—Sí —suspiró ella—. ¡Qué tiempos!
Tras un breve silencio, fue el muchacho quien habló.
—Ahora, cuando pienso que Aída se marcha el mes que viene a vivir a Los Ángeles me da una pena tremenda. Pero claro, Mick trabaja allí.
Elsa asintió y al pensar en lo mucho que ella la iba a añorar también murmuró:
—No he olvidado lo enamorada que regresó a España tras conocer a Mick durante unas vacaciones que pasasteis en casa de tus abuelos. Es más, me dijo: «Elsa, he conocido al hombre de mi vida, el que me va a cuidar hasta que me muera».
Ambos sonrieron. Aída era tremenda.
—Mick es un buen tipo y estamos seguros de que cuidara bien de ella, aunque tampoco dudamos de que le volverá loco en poco tiempo —comentó entre carcajadas y haciendo reír a Elsa—. Mi padre dice que cualquier día nos encontraremos a Mick en la puerta de casa para devolvérnosla.
Los padres de Aída y Javier se conocieron en unas vacaciones en las que ambos coincidieron en Santa Fe. Ella era una niña rica española y él, un médico de Oklahoma. Tras siete meses de relación decidieron casarse y vivir en España, donde Anthony Thorton Muskrats abrió su propio centro médico. En Oklahoma, él ya trabajaba en la clínica que su padre Patrick y su tío George habían inaugurado años atrás.
—¿Qué tal están tus abuelos, Patrick y Aiyana? —preguntó Elsa mientras reía por lo que acababa de escuchar—. Recuerdo que cuando venían a España, siempre iban a ver a mis padres y viceversa.
—Como dice la bisabuela, ¡como unos bisontes!
Aquello les hizo sonreír de nuevo. Para Javier recordar a sus abuelos y a su bisabuela, a la que adoraba, era tocarle el corazón. Con ellos había estado parte del tiempo que había pasado fuera de España. Tras mirar a Elsa, continuó:
—Están como locos porque volvamos por allí. Y ahora se muestran encantados al saber que Aída vivirá cerca. De todos modos, ya los verás a todos el día de la boda.
Elsa dejó de untar mantequilla y le miró. Sabía que Aída llevaba meses intentando convencer a su bisabuela Sanuye para que acudiera a la boda.
—¿Habéis convencido a la bisabuela para que venga? —preguntó con curiosidad.
—No. Nunca la convencerán —sonrió Javier al cerrar los ojos y recordar a su bisabuela.
Durante los años que había estudiado en Oklahoma, Javier había compartido muchos días con ella. Una mujer india de setenta y cinco años llamada Sanuye, que en lengua miwok significaba «nube roja al atardecer». Muchas habían sido las noches de maravillosa luna llena o menguante que su abuela compartió con él. Sanuye adoraba a su bisnieto Javier, al que cariñosamente, desde el día de su nacimiento, había bautizado como Amadahy. Era un nombre de la tribu cherokee que significaba «agua del bosque». Durante sus conversaciones, Sanuye le contó cómo una mañana de cielo rojo un joven de la tribu cherokee apareció en su vida. Le relataba, todavía con pasión y una dulce sonrisa en la boca, cómo le cautivaron sus ojos negros y su mirada felina. Aquel joven cherokee la hizo más tarde su esposa y se la llevó a vivir junto a otros cherokee.
Aunque el bisabuelo Awi Ni’ta, «Ciervo Joven» en lengua cherokee, había muerto años atrás. Sanuye, su bisabuela, siempre le contaba que fue muy feliz el día que nació él, su Amadahy, y comprobó cómo de nuevo aquellos ojos negros y aquella mirada felina volvían a estar vivas en él. Un ligero empujón por parte de Elsa sacó a Javier de su mutismo y, mirándola, sonrió al escucharle.
—Ya decía tu hermana —e imitándola, dijo—: «La abuela Sanuye nunca se subirá en un pájaro que antes no haya comido de su mano».
Ambos comenzaron a reír a carcajadas, hasta que Bea entró en la cocina.
—¡Vaya! Venía yo a preparar justo lo que estáis haciendo.
Aún con la sonrisa en los labios, Elsa contestó.
—Pues ya estamos nosotros en ello. —Y señalando a Javier, comentó—: Y como verás, tengo ayudante.
—Lo hago encantado —dijo éste tras el comentario.
Cinco minutos después, Elsa le dijo a Bea:
—¡Toma! Llévate esta cubitera con hielo y estos refrescos. Ahora, en cuanto termine esto, lo bajo. —Luego, mirando a Javier indicó—: Si quieres bájate con los demás. Yo terminaré lo que queda.
Al ver que Bea salía disparada, cargada de bebidas, éste murmuró:
—No te preocupes, me gusta ayudarte y… hablar contigo.
Elsa dejó por un momento lo que estaba haciendo y le miró extrañada.
—¿No te diviertes en la fiesta?
Tras un sonoro suspiro, Javier se apoyó en el quicio de la puerta y se sinceró.
—No está mal. La mayoría son amigos de toda la vida, pero a veces creo que se comportan como críos.
Divertida por aquel comentario, Elsa preguntó.
—¿Cuántos años tienes, Javier?
—Diecisiete, pronto dieciocho. —Y clavando sus oscuros ojos negros en Elsa, que sin saber por qué se puso nerviosa, prosiguió—: Y según mi manera de ver la vida, la edad no da experiencia. Eso es algo que se adquiere de la cordura y del saber aprender —dijo sorprendiéndola.
—Pues no te entiendo —le espetó ella sin profundizar en el asunto—. Son gente de tu edad. Sus conversaciones y necesidades serán más o menos las mismas.
Aquel comentario hizo sonreír a Javier, mientras Elsa se tensaba. ¿Qué le pasaba con aquel crío?
—Mis prioridades, y mi manera de ver la vida son muy distintas de las de ellos —respondió el muchacho mientras tomaba un trozo de pan—. Creo que se debe a la educación que he recibido de mis abuelos. Por cierto, ¿sería muy indiscreto preguntarte cuántos años tienes tú?
Elsa, apoyándose en la encimera, le miró y contestó:
—Veintidós, como tu hermana. Y sí…, eres un poco indiscreto.
Al oír su respuesta, Javier sonrió y dejando descolocada a Elsa preguntó.
—¿Sales con alguien?
Ella, tras soltar una carcajada, cogió el bol de patatas.
—Eso, Javier, sí que es indiscreto.
Y sin responderle abrió una bolsa de patatas y la volcó en el bol.
—¿No me vas a contestar? —insistió el chico.
Incapaz de entender por qué la mirada de aquel muchacho la ponía nerviosa, se volvió y, con voz nada amable, dijo:
—¡Pues no! No te voy a responder, y menos sobre algo que, particularmente, creo que no te interesa.
Tras unos segundos de silencio, fue Javier el que habló.
—Tienes razón. Te pido disculpas por mis preguntas. —E, intentando quitarle importancia al asunto, bromeó—: Creo que Aída me ha convertido en un cotilla. ¡Discúlpame!
—Disculpado —respondió ella.
En ese momento entraron por la puerta su hermano Nico y Marta, su novia. Minutos despues todos bajaron al garaje donde rieron, bromearon y lo pasaron bien.
Faltaban horas para la boda de Aída. Sus nervios crecían por minutos. Al final, tras aquella noche sin poder dormir, llamó por teléfono a Elsa, quien al escuchar su voz sonrió y se imaginó lo nerviosa que estaba.
—¿Tan nerviosa estás?
—¡Histérica! —contestó Aída—. Realmente la palabra que me definiría es ¡histérica!
Elsa sonrió. La conocía y se la podía imaginar.
—Vamos a ver… Creo que deberías relajarte y dormir. Mañana será un día largo.
—Ya lo sé, pero es que no puedo dormir —resopló desesperada—. Y no quiero decirle nada a papá y mamá porque bastante nerviosos están ellos como para que yo vaya ahora y haga que lo estén más.
—Es normal, tonta —rió al escucharla—. Me imagino que eso debe de ser algo normal para una novia la noche antes de su boda.
—Sinceramente, creo que lo que menos nerviosa me pone es la boda.
Sorprendida por aquella respuesta, Elsa preguntó:
—Entonces, ¿por qué estás así?
Tras un resoplido, Aída se sinceró.
—Adoro a Mick, pero vivir tan lejos de papá, mamá y Javier me saca de mis casillas. No lo entiendo. Cuando Mick y yo hablamos de la posibilidad de casarnos y empezar una nueva vida juntos, a mí me pareció estupenda la idea de vivir en Los Ángeles. Pero ahora, cuando miro mi habitación —susurró recorriendo con nostalgia aquellas cuatro paredes que durante tantos años habían sido su gran refugio—, se me hace difícil pensar que ya no viviré más aquí, y que a partir de mañana ésta será la habitación que utilizaremos Mick y yo cuando vengamos de vacaciones.
Al escucharla, Elsa no pudo por menos que sonreír. Su amiga tenía miedo de su nueva vida.
—Yo creo que te está entrando el pánico preboda.
—Puede. Mamá me dijo el otro día que cuando me vaya cambiará esta habitación. No quiere que siga como hasta ahora, dice que le traería demasiados recuerdos.
Intentando entender a las dos, madre e hija, Elsa respondió:
—Es normal, Aída. Ponte en su lugar. Tiene que ser muy triste ver cómo te vas. Eres su niña, ¡la loca de su niña! Te van a echar mucho de menos y, aunque te enfades conmigo, creo que los muebles de la habitación no importan ahora.
—Ya lo sé —intentó sonreír apoyada en la pared—. Creo que soy una histérica. Por Dios, pobre Mick. No se ha dado cuenta todavía de lo que le ha caído encima. Al final tendrá razón Javier: cualquier día, Mick me meterá en un avión y me mandará para España.
Al escucharla, Elsa sonrió y recordó que Javier le había hecho ese comentario unos días antes.
—Pero si está encantado contigo. —Y para que ella sonriera, añadió—: Vas a ser muy feliz. Siempre has buscado un hombre como él y lo has encontrado.
—Creo que sí. Mick es un tesoro. He tenido mucha suerte al encontrarlo.
En ese momento, Aída recordó algo. Entonces, añadió:
—Por cierto, hablando de tesoros. Javier me dijo que el otro día estuvo charlando contigo en el cumpleaños de Bea. ¿Es verdad?
—Sí. Me ayudó a hacer sándwiches. Es un crío encantador. Llevaba varios años sin verle.
—¿Crío? —Aída rió al escuchar aquello—. Como te oiga decir eso, te corta la lengua o peor, la cabellera. —Ambas rieron.
—Me contó que había vivido una temporada con tu curiosa bisabuela.
—Tuvo suerte. Por ser el chico de la familia pudo estar cuatro años en Oklahoma, en el Instituto Sequoyah de Tahlequah. Ya sabes que papá quería que recibiéramos la misma educación que él. Sin embargo, mi glamurosa madre no me dejó ir, por ser chica. Se lo reprocharé toda la vida. Me hubiera gustado vivir con la bisabuela Sanuye y conocer de cerca la cultura cherokee.
Al decir aquello, Aída sonrió. Ése era el tipo de comentario que en España causaba risa. Aquí sólo eran capaces de imaginar a un cherokee con la cabeza llena de plumas.
—Javier me dijo que su forma de ver la vida era distinta de la de la gente de su edad.
—Sí. Javier es especial, Elsa. El tiempo que ha pasado con la bisabuela le hizo madurar de manera diferente al resto de los chicos de su edad. Por eso creo de veras que de crío tiene muy poco. Además, mañana cumple dieciocho años y si le trataras verías que es mucho más adulto que yo, que tengo veintidós.
—¡Mira que eres tonta! —rió su amiga.
—La razón de que nos casemos mañana es que es el aniversario de boda de mis padres y también el cumpleaños de mi hermano. Cómo iba yo a ser menos: siempre dije que me casaría ese día.
—¡Qué envidiosa! —exclamó Elsa. Ya conocía aquella parte de la historia.
Aída se tumbó en la cama para seguir hablando.
—Eso mismo dijo Javier —rió al recordarlo—. Aunque está encantado y dice que así nunca se olvidará de felicitarnos.
Tras unas risas y media hora más de comunicación telefónica, Elsa dijo al final:
—Bueno, Pocahontas, creo que ha llegado el momento de dormir. Ahora mismo vas a colgar el teléfono, apagarás la luz y te dormirás para levantarte radiante. ¿De acuerdo?
Aída lo pensó y, tras convencerse de que era lo mejor, asintió.
—Creo que te haré caso. —Pero, antes de colgar, preguntó—: Mañana vendréis todas para ayudarme con el vestido, ¿verdad?
Al decir «todas» se refería a Elsa y a las tres amigas que llegarían para la boda.
—Para ser india eres tremendamente pesada —bromeó Elsa—. Sí, claro que sí. Mañana sobre las cuatro estaremos TODAS en tu casa, siempre y cuando el avión de Shanna llegue a tiempo. Por cierto, estoy como loca por ver a las chicas.
—¡Yo también! —chilló emocionada la novia—. Esta tarde Celine me llamó tras llegar al hotel con su maravilloso novio y me dijo que tenía que contarnos algo mañana.
—¿Ha venido con Bernard? Quizá se nos case con ese idiota.
—Espero que no —resopló Aída—. Ya sabes que cuando le envié la invitación de boda le dije que viniera con quien quisiera. Y cuando llamó me confirmó que vendría con Bernard a pesar de que a nosotras no nos guste. ¿A qué hora llega Shanna?
—Su avión estará aquí a las once y veinte de la mañana. La pobre no ha podido encontrar otro vuelo. Estaba histérica por si se retrasaba y no podía llegar a tiempo. Sin embargo, esta tarde me ha llamado desde el aeropuerto de Toronto y me ha dicho que el vuelo salía a su hora. —Y mirándose el reloj señaló—: Ahora estará metida en el avión, espero que durmiendo, para que mañana tenga fuerzas para tu fiesta.
—¿Y Rocío?
—Llegó ayer de Nueva York y está en casa de sus padres. Anoche cenamos juntas y no te dijimos nada porque comprendimos que tenías que ir con los padres de Mick. Y ahora a dormir, futura señora casada, y no te preocupes por nada. Mañana estaremos todas juntas y charlaremos antes de tu boda.
—He encargado canapés para que comamos mientras cotilleamos y la peluquera vendrá con dos ayudantes.
—Perfecto —sonrió Elsa—. Tendremos tiempo para charlar. Hasta las siete y media no es la boda. Y ahora, señorita, a dormir, que mañana nos espera un día muy largo.
Tras colgar el teléfono, Elsa comprobó que la alarma estaba activada a las nueve. Tenía que ir al aeropuerto para recoger a Shanna. Una vez se hubo asegurado, apagó la luz y, cerrando los ojos, consiguió dormir.
Las puertas de llegadas de pasajeros del aeropuerto de Barajas se abrían y cerraban continuamente. La gente se movía con rapidez y, de pronto, apareció Shanna. Elsa, feliz, comenzó a saltar hasta que sus miradas se encontraron. Ambas corrieron para fundirse en un cariñoso y profundo abrazo. Una vez pasada la euforia inicial, se dirigieron al parking para coger el coche y marcharse a casa de Elsa, donde Shanna se alojaría aquellas dos noches. Después de la boda iría a casa de su padre para disfrutar de la compañía de Marlene, su hermana pequeña.