Orgullo Z (4 page)

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Authors: Juan Flahn

Tags: #Terror

BOOK: Orgullo Z
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Miguel recordaba todo esto mientras marcaba de memoria el teléfono de Don Andrés. "Telefónica le informa de que en este momento las líneas están saturadas, inténtelo de nuevo transcurridos unos minutos". Miguel colgó.

Justo en ese instante un rugido bronco le impulsó a correr hacia la habitación.

Fabio estaba sobre la cama, retorcido de dolor, en una posición imposible que a Miguel le recordó a las gimnastas rítmicas cuando hacen el pino puente, con toda su columna retorcida en forma de n minúscula, apoyado tan sólo en la cabeza y la punta de sus pies. Fabio había visto suficientes películas de serie B como para darse cuenta de que aquello tenía toda la pinta de una posesión diabólica. ¿Una posesión diabólica? Descartó el pensamiento con un gesto de escepticismo, "eso no existe".

Ayudó a Fabio a recuperar la posición horizontal a la vez que fuertes golpes en la puerta de la calle, gritos llamándole por su nombre —"¡Miguel, Miguel!"—, le obligaron a dejar a su novio arqueándose de dolor en la cama.

Mientras recorría el pasillo en tres zancadas fue consciente de que la voz era la de la vecina de arriba. Se percató también de algo más: desde hacía un rato estaba oyendo barullo, gentío, ruidos en las calles y, acostumbrado como estaba a una semana de fiestas, no le echó cuentas. Pero algún resorte se debió activar en su mente, ese tipo de luces de alarma que salen de lo más profundo del inconsciente para advertirte de que algo no anda bien: "Las fiestas han acabado, es lunes por la mañana, no puede haber tanta algarabía". En el momento en que afloró ese pensamiento estaba abriendo la puerta de la calle; la vecina de arriba, con la cara llorosa y expresión de terror desencajada, se le estaba echando a los brazos y ya no pudo pensar en ello, apartó la duda, la extrañeza pequeña para dar paso a una mayor.

—¡Cierra la puerta, cierra la puerta! —dijo la señora.

Miguel pasó todos los cerrojos. La señora se dobló agarrándose la tripa; tenía flato, jadeaba.

—Mi marido… mi marido…

—Pase, vamos al salón, ¿quiere un poco de agua?

La señora asintió pero Miguel no hizo el menor gesto por proporcionárselo porque la señora le agarró de la bata y le atrajo hacia ella, con ojos de loca.

—Mi marido… estaba abajo. En el portal. La niña cayó por las escaleras y yo la seguí y le vi, al fondo del pasillo…

—Oiga, su hija se ha metido aquí en mi apartamento y…

La mujer interrumpió a Miguel, con cara de alucinada que todo lo comprende.

—Claro, mi marido salió de casa persiguiéndola y ella se escondió aquí… Él siguió escaleras abajo y… me estaba esperando en el portal…

—¡Le digo que su hija se ha colado y ha atacado a mi novio! —gritó Miguel para hacerse entender—. ¡Los voy a denunciar!

Pero la señora no parecía hacerle ningún caso.

—Él me miró y vi claramente que… que me quería matar. Mi marido me ha pegado otras veces pero lo que hoy he visto en sus ojos era la muerte. ¡La muerte! ¡Quería matarme! ¡Con sus propias manos! Me he escondido en el cuarto de contadores, siempre llevo una copia de las llaves, ¿sabe? Como soy la administradora…

Miguel se estaba cansando.

—Escuche, me dan igual los problemas de su matrimonio, mi chico está enfermo, tengo que llamar a la ambulancia.

—¡No, escúchame! Me metí en el cuarto de contadores; allí hay un palo de golf. Es del portero, no sé para qué querrá el portero un palo de golf con lo bruto que es ese hombre, que no es nada fino, pero allí hay un palo de golf. Mi hija se metió detrás de mí y mi marido también, los dos me buscaban a mí. Yo les di con el palo a los dos, les di una vez, dos veces, les di, hasta que no pude más, pero no pude detenerlos. No sé cómo, conseguí escapar y les dejé allí encerrados. Se pusieron a pegar en la puerta como dos bestias, casi la tiran abajo. Me fui hacia la salida del portal, quería ir a la comisaría más próxima a poner una denuncia pero no me atreví a salir a calle.

—¿Por qué no?

La señora cogió de la mano a Miguel y le condujo hacia la gran ventana del salón. Levantó ligeramente las persianas medio bajadas y señaló hacia el exterior.

Miguel vio que en la calle había algunos grupos de personas deambulando sin rumbo. Algunos gritaban de vez en cuando como dementes; reconoció a un par de señoras de su portal con las cabezas echadas hacia atrás, las bocas entreabiertas, con expresión bobalicona, mirando las musarañas y andando en círculos arrastrando los pies. Una llevaba una bolsa plástico de la que asomaban dos barras de pan manchadas de rojo y las dos lucían vistosos boquetes en el cuello de color granate.

Como Miguel se había tragado cientos de películas de ciencia-ficción y fantasía, aquello le pareció, de algún modo, familiar. Tuvo que hacer un esfuerzo mental para darse cuenta de que no era una ilusión, que todo era real, que estaba pasando en ese momento, ahí, debajo de su casa, en pleno Chueca.

—¿Qué les pasa? —preguntó Miguel pero sabía que la señora no iba a poder darle la respuesta.

Los dos, atónitos, contemplaron durante largos minutos la extraña danza absurda que se desarrollaba ante sus narices. Como un espectáculo de la tele, un
reality show
del infierno, como la guerra en directo, no perdían detalle de una sola de las andanzas de esos seres que parecían personas pero ya no lo eran, no podían serlo, mientras deambulaban por la calle, gruñendo, topándose entre sí unos instantes para más tarde olvidarse mutuamente, como animales caprichosos y distraídos.

Un grito desgarrador los sobresaltó. De una de las ventanas del edificio de enfrente caía un anciano, de cabeza. No les dio tiempo nada más que de ver un borrón, un bulto oscuro y difuso que al precipitarse contra el suelo hizo el mismo ruido que un saco de arena. Pero sí vieron al viejo tumbado sobre el pavimento en una postura retorcida, con los sesos desparramados y goterones de sangre en los adoquines. Y también vieron a todos los sonámbulos de la calle, unos ocho, que se detuvieron al unísono al sonar el cuerpo contra el asfalto y miraron en la misma dirección con perfecta sincronía. Después se lanzaron hacia él con un grito que a Miguel le pareció de satisfacción. Comenzaron a morderle por todo el cuerpo, a agarrar sus extremidades y llevárselas a la boca para desgarrar la fláccida y pálida carne del buen señor que aún se movía un poco entre estertores. Miguel vio al marido de su vecina arrodillarse ante los sesos esparcidos por la calle y comenzar a lamer y comer como un animal monstruoso pastando en una pesadilla.

Por temor a que la señora viera a su marido practicar ese canibalismo demente, Miguel tuvo la tentación de apartarla de la ventana y taparle los ojos, como se hace con los niños cuando emiten una escena de violencia o sexo por la televisión, pero pensó que todo lo que llevaban visto hasta el momento ya era suficientemente crudo, así que no hizo nada. Sólo continuó contemplando ese festín espantoso que tenía lugar en medio de los desperdicios dejados por la semana de fiestas, entre botellas rotas, vasos de plástico, colillas, papeles, envoltorios para pizza y comida rápida. El
atrezzo
perfecto para una escena del apocalipsis.

La buena señora comenzó a gemir por lo bajo, a murmurar lo incomprensible que era todo, a rezar y a maldecir. Miguel se volvió hacia ella para decirle algo y entonces lo vio: su novio avanzaba desde el dormitorio, cojeando por la herida del glúteo. En su cara ya no había rastro de Fabio, los ojos vidriosos no eran humanos y su expresión ansiosa, moviendo arriba y abajo la venosa mandíbula, echando atrás los labios para mostrar dos hileras de dientes afilados que a Miguel le parecieron ennegrecidos, era más la de un depredador que la de su sensible y afeminado amante.

No le dio tiempo a reaccionar, Fabio se lanzó al cuello de la señora y mordió con tanta fuerza que un chorro de sangre a presión le manchó la cara. La tenaza era potente, como la de un gato a un pajarito y la buena señora no emitió ni un gemido, daba manotazos al cristal de la ventana, provocando un ruido chirriante que daba dentera, mientras Fabio continuaba mordiendo. Horrorizado, Miguel se echó atrás tirando una banqueta y un busto de César Augusto de escayola que se compraron en un viaje a Roma y que a Fabio le encantaba. Cuando lo vio hacerse añicos contra el suelo no pudo evitar pensar en el alivio que suponía deshacerse de él. Curioso pensamiento justo en ese momento, se dijo a su vez, porque Fabio ya no era Fabio y no iba a enfadarse porque le hubiera roto la espantosa escultura, ni tendría ya la oportunidad de convencerle de que ese no era el complemento de decoración adecuado para la casa de una pareja moderna de gays en Chueca porque, Miguel estaba seguro, Fabio ya no era recuperable. Lo que fuera que Fabio tenía era algo peor que la locura, iba más allá de cualquier enfermedad conocida y, en todo caso, lo que le estaba haciendo —matar y comerse… ¡comerse!— a la vecina era algo de lo que en el futuro, si se curaba, debería responder y pagar muy caro ante la justicia.

Se imaginó a sí mismo yendo a la cárcel provincial a tener encuentros en el vis a vis de la prisión con su amante y esa perspectiva casi le excitó. Volvió de sus inoportunas fantasías cuando la señora, ya tumbada en el suelo, lanzó un grito largo, prolongado, cadencioso, que de ser casi un susurro se elevó hasta la categoría de sirena, terminando suavemente en una especie de gorgoteo húmedo cuando la sangre invadió su tráquea.

Fabio, inclinado sobre la vieja ya inmóvil y silenciosa, se la estaba comiendo.

Calle Costanilla de los Capuchinos 11. Local. 9:46 AM del lunes 4 de julio.

Al principio, cuando la algarabía se hizo más notoria, a primera hora de la mañana, Belén pensó que las fiestas no habían acabado. Era el primer año que estaba en el Orgullo y no sabía exactamente cómo iba la cosa; sí sabía que era lunes y que, supuestamente, las celebraciones acababan el domingo. "Quizá en el barrio las fiestas duran un poco más", pensó y le pareció un argumento válido. Después de todo es el barrio gay más grande de España, el lugar más divertido y tolerante de Madrid, no es tan fácil echar el cerrojo de golpe a una semana gloriosa de festejos. Era normal que siguiera la marcha, que hubiera grupos de comparsas, de gente aún bailando por las calles…

Pero los sonidos de los que poco a poco fue cada vez más consciente no parecían producto de la alegría ni el jolgorio. Parecían más bien peleas y cristales rotos… y una sirena de policía a lo lejos. ¿Y qué era eso? ¿El crepitar de un helicóptero?

A eso de las nueve de la mañana, después de más de tres horas de concentración absoluta, apuntando y clasificando tés, trufas, caracoles de Borgoña, caviar, vinagres aromáticos, mostazas especiales, quesos, foie gras en conserva, burrata, algas, aguardientes y hasta flores comestibles, Belén comprobó que el jaleo que se oía desde hacía un rato no tenía nada que ver con fiestas. Se acercó a la cristalera de la tienda, afanándose por mirar entre las aberturas de la persiana metálica.

Por culpa del edificio de enfrente no podía ver en su totalidad la gran plaza situada a su derecha, abajo, al fondo de la calle, pero lo poco que acertaba a divisar estaba lleno de gente. Igual que en el Orgullo. Decenas de personas deambulando… ¿eran personas? Parecían mendigos, o desarrapados, o borrachos o… locos. Locos con heridas en el cuerpo. Heridas graves algunas. Muchos pasaban cerca de su tienda desfilando hacia la plaza, exactamente igual que en fiestas, cuando la gente acudía a la llamada de la música o el espectáculo o el alcohol de los chiringuitos.

Belén vio a un par de muchachos bien parecidos pasar por enfrente de su tienda en dirección a la plaza. Avanzaban trastabillando, con el cuerpo echado hacia adelante, como cansados, desorientados. Los reconoció de la manifestación. Los recordaba porque caminaron todo el tiempo a su lado, tenían pinta de ingleses o nórdicos, llevaban su musculoso y bien bronceado cuerpo lleno de tatuajes. Pero ahora sus camisetas sin mangas estaban desgarradas y su cuerpo lucía heridas coaguladas y sus caras estaban manchadas de sangre y sus expresiones eran feroces, abriendo y cerrando la boca, y parecían vacilantes, como sonámbulos y… ¿a uno de ellos le faltaba un brazo? Sí. El más bajo, lucía un muñón negro en lugar de su brazo izquierdo.

Belén se apartó del escaparate. No entendía lo que estaba viendo. Dio un paseo nervioso por el establecimiento. De forma maquinal cogió un bote de aceitunas especiales, lo abrió y se las comió una a una, sin pensar, a toda velocidad. ¿Qué está pasando en la calle? ¿Es una manifestación? ¿Es una obra de teatro? ¿Un rodaje? Oyó la sirena exigente de un coche de policía, que de tan cercana temió que se le colara en la tienda. Soltó el bote y se acercó a las cristaleras.

El vehículo llegaba desde el fondo de la calle con las sirenas encendidas, quemando ruedas. Oyó una voz metálica, la megafonía.

—¡Quédense en sus casas! ¡Éste es un aviso urgente! ¡Manténgase en sus casas y cierren las puertas con llave! ¡No abran a nadie! ¡No salgan a la calle hasta nueva orden!

Para ser un rodaje le parecía muy real. Se le notaba el miedo en la voz.

Hipnotizada, Belén vio que el coche de policía, con un fuerte rugido del motor, aceleraba en dirección a las gentes que ocupaban la calle, las cuales, extendiendo sus brazos ante sí, comenzaban a acudir hacia el automóvil, como polillas a la luz.

"En el último momento frenará", pensó Belén. "Si sigue a esa velocidad puede haber una desgracia".

Pero el coche no se detuvo, continuó implacable su trayectoria hasta que chocó contra algunos de los caminantes que salieron despedidos, desmadejados como muñecos, dando insólitas vueltas en el aire. Belén, de forma instintiva, se apartó de la persiana reprimiendo un grito. Oyó un fuerte estruendo y el edificio tembló un poco. Volvió a asomarse de inmediato.

A duras penas, a través de los agujeros de la persiana metálica de la tienda, vio que el coche se había estrellado contra un portal vecino. Había gente bajo el vehículo, personas atrapadas entre las ruedas que, sin embargo, no habían muerto ni se quejaban de dolor. Al contrario, parecían rabiosos, iracundos, moviendo sus quijadas, ansiosos, mostrando los dientes. Muchos otros de esos seres se estaban agolpando lentamente alrededor de la máquina, golpeando los cristales cada vez más y más fuerte, con más y más insistencia, entorpeciéndose unos a otros, apartándose y dándose codazos para ver quién lograba romper antes los cristales del coche, dentro del cual Belén adivinó a dos policías agitados, chillones y aterrorizados rebuscando sus armas reglamentarias.

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