Oscura (45 page)

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Authors: Guillermo del Toro,Chuck Hogan

BOOK: Oscura
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Setrakian vio su bastón —el de Sardu— resonando a unos pocos pasos de distancia, como si pudiera extender la mano y tocarlo por última vez.

Pic-pic-pic...

Estaba viendo lo que veía el Amo.

Eres un tonto, Setrakian
.

El suelo
del camión retumbó, y el vehículo se alejó con rapidez. Su visión parecía mecerse hacia delante y hacia atrás, como si la captara a través de un ente que se retorcía entre espasmos de dolor.

¿Creías poder matarme con tu sangre envenenada?

Setrakian se incorporó poniéndose
a
cuatro patas, confiando en la fortaleza transitoria que le confería su transformación.

Pic-pic...

Te he enfermado,
strigoi

pensó Setrakian—.
Una vez más te he debilitado
.

Sabía que el Amo le oía ahora.

Te has convertido.

Finalmente he liberado a Sardu... Y pronto me liberaré a mí mismo
.

Setrakian, a punto de convertirse en vampiro, no dijo nada más,
arrastrándose más cerca del núcleo a punto de explotar.

La presión se siguió acumulando dentro de la estructura de contención. Una burbuja de hidrógeno letal se expandía sin control. El escudo de hormigón reforzado de acero sólo haría que la explosión final fuera aún más devastadora. El anciano
se arrastró moviendo sus brazos y piernas. El cuerpo se iba transformando por dentro, mientras su mente se estremecía con la vista de un millar de ojos y su cabeza cantaba con el coro de mil voces.

La hora cero había llegado. Todos ellos se dirigían a las profundidades subterráneas.

Pic
...

Silencio
, strigoi.

El combustible nuclear llegó a las aguas subterráneas. La tierra debajo de la planta entró en erupción, y el lugar de origen del último Anciano fue borrado junto a Setrakian en ese mismo instante.

Se acabó.

El contenedor a presión se resquebrajó, liberando una nube radiactiva sobre el Long Island Sound.

 

 

G
abriel Bolívar, la antigua estrella del rock, esperó en las profundidades de la planta empacadora de carne. Había sido convocado especialmente por el Amo, con el fin de prepararse y de estar listo.

Gabriel, hijo
mío
.

Las voces zumbaban al unísono en un acorde perfecto, vibrante de fidelidad. El anciano Setrakian y su voz habían sido silenciados para siempre.

Gabriel. El nombre de un arcángel... Nada más apropiado
...

Bolívar esperó al padre oscuro, sintiendo su proximidad. Sabedor de su victoria en la superficie. Lo único que restaba era aguardar
a que el nuevo mundo se restableciera.

El Amo entró en la recámara negra y sucia. Permaneció frente a Bolívar, con la cabeza inclinada en el techo. Bolívar sentía el malestar en el cuerpo del Amo, pero su mente —su palabra— sonaba auténtica
como siempre.

En mí, vivirás. En mi sed, en mi voz y en mi aliento
.
Y viviremos en ti. Nuestras mentes residirán en la tuya y nuestras sangres circularán juntas.

El Amo se quitó su manto, y estiró su largo brazo en el ataúd, sacando un puñado de tierra fértil. Lo introdujo en la boca inmunda de Bolívar.

Y tú serás mi hijo y yo tu padre y ambos reinaremos para siempre
.

El Amo estrechó a Bolívar en un abrazo perversamente fraterno. La delgadez de Bolívar era alarmante; parecía muy frágil y pequeño frente a la figura colosal del Amo. Se sintió tragado, poseído;
recibido
. Por primera vez en la vida —o en la muerte—, Gabriel Bolívar se sintió en casa.

Centenares de gusanos salieron del Amo, aflorando de su piel encarnada. Serpentearon frenéticos a su alrededor, interior y exteriormente, fundiendo a los dos seres en una suerte de bordado carmesí.

Entonces, en un paroxismo agónico, el Amo se desprendió del envoltorio
del gigante de antaño, desmoronándose y fragmentándose al chocar contra el suelo. Y, mientras hacía esto, el alma del cazador de niños también encontró la libertad. Desertó del coro, del himno que glorificaba al Amo.

Sardu ya no existía. Gabriel Bolívar se había convertido en una nueva entidad. Bolívar/el Amo escupió la tierra. Abrió la boca y probó su aguijón. La protuberancia carnosa salió con un golpeteo firme y se retrajo.

El Amo volvió a nacer.

Ese cuerpo no le era muy familiar, pues el Amo llevaba mucho tiempo acostumbrado a Sardu, pero su nuevo anfitrión temporal era flexible y fresco. Pronto lo pondría a prueba.

En cualquier caso, la corporeidad humana era de poco interés para él en ese momento. El cuerpo del gigante se había adaptado a la Cosa mientras vivía entre las sombras. Pero el tamaño y la durabilidad del cuerpo-huésped poco importaban ahora. No en este mundo nuevo que había creado a su propia imagen.

El Amo sintió una intrusión humana. Un corazón fuerte, una palpitación agitada. Un niño.

 

 

F
uera del túnel contiguo, Kelly Goodweather se acercaba con su hijo Zachary, a quien traía firmemente agarrado. El pequeño temblaba, defendiéndose en una postura de autoprotección. No podía ver nada en la oscuridad, sólo detectaba presencias, cuerpos calientes en el subsuelo fresco. Percibió un olor a amoniaco, a suelo húmedo y a podredumbre.

Kelly se acercó con el orgullo propio de un gato que deposita un ratón en el umbral de su amo. La apariencia física del Amo, revelada ante sus ojos nocturnos en la oscuridad absoluta de la cámara subterránea, no la confundió en lo más mínimo. Ella vio su presencia dentro de Bolívar sin reparo alguno.

El Amo raspó un poco de magnesio de la pared y lo espolvoreó
en la cesta de la antorcha. Luego lo picó en la piedra con su uña larga y una lluvia
de chispas encendió
el pequeño cirio, confiriéndole a la cámara un brillo anaranjado.

Zack vio frente a él a un vampiro famélico, con los ojos rojos brillantes y desorbitados en una vaga expresión. Su mente se le había bloqueado casi por completo debido al pánico, pero todavía quedaba esa pequeña parte de él que confiaba en su madre, y que encontraba sosiego mientras ella estuviera cerca.

Luego, Zack vio el cadáver del vampiro demacrado tendido en el suelo, su piel calcinada por el sol, la carne tan suave como el vinilo suave y todavía reluciente.

La piel
de la bestia.

Vio también un bastón apoyado contra la pared de la cueva. La cabeza del lobo comenzaba a ser pasto
de las llamas.

El profesor Setrakian.

¡No!


.

La voz estaba dentro de su cabeza. Respondiéndole con el poder y la autoridad con que Zack creía que Dios podría responder algún día a sus oraciones.

Pero ésta no era la voz de Dios. Era la presencia imponente de aquella escuálida criatura que tenía ante él.

—Papá —susurró Zack. Su padre estaba
con el profesor. Sus ojos se llenaron de lágrimas—. Papá...

Zack movió la boca, pero la palabra no estuvo acompañada de ninguna señal de aliento. Sus pulmones empezaban a constreñirse. Se tocó los bolsillos en busca de su inhalador. Sus rodillas cedieron y se desplomó al suelo.

Kelly miró a su hijo sin inmutarse. El Amo se había preparado para destruir a Kelly. No estaba acostumbrado a los desplantes, y no podía aceptar que ella no hubiera convertido al niño de inmediato.

Y de repente, el Amo comprendió por qué. El vínculo de Kelly con el chico era tan fuerte, y el amor que sentía por él era tan grande, que se lo había llevado al Amo para que éste lo convirtiera.

Era un acto de devoción. Una ofrenda nacida del amor —el precedente humano— en honor a la necesidad vampírica; un sentimiento que, de hecho, estaba por encima de dicha necesidad.

Y, en efecto, el Amo sentía hambre. Y el niño era un espécimen valioso y se sentiría honrado de recibir al Amo.

Pero ahora... todo se veía diferente bajo la oscuridad de esta nueva noche.

El Amo concluyó que era más provechoso esperar.

Sintió la angustia en el pecho del niño, y cómo primero se aceleraba su corazón y luego empezaba a ralentizarse. El chico estaba en el suelo, cubriéndose la garganta, mientras el Amo se erguía en toda su enormidad frente a
él. La criatura se pinchó el dedo con la garra de su dedo medio, teniendo cuidado de no dejar pasar ningún gusano, dejando que una sola gota blanca cayera en la boca abierta del niño y se asentara en su lengua jadeante.

El niño gimió de repente, aspirando aire. Extrañó el sabor a cobre y alcanfor hirviente en su boca, pero volvió a respirar con normalidad. En alguna ocasión, y de manera osada, Zack había lamido los extremos de una batería de nueve voltios; sintió una descarga similar antes de que sus pulmones se abrieran. Miró al Amo —a esa criatura, a esa presencia— con el asombro propio de quien ha sido curado.

Extracto del diario de Ephraim Goodweather

Domingo, 28 de noviembre

 

 

 

C
on todas las ciudades y provincias alrededor del mundo alarmadas ya por los primeros informes procedentes de Nueva York, y azotadas por oleadas de desapariciones inexplicables cada vez más crecientes...

Ante rumores y relatos macabros —desaparecidos que regresaban a sus hogares después del anochecer, poseídos por deseos inhumanos— propagándose a un ritmo más vertiginoso que el de la propia pandemia...

Con términos como «vampirismo» y «plaga» pronunciados finalmente por todos los hombres de estado...

Y con la economía, los medios de comunicación y los sistemas de transporte derrumbándose en todo el mundo...

... el mundo ya estaba al límite, tambaleándose en medio del pánico generalizado.

Y entonces estallaron las conflagraciones de las plantas nucleares. Una tras otra.

Ningún registro oficial de los hechos o de la secuencia temporal puede verificarse —ni nunca se podrá—, debido a la destrucción masiva y a la devastación subsiguiente. Lo que sigue es la hipótesis más aceptada, aunque hay que reconocer que es «la mejor conjetura», basada principalmente en la disposición de las fichas antes de que cayera la primera del dominó. Después de China, el fallo en el reactor de la planta nuclear construida por el Grupo Stoneheart en Hadera, en las costas de Israel, desencadenó una segunda fusión nuclear. Una nube de vapor radiactivo se levantó, propagando grandes partículas de radioisótopos, así como de cesio y telurio en forma de aerosol. Las cálidas corrientes de viento del Mediterráneo llevaron la contaminación hacia el noroeste, a Siria y a Turquía, así como al mar Negro en Rusia, y también hacia el oriente, a Irak y al norte de Irán.

Se sospechaba que la causa había sido un sabotaje terrorista, y todo parecía indicar que provenía de Pakistán. Este país negó estar involucrado, pero el gabinete israelí fue convocado después de una reunión de emergencia en la Knéset, lo cual fue calificado de inmediato como un consejo de guerra. Mientras tanto, Siria y Chipre exigieron una condena internacional a Israel, y cuantiosas reparaciones económicas, e Irán declaró que la maldición de los vampiros era de origen judío.

El presidente y primer ministro de Pakistán, interpretando que la fusión del reactor era una excusa de Israel para lanzar un ataque contra los países musulmanes, logró que el Parlamento aprobara un ataque nuclear preventivo de seis cabezas nucleares. Israel respondió de inmediato con un segundo ataque.

Irán bombardeó Israel y se adjudicó la victoria. India lanzó cabezas nucleares de quince kilotones en represalia contra Pakistán e Irán.

Corea del Norte, impulsada por el temor a la peste, y al de una hambruna a gran escala, atacó a Corea del Sur y desplegó sus tropas a lo largo del paralelo 38.

China se dejó arrastrar al conflicto, en un intento por distraer a la comunidad internacional tras los fallos catastróficos de su reactor nuclear.

Las explosiones nucleares desencadenaron terremotos y erupciones volcánicas. Varias toneladas de cenizas y de ácido sulfúrico fueron arrojadas a la estratosfera, así como cantidades de dióxido de carbono, multiplicando por mil el efecto invernadero.

Las ciudades ardieron y los pozos petrolíferos estallaron en llamas, consumiendo varios millones de barriles diarios de petróleo, que no pudieron ser sofocadas por el hombre.

Estas chimeneas lo oscurecieron todo, llenando de humo la estratosfera ya saturada de ceniza volcánica, circulando por todo el planeta y absorbiendo la luz solar a niveles que alcanzaron el ochenta y el noventa por ciento.

El hollín frío se esparció como un revestimiento sobre la Tierra y cubrió con su manto funesto todos los asentamientos humanos, generando un caos mayor y la inminencia del Rapto o Arrebatamiento. Las ciudades degeneraron en prisiones tóxicas, y las autopistas se convirtieron en depósitos de chatarra inoperantes. Las fronteras con México y Canadá fueron cerradas, y los ciudadanos ilegales que cruzaban el río Grande fueron recibidos con el poder de las armas. De todas formas, las fronteras no tardaron en desaparecer.

La inmensa nube radiactiva permaneció suspendida sobre Manhattan, y el cielo se vistió de rojo hasta que el manto de ceniza atmosférica sustituyó al sol. Era una noche perpetua y artificial, pues los relojes aún marcaban el día, y sin embargo, todo era demasiado real.

En el litoral, el océano adquirió una pátina negra y plateada, duplicando la oscuridad de la atmósfera.

Luego se desató una lluvia de cenizas. La precipitación contribuyó a que todo se hiciera más y más negro.

Las alarmas no tardaron en silenciarse y las hordas de vampiros salieron de sus sótanos... para reclamar su reino.

 

 

Túnel del North River

 

F
ET VIO A
N
ORA
sentada en la vía, allí en las entrañas del túnel bajo el río Hudson. La señora Martínez dormía con la cabeza apoyada en el regazo de su hija, que le acariciaba el pelo gris.

—Nora —dijo Fet, sentándose a su lado—, ven, déjame ayudarte con tu madre...

—Mariela —dijo Nora—. Su nombre es Mariela.

Y entonces se desmoronó, rompió a llorar y su cuerpo se estremeció a causa del llanto profundo, primitivo, mientras hundía su rostro en el pecho de Fet.

Eph no tardó en regresar de la tubería que iba hacia el este, donde había buscado infructuosamente a Zack. Nora lo observó, agotada y vacía, casi intentando levantarse, con la esperanza y el dolor reflejados en su rostro.

Eph apartó el visor nocturno de sus ojos y negó con la cabeza. Nada.

Fet sintió la tensión entre Eph y Nora. Ambos estaban emocionalmente devastados, y parecían no encontrar las
palabras. Sabía que Eph no culpaba a Nora, que él no dudaba un solo instante de que ella había hecho todo lo que estaba a su alcance para salvar a Zack, dadas las circunstancias. Pero también sintió que al perder a Zack, también había perdido a Eph.

Fet le contó que Setrakian se había marchado a Locust Valley en compañía de Gus.

—Me dijo que viniera hasta aquí. —Fet miró a Eph—. A buscarte.

Eph sacó de su bolsillo la botella que había encontrado en la cabina
del remolcador. Bebió un gran sorbo y miró hacia el túnel con evidente expresión de disgusto.

—Así que aquí estamos —se limitó a decir.

Fet sintió a Nora erizarse a su lado. A continuación, un rugido lejano comenzó a llenar el túnel. Fet no lo oyó al principio, porque el sonido se vio distorsionado por el incesante zumbido de su oído malo.

Era una máquina, un motor que venía hacia ellos, y el ruido sonó
como un bisbiseo terrorífico en el interior del amplio túnel
de piedra.

La luz se acercó. No podía ser un tren.

Dos luces. Unos faros delanteros. Era un automóvil.

Fet sacó su espada, dispuesto a todo. El vehículo se detuvo, el Hummer negro traqueteaba entre los raíles con los gruesos neumáticos destrozados por las vías del tren.

La parrilla delantera estaba completamente blanca con sangre de vampiros.

Gus se apeó, con un pañuelo azul atado
en la cabeza. Fet se apresuró a la puerta de enfrente, en busca del anciano.

Pero no había nadie más en el Hummer.

Gus supo a quién buscaba Fet y negó con la cabeza.

—Dime... —suplicó Fet.

Gus le contó que había dejado a Setrakian en la planta nuclear.

—¿Lo abandonaste? —señaló Fet.

La sonrisa de Gus tenía un rictus de rabia.

—Me lo exigió. Lo mismo que hizo contigo.

Fet se contuvo. Se dio cuenta de que el chico tenía razón.

—¿Ha desaparecido? —preguntó Nora.

—Creo que sí. Estaba dispuesto a luchar hasta el final. Ángel también se quedó; estaba chiflado —explicó Gus—. Por otro lado, es imposible que el Amo haya escapado ileso. Sólo con la radiación...

—La fusión nuclear —corrigió Nora.

Gus asintió.

—Oí la explosión y las sirenas. Una nube desagradable venía hacia acá. El anciano me ordenó que viniera a buscaros. Dijo que nos refugiáramos aquí. Para protegernos del desastre. —Señaló a Fet, echando un vistazo a su alrededor.

Se encontraban bajo tierra. Fet estaba acostumbrado a tener la ventaja en ese tipo de escenarios: era un exterminador que liquidaba a los bichos en sus madrigueras. Pensó qué harían las ratas, las supervivientes por excelencia, ante esta situación, y vio el tren descarrilado en la distancia, con sus ventanas manchadas de sangre reflejando los faros del Hummer.

—Limpiaremos los vagones del tren —dijo—. Podremos dormir allí por turnos. Cerraremos las puertas con seguro. Hay un vagón-restaurante
donde podremos encontrar comida. Hay agua. Y baños.

—Tal vez nos sirva por unos días —dijo Nora.

—Durante todo el tiempo que podamos —acotó Fet. Sintió una oleada de emociones: orgullo, resolución, gratitud y dolor, golpeándolo como un puño. El anciano había desaparecido pero en cierto sentido seguía acompañándolos—. Lo suficiente para que pasen los peores efectos de la radiactividad.

—¿Y luego qué? —Nora estaba agotada y harta de todo. Aunque aún no se vislumbraba un final. No tenían ningún sitio adonde ir, sólo podían
seguir adelante, a través de aquel nuevo infierno en la Tierra—. Setrakian se ha ido; tal vez haya muerto o le haya sucedido algo peor. Hay un verdadero holocausto sobre nosotros. Ellos han ganado. Los
strigoi
han
prevalecido. Todo ha terminado. Se acabó.

Nadie dijo nada. El aire permaneció silencioso e inmóvil en el extenso túnel. Fet abrió la bolsa que llevaba al hombro, hurgó en su interior con sus manos sucias, y sacó el libro de plata.

—Tal vez —dijo—. O tal vez no...

 

 

E
ph agarró una de las potentes linternas de Gus y se alejó, siguiendo el rastro de los desechos vampíricos.

Ninguno de ellos lo condujo a Zack. Pese a todo, continuó llamando a su hijo. Su voz producía un eco vacío a través del túnel y regresaba de nuevo a él como una burla. Vació la botella, arrojó el grueso recipiente de cristal contra la pared del túnel, y el sonido que produjo al romperse resonó como una blasfemia.

Encontró el inhalador de Zack.

Estaba a un lado de la vía, en un lugar casi imperceptible. Aún llevaba la etiqueta de identificación: «Zachary Goodweather, calle Kelton, Woodside, Nueva York».

De repente, cada una de esas palabras le habló de un montón de cosas perdidas: un nombre, una calle, un barrio.

Lo había perdido todo. Nada de eso tenía ya significado alguno.

Eph presionó el inhalador mientras permanecía de pie allí, en aquella cueva oscura y subterránea. Lo apretó con tanta fuerza que la carcasa de plástico comenzó a resquebrajarse.

Se detuvo. «Consérvalo», se dijo a sí mismo. Se lo llevó a su corazón y apagó la linterna. Permaneció inmóvil, temblando de rabia en medio de la oscuridad absoluta.

El mundo había perdido al sol. Eph había perdido a su hijo.

Comenzó a prepararse para lo peor.

Regresaría junto a sus aliados. Podría limpiar el tren descarrilado, vigilar con ellos, y esperar.

Pero mientras los demás aguardaban a que el aire de la atmósfera se descontaminara un poco, Eph estaría esperando otra cosa. Estaría anhelando que Zack regresara a él convertido en un vampiro.

Pero él había aprendido de su error. Y no podía mostrar la menor señal de condescendencia, tal como había hecho con Kelly.

Sería un privilegio y un regalo liberar a su único hijo.

 

 

P
ero el peor escenario imaginado por Eph —que Zack regresara transformado en un vampiro en busca del alma de su padre— no resultó ser lo peor de todo.

No.

Lo peor fue que Zack nunca regresó.

Lo peor fue la comprensión gradual de que su vigilia no tendría fin. Que su dolor no encontraría la liberación.

La Noche Eterna había comenzado.

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