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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

BOOK: Out
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—Hasta luego —dijo a Yoshie al tiempo que salía del vestuario con el gorro en la mano.

Pasó por detrás de Masako, que seguía mirando a la pared, y salió al pasillo. Yayoi era la siguiente. La interrogaría hasta sonsacarle la verdad.

La esperó en la entrada, pero no apareció. Entonces se acercó al lugar donde estaban las fichas y, mientras las revisaba, sintió una presencia detrás de ella.

—Yayoi no va a venir —le anunció Masako, que ya se había cambiado.

—¿Qué?

—Ya me has oído —le espetó Masako apartándola con el brazo y cogiendo su ficha.

—¿Qué quieres decir? —preguntó enfadada por el miedo que le causaba Masako—. ¿Que no va a venir hoy o que no va a venir más?

—Que no va a venir más.

—¿Y por qué?

—Quizá porque no le gustaba que la chantajearas —repuso Masako.

Cogió sus viejas Stan Smith de uno de los compartimentos que había en la entrada. Aunque al principio eran blancas, la grasa y la salsa que utilizaban en la cadena les habían conferido una pátina marrón.

—¿Cómo puedes ser tan ruin? —gritó Kuniko—. Yo sólo...

—Déjanos en paz de una vez —le espetó Masako enfurecida.

Al ver sus ojos brillar de rabia, Kuniko se quedó de piedra.

—¿Qué quieres decir?

—Cobraste quinientos mil de Yayoi y Jumonji te canceló las deudas por contarle lo sucedido. ¿Qué más quieres?

Kuniko se quedó boquiabierta: Masako sabía lo de Jumonji.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo contó él mismo. Veo que, además de inútil, también eres una estúpida.

Kuniko frunció el ceño. No era la primera vez que Masako le decía esas mismas palabras.

—No sé por qué eres tan maleducada.

—Eso lo serás tú —repuso Masako dándole un codazo.

—Pero ¿qué haces? —se quejó Kuniko al notar el huesudo brazo de Masako en el costado.

—Gracias a tu chivatazo iremos todas al infierno —le espetó Masako—. Serás idiota, has cavado tu propia tumba.

Dicho esto, echó a andar hacia la escalera que llevaba a la planta. Cuando su esbelta figura desapareció tras la esquina, Kuniko se dio cuenta por primera vez de que había cometido un grave error.

Sin embargo, y como era habitual, su arrepentimiento no duró mucho. Si la situación empeoraba en la fábrica, buscaría otro trabajo. Era una lástima, ahora que acababa de conocer a ese guardia tan apuesto, pero si las cosas se ponían feas no dudaría en alejarse de Masako y compañía.

Miró la caja de madera que contenía las fichas de todos los empleados. Llevaba cerca de dos años en la fábrica y se había acostumbrado a esa vida, pero había llegado el momento de buscar un empleo diferente, más fácil, mejor remunerado y con unas compañeras más agradables. O mejor aún, compañeros. Un trabajo así tenía que existir, aunque fuera en algún club nocturno, pensó Kuniko, más confiada en su aspecto que de costumbre. Sí, empezaría a buscar al día siguiente. Sus ganas de conseguir siempre algo mejor la ayudarían a ponerse en marcha. Y, de paso, podría alejarse del lío en que ella y sus compañeras estaban metidas.

A la mañana siguiente, al volver a casa cansada después de toda la noche trabajando, le esperaba una grata sorpresa.

Aparcó el Golf en su plaza y, tras pasar por delante de la hilera de desastrados buzones, se dirigió a la entrada del bloque. Al oír sus pasos, un hombre que estaba de pie ante uno de los buzones se volvió.

—Vaya, qué casualidad —dijo el hombre. Kuniko no lo reconoció—. Ayer nos vimos en el parking de la fábrica —añadió.

—¡Ay, perdone! —exclamó ella—. No le había reconocido.

Era el guardia del parking. No vestía uniforme, sino una cazadora azul marino y unos pantalones de trabajo grises. No lo había reconocido porque no le había visto muy bien la cara debido a la oscuridad del aparcamiento.

Cerró la portezuela del buzón, aún cubierta de pegatinas de los hijos de los anteriores inquilinos, y de nuevo se volvió para mirarla. Tenía cierto atractivo, si bien había algo extraño, incluso siniestro, en su aspecto. A Kuniko se le aceleró el corazón. La caja de comida seguía dándole suerte.

—¿Siempre vuelve a esta hora? —le preguntó el hombre, sin darse cuenta del azoramiento de Kuniko y echando un vistazo a su barato reloj digital—. Debe de ser un trabajo duro, ¿verdad?

—Sí —convino ella—. Pero el suyo también lo es.

—Acabo de empezar —dijo él ladeando la cabeza—, o sea que aún no puedo quejarme. —Se sacó un cigarrillo del bolsillo de la americana y miró hacia fuera con ojos soñolientos. El sol de noviembre empezaba a asomar—. En invierno debe de ser duro.

—Una se acaba acostumbrando —comentó Kuniko.

Decidió no decirle que estaba a punto de dejar la fábrica.

—Ya —repuso él—. Por cierto, no me he presentado: me llamo Sato —dijo mientras se sacaba el cigarrillo de la boca y le ofrecía una educada reverencia.

—Yo soy Kuniko Jonouchi —se presentó Kuniko al tiempo que le devolvía la reverencia—. Vivo en el cuarto.

—Encantado —dijo Sato sin disimular su satisfacción, mostrando una dentadura blanca y sana.

—El gusto es mío —dijo Kuniko—. ¿Vive con su familia?

—No, no —masculló Sato—. Estoy divorciado. Vivo solo.

¡Divorciado! Los ojos de Kuniko refulgieron de alegría, pero Sato no lo advirtió. Tal vez le avergonzara hablar de su vida privada, y por eso había desviado la mirada.

—Vaya —dijo Kuniko—. No lo lamento, yo estoy más o menos igual.

Sato la miró sorprendido. A Kuniko le pareció detectar un ligero rastro de alegría en sus ojos, tal vez hasta deseo. Eso la hizo decidirse: ese mismo día se compraría las botas y el vestido, y un collar dorado. Antes de despedirse, miró por encima del hombro de Sato para comprobar el buzón que acababa de cerrar: el del piso 412.

Capítulo 3

Estaba preocupada. Mientras limpiaba el baño, Masako no dejaba de pensar en ello, pero no lograba dar con la respuesta.

Limpió con una esponja la suciedad incrustada en la bañera y empezó a aclararla esperando a que la espuma desapareciera por completo. Sin embargo, cuando estaba a punto de terminar, el mango de la ducha se le resbaló y se le cayó al suelo, con lo cual el tubo empezó a retorcerse como una serpiente y soltó un chorro de agua fría que la dejó empapada. Al agacharse para recoger el mango, un escalofrío le recorrió la espalda.

Había estado lloviendo desde primera hora de la tarde y había refrescado. Era un día frío, típico de finales de diciembre. Se secó la cara con la manga del jersey y cerró la ventana del baño, dejando fuera el frío y el sonido de la lluvia. Mientras observaba su ropa mojada, se quedó unos instantes pensando; el frío de los azulejos le subía por las piernas.

El agua que había rociado el baño bajaba por las paredes hasta formar pequeños riachuelos y desaparecer por el sumidero. La sangre y los fluidos corporales de Kenji, así como los de ese otro hombre, habían desaparecido por ese mismo sumidero y debían de haber llegado al mar. Los trozos del anciano, dondequiera que Jumonji los hubiera llevado, debían de haberse convertido en cenizas que también reposarían en el fondo del mar. Mientras escuchaba la lluvia, que caía sordamente al otro lado de la ventana, recordó el rumor del agua en la alcantarilla durante el tifón e imaginó los desechos que arrastraba atascados momentáneamente en el desagüe. También en su cerebro había algo atascado, pero no era capaz de concretar qué. Rememoró los acontecimientos de la noche anterior.

Como había pasado por casa de Yayoi, llegó al trabajo más tarde de lo habitual.

Le disgustaba llegar con retraso, pero estaba preocupada por que Yoko hubiese desaparecido de casa de Yayoi sin dejar rastro. ¿Iba tras el dinero del seguro o bien era otro su objetivo? ¿Debía hablarlo con Jumonji o quizá él también estuviera involucrado en su aparición? Ya no podía fiarse de nadie. Se sentía desamparada, como si estuviera hundida en el fondo del mar, en plena noche.

Al llegar al parking vio que la nueva garita estaba iluminada. No había ningún guardia, pero la luz le pareció algo similar a un faro en la costa. Aliviada, puso marcha atrás para aparcar el Corolla en su plaza de parking. El Golf de Kuniko ya estaba allí.

En seguida apareció el guardia, avanzando por el camino de regreso de la fábrica. Se detuvo frente a la garita y apagó la linterna. Se dio cuenta de que había un nuevo coche en el parking y volvió a encenderla. Enfocó un instante la matrícula del Corolla para comprobar el número en la lista que le había proporcionado la dirección de la fábrica. Aun así, Masako consideró que se entretenía demasiado.

Masako paró el motor y escuchó los pasos del guardia acercarse por la gravilla. Era un hombre de mediana edad, alto y robusto.

—Buenas noches. ¿Va a la fábrica? —preguntó con una voz suave y agradable al oído. De hecho, lo era tanto que Masako se preguntó por qué ese hombre habría escogido un trabajo tan solitario.

—Sí —respondió Masako.

El haz de la linterna se paseó por su rostro durante lo que también le pareció una eternidad. Eso la incomodó, sobre todo porque él se mantenía oculto en la oscuridad, y levantó el brazo para protegerse.

—Lo siento —se disculpó el guardia.

Masako cerró el coche y echó a andar hacia la fábrica. Cuando vio que el guardia la seguía a varios pasos de distancia, se volvió, molesta.

—La acompaño —se explicó él.

—¿Por qué?

—Para protegerla de los ataques. Es una nueva medida...

—No se preocupe —lo cortó Masako—. Ya soy mayorcita.

—Pero si le pasa algo, será culpa mía.

—Llego tarde. Debo darme prisa.

Se volvió y echó a andar de nuevo, pero el guardia insistió en seguirla enfocándole el camino con la linterna. Enfurecida, se detuvo en seco y dio media vuelta, consciente de que le sería imposible librarse de su oscura mirada. Por un instante tuvo la sensación de que lo había visto antes. Él la miraba fijamente.

—¿No nos co...? —empezó a decir, pero en seguida se dio cuenta de que no lo conocía de nada—. No, nada...

Aquellos pequeños ojos la observaron serenamente bajo la visera de su gorra. Por el contrario, sus labios eran gruesos y carnosos. Masako apartó la vista de tan extraño rostro.

—Está muy oscuro —dijo él—. La acompaño hasta ahí.

—No insista —repuso ella—. Iré sola.

—De acuerdo.

Al darse la vuelta, Masako creyó entrever un rastro de rabia en sus ojos. Le pareció raro que alguien se enfadara por eso.

A la mañana siguiente, cuando Masako volvió al parking, él ya no estaba. Eso era todo lo que había sucedido... pero aun así fue suficiente para darle que pensar.

¿Por qué de repente aparecían todas esas personas? Nada la incomodaba tanto como las situaciones que no podía controlar. Se encaminó a su habitación para cambiarse la ropa mojada, pero en ese momento sonó el teléfono. Lo cogió en ropa interior. —¿Diga?

—Hola. Soy Yoshie.

—Maestra. ¿Pasa algo?

—No sé qué hacer —dijo Yoshie con voz llorosa.

—¿Qué pasa?

—¿Puedes venir? Necesito tu ayuda.

A Masako se le puso la piel de gallina. Aún no habían encendido la calefacción, pero esta súbita reacción no era sólo por el frío. Temía que hubiera ocurrido algo grave y deseaba saberlo de inmediato.

—¿Qué pasa?

—No puedo contártelo por teléfono —murmuró Yoshie para que su suegra no la oyera—, y tampoco puedo salir.

—De acuerdo —accedió Masako—. Voy para allá.

Se puso los vaqueros y la camiseta negra que se había comprado hacía unos días. Había empezado a vestir la ropa que le gustaba, como cuando trabajaba en el banco. Y sabía por qué lo hacía: estaba recuperando la personalidad que había abandonado hacía mucho tiempo. Sin embargo, a medida que reunía las diferentes piezas se daba cuenta de que, al igual que era imposible recomponer una muñeca rota, también le sería imposible volver a ser la mujer que había sido.

Veinte minutos más tarde, aparcaba cerca del callejón donde vivía Yoshie.

Abrió el paraguas y, evitando los charcos, llegó a la vieja casa de su compañera. Yoshie la esperaba impaciente. Llevaba un chándal gris y una chaqueta color mostaza cubierta de pelusa. Estaba pálida y parecía que hubiera envejecido diez años. Cogió su paraguas y salió a recibirla hasta el callejón.

—¿Podemos hablar aquí? —dijo echando pequeñas nubes de vaho por la boca.

—Como quieras —respondió Masako desde debajo de su paraguas.

—Siento que hayas tenido que venir.

—¿Qué ha sucedido?

—El dinero ha desaparecido —anunció Yoshie con lágrimas en los ojos—. Lo tenía escondido en el suelo de la cocina, y ya no está.

—¿Todo? ¿El millón y medio?

—No. Lo que me quedaba. Me gasté un poco y te devolví lo que te debía. Ha desaparecido un millón cuatrocientos mil yenes.

—¿Y sabes quién se lo ha llevado?

—Sí —asintió Yoshie vacilando—. Creo que Kazue.

—¿Tu hija mayor?

—Sí. He salido a comprar y, al volver, Issey ya no estaba. Al principio he pensado que habría salido a jugar, pero después he visto que era imposible, con esta lluvia. Entonces he empezado a buscarlo y he visto que su ropa también había desaparecido. He preguntado a la abuela y me ha dicho que Kazue ha venido en mi ausencia y se ha llevado al niño. Entonces he mirado en la cocina y...

Yoshie estaba destrozada.

—¿Es la primera vez que hace algo así?

—Creo que Kazue tiene esta manía —dijo avergonzada—. Ya sé que debería haberlo ingresado en el banco, pero temía que los servicios sociales lo descubrieran.

—Maestra, ¿lo sabía alguien más?

—No... Sólo le comenté a Miki que iba a cobrar una importante suma de dinero.

—¿Cuando le dijiste que le ibas a pagar la universidad?

—Exacto. Se puso muy contenta —respondió Yoshie echándose de nuevo a llorar—. ¿Cómo puede haber robado un dinero que era para su hermana?

—¿No habrá sido Miki?

—Imposible. No iba a robar su dinero. Y, además, Issey ya no está. Seguro que Kazue llamó a casa y Miki le dijo que iba a ir a la universidad... Voy a echar de menos a Issey.

El recuerdo de su nieto hizo que Yoshie se echara a llorar aún con más fuerza.

—¿Estás segura de que ha sido Kazue? —insistió Masako. Necesitaba saberlo, si bien aún no le había contado las razones a Yoshie—. ¿No puede haber sido alguien más?

—Tiene que haber sido ella —respondió Yoshie—. Conoce el agujero de la cocina desde que era una mocosa.

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