cosas que no voy a repetiros, señor parisiense, pues hablamos mucho de vos. ¡Oh!, querido hermano, te queremos mucho, dicho está todo en dos palabras. En cuanto al secreto, según mi tía, unas criaturas como nosotras somos capaces de todo, incluso de callar. Mi madre ha ido misteriosamente a Angulema con mi tía, y las dos han guardado silencio sobre la alta política de su viaje, que no ha tenido lugar sin largas conferencias de las cuales hemos sido alejadas, así como el señor barón. Grandes conjeturas ocupan las mentes en el estado de Rastignac. El vestido de muselina sembrada de flores que bordan las infantas para Su Majestad la reina prosigue con el mayor secreto. Sólo quedan por hacer dos anchos de la tela. Han decidido que no se construirá una pared por la parte de Verteuil, sino que se hará un seto. La gente perderá frutos, espaldares, pero se ganará una hermosa vista para los forasteros. Si el presunto heredero tenía necesidad de pañuelos, se le previene que la señora de Marcillac, al rebuscar en sus tesoros y sus maletas, designadas con los nombres de Pompeya y Herculano, ha descubierto una bella tela de Holanda, que ella no conocía; las princesas Águeda y Laura ponen a sus órdenes su hilo y su aguja y unas manos que cada vez están más rojas.
»Los dos jóvenes príncipes don Enrique y don Gabriel han conservado la funesta costumbre de darse un atracón de arrope, de hacer rabiar a sus hermanas, de no querer estudiar, de divertirse sacando pájaros de sus nidos, de armar ruido. Adiós, querido hermano; nunca hubo una carta que llevara tantos votos por tu felicidad. Tendrás muchas cosas que contarnos cuando vengas. Me lo contarás todo a mí, que soy la mayor. Mi tía nos ha permitido sospechar que tienes éxito en la sociedad. Se habla de una dama y se guarda silencio sobre lo demás. Eugenio, si quisieras, podríamos prescindir de pañuelos y te haríamos camisas. Contéstame pronto sobre este punto. Si te hicieran falta hermosas camisas bien hechas, nos veríamos obligadas a comenzar en seguida; y si hubiera en París una moda que no conociésemos, podrías mandarnos un modelo, sobre todo para los puños. Te doy un beso en la frente, sobre el lado izquierdo, cuya sien me pertenece de un modo exclusivo. Dejo el otro pliego para Águeda, que ha prometido no decirte nada de lo que te digo yo. Pero, para estar segura, permaneceré cerca de ella mientras escriba. Tu hermana que te quiere, Laura de Rastignac».
—¡Oh, sí —se dijo Eugenio—, la fortuna a toda costa! Nada podría pagar tanto amor. Yo querría darles toda la felicidad del mundo. ¡Mil quinientos cincuenta francos! —se dijo después de una pausa—. Es preciso que cada pieza sea bien utilizada. Laura tiene razón. No tengo más que camisas de tela burda. Para la felicidad de otra persona, una joven se vuelve tan astuta como un ladrón. Inocente para ella y previsora para mí, es como un ángel del cielo que perdona las faltas de la tierra sin comprenderlas.
El mundo le pertenecía. Ya su sastre había sido convocado, sondeado, conquistado. Al ver al señor de Trailles, Rastignac había comprendido la influencia que ejercen los sastres en la vida de los jóvenes. ¡Ay!, no existe término medio: un sastre es un enemigo mortal o un amigo dado por la factura. Eugenio encontró en el suyo a un hombre que había comprendido la paternidad de su comercio, y que se consideraba como un trazo de unión entre el presente y el futuro de los jóvenes. Así, Rastignac, agradecido, labró la fortuna de aquel hombre por una de aquellas frases en las que más tarde destacaría: «Sé que ha hecho —decía— dos pantalones que han sido causa de que se hicieran dos bodas de veinte mil libras de renta.».
¡Mil quinientos francos y trajes a discreción! En aquel momento el pobre meridional ya no dudó de nada y bajó a desayunar con aquel aire vago que da a un joven la posesión de una suma cualquiera. En el instante en que el dinero se desliza en el bolsillo de un estudiante, se levanta dentro de sí una columna fantástica en la cual él se apoya. Se siente seguro, con los movimientos ágiles; el día antes, humilde y tímido, habría recibido golpes; al día siguiente los daría a un primer ministro. Ocurren en él fenómenos inauditos: todo lo quiere y todo lo puede, desea a diestro y siniestro; es alegre, generoso, expansivo. En fin, el pájaro que poco antes carecía de alas puede ahora volar alto. El estudiante sin dinero atrapa una brizna de placer como perro que roba un hueso a través de mil peligros, lo rompe, chupa la médula y corre aún; pero el joven que hace saltar en su bolsillo algunas fugitivas piezas de oro saborea sus goces, los enumera, se complace en ellos, ya no sabe lo que es la palabra miseria. París le pertenece por entero. ¡Edad en la que todo es reluciente, todo centellea y llamea! ¡Edad de fuerza gozosa de la que nadie se aprovecha, ni el hombre ni la mujer! ¡Edad de las deudas y de los vivos temores que multiplican todos los placeres! El que no ha vivido en la orilla izquierda del Sena, entre la calle Saint-Jacques y la calle de los Saints-Pères, no conoce nada de la vida humana.