Oscura (38 page)

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Authors: Guillermo del Toro,Chuck Hogan

BOOK: Oscura
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Las escaleras mecánicas
se entrecruzaban de lado a lado. Los vampiros que subían por ellas, convocados a pelear por la voluntad del Amo, saltaron los peldaños en la confluencia de las escaleras. Fet los despachó con el peso de sus botas y con la punta de su espada, haciéndolos rodar escaleras abajo.

Setrakian, que estaba en el primer piso, miró por el espacio descubierto y vio a Eichhorst en uno de los pisos superiores, mirando hacia abajo.

Sus compañeros casi habían terminado
el trabajo en el vestíbulo. Los cadáveres de los vampiros liberados yacían retorcidos en el suelo, con sus caras y manos con garras entumecidas en una agonía salpicada con la asquerosa sustancia blanca. Unos vampiros golpeaban el cristal
de la entrada, y algunos más venían en camino.

Gus los condujo por las puertas destrozadas hasta ganar la acera. Un enjambre de vampiros venía de las calles 71 y 72 del sector oeste, y de la avenida York desde el norte y el sur. Salían de las alcantarillas sin tapa que había en las intersecciones. Detener su ofensiva era como intentar salir con vida de un barco que se hunde, pues por cada vampiro aniquilado aparecían dos.

Un par de Hummers negros se detuvieron abruptamente en la esquina, con sus faros intimidantes, derribando vampiros con sus enormes defensas y las gruesas llantas aplastando sus cuerpos. Un equipo de cazadores se apeó, encapuchados y armados con ballestas, haciendo notar
su presencia de inmediato. Eran unos vampiros matando a otros, y los que iban detrás eran diezmados por el cuerpo de élite.

Setrakian sabía que habían venido
para escoltarlos a él y al libro directamente hasta los Ancianos, o quizá simplemente para apoderarse del Códice de Plata. Ninguna de esas opciones le convenía. Permaneció junto al luchador, que llevaba el libro bajo el brazo; su cojera estaba en perfecta sintonía con el paso lento del anciano, quien sonrió al saber que el luchador era conocido como el Ángel de Plata.

Fet los condujo a la esquina de la calle 72 y la avenida York. La tapa de la alcantarilla por la que iban a entrar ya estaba a un lado, y le dijo a Creem que descendiera para despejar el agujero de vampiros. Dejó que Ángel y Setrakian bajaran a continuación, y el luchador difícilmente
pudo escurrirse por el interior del orificio. Luego, sin mediar palabra, Eph bajó los peldaños de la escalera de hierro. Gus y el resto de los Zafiros permanecieron atrás para que los vampiros se acercaran a ellos, y entonces bajaron y se escabulleron. Entretanto, Fet logró descender
justo cuando el tumulto se derrumbó sobre él.

—¡Al otro lado! —les gritó—. ¡Al otro lado!

Habían comenzado a dirigirse hacia el oeste por el túnel de la alcantarilla, camino al corazón del metro, pero Fet los condujo hacia el este, debajo de una calle extensa que moría en la autopista FDR. El canalón del túnel transportaba un chorro diminuto de agua; la falta de actividad humana en la superficie de Manhattan se traducía en menos duchas y en menos inodoros vaciados.

—¡Hasta el final! —sentenció Fet, con su voz retumbando dentro del túnel de piedra.

Eph se acercó a Setrakian. El viejo estaba aminorando la marcha, y la punta de su bastón chapoteaba en la corriente de agua.

—¿Puedes hacerlo? —le preguntó Eph.

—Tengo que hacerlo —respondió Setrakian.

—He visto a Palmer. Hoy es el día. El último día.

—Lo sé —dijo Setrakian.

Eph le dio unas palmaditas a Ángel en el brazo donde llevaba el libro forrado con el plástico de burbujas.

—Dámelo. —Eph agarró el paquete, y el mexicano grande y cojo tomó del brazo a Setrakian para ayudarle a avanzar.

Eph miró al luchador mientras corrían, con un montón de preguntas en su mente que no sabía cómo formular.

—¡Ahí vienen! —dijo Fet.

Eph miró hacia atrás. Simples formas en el túnel oscuro, viniendo tras ellos como un torrente oscuro de aguas anegadas.

Dos de los Zafiros se dieron la
vuelta para hacerles frente.

—¡No! —les gritó Fet—. ¡No os molestéis! ¡Simplemente venid aquí!

Fet se detuvo frente a dos cajas de madera amarradas a las tuberías en las paredes del túnel. Parecían altavoces en sentido vertical, inclinados hacia el túnel. Había instalado un sencillo interruptor en cada uno, que agarró.

—¡A un lado! —les gritó a sus compañeros, que estaban detrás de él—. Por el panel...

Pero ninguno de ellos dobló la esquina. Ver la avalancha de vampiros y a Fet sostener en solitario los detonadores de los artefactos de Setrakian era demasiado irresistible.

Los primeros rostros aparecieron entre la oscuridad, con sus ojos enrojecidos y sus bocas abiertas. Los
strigoi
avanzaron hacia ellos sin la menor consideración por sus compañeros vampiros ni por ellos, tropezando unos con otros en una carrera despiadada para ser el primero en atacar a los humanos. Una estampida de enfermedad y depravación, rugido y furia de la colmena recién convertida.

Fet esperó hasta que estuvieron casi encima de él. Su voz se elevó en un grito que brotó de su garganta, pero que en última instancia parecía provenir directamente de su mente, un clamor por la perseverancia humana, que tenía el ímpetu de un huracán. Estiraron sus manos ávidas. La multitud de vampiros estaba
ya casi sobre él, pero Fet encendió los dos interruptores.

El efecto fue similar al flash de una cámara gigante. Los dos dispositivos detonaron al unísono en un estallido de plata. Fue una expulsión de materia química que evisceró a los vampiros con una devastadora oleada. Los que estaban rezagados fueron aniquilados con la misma rapidez que quienes iban delante, pues no tenían donde resguardarse, y las partículas argénteas los calcinaron como si hubieran sufrido los rigores de una radiación, fulminando su ADN viral.

El tinte plateado prevaleció en los momentos posteriores a la gran purga como una nevada luminosa; el grito de Fet fue desvaneciéndose en el túnel vacío mientras la materia pulverizada de los vampiros, que una vez habían sido humanos, se asentaba en el suelo.

Desaparecieron como si él los hubiera teletransportado a otra parte. Como si hubiera sacado
una foto, sólo que cuando el flash se apagó, ya no quedaba ningún vampiro.

O al menos ninguno que no estuviera destrozado.

Fet soltó los interruptores
y miró a Setrakian.

—¡Así se hace! —exclamó el anciano.

Se dirigieron a otra escalera que daba a una pasarela. Al final había una puerta que se abría en una rejilla debajo de una acera, con la superficie visible encima de ellos. Fet subió las cajas que había dispuesto a modo de escaleras, y retiró la rejilla tras golpearla con el hombro.

Llegaron a la rampa de acceso a la FDR de la calle 73. Tropezaron con algunos perros callejeros cuando entraron en la vía rápida de seis carriles, sobre las barreras divisorias de hormigón, abriéndose paso entre los coches abandonados hacia el East River.

Eph miró hacia atrás, y vio vampiros cayendo desde un balcón alto, que realmente era la explanada situada al final de la calle 72. Era un verdadero enjambre, que venía desde la calle 73, avanzando por el bulevar. A Eph le preocupó que estuvieran retrocediendo hacia el río, con las criaturas sedientas de sangre rodeándolos por todas partes.

Pero al otro lado de una valla de hierro no muy alta había una especie de muelle municipal, aunque estaba demasiado oscuro como para que Eph pudiera asegurarlo. Fet fue el primero en acercarse, moviéndose con cierta confianza, y Eph lo siguió en compañía de los demás.

Fet corrió hacia el final del muelle, y Eph lo vio con claridad: un remolcador, con
sus costados reforzados con neumáticos grandes a modo de defensa. Subieron a la cubierta principal, y el exterminador
corrió hacia el puente. El motor arrancó con una tos seca seguida de un rugido, y Eph desató la soga de la popa. El barco se sacudió, pues Fet empujó con mucha fuerza, pero pronto comenzaron a navegar.

En el Canal Oeste, a unas pocas decenas de metros de Manhattan, Eph observó a la horda de vampiros dirigirse al extremo de la autopista FDR. Se agruparon atrás, sin poder aventurarse en el agua en movimiento, siguiendo con sus ojos la lenta trayectoria del barco
que se dirigía hacia el sur.

El río era una zona segura. Un territorio libre de vampiros.

Un poco más allá, Eph vio los edificios de la ciudad envueltos en tinieblas. Detrás de él, sobre la isla Roosevelt, en medio del East River, se filtraban algunos focos de luz diurna, no de rayos solares, pues definitivamente era un día nublado, pero una claridad a fin de cuentas, entre las franjas de tierra
de Manhattan y Queens, sepultadas bajo un manto de humo.

Se acercaron al puente Queensboro, deslizándose por debajo del paso a nivel. Un destello brillante refulgió en el horizonte de Manhattan, y Eph se volvió para verlo. Resplandeció otro, semejante a un modesto fuego artificial. Y luego un tercero. Bengalas de iluminación de colores naranja y blanco.

Un vehículo irrumpió por la autopista
hacia la multitud de vampiros que observaban la embarcación. Era un jeep con soldados con trajes de camuflaje en la parte de atrás, disparando armas automáticas contra la multitud.

—¡El ejército! —anunció Eph. Sintió algo que no había experimentado desde hacía mucho tiempo: esperanza. Buscó infructuosamente a Setrakian con la mirada, y se dirigió a la cabina principal.

 

 

N
ora encontró finalmente una puerta que no conducía a una salida del túnel, sino a una especie de almacén. No estaba cerrado con llave —los constructores jamás podían haber imaginado
que circularían peatones a más de cien metros debajo del Hudson—, y vio varios equipos de seguridad, como luces de señalización, banderas y chalecos reflectantes
de color naranja, y una vieja caja de cartón con bengalas. También había linternas, pero las pilas
estaban corroídas.

Acomodó varios sacos de arena en un rincón para que su madre se sentara, y guardó un puñado de bengalas en su bolso.

—Mamá, cállate, por favor. Quédate aquí. Regresaré pronto.

Su madre se sentó en el frío trono de los sacos de arena, observando el armario con curiosidad.

—¿Dónde has metido las galletas?

—Se han acabado, mamá. Duerme ahora. Descansa.

—¿Aquí, en la despensa?

—Por favor. Es una sorpresa para papá. —Nora retrocedió en dirección a la puerta—. No te muevas hasta que venga a por ti.

Cerró la puerta con rapidez, observando con su monocular de infrarrojos
en busca de los vampiros. Dejó dos sacos de arena en la puerta para mantenerla cerrada. Se apresuró a ir a por Zack, alejándose de su madre.

Le pareció que había actuado con cobardía, dejando a su pobre madre encerrada en un armario, pero por lo menos así podía seguir albergando algún destello de esperanza.

Siguió caminando a un lado del túnel hacia el este, buscando el lugar donde había dejado a Zack. Todo parecía
diferente bajo la luz verde del visor. Había dejado una raya de pintura blanca en el túnel a modo
de señal pero no pudo encontrarla. Pensó de nuevo en los dos vampiros que se le habían acercado, y se estremeció.

—¡Zack! —exclamó, en una mezcla de grito y de susurro. Fue un acto temerario, pero la preocupación se impuso sobre la razón. Tenía que estar cerca de donde lo había dejado—. ¡Zack, soy yo, Nora! ¿Dónde estás...?

Lo que vio frente a ella la dejó sin voz. Resplandeciendo en su monocular, y desplegado en la parte ancha del túnel, había un grafiti de proporciones monumentales, elaborado con una técnica excepcional. Representaba una gran criatura humanoide desprovista de rostro, con dos brazos, dos piernas y un par de alas magníficas.

Comprendió de manera intuitiva que ésa era la versión
final de los grafitis de seis pétalos que habían visto diseminados por toda la ciudad. Las mismas flores o insectos: se trataba de iconos, de analogías, de abstracciones. Dibujos animados de aquel ser temible.

La imagen de aquella criatura de alas grandes y la forma en que estaba representada —de estilo a un mismo tiempo naturalista y extraordinariamente evocador— la aterrorizaban de un modo que no conseguía entender. ¡Cuán misteriosa era aquella ambiciosa obra de arte callejero en el túnel oscuro bajo la superficie terrestre! Un tatuaje deslumbrante de extraordinaria belleza y amenaza horadado en las entrañas de la civilización.

Nora comprendió que era una imagen destinada a ser contemplada únicamente por ojos vampíricos.

Se dio la
vuelta al escuchar un silbido. Vio con su lente de visión nocturna
a Kelly Goodweather, con el rostro contraído en una expresión de ansia que casi parecía dolor. Su boca era una hendidura abierta, chasqueando la punta del aguijón como la lengua de un lagarto y sus labios abiertos en un silbido.

Sus ropas raídas todavía estaban empapadas a causa de la lluvia, colgando pesadamente de su cuerpo delgado, el pelo aplastado y la piel cubierta con manchas nauseabundas. Sus ojos, que parecían destilar un resplandor níveo bajo el cristal verdoso de Nora, estaban dilatados por el ansia.

Buscó su lámpara UVC. Necesitaba irradiar y calentar el espacio que había entre ella y la ex esposa insepulta de su amante, pero Kelly se le acercó con una velocidad increíble, arrebatándole la lámpara antes de que Nora pudiera accionar el interruptor.

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