Authors: Guillermo del Toro,Chuck Hogan
—¿Tu padre ya está aquí? —preguntó.
—Pronto, mamá —respondió Nora, apresurándose por Zack, con las lágrimas resbalando por sus mejillas—. ¡Pronto!
S
etrakian no se molestó en aumentar la oferta hasta que el
Occido lumen
sobrepasó el umbral de los diez millones. El ritmo veloz de la puja
se vio impulsado no sólo por la extraordinaria rareza del artículo, sino también por las circunstancias mismas de la subasta; la sensación de que la ciudad se vendría abajo
en cualquier momento, y que el mundo estaba cambiando para siempre. El incremento de puja ascendió
a 300.000 dólares cuando el precio se acercaba a los 15 millones.
Y cuando rondaba los 20 millones, el incremento subió
a 500.000 dólares.
Setrakian no tuvo que mirar a su alrededor para saber contra quién estaba compitiendo. Otros asistentes, atraídos por la naturaleza «maldita» del libro, no tardaron en hacer su oferta, pero desistieron cuando el monto alcanzó el paroxismo de los ocho dígitos.
El subastador pidió una breve pausa para tomar un poco de agua cuando llegaron a los 25 millones, pero en última instancia sólo contribuyó... a que aumentara el dramatismo. Pidió un momento para recordarles a los presentes el precio más alto pagado por un libro en una subasta: 30,8 millones de dólares por el
Códice Leicester
de Leonardo da Vinci, en 1994.
Setrakian sintió que todos los asistentes tenían sus ojos puestos sobre él. Mantuvo su atención en el
Lumen
, el voluminoso libro con cubierta de plata, reluciente bajo su urna de cristal. Estaba abierto, y las dos páginas aparecían proyectadas en sendos monitores de gran formato. En uno se veía el texto manuscrito, y en el otro, una figura humana de color plateado con alas grandes y blancas, observando de pie una ciudad lejana mientras era destruida por una tormenta de llamas rojas y amarillas.
La subasta se reanudó y las ofertas subieron rápidamente. Setrakian volvió a alzar y a bajar su paleta.
Se oyó un auténtico murmullo de asombro por parte del público cuando la puja sobrepasó el umbral de los 30 millones.
El subastador señaló al otro lado de Setrakian por 30,5 millones de dólares. El anciano ofreció 31 millones. Era la compra de un libro más cara en la historia, pero ¿qué significado tenía este hito para el ofertante
y para la humanidad?
El subastador pidió
31,5 millones, y no tardó en conseguirlos.
Setrakian respondió con 32 millones de dólares antes de que pidiera esa cifra.
El subastador miró de nuevo a Eichhorst, pero una ayudante
lo interrumpió antes de solicitar la siguiente oferta. El subastador se apartó del podio para hablar con ella, no sin antes evidenciar su contrariedad.
Se puso rígido al recibir la noticia, agachó la cabeza y asintió.
Setrakian se preguntó qué estaba pasando.
La empleada
pasó por la tarima y se dirigió hacia él. Setrakian la vio avanzar confundida a su lado, y seguir tres filas más atrás, hasta detenerse ante Eichhorst.
Se arrodilló en el pasillo, susurrándole algo al oído.
—Puede hablar conmigo aquí —le dijo Eichhorst, moviendo sus labios en una parodia de voz humana.
La empleada
siguió hablando, mientras el ofertante intentaba preservar su privacidad lo mejor que podía.
—Eso es ridículo. Tiene que haber un error.
La mujer
se disculpó pero se mantuvo firme.
—¡Imposible! —Eichhorst se puso de pie—. Suspenderá la subasta mientras yo arreglo esta
situación.
La mujer
miró rápidamente al subastador, y luego a los empleados
de Sotheby’s, que observaban desde detrás de una cabina de cristal, como si hubieran sido invitados a presenciar una operación quirúrgica.
Uno de los hombres
se dirigió a Eichhorst.
—Me temo, señor, que simplemente no es posible —le dijo.
—Insisto.
—Señor...
Eichhorst se dirigió al subastador, señalándolo con su paleta.
—Mantenga su paleta en alto hasta que se me permita entrar en contacto con mi benefactor.
El subastador regresó a su micrófono.
—Las reglas de la subasta son muy claras en este punto, señor. Me temo que sin una línea de crédito viable...
—Tengo una línea de crédito viable.
—Señor, nuestra información señala que acaba de ser anulada. Lo siento mucho. Tendrá que discutir este asunto con su banco.
—¡Con mi banco! ¡Al
contrario: concluiremos la puja
aquí y ahora, y luego solucionaré esta anomalía!
—Lo siento, señor. Las reglas de la casa son las mismas desde hace varias décadas: no pueden alterarse para nadie.
El subastador miró hacia el público, reanudando la licitación.
—¡He oído 32 millones de dólares!
Eichhorst levantó su paleta.
—¡35 millones!
—Lo siento, señor. La oferta es de 32 millones. ¿He oído 32,5?
Setrakian se sentó, con la paleta en su pierna.
—¿32,5 millones?
Nada.
—32 millones, a la una.
—¡40 millones de dólares! —dijo Eichhorst, que estaba de pie en el pasillo.
—32 millones, a las dos.
—¡Me opongo! Esta subasta debe cancelarse. Deben darme más tiempo para...
—32 millones. El lote 1007 se vende al postor 23. ¡Enhorabuena!
El mazo
golpeó el estrado ratificando la venta, y la sala estalló en aplausos. Varias personas le dieron palmaditas
a Setrakian en señal de felicitación, pero el anciano se levantó con rapidez y se dirigió a la parte delantera de la sala, donde fue recibido por otro empleado.
—Me gustaría tomar posesión de la obra inmediatamente —le informó.
—Pero, señor, tenemos unos documentos que hay que...
—Puede tramitar el pago, incluyendo la comisión de la casa, pero tomaré posesión del libro ahora mismo.
E
l Hummer de Gus serpenteó y se abrió paso a través del puente Queensboro. Mientras regresaban a Manhattan, Eph vio decenas de vehículos militares estacionados en la calle 59 y la Segunda Avenida, frente a la entrada del teleférico de la isla Roosevelt.
Los grandes camiones iban tapados con toldos, con el cartel «Fort Drum» pintado en letras de molde negras, mientras que dos autobuses blancos y algunos jeeps tenían la inscripción «Usma West Point».
—¿Están cerrando el puente? —preguntó Gus, con sus manos enguantadas sobre el volante.
—Tal vez estén decretando
la cuarentena —observó Eph.
—¿Crees que están con nosotros o contra nosotros?
Eph vio al personal en traje de faena
retirar una lona de una ametralladora grande, montada sobre un camión, y sintió que su corazón se le aceleraba un poco.
—Diré que con nosotros.
—Eso espero —dijo Gus, dirigiéndose velozmente hacia el sector Uptown—. Porque si no, esto se pondrá más cabrón.
Llegaron a la esquina de la calle 72 con la avenida York justo cuando la batalla callejera estaba comenzando. Los vampiros salían del edificio de ladrillos que
había sido hasta entonces una residencia de ancianos, frente a Sotheby’s; sus inquilinos decrépitos estaban
insuflados ya con la movilidad y energía propias de los
strigoi
.
Gus apagó el motor y abrió el maletero. Eph, Ángel y los dos Zafiros se apearon y agarraron
sus armas de plata.
—Supongo que él ha ganado, después de todo —dijo Gus, quien rompió una caja de cartón y le pasó a Eph dos botellas de cristal oscuras de cuello estrecho, y luego las llenó con gasolina.
—¿Qué ha ganado? —preguntó Eph.
Gus introdujo un trapo en cada una, retiró la tapa de su encendedor Zippo plateado y les prendió fuego. Tomó una de las botellas y se alejó del Hummer en dirección a la calle.
—Arrimen el hombro, muchachos —los animó Gus—. A la cuenta de tres. Una. Dos. ¡Ya!
Lanzaron los cócteles molotov a las cabezas de los vampiros. Las botellas se rompieron, incendiándose de inmediato, con las llamas líquidas aumentando y propagándose de manera instantánea como dos piscinas infernales. Dos vampiras con hábitos de hermanas carmelitas fueron las primeras en caer, y sus trajes marrones y blancos fueron presa de las llamas como si de periódicos se tratara. Acto seguido, sucumbió una multitud de vampiros en albornoces y camisones, en medio de fuertes chillidos.
Los Zafiros atacaron, ensartando a las criaturas emboscadas y rematándolas, sólo para ver otras que venían por la calle 71, como bomberos maniáticos respondiendo a una llamada psíquica de cinco alarmas.
Una pareja de vampiros en llamas arremetió contra ellos pero se desplomaron a un palmo de Gus al ser acribillados con clavos de plata.
—¿Dónde chingados estarán? —gritó Gus, mirando hacia la entrada de Sotheby’s. Los árboles altos y esbeltos ardían como centinelas infernales en el exterior de la casa de subastas.
Eph vio que los guardias del edificio se apresuraban a cerrar las puertas giratorias en el interior del pasillo de cristal.
—¡Vamos! —gritó, y cruzaron los árboles en llamas. Gus disparó algunos proyectiles de plata en las puertas, perforando y resquebrajando el cristal antes de que Ángel se lanzara a la carga.
Setrakian se apoyó pesadamente en su largo bastón mientras bajaba en el ascensor. La subasta lo había agotado, aunque aún le faltaban muchas cosas por hacer. Fet estaba a su lado, con la bolsa de armas en su espalda, y el libro de 32 millones de dólares, envuelto en un plástico de burbujas, bajo su brazo.
A la derecha del anciano, uno de los guardias de seguridad de la casa de subastas esperaba con las manos posadas sobre la hebilla de su cinturón.
Una obra de música de cámara se escuchaba por el altavoz del panel. Era un cuarteto de cuerda de Dvorak.
—Felicidades, señor —le dijo el guardia de seguridad para romper el silencio.
—Muchas gracias —dijo Setrakian, viendo el cable blanco en la oreja oscura del hombre—. ¿Su radio funciona en el ascensor, por casualidad?
—No, señor.
El ascensor se detuvo bruscamente y ellos intentaron agarrarse de las paredes. Continuó bajando y se detuvo de nuevo. El número en la pantalla de arriba decía «4». El guardia apretó
el botón «Bajar», y luego el del cuarto piso, apretando varias veces cada uno de ellos.
El guardia estaba absorto en esas labores mientras Fet sacaba la espada de su bolsa, apostándose frente a la puerta. Setrakian giró la empuñadura de su bastón, dejando al descubierto el filo de plata de la hoja oculta.
El primer golpe contra la puerta sacudió al guardia, que saltó hacia atrás.
El segundo golpe dejó un orificio del tamaño de un cuenco grande. El guardia estiró la mano para palpar el agujero.
—Qué... —atinó a decir.
La puerta se abrió, y unas manos pálidas lo sacaron del ascensor. Fet corrió tras él con el libro en su brazo, bajando el hombro y arremetiendo hacia delante como un jugador de rugby cruzando con el balón a través de toda la línea defensiva. Embistió a los vampiros, lanzándolos contra la pared, con Setrakian detrás de él, enarbolando su espada de plata que centelleaba al tiempo que abría un camino de mortandad hasta el piso principal.
Fet cortó y cercenó aquí y allá, combatiendo de cerca con las criaturas, sintiendo su calor inhumano, su sangre ácida y blanca derramándose a borbotones sobre su abrigo. Le tendió la mano con que sujetaba la espada al guardia de seguridad, pero vio que no podía hacer nada por él, pues desapareció debajo de un montón de vampiros hambrientos.
Setrakian despejó el camino hacia la barandilla delantera que daba a los cuatro pisos interiores agitando su florete a diestro y siniestro. Vio cuerpos ardiendo en la calle, los árboles en llamas y una trifulca a la entrada del edificio. Distinguió a Gus en el vestíbulo, junto a su veterano amigo mexicano. Era el ex luchador, que cojeaba; miró hacia arriba, señalando a Setrakian.
—¡Aquí! —le gritó el anciano a Fet, quien se apartó del tumulto, examinando su ropa en busca de gusanos de sangre mientras se acercaba corriendo. Setrakian señaló al luchador.
—¿Estás seguro? —preguntó Fet.
Setrakian asintió, y el exterminador, después
de fruncir el ceño, sostuvo el
Occido lumen
sobre la barandilla, esperando que el luchador se acercara. Gus desnucó a un demonio que iba por el luchador, y Setrakian vio a otra persona: era Ephraim, aniquilando criaturas con su lámpara de luz ultravioleta.
Fet soltó el precioso libro, mirándolo con atención mientras caía.
Ángel, que estaba cuatro pisos más abajo, lo atrapó en sus brazos como quien agarra a un bebé lanzado desde un edificio en llamas.
Fet se incorporó, pues ya podía combatir con sus dos brazos, sacó una daga del fondo de su mochila y condujo a Setrakian a las escaleras mecánicas.