Entonces, pensó Masako, debía de haber sido Kazue. No había nada que hacer. Se quedó en silencio mientras observaba el tejido viejo y empapado de su anorak. Su intuición había apuntado hacia la mano de esa «presencia» invisible.
—¿Y qué voy a hacer ahora? —le preguntó Yoshie—. ¿Qué puedo hacer? —preguntó, siguiendo su costumbre de repetir las cosas.
—Y yo qué sé. No puedes hacer nada.
—Masako... —dijo entonces en un tono de súplica.
—¿Qué?
—¿Puedes prestarme algo?
Masako vio los ojos desesperados de su compañera debajo del paraguas.
—¿Cuánto?
—Un millón. Bueno, setecientos mil.
—Imposible —dijo Masako negando con la cabeza.
—Por favor. Tengo que trasladarme —le suplicó Yoshie juntando sus manos y sosteniendo el paraguas contra el pecho.
—Si te dejo esa suma, tendrás que devolvérmela y no podrás. Es difícil prestar a alguien como tú.
—Pareces un banco —dijo Yoshie—. Tienes a tu marido, y no necesitas el dinero.
—Eso no es asunto tuyo —le espetó Masako.
Yoshie se quedó en silencio, paralizada por las palabras de Masako.
—Tú no eres así —le dijo mirándola a los ojos.
—He aprendido a serlo.
—Pero si me dejaste el dinero para el viaje de Miki...
—Eso es diferente. Es increíble que te hayas dejado robar por tu hija.
—Ya lo sé —admitió Yoshie.
Masako esperó en silencio, moviendo los dedos helados con los que sostenía el paraguas.
—No te prestaré el dinero: te lo daré.
—¿Eh? —exclamó Yoshie esbozando una sonrisa—. ¿Qué quieres decir?
—Te doy un millón.
—¿Estás segura?
—Sí. Me has ayudado mucho. Te lo traeré pronto.
Masako creía que Yoshie lo merecía.
—No sabes cómo te lo agradezco —dijo Yoshie haciendo una reverencia bajo la lluvia—. Por cierto...
—¿Qué?
—¿Tendremos otro encargo?
Bajo el paraguas, su rostro parecía más pequeño.
—De momento no —respondió Masako.
—Me llamarás, ¿verdad?
—¿Tantas ganas tienes de hacerlo? —preguntó Masako con un tono apagado, pero Yoshie, que nada sabía de la presencia que la perseguía, asintió convencida.
—Sí. Necesito el dinero, y ésa es la mejor manera de ganarlo. Supongo que estoy más desesperada que la pobre Kazue.
Yoshie se volvió y se metió en su casa, vieja y destartalada. El agua bajaba con fuerza por el canalón agujereado y golpeaba ruidosamente en el suelo. Masako tenía los pantalones empapados hasta la rodilla y se puso a temblar de frío. Igual que le pasaba cuando estaba a punto de pillar un resfriado, le pareció que todo necesitaba de su atención.
La puerta de la terraza estaba abierta de par en par.
Estaban a cinco grados. El aire frío del amanecer entraba en el piso, que estaba prácticamente a la misma temperatura que el exterior.
Satake se subió la cremallera de la cazadora azul marino y, sin quitarse los pantalones grises que había llevado toda la noche, se tumbó en la cama. Todas las ventanas del piso estaban abiertas para que circulara el aire, excepto la que daba al pasillo, en la cara norte.
Piso 412. Un pequeño apartamento largo y estrecho que daba al norte y al sur, con dos habitaciones y una cocina comedor. Al igual que en su piso de Shinjuku, había quitado todas las puertas y no había puesto un solo mueble, salvo una cama ubicada de modo que desde ella pudiera verse el cielo de Musashi.
En ese momento brillaban las últimas estrellas, pero Satake no estaba de humor para contemplarlas: tenía los ojos cerrados y los dientes apretados para combatir el frío. No tenía sueño. Simplemente no quería distracciones que le impidieran evocar, una y otra vez y con todo detalle, el rostro y la voz de Masako.
Veía su cara iluminada por la linterna en la oscuridad del parking, su mirada atenta, los labios finos y agradables y las mejillas tensas. Al recordar la sombra de miedo que había atravesado ese rostro marcado por el sacrificio, Satake sonrió para sí.
«No insista. Iré sola.»
Su voz baja rechazándolo le resonaba una y otra vez en los oídos. Recordaba su figura avanzar por el oscuro camino. Él la siguió, y tuvo la impresión de que perseguía el fantasma de otra mujer. Cuando ella se volvió y su cara quedó de nuevo iluminada por el haz de la linterna, el cuerpo de Satake se estremeció de placer al ver esas pequeñas arrugas en la frente, que denotaban irritación. Masako se parecía mucho a la mujer a la que había matado hacía tanto tiempo: su rostro, su voz, incluso su frente arrugada.
La mujer era diez años mayor que Satake, pero había sido un error creer que había muerto: durante todos esos años había vivido escondida en ese barrio triste y polvoriento, con el nombre de Masako Katori. Ella también se había percatado. Había empezado a preguntarle si no se conocían, lo que le había permitido romper su escudo protector. Eran cosas del destino, pensaba él.
Recordó el caluroso día en que, diecisiete años atrás, había visto por primera vez a esa mujer en las calles de Shinjuku.
Últimamente, algunas de las chicas que trabajaban para los clubes de su grupo habían decidido cambiar de patrón y, en consecuencia, habían desaparecido. Según los rumores, detrás de las deserciones se ocultaba una mujer de unos treinta y cinco años que también se había dedicado a la prostitución. Irritado por la idea de que una mujer le hiciera la vida imposible, Satake dedicó tiempo y esfuerzo para tenderle una trampa, hasta que finalmente logró cazarla: una de sus chicas de confianza consiguió citarla en una cafetería una tarde bochornosa y que amenazaba lluvia.
Él la observaba discretamente, esforzándose por pasar desapercibido. Vestía ropa chillona y barata: un cortísimo vestido azul sin mangas de una tela sintética que marcaba su figura y que daba calor sólo con mirarlo, y unas sandalias blancas que dejaban al descubierto la manicura desconchada de sus uñas. Llevaba el pelo corto, y tenía un cuerpo tan flaco que por la sisa del vestido podía verse la tira de su sujetador negro. Sin embargo, sus ojos le dijeron que se encontraba ante una mujer fuerte e ingeniosa. Y fueron esos ojos los que lo descubrieron antes de entrar en la cafetería. La mujer se perdió entre la multitud.
Satake recordaba perfectamente la expresión de aquel rostro en el momento en que lo había descubierto. Después de un destello de rabia por haber caído en su trampa, lo miró de hito en hito para demostrarle que estaba dispuesta a escapar. A pesar del peligro, osó insultarlo con esa mirada, y eso le hizo bullir la sangre. Se prometió atraparla y darle una paliza hasta matarla. Cuando decidió tenderle la trampa no había planeado asesinarla, sólo asustarla un poco, pero esa mirada desató una fuerza que hasta entonces había permanecido aletargada en su interior.
Mientras la perseguía por las calles, Satake se sorprendió al comprobar el creciente grado de excitación que sentía. Sabía que si echaba a correr la atraparía en cuestión de segundos, pero eso hubiera sido demasiado fácil. Decidió jugar a despistarla, permitir que se sintiera a salvo y, justo entonces, atraparla. Eso prolongaría su agonía y sería mucho más divertido. Mientras avanzaba entre el gentío que deambulaba por las calles en ese húmedo atardecer, Satake estaba sediento de violencia. Su mano ansiaba atraparla por el pelo y arrojarla al suelo.
La mujer se sentía cada vez más acorralada. Atravesó la avenida Yasukuni y se abalanzó escalera abajo, hacia la planta subterránea de los almacenes Isetan. Seguramente sabía que si se adentraba en Kabukicho le concedería demasiada ventaja, pero Satake conocía Shinjuku como la palma de su mano. Fingiendo perderle el rastro, se metió en un parking, atravesó a todo correr el pasaje subterráneo que cruzaba la autopista Shin Oume y salió al otro lado de la calle. En cuanto ella salió del lavabo donde se había escondido, segura de que lo había despistado, él le agarró el brazo por detrás. Aún recordaba el tacto de su piel empapada en sudor después de correr por las calles.
Sorprendida, se volvió hacia él y lo insultó con toda su rabia.
—Eres un cabrón.
Su voz era grave y áspera.
—Creías que ibas a escapar, ¿verdad?
—No me das miedo.
—Espera y verás —le dijo él poniéndole la navaja en el costado y reprimiéndose para no apuñalarla ahí mismo.
Al notar la afilada hoja a través del vestido, ella pareció entender qué estaba pensando él y no dijo nada. Satake la llevó hasta su apartamento sin que ella opusiera resistencia. Mientras la sujetaba del brazo para que no se escapara, se dio cuenta de que se le marcaban los huesos. Su rostro era enjuto, pero sus ojos brillaban como los de un animal salvaje. Una mujer interesante, pensó Satake, e incluso podía encontrar cierto placer en la idea de que se le resistiera. Confuso por esa idea, se dio cuenta de que era la primera vez que sentía algo parecido. Hasta entonces, las mujeres no habían sido más que meros objetos de placer, de modo que las prefería hermosas y obedientes.
En cuanto llegaron al apartamento, puso el aire acondicionado a máxima potencia, corrió las cortinas y encendió la luz. Mientras el ambiente del piso empezaba a refrescarse, Satake la abofeteó. Había deseado hacerlo desde el instante en que la vio. Mientras la golpeaba, en lugar de pedirle perdón, ella se mostró cada vez más desafiante. A ojos de Satake, esa actitud aumentaba su atractivo y le daba ganas de seguir pegándole. Finalmente, cuando su rostro no era más que una masa entumecida, la ató a la cama y, tras perder la noción del tiempo y con el zumbido del aire acondicionado como único acompañamiento, la violó una y otra vez.
Sus cuerpos estaban empapados en sangre y sudor. Las correas de cuero que le sujetaban las muñecas le seccionaron la piel y, como consecuencia, aparecieron nuevos regueros de sangre que descendían por sus brazos. Al besarle los labios, Satake percibió el sabor metálico de la sangre y cogió la navaja con la que la había amenazado en la calle.
Mientras seguía violándola y besándola en los labios, la mujer gritó. En ese instante, el odio desapareció de sus ojos y se entregó a él por completo. Satake se sintió frustrado por no poder llegar más adentro, y sólo entonces se dio cuenta de que le estaba clavando la navaja en el costado. Por sus gritos supo que había alcanzado el clímax, y se corrió sintiendo un intenso placer.
Fue un verdadero infierno. La apuñaló por todo el cuerpo e introdujo sus dedos en las heridas, consciente de la imposibilidad de adentrarse más en su cuerpo. Entonces la cogió en brazos en un ávido deseo de fundirse con ella, buscando una manera de penetrar en su cuerpo y murmurando una y otra vez que la amaba. En ese momento, unidos en una amalgama de carne y sangre, el infierno se convirtió en el paraíso. Un infierno y un paraíso que sólo ellos dos podían entender y que nadie tenía la potestad de juzgar.
Esa experiencia le cambió la vida. La persona que había sido hasta ese momento desapareció y se convirtió en un Mitsuyoshi Satake absolutamente nuevo. Esa mujer representaba la frontera que separaba al antiguo Satake del nuevo. Nunca había imaginado que conocería a una mujer como ésa. A su parecer, ella había sido un factor con el que no había contado, aquello que no había controlado; en definitiva, su destino. Y ahora que por fin había conseguido olvidar esa mano oscura y helada que le recorría la espalda, aparecía Masako Katori invitándole de nuevo a adentrarse en el infierno y en el paraíso.
Mientras contemplaba las estrellas, imaginó a Masako en la fábrica. Su solitaria figura yendo y viniendo por el frío suelo de hormigón. Seguramente se sentía aliviada, incluso un poco orgullosa, de haberse librado del acoso de la policía... del mismo modo que aquella mujer se había alegrado al creer que lo había despistado.
Sin embargo, estaba equivocada. Cuando la atrapara, sus ojos vigilantes traslucirían todo su arrepentimiento. Cuando la golpeara, sus tensas mejillas sangrarían en abundancia. Mientras recordaba sus ojos entrecerrados protegiéndose del haz de la linterna, Satake sintió que su deseo y su instinto asesino cobraban forma como la hoja de un cuchillo en una piedra de afilar.
Imaginó que Masako había convencido a sus compañeras para ayudar a Yayoi a deshacerse del cadáver. Sabía que Yayoi no tenía el ingenio ni las agallas para hacerlo, y en cuanto conoció a Masako perdió su interés por ella. Lo único que le podía aportar era el dinero del seguro; poco más podía esperar de la mujer de un inútil como Yamamoto. No le importaba en absoluto ni su drama doméstico, ni las peleas, ni el asesinato, ni el posible arrepentimiento. Lo único que sentía por Yamamoto y por su esposa era desprecio.
Al conocer a Masako había olvidado el motivo de querer vengarse de ellas.
Satake alargó las manos y se agarró a la sencilla cabecera metálica de la cama, helada a causa del viento invernal que se filtraba por las ventanas. Sus palmas quedaron entumecidas. La desnudaría y la ataría ahí mismo. La amordazaría y la torturaría con las ventanas abiertas de par en par. Con el frío se le pondría la carne de gallina, cuyas minúsculas protuberancias cortaría con su navaja. Y si se resistía, siempre le quedaba la opción de destriparla. No iba a permitirle que le pidiera clemencia. Una mujer como Masako podía soportar eso y más.
Quizá al final le susurrara al oído, como lo había hecho la otra mujer, suplicándole que la llevara al hospital. Esas palabras le habían hecho debatirse entre el deseo de salvarla y el de compartir su muerte. Nunca había sentido nada igual a la mezcla de placer y dolor ante su muerte inminente. Al recordar la voz de la mujer se puso a temblar y, por primera vez desde que saliera de la prisión, tuvo una erección. Se bajó la bragueta, se cogió el pene y, respirando agitadamente a la par que expelía por la boca un vaho helado, empezó a masturbarse.
Por fin amaneció.
Satake se levantó y observó por la ventana la violácea silueta de las montañas y las nubes rojizas que dejaban paso al sol naciente. La figura del monte Fuji se alzaba imponente detrás de las montañas. Masako regresaría a casa con ojos soñolientos. Podía imaginarlo tan claramente que casi creía tocarla si alargaba la mano: su rostro malhumorado, sus gestos al encender un cigarrillo, sus pasos firmes sobre la gravilla del parking... También sabía exactamente la cara que había puesto mientras la había seguido por el camino que llevaba a la fábrica: una mirada llena de odio y rencor. Igual que la otra mujer.