Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
—Yo creía... —Pendergast hizo una pausa—. Yo creía que conocía a fondo a Helen, pero está claro que para que alguien la asesinase, y se tomase tantas molestias y corriera con tantos gastos para hacer pasar su muerte por un accidente, debe de haber alguna parte de su vida de la que yo no tenía conocimiento. Habida cuenta de que sus últimos dos años de vida los pasamos prácticamente siempre juntos, llego a la conclusión de que, sea lo que fuere, tiene que pertenecer a un pasado más lejano. Y ahí es donde necesito que me ayudes.
Esterhazy se pasó una mano por su ancha frente y asintió.
—¿Tienes alguna idea, por pequeña que sea, de quién podía tener motivos para asesinarla? ¿Enemigos? ¿Rivales profesionales? ¿Ex amantes?
Se quedó callado, moviendo la mandíbula.
—Helen era... maravillosa. Amable, encantadora. No tenía enemigos, en absoluto. En el MIT caía bien a todo el mundo, y cuando preparaba el doctorado fue siempre muy escrupulosa en no otorgarse méritos ajenos.
Pendergast asintió con la cabeza.
—¿Y después de doctorarse? ¿Algún rival en Médicos con Alas? ¿Alguien a quien relegasen para ascenderla?
—MCA no funcionaba así. Trabajaban todos juntos; dejan su ego a un lado. Valoraban mucho a Helen. —Esterhazy tragó saliva con dificultad—. Mejor dicho, la querían.
Pendergast se apoyó en el respaldo.
—Durante los meses anteriores a su muerte, hizo varios viajes cortos. Me dijo que eran viajes de investigación, pero no entró en detalles. Ahora que lo pienso, parece un poco raro. Médicos con Alas se dedica más a educar y curar que a la investigación. Me arrepiento de no haberle sonsacado más información. Tú, que eres médico, ¿sabes qué podía estar haciendo, si es que estaba haciendo algo?
Esterhazy se quedó pensativo. Después sacudió la cabeza.
—Lo siento, Aloysius, pero no me contó nada. Ya sabes que le encantaba ir a sitios lejanos. Y le fascinaba la investigación médica. De hecho eran las dos pasiones que la llevaron a ingresar en MCA.
—¿Y en el pasado de la familia? —preguntó D'Agosta—. ¿Algún conflicto, trauma infantil o algo así?
—Todo el mundo quería a Helen —afirmó Esterhazy—. Yo estaba un poco celoso de su popularidad. En cuanto a problemas familiares, no recuerdo ninguno. Hace más de quince años que murieron nuestros padres. El único Esterhazy que queda soy yo.
Vaciló.
—¿Qué ocurre?
Pendergast se inclinó hacia delante.
—Pues... seguro que no es nada, pero mucho antes de conocerte tuvo... una mala experiencia amorosa. Con un verdadero canalla.
—Sigue.
—Me parece que fue el primer año de doctorado. Iban juntos al MIT. Lo trajo a casa un fin de semana. Rubio, pulcro, ojos azules, alto, deportista, siempre con pantalones blancos y jersey de cuello redondo, de una adinerada familia WASP de toda la vida, crecido en Manhattan con casa de verano en Fisher's Island, decía que pensaba dedicarse a la banca de inversiones... Ya puedes imaginar cómo era.
—¿Por qué fue una mala experiencia?
—Resultó que tenía algún tipo de problema sexual. Helen no fue muy explícita. Su comportamiento era extraño, perverso.
—¿Y?
—Le dejó. Al principio la persiguió, por teléfono, por carta... Aunque no creo que llegase al acoso. —Hizo un gesto con la mano—. Fue seis años antes de que os conocierais, y nueve antes de la muerte de Helen. No creo que tenga importancia.
—¿Recuerdas el nombre?
Esterhazy se apretó la frente con las manos.
—Adam... Se llamaba Adam. Pero el apellido no me viene a la memoria. Ni siquiera recuerdo si lo sabía...
Un largo silencio.
—¿Algo más?
Esterhazy sacudió la cabeza.
—Me parece inconcebible que alguien quisiera hacerle daño a Helen.
Tras un breve silencio, Pendergast señaló con la cabeza un grabado enmarcado en una de las paredes. Era una imagen descolorida de un búho nival sobre una rama, de noche.
—Es una obra de Audubon, ¿verdad?
—Sí; aunque solo es una reproducción. —Esterhazy le echó un vistazo—. Es curioso que lo comentes.
—¿Por qué?
—De niña, Helen lo tenía en su habitación. Me contó que cuando estaba enferma se pasaba horas mirándolo. Le fascinaba Audubon. Pero, evidentemente, tú ya lo sabes —concluyó con brusquedad—. Lo he guardado porque me recuerda a ella.
D'Agosta observó algo muy semejante a la sorpresa en el rostro del agente del FBI, que se apresuró a disimularlo.
Pendergast tardó un poco en volver a hablar.
—¿Puedes añadir algo más sobre la vida de Helen durante los años anteriores a que nos conociéramos?
—Estaba muy enfrascada en su trabajo. Durante una época también le dio por la escalada. Se iba a los Gunks casi todos los fines de semana.
—¿Los Gunks?
—Las montañas Shawangunk. En aquel entonces vivía en Nueva York. Viajaba mucho. En parte para Médicos con Alas, lógicamente: Burundi, India, Etiopía... Pero también por aventura. Aún recuerdo que me la encontré una tarde, hará... quince o dieciséis años. Estaba haciendo el equipaje a toda prisa para ir nada menos que a New Madrid.
—¿New Madrid? —repitió Pendergast.
—New Madrid, Missouri. No quiso contarme para qué. Dijo que me reiría. A su manera, podía llegar a ser muy reservada. Tú lo sabrás mejor que nadie, Aloysius.
D'Agosta volvió a mirar de soslayo a Pendergast. «Tal para cual», se dijo. No conocía a nadie más reservado ni más reacio a airear sus pensamientos que Pendergast.
—Ojalá pudiera ayudarte más. Si me acuerdo del apellido del antiguo novio, te lo diré.
Pendergast se levantó.
—Gracias, Judson. Has sido muy amable en recibirnos. Siento mucho que hayas tenido que enterarte de la verdad de este modo. Me temo que... que no había tiempo para comunicártelo más suavemente.
—Lo comprendo.
El médico les acompañó por el pasillo, hasta la entrada.
—Espera —dijo vacilante, con la puerta medio abierta. Durante un momento se le cayó la máscara de rabia estoica, y D'Agosta vio cómo su rostro bien parecido se desfiguraba por una mezcla de emociones. ¿Cuáles? ¿Furia incontrolable? ¿Angustia? ¿Desolación?—. Como ya te he dicho... Quiero... Tengo que...
—Judson —le interrumpió Pendergast, cogiéndole la mano—, debes dejar que yo lo solucione. Comprendo el dolor y la rabia que sientes, pero debes dejar que sea yo quien lo solucione.
Judson frunció el ceño y sacudió la cabeza con un movimiento corto y brusco.
—Te conozco —añadió Pendergast, con dulzura pero con firmeza—. Debo hacerte una advertencia: no te tomes la justicia por tu mano. Por favor.
Esterhazy respiró profundamente, una, dos veces, sin contestar. Pendergast hizo un leve movimiento de cabeza y salió.
Después de cerrar la puerta, Esterhazy se quedó en la oscuridad del vestíbulo unos cinco minutos, respirando con dificultad. Cuando logró dominar la rabia y la conmoción, dio media vuelta, volvió rápidamente al estudio y fue directo a la vitrina de armas. Estaba tan agitado que al abrirla se le cayó dos veces la llave. Pasó las manos por encima del perfecto bruñido de las escopetas, hasta que eligió una: una Holland & Holland Royal Deluxe 470 NE, con visor personalizado Leupold VX-III. La sacó de la vitrina, la giró con un ligero temblor en las manos, la devolvió a su sitio y cerró con cuidado la vitrina.
Pendergast podía sermonearle tanto como quisiera sobre el imperio de la ley, pero había llegado el momento de tomar la iniciativa. Judson Esterhazy había aprendido que la única manera de hacer bien las cosas era hacerlas uno mismo.
Nueva Orleans
Pendergast entró con el Rolls-Royce en el aparcamiento privado de la calle Dauphine, fríamente iluminado por lámparas de sodio. El encargado, de grandes orejas y bolsas pronunciadas en los ojos, bajó la barrera a su paso y les dio un tíquet, que el agente guardó en el parasol.
—¡Al fondo a la izquierda, en la plaza 39! —voceó el encargado, con fuerte acento del delta. Después miró el Rolls son sus ojos saltones—. No, mejor en la 32; es más grande. Y no nos responsabilizamos de los daños. Yo le aconsejaría que aparcase en el LaSalle de la calle Toulouse; es cubierto.
—Prefiero este, gracias.
—Usted mismo.
Pendergast maniobró por el estrecho aparcamiento con su enorme coche, hasta encajarlo en el hueco designado. Salieron. Era un aparcamiento grande pero claustrofóbico, totalmente rodeado de edificios antiguos y abigarrados. La noche de invierno era suave, e incluso a esas horas se veía a grupos de jóvenes de ambos sexos, algunos con vasos de plástico coronados de espuma de cerveza, que daban tumbos por la acera. Se llamaban a gritos, reían y hacían ruido. El rumor sordo de la calle se filtraba hasta el aparcamiento: una mezcla de voces, gritos, bocinas y melodías de Dixieland.
—La típica noche del Barrio Francés —dijo Pendergast, apoyado en el coche—. La siguiente calle es Bourbon Street, el epítome de la exhibición pública de vileza moral de este país. —Respiró el aire de la noche y una extraña sonrisa iluminó su pálido rostro.
D'Agosta esperó, pero Pendergast no se movía.
—¿Vamos? —preguntó finalmente.
—Un momento, Vincent.
Pendergast cerró los ojos y volvió a aspirar despacio, como si se impregnase del ambiente. D'Agosta esperó, recordándose que había que ser paciente, muy paciente, con los extraños cambios de humor de Pendergast, y sus no menos extrañas costumbres. Sin embargo, el viaje desde Savannah había sido largo y agotador —por lo visto Pendergast tenía otro Rolls idéntico al de Nueva York en el sur—, y D'Agosta se moría de hambre. Además, ya hacía rato que le apetecía una cerveza, y ver pasar a los juerguistas con sus vasos helados no le ponía de mejor humor.
Transcurrido un minuto, carraspeó. Los ojos de Pendergast se abrieron.
—¿No íbamos a ver su choza, o lo que queda de ella?
—En efecto. —Pendergast se volvió—. Estamos en una de las partes más antiguas de la calle Dauphine, el centro mismo del Barrio Francés, del auténtico Barrio Francés.
D'Agosta gruñó. Vio que en la otra punta del aparcamiento el encargado les miraba con cierto recelo.
Pendergast señaló algo.
—Aquella casa neogriega tan bonita, por ejemplo, la construyó uno de los arquitectos más famosos de la primera época, James Gallier padre.
—Parece que la han reconvertido en un Holiday Inn —dijo D'Agosta al ver el letrero de la fachada.
—Y aquella otra casa de allá, espléndida, es la Casa Gardette-Le Prétre. Se construyó para un dentista que vino de Filadelfia cuando esto era una ciudad española. En 1839 la compró Le Prétre, un hacendado, por más de veinte mil dólares, que entonces era una fortuna. Perteneció a los Le Pretre hasta los años setenta. Después la familia cayó en una triste decadencia... Creo que ahora son apartamentos de lujo.
—Ya —dijo D'Agosta.
El encargado se acercó frunciendo el entrecejo.
—Y al otro lado de la calle —siguió Pendergast— está la antigua casa criolla donde vivieron una temporada John James Audubon y su mujer, Lucy Bakewell. Actualmente es un pequeño museo, pero muy curioso.
—Disculpen —dijo el encargado, con los ojos reducidos a ranuras, como los de una rana—. Está prohibido entretenerse aquí.
—¡Mil disculpas! —Pendergast metió una mano en el bolsillo interior de su traje y sacó un billete de cincuenta dólares—. Ha sido un descuido imperdonable no darle una propina. Le felicito por su vigilancia.
El encargado sonrió.
—Bueno, yo no... pero se lo agradezco mucho. —Cogió el billete—. No tengan prisa.
Volvió a su taquilla sonriendo y saludando con la cabeza.
Pendergast, al parecer, seguía sin tener prisa por ponerse en marcha. Con las manos en la espalda, se entretenía admirándolo todo, como en un museo. Su expresión era una curiosa mezcla de melancolía, añoranza y algo más difícil de identificar. D'Agosta trató de reprimir su irritación, que iba en aumento.
—¿Qué, vamos a buscar su antigua casa? —preguntó finalmente.
Pendergast se volvió hacia él y murmuró:
—Pero querido Vincent, si ya hemos llegado.
—¿Dónde?
—Aquí mismo. Esto era Rochenoire.
D'Agosta tragó saliva y miró con nuevos ojos el aparcamiento asfaltado. Una ráfaga de brisa se ensañó con un trozo aceitoso de basura, que hizo girar y girar. En algún sitio maulló un gato.
—Después del incendio de la casa —dijo Pendergast—, trasladaron las criptas subterráneas, rellenaron el sótano y arrasaron los restos con excavadoras. La parcela estuvo muchos años vacía, hasta que la arrendé a la empresa que gestiona este aparcamiento.
—¿El solar aún es suyo?
—Los Pendergast nunca venden tierras.
—Ah.
Pendergast se volvió.
—Rochenoire estaba muy apartada de la calle; tenía un jardín delantero. Originalmente había sido un monasterio, un gran edificio de piedra con galerías, almenas y mirador; de estilo neogótico, lo cual no es habitual en esta calle. Mi habitación estaba en el primer piso, allá arriba, en una esquina. —Señaló el espacio—. Daba al río, por encima de la casa Audubon. La otra ventana daba a la casa Le Pretre. Ah, los Le Prétre... Me pasaba horas mirándoles. Veía pasar gente por las ventanas iluminadas, observaba su histrionismo...
—¿Y conoció a Helen al otro lado de la calle, en el museo Audubon?
D'Agosta tenía la esperanza de reconducir la conversación al asunto que les ocupaba.
Pendergast asintió con la cabeza.
—Unos años atrás les presté nuestro Gran Folio para una exposición, y me invitaron a asistir a la inauguración. Siempre habían codiciado el ejemplar de nuestra familia, que compró mi tatarabuelo por suscripción directa a Audubon. —Pendergast, a quien la luz cruda del aparcamiento daba un semblante espectral, hizo una breve pausa—. Nada más entrar en el pequeño museo, vi a una joven que me miraba fijamente desde el fondo de la sala.
—¿Amor a primera vista? —preguntó D'Agosta.
De nuevo la fantasmagórica media sonrisa.
—Fue como si el mundo entero se esfumase de golpe y no existiera nadie más. Era bellísima. Iba de blanco. Tema unos ojos de un azul casi añil, moteados de violeta. Algo muy poco común; de hecho, nunca he visto otros igual. Vino directamente a mí y se presentó, cogiendo mi mano antes de que pudiera recuperarme... —Vaciló—. Helen nunca fue tímida. Era la única persona de quien podía fiarme sin reservas.