Pantano de sangre (5 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

BOOK: Pantano de sangre
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La luz dorada fue apagándose mientras el sol se escondía detrás de los árboles. Empezaron a flotar unas pálidas brumas sobre el césped, llegadas del manglar. El aire olía a verde, a musgo y helecho. Pendergast se quedó un buen rato en el cementerio, silencioso e inmóvil, mientras anochecía en la finca. Por los árboles del arboreto empezaron a filtrarse luces amarillas procedentes de las ventanas de la mansión. El aire llevaba ráfagas de humo de roble, cargadas del recuerdo irresistible de los veranos de su infancia. Al mirar hacia arriba, vio que de una de las grandes chimeneas de ladrillo de la casa de la plantación se alzaba una columna perezosa de humo azul. Saliendo de su ensimismamiento, abandonó el cementerio, cruzó el arboreto y subió al porche cubierto, cuyos tablones combados protestaron bajo sus pies.

Llamó a la puerta y se apartó, esperando. Un crujido en el interior de la casa; ruido de pasos lentos; un sinfín de pestillos y cadenas; y, al bascular el portón, un anciano encorvado, de raza indefinida, con un uniforme antiguo de mayordomo y el semblante grave.

—Señor Aloysius —dijo con exquisita contención, sin tender inmediatamente la mano.

Cuando Pendergast alzó la suya, fue correspondido por el anciano, cuya nudosa mano recibió un amistoso apretón.

—¿Cómo estás, Maurice?

—Regular —contestó el anciano—. He visto cómo llegaban los coches. ¿Una copa de jerez en la biblioteca, señor?

—Perfecto, gracias.

Maurice se volvió y se alejó despacio por el recibidor, hacia la biblioteca. Pendergast fue tras él. La chimenea estaba encendida, no tanto para dar calor cuanto para ahuyentar la humedad.

Maurice rebuscó en el aparador, entre un ruido de botellas, y tras llenar hasta la mitad una minúscula copa de jerez, la colocó sobre una bandeja de plata y la sirvió ceremoniosamente. Pendergast la cogió, bebió un poco y miró a su alrededor. Nada había cambiado a mejor. Había manchas en el papel pintado y bolas de polvo en los rincones. Se oía un susurro de ratas dentro de los muros. La casa había decaído de forma considerable durante los cinco años transcurridos desde su última visita.

—Es una lástima que no hayas querido que contratara a un ama de llaves, Maurice. Ni a una cocinera. Habría aliviado tus deberes.

—¡Tonterías! Para cuidar de la casa me basto.

—No me parece seguro que vivas aquí solo.

—¿Seguro? Por supuesto que es seguro. De noche lo cierro todo con llave.

—Naturalmente.

Pendergast bebió un sorbo del oloroso y excelente jerez seco y se preguntó distraídamente cuántas botellas debían de quedar en la enorme bodega. Seguro que muchas más de las que pudiera consumir en lo que le quedaba de vida, sin contar el vino, el oporto y el coñac añejo. A medida que se habían ido extinguiendo los miembros de su familia, las diversas bodegas —y no solo estas, sino todo el patrimonio— habían pasado a ser de su propiedad, el último superviviente en su sano juicio.

Dio otro sorbo y dejó la copa.

—Maurice, creo que voy a dar una vuelta por la casa. Por los viejos tiempos.

—Sí, señor. Si necesita algo, aquí me tiene.

Pendergast se levantó y salió al recibidor, abriendo las puertas correderas empotradas. Pasó un cuarto de hora yendo y viniendo por las habitaciones de la planta baja: la cocina vacía y las salas de estar, el salón de visitas, la despensa y la sala de fiestas. La casa olía vagamente a su niñez —a cera de muebles, roble viejo y un toque casi imperceptible del perfume de su madre—, un olor que subyacía a otro mucho más reciente de humedad y moho. Todo estaba en su sitio, hasta el último objeto, adorno, cuadro, pisapapeles o cenicero de plata, y todo, hasta lo más pequeño, acumulaba mil recuerdos de personas que ya llevaban tiempo bajo tierra, de bodas, bautizos y velatorios, de cócteles, fiestas de disfraces y estampidas de niños a lo largo de los pasillos, entre las exclamaciones de advertencia de sus tías.

Todo desaparecido, todo.

Subió por la escalera al primer piso. En el distribuidor había dos pasillos, uno a cada lado, que llevaban a los dormitorios de las dos alas de la casa. Justo delante estaba el salón, al que se entraba cruzando un arco protegido por dos colmillos de elefante.

Entró. En el suelo se extendía una alfombra de cebra, y sobre la repisa de la enorme chimenea descansaba la cabeza de un búfalo del Cabo, que le miraba furibunda con sus ojos de cristal. De las paredes colgaban varias cabezas más: de kudu, de cefalofo, de ciervo, de venado, de cierva, de jabalí y de alce.

Juntó las manos en la espalda y dio un lento paseo por la habitación. Al ver aquella colección de cabezas, aquellos centinelas silenciosos de recuerdos y hechos de un pasado remoto, no pudo evitar pensar en Helen. De noche había tenido la misma pesadilla de siempre, con su viveza y su horror habituales, y sus malévolos efectos perduraban como una úlcera en la boca del estómago. Tal vez aquella sala pudiera exorcizar ese demonio, aunque solo fuera por unos instantes. Aunque no desaparecería nunca, por supuesto.

Al fondo, arrimada contra la pared, estaba la vitrina cerrada con llave donde se exponía su colección de escopetas de caza. Le enfermaba el mero hecho de pensarlo. Era un deporte salvaje y sangriento: disparar un proyectil metálico de quinientos granos para que penetrase a seiscientos metros por segundo en un animal salvaje. Le extrañó haber sentido su atracción de joven. Pero a Helen le encantaba cazar, singular afición en una mujer. Claro que Helen era una mujer singular. Muy poco corriente.

Miró por el cristal ondulado y sucio de polvo. Detrás estaba la escopeta Krieghoff de dos cañones de Helen, con unos grabados e incrustaciones exquisitos de plata y oro en las placas laterales, y la culata de nogal bruñida por el uso. Había sido su regalo de bodas, justo antes de partir al safari de luna de miel, a cazar búfalos del Cabo en Tanzania. Una escopeta muy bella, con maderas nobles y metales preciosos por valor de seis cifras... al servicio del objetivo más cruel.

Al mirarla, observó que había un rastro de herrumbre al borde del cañón.

Se asomó rápidamente a la puerta del salón y llamó mirando hacia la escalera:

—Maurice... ¿Me harías el favor de traerme la llave del armario de las escopetas?

Un buen rato después apareció Maurice en el vestíbulo.

—Sí, señor.

Dio media vuelta y desapareció de nuevo. Al cabo de un momento, hizo crujir la escalera mientras subía despacio con una llave de hierro fuertemente sujeta en su mano venosa. Pasó junto a Pendergast, se paró frente al armario de las armas, insertó la llave y la giró.

—Ya está, señor.

Su rostro se mantuvo impasible, pero Pendergast se alegró de percibir en él un sentimiento de orgullo: por tener a disposición la llave y por el simple hecho de resultar útil.

—Gracias, Maurice.

El sirviente asintió y se fue.

Pendergast metió la mano en el interior de la vitrina y cogió, muy lentamente, el metal frío del doble cañón. Sintió un hormigueo en los dedos, solo de tocarlo. Por algún motivo se le estaba acelerando el pulso; sin duda eran los efectos prolongados de la pesadilla. Sacó el arma y la dejó sobre la mesa del centro de la sala. Después, sacó todos los accesorios de limpieza de un cajón de debajo del armario y los dispuso junto a la escopeta. Tras limpiarse las manos, cogió el arma, la abrió y miró por los dos cañones.

Se llevó una sorpresa. Uno, el de la derecha, estaba lleno de porquería, pero el otro estaba limpio. Dejó el arma sobre la mesa, pensativo, y volvió a asomarse a la escalera.

—Maurice...

Nuevamente apareció el criado.

—¿Sí, señor?

—¿Sabes si alguien ha disparado con la Krieghoff desde... que murió mi mujer?

—Señor, usted dio órdenes expresas de que nadie la tocase. Yo personalmente he guardado la llave. Nunca se ha acercado nadie a la vitrina.

—Gracias, Maurice.

—No hay de qué, señor.

Pendergast volvió al salón, y esta vez cerró la puerta. Sacó de un escritorio un viejo papel de carta, le dio la vuelta y lo dejó sobre la mesa. Después metió un cepillo en el cañón derecho, hizo que se derramara parte de la mugre en el papel y la examinó: trocitos de una sustancia quemada, como de papel. Metió una mano en el bolsillo de su traje y sacó la lupa que llevaba siempre encima. Se la acercó al ojo y examinó con mayor atención los trocitos. No cabía duda: eran trozos de taco, chamuscados y carbonizados.

Sin embargo, los cartuchos 500/416 NE no llevaban taco; únicamente la bala, la cápsula y el propulsor de cordita. No era un cartucho que pudiera dejar aquel tipo de suciedad, ni siquiera los defectuosos.

Examinó el cañón izquierdo, y lo encontró limpio y bien engrasado. Pasó un trapo, empujándolo con el cepillo de limpiar. No había suciedad de ningún tipo.

Se incorporó, con una brusca actividad mental. La última vez que se había disparado aquella escopeta fue aquel día aciago.

Hizo el esfuerzo de rememorarlo. Hasta entonces había intentado evitarlo a toda costa —al menos cuando estaba despierto—, pero una vez que empezó a recordar, no le fue difícil evocar los detalles; hasta el último instante de la caza estaba grabado en su memoria, a fuego, para siempre.

Helen solo había disparado una vez con la escopeta. La Krieghoíf tenía dos gatillos, uno detrás del otro. El de delante accionaba el cañón derecho, y era el que solía apretarse primero. También era el que había apretado Helen. El disparo había ensuciado el cañón derecho.

Su único disparo no había logrado alcanzar al león. Pendergast siempre lo había atribuido a los arbustos, o tal vez al nerviosismo del momento.

Sin embargo, Helen no era una persona que se pusiera nerviosa, ni siquiera en las situaciones más extremas. Casi nunca erraba el tiro. Tampoco lo había errado aquella última vez... o no lo habría errado si el cañón derecho hubiera estado bien cargado.

Pero no estaba bien cargado; tan solo llevaba una bala de fogueo.

Para producir un ruido y retroceso similares, tendría que llevar un taco grande y apretado, que ensuciase el cañón exactamente como acababa de observar Pendergast.

A un hombre menos dueño de sí mismo, la intensidad emocional de aquellos pensamientos podría haber hecho flaquear su cordura. Por la mañana, en el campamento, Helen había cargado la escopeta con cartuchos de punta blanda 500/416 NE, justo antes de seguir al león por la sabana. Pendergast estaba seguro, porque había visto cómo lo hacía. También estaba seguro de que no eran cartuchos de fogueo, ya que nadie habría confundido un cartucho de fogueo con taco con una bala de sesenta gramos, y Helen menos que nadie. Se acordaba claramente de las puntas redondas de cobre de las balas mientras Helen las introducía en los cañones.

Entre el momento en el que Helen había cargado la Krieghoff con cartuchos de punta blanda y el momento del disparo, s i alguien había sacado los cartuchos sin disparar y los había sustituido por otros de fogueo. Después de la caza, alguien había sacado los dos de fogueo (uno disparado y el otro sin disparar) para encubrir su acción. Pero había cometido un pequeño error: al no limpiar el cañón disparado había dejado la suciedad inculpatoria.

Pendergast se apoyó en el respaldo de la silla y se tapó la boca con una mano ligeramente temblorosa.

La muerte de Helen Pendergast no había sido un trágico accidente. Había sido un asesinato.

6

Nueva York

Sábado, cuatro de la madrugada. El teniente Vincent D'Agosta se abrió camino entre la multitud, se agachó para cruzar la cinta y se acercó al cadáver, tendido en la acera ante uno de los innumerables restaurantes indios de la calle Seis Este, todos idénticos. La sangre acumulada había formado un charco en el que los rojos y violetas del letrero luminoso del mugriento escaparate del local se reflejaban con un esplendor surrealista.

El delincuente había recibido como mínimo una docena de disparos, y estaba muerto, muy muerto. Yacía de lado, hecho un ovillo, con un brazo extendido y la pistola a seis metros. Un investigador de la policía científica estaba midiendo con una cinta métrica la distancia entre la mano abierta y la pistola.

El cadáver era de un varón caucásico, flaco, de algo más de treinta años, que se estaba quedando calvo. Parecía un palo roto, con las piernas torcidas, una rodilla levantada hacia el pecho, la otra extendida hacia atrás y los brazos en cruz. Los dos policías que le habían disparado, un negro musculoso y un hispano nervudo, estaban cerca, hablando con un agente de Asuntos Internos.

D'Agosta se acercó, saludó con la cabeza al de Asuntos Internos y estrechó la mano de los dos policías. Se las notó sudadas, nerviosas.

«Es muy duro haber matado a alguien —pensó D'Agosta—. Nunca se supera del todo.»

—Teniente —dijo atropelladamente uno de los policías, ansioso de volver a contar lo sucedido a unos oídos nuevos—, acababa de atracar el restaurante a mano armada, y corría calle abajo. Nosotros nos hemos identificado y le hemos mostrado las placas; entonces ha empezado a pegar tiros. El muy cabrón iba corriendo a la vez que vaciaba el cargador. Había civiles en la calle, así que no hemos tenido más remedio. Debíamos dispararle. No había más remedio, se lo aseguro.

D'Agosta le puso la mano en el hombro y se lo apretó amistosamente, a la vez que echaba un vistazo a su identificación.

—Tranquilo, Ocampo, habéis hecho lo que teníais que hacer. La investigación lo demostrará.

—Ese tipo ha empezado a pegar tiros como si fuera el fin del mundo...

—Para él lo ha sido. —D'Agosta se llevó aparte al investigador de Asuntos Internos—. ¿Algún problema?

—Lo dudo, señor. Aunque hoy en día siempre hay una vista, pero el caso está muy claro.

El agente cerró la libreta. D'Agosta bajó la voz.

—Ocúpese de que estos dos hombres reciban ayuda psicológica. Y asegúrese de que no digan nada más hasta haber hablado con los abogados del sindicato.

—Entendido.

D'Agosta miró el cadáver, pensativo.

—¿Cuánto había sacado?

—Doscientos veinte, más o menos. Un drogadicto de mierda. Fíjese, se lo ha comido el caballo.

—Qué triste. ¿Alguna identificación?

—Warren Zabriskie, con domicilio en Far Rockaway.

D'Agosta miró a su alrededor, sacudiendo la cabeza. Difícilmente se podía dar un caso más claro: dos únicos policías; el delincuente muerto, de raza blanca; innumerables testigos, y todo grabado por las cámaras de seguridad. Caso abierto, caso cerrado. No se presentaría ningún activista para armar un escándalo, ni habría manifestaciones de protesta o acusaciones de brutalidad policial. El pistolero había recibido su merecido. En eso estarían todos de acuerdo, aunque fuera a regañadientes.

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