Pantano de sangre (22 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

BOOK: Pantano de sangre
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«Primero el palo y ahora la zanahoria», pensó D'Agosta. Se preguntó adonde quería llegar Pendergast.

—Tengo pruebas de que Audubon entregó el cuadro a Torgensson —dijo Pendergast.

De pronto, Blast se inclinó hacia delante, con una súbita muestra de interés en el rostro. —¿Ha dicho pruebas?

—Sí.

Se hizo un largo silencio. Blast se apoyó en el respaldo.

—Bien, entonces estoy más convencido que nunca de que el cuadro ha desaparecido. Debió de quedar destruido durante el incendio de su último domicilio.

—¿Se refiere a su finca de las afueras de Port Allen? —preguntó Pendergast—. No tenía conocimiento de que se hubiera incendiado.

Blast le miró un buen rato.

—Hay muchas cosas que usted no sabe, señor Pendergast. Port Allen no fue el último domicilio del doctor Torgensson. Pendergast no pudo ocultar su sorpresa. —¿De veras?

—Durante sus últimos años de vida, Torgensson se vio expuesto a graves problemas económicos. Le acosaban los acreedores: bancos, comerciantes de la zona... Hasta el ayuntamiento, por impago de impuestos. Acabaron echándole de su casa de Port Allen, y se instaló en una casucha al lado del río.

—¿Y usted cómo lo sabe? —quiso saber D'Agosta.

En respuesta, Blast se levantó y salió de la sala. D'Agosta oyó que abría una puerta y removía unos cajones. Un minuto después, Blast regresó con una carpeta en la mano. Se la dio a Pendergast.

—El historial de deudas de Torgensson. Eche un vistazo a la carta de encima.

Pendergast sacó de la carpeta una hoja amarillenta de un libro de contabilidad, arrancada sin contemplaciones. Era una carta garabateada y con el membrete de la agencia Pinkerton. Empezó a leer: «Tenerlo lo tiene, pero no hemos conseguido localizarlo. Hemos registrado toda la choza, del sótano al desván, y está tan vacía como la casa de Port Allen. No queda nada de valor, y menos un cuadro de Audubon».

Aloysius volvió a guardar la hoja, echó un vistazo a algunos otros documentos y cerró la carpeta.

—Y supongo que usted... hum... hurtó este informe con la finalidad de poner obstáculos a la competencia.

—No tiene sentido ayudar al enemigo. —Blast recuperó la carpeta y la dejó a su lado, en el sofá—. Aunque al final fue todo inútil.

—¿Por qué? —preguntó Pendergast.

—Porque a los pocos meses de irse a vivir a la casucha, un relámpago la quemó hasta los cimientos, con Torgensson dentro. Si escondió en alguna parte el
Marco Negro
, ya hace tiempo que nadie lo recuerda; y si lo guardaba en algún sitio de la casa, se quemó con todo lo demás. —Blast se encogió de hombros—. Entonces fue cuando desistí de buscarlo. No, señor Pendergast; lo siento, pero el
Marco Negro
ya no existe. Se lo asegura alguien que ha desperdiciado veinte años de su vida en demostrarlo.

—No me creo ni una palabra —dijo D'Agosta en el ascensor de bajada al vestíbulo—. Solo intenta convencernos de que Helen no quería el cuadro, para demostrar que no tenía motivos para perjudicarla. Se está cubriendo las espaldas. No quiere que sospechemos que él pudo asesinarla. Así de sencillo.

Pendergast no contestó.

—Está claro que es listo. Me sorprende que no se le haya ocurrido algo un poco más convincente —añadió D'Agosta—. Ambos querían el cuadro, y Helen se estaba acercando demasiado. Blast no quería que le quitasen su legítima herencia. No hay más que decir. Además, tenemos su relación con la caza mayor, el marfil y el contrabando de pieles. Blast tiene contactos en África. Pudo utilizarlos para organizar el asesinato.

La puerta del ascensor se abrió. Cruzaron el vestíbulo y salieron a una noche húmeda. Las olas suspiraban en la arena. El parpadeo de las innumerables ventanas daba a la playa oscura el color de un fuego reflejado. Llegaban ecos de rancheras, de un restaurante de la zona.

—¿Cómo sabía que guardaba todas esas cosas? —preguntó D'Agosta mientras iban por la calle.

Pendergast pareció salir de sus cavilaciones.

—¿Cómo dice?

—Lo del armario. Las pieles.

—Por el olor.

—¿El olor?

—Cualquier persona que haya poseído alguna piel de gran felino le confirmará que desprenden un olor suave pero inconfundible, una especie de almizcle perfumado que no es desagradable. Yo lo sé porque de niños mi hermano y yo nos escondíamos en el armario de las pieles de mi madre. Sabía que Blast hacía contrabando de marfil y cuerno de rinoceronte. No se necesita mucha imaginación para suponer que también se dedica al comercio ilegal de pieles.

—Ya.

—Vamos, Vincent. Caramino's solo queda a dos manzanas. Los mejores cangrejos de roca de toda la costa del golfo. Exquisitos con un trago de vodka helado. Y la verdad es que a un servidor le hace bastante falta una copa.

29

Nueva York

Cuando la capitana Hayward entró en la sala de espera gris del sector de interrogatorios, en el sótano de la comisaría central, los dos testigos que había convocado se levantaron rápidamente.

También se levantó el sargento de homicidios. Hayward frunció el ceño.

—Por favor, siéntese y tranquilícese. —Entendía que sus galones de oro pudieran intimidar un poco, sobre todo a alguien que trabajaba en un barco, pero aquello era exagerado. Siempre la incomodaba—. Perdonen que les haya llamado así, en domingo. Sargento, hablaré con ellos de uno en uno; el orden es indiferente.

Entró en la sala de interrogatorios, una de las que eran agradables, diseñada para entrevistar a testigos bien dispuestos, no para acribillar a preguntas a sospechosos que no colaboraban. Había una mesa pequeña para el café, otra grande y un par de sillas. El técnico de grabación, que la saludó con la cabeza levantando el pulgar, ya estaba dentro.

—Gracias —dijo ella—. Se lo agradezco mucho, sobre todo habiéndole avisado con tan poca antelación.

Su buen propósito de Año Nuevo había sido controlar su mal genio con los que estaban por debajo de ella en el escalafón. A los de encima seguiría tratándoles sin contemplaciones: patadas para arriba y besos para abajo, era su nueva divisa.

Asomó la cabeza por la puerta. —Que pase el primero, por favor.

El sargento acompañó al primer testigo, que aún llevaba el uniforme. Hayward le indicó una silla.

—Sé que ya le han interrogado, pero espero que no le moleste repetir. Intentaré ser breve. ¿Café, té?

—No, gracias, capitana —dijo el oficial de barco.

—Es el jefe de seguridad del barco, ¿verdad?

—Exacto.

El jefe de seguridad era un hombre mayor e inofensivo, con un abundante pelo blanco, un agradable acento inglés y aspecto de inspector de policía jubilado de algún pueblo de Inglaterra. Hayward pensó que probablemente lo fuese.

—Y bien, ¿qué ha pasado? —preguntó.

Siempre le gustaba empezar con preguntas generales.

—Pues verá, capitana, me avisaron poco después de zarpar. Recibí un informe de que uno de los pasajeros, Constance Greene, actuaba de forma extraña.

—¿En qué sentido?

—Había embarcado con su hijo, un bebé de tres meses, cosa que en sí ya es poco habitual; no recuerdo ni un solo pasajero que haya subido al barco con un bebé tan pequeño, y menos una madre soltera. Recibí un informe según el cual, justo después de embarcar, una pasajera simpática quiso ver el bebé; quizá se acercase demasiado, pero parece que la señorita Greene la amenazó.

—¿Usted qué hizo?

—Hablar con la señorita Greene en su camarote. Llegué a la conclusión de que solo era una madre sobre protectora (ya sabe cómo son algunas) y que no lo había hecho con mala intención. Me pareció que la pasajera que se había quejado era un poco metomentodo.

—¿Qué impresión le dio? La señorita Greene, quiero decir. —Tranquila, serena y un poco formal. —¿Y el bebé?

—Con ella, en la habitación, en una cuna que le había puesto el personal de intendencia. Durante mi corta visita dormía.

—¿Y luego?

—La señorita Greene estuvo tres o cuatro días encerrada en su camarote. Durante el resto del viaje la vieron por el barco. Que yo sepa no hubo más incidentes; hasta que no pudo enseñar a su bebé en la aduana. El bebé estaba incluido en su pasaporte, como es costumbre cuando alguien da a luz en el extranjero.

—¿A usted le pareció cuerda?

—Sí, muy cuerda, al menos la única vez que tuve contacto con ella. Y con mucho aplomo para una joven de su edad.

El siguiente testigo era un sobrecargo, que confirmó lo dicho por el jefe de seguridad: que la pasajera había embarcado con su bebé, que lo protegía con mucho celo y que no había salido en varios días de su camarote. Más tarde, hacia la mitad del viaje, la habían visto comer en los restaurantes y pasear por el barco sin el bebé. La gente había supuesto que tenía una niñera, o que usaba el servicio de guardería del barco. Iba sola, sin hablar con nadie, y rechazaba cualquier gesto amistoso.

—A mí —dijo el sobrecargo— me pareció una de esas excéntricas muy ricas; sabe a qué me refiero, ¿verdad? Esas que tienen tanto dinero que pueden hacer lo que les da la gana, sin que las contradiga nadie. Y...

Vaciló.

—Siga.

—Hacia el final del viaje empecé a pensar que tal vez estaba un poco... loca.

 Hayward se paró en la puerta de la pequeña celda. No conocía personalmente a Constance Greene, pero Vinnie le había hablado mucho de ella; siempre como si se tratara de una persona mayor, por lo que, al abrir la puerta, se llevó una gran sorpresa al ver a una chica de no más de veintidós o veintitrés años, con una media melena oscura, con un corte elegante pero anticuado.

Estaba sentada en la cama plegable, muy tiesa. Aún no se había quitado el vestido largo que llevaba en el barco. —¿Puedo pasar?

Constance Greene la miró. Hayward se jactaba de saber leer en los ojos de la gente, pero aquellos eran inescrutables. —Sí, por favor.

Se sentó en la única silla de la celda. ¿Era posible que aquella mujer hubiera tirado a su hijo al Atlántico?

—Soy la capitana Hayward.

—Es todo un placer conocerla, capitana.

Dadas las circunstancias, le puso los pelos de punta la cortesía anticuada de aquel saludo.

—Soy amiga del teniente D'Agosta, a quien conoce usted. En alguna ocasión también he colaborado con su... esto... tío, el agente especial Pendergast.

—No es mi tío. Aloysius es mi tutor legal. No estamos emparentados.

La corrección fue remilgada y puntillosa.

—Ya. ¿Tiene usted familia?

—No. —Fue la respuesta, rápida y cortante—. Hace tiempo que están todos difuntos.

—Lo siento. En primer lugar, me gustaría que me ayudase con algunos detalles. Nos está costando un poco encontrar sus datos. ¿No sabrá de memoria su número de la seguridad social, por casualidad?

—No tengo número de la seguridad social.

—¿Dónde nació?

—Aquí, en Nueva York. En la calle Water. —¿Cómo se llamaba el hospital?

—Nací en casa. —Ah.

Hayward decidió no insistir en ese aspecto. Tarde o temprano lo aclararía el departamento jurídico. En realidad, solo estaba demorando las preguntas difíciles.

—Constance, pertenezco a la división de homicidios, pero no dirijo la investigación. Solo he venido a averiguar algunas cosas. No tiene ninguna obligación de contestar a mis preguntas. No es nada oficial, ¿me entiende?

—La entiendo perfectamente, gracias.

Hayward volvió a quedarse impresionada por la cadencia antigua de su forma de hablar. En su porte, en esos ojos viejos y sabios, había algo que no acababa de cuadrar con un cuerpo tan joven.

Respiró hondo.

—¿Es verdad que ha tirado a su bebé por la borda?

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque era malo. Como su padre. —¿Y el padre...?

—Muerto.

—¿Cómo se llamaba?

Se hizo el silencio en la celda. Los ojos serenos y verdes no se apartaron ni un momento de los de Hayward, que entendió, mejor que con cualquier cosa que pudiera decir Greene, que a esa pregunta no respondería jamás.

—¿Por qué ha vuelto? Estaba fuera del país. ¿Por qué ha vuelto justo ahora?

—Porque Aloysius necesitará mi ayuda.

—¿Ayuda? ¿Qué tipo de ayuda?

Constance no se movió.

—No está preparado para la traición que le espera.

30

Savannah, Georgia

En medio de las antigüedades y los muebles mullidos de su estudio, Judson Esterhazy miraba por una de las altas ventanas que daban a la plaza Whitfield, por la que en ese momento no pasaba nadie. Las palmeras y la cúpula central chorreaban una lluvia fría, la misma que formaba charcos en el pavimento de ladrillo de la calle Habersham. A D'Agosta, que estaba justo a su lado, el hermano de Helen le estaba dando una impresión distinta a la de la primera visita. Ya no tenía la misma actitud campechana y atenta. Su bien formado rostro reflejaba inquietud y tensión. Se le veía desmejorado.

—¿Y nunca comentó que le interesaran los loros, particularmente la cotorra de las Carolinas?

Esterhazy sacudió la cabeza.

—Nunca.

—¿Y el
Marco Negro
? ¿Nunca se lo oyó nombrar, ni siquiera de pasada?

Otro gesto de negación.

—Acabo de enterarme. Soy tan incapaz de explicarlo como usted.

—Me doy cuenta de que es algo doloroso.

Esterhazy dio la espalda a la ventana. Su mandíbula se movía a causa de lo que D'Agosta interpretó como una rabia apenas controlada.

—Ni la mitad de doloroso que enterarme de la existencia de ese tal Blast. ¿Dice que tiene antecedentes?

—De arrestos, no de condenas.

—Lo cual no significa que sea inocente —insistió Esterhazy. —Al contrario —reconoció D'Agosta. Esterhazy le miró.

—Y no solo de chantaje, falsificación y ese tipo de cosas. Me ha hablado usted de amenazas y agresión.

D'Agosta asintió con la cabeza.

—¿Y él también andaba detrás del...
Marco Negro
?

—Alguien con más ganas de encontrarlo que él, imposible —dijo D'Agosta.

Esterhazy entrelazó con fuerza las dos manos y volvió a mirar por la ventana.

—Judson —dijo Pendergast—, acuérdate de lo que te dije...

—Tú has perdido a tu mujer —dijo Esterhazy por encima del hombro—, yo a mi hermana pequeña. Es algo que nunca se supera, pero al menos puedes llegar a aceptarlo. Pero enterarme ahora de todo esto... —Exhaló un largo suspiro—. Y encima, pensar que pudo tener algo que ver ese criminal...

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