—Tranquila, Cecilia —dijo Bárbara a la mujer. Tras asentir, ésta se levantó y se encaminó a arreglarle el velo a Aída—. Es normal que llores al ver a tu hija tan guapa vestida de novia.
Un nuevo gemido salió de la garganta de Cecilia mientras Elsa intentaba contener la risa.
—Venga, Cecilia, venga —susurró Elsa mientras la otra se sonaba escandalosamente la nariz.
—Tenéis razón —comentó Cecilia agradeciendo los pañuelos—. Se acabaron los lloros y la ñoñería.
—Así me gusta, mamá —sonrió Aída desde el pedestal y tras mirar a la madre de su amiga, preguntó—. Bueno, ¿cómo lo ves?
Bárbara, tras dar un par de vueltas alrededor de ella y ver que todo estaba en orden, dijo:
—Creo que hemos acertado de pleno contigo, cariño.
Aída y Elsa, encantadas, se miraron satisfechas.
—¡Verdad que sí! —gritó Aída al oírla—. ¡Dios, me siento como una princesa!
En ese momento, se abrió la puerta y Candela entró.
—¡Virgencita, qué preciosa estás, chiquilla! —gritó al ver a Aída.
De nuevo, la novia comenzó a aplaudir. Estaba feliz.
—Candela, ha quedado precioso —murmuró Cecilia, la madre de la novia.
La mujer, muy andaluza ella, tras mirar a la muchacha susurró.
—¿Cuándo veré yo a mi Rocío con un vestido así?
Al oír aquello, Bárbara sonrió. Las tres jovencitas, junto a dos más, se habían conocido en el colegio años atrás y, aunque tras acabar los estudios tomaron caminos distintos, siempre que podían se llamaban y se veían. E igual que tenía claro que Aída se quería casar, también sabía que su hija Elsa, Rocío y las otras dos amigas que faltaban no estaban por la labor. Para quitarle hierro al asunto, le dio un cariñoso azote que la hizo sonreír.
—Mejor no lo pienses —dijo—. Rocío y Elsa no son tan amas de casa como Aída. Creo que tienen otras cosas en mente. —Candela asintió—. Quizá algún día se casen y nos den la sorpresa pero, de momento, olvídate de verlas vestidas así.
Era un asunto que a Elsa la incomodaba por lo que, para desviar el rumbo de la conversación, dijo atrayendo la mirada de su amiga.
—Estás asquerosamente guapa.
Pero lo de hablar de novios y boda resultaba ya inevitable cuando Cecilia preguntó.
—Y tú, cariño, ¿cuándo nos darás la sorpresa? Estoy segura de que tu madre se volvería loca de emoción por hacerte un vestido de novia.
Aída y Elsa se miraron. Pusieron los ojos en blanco, lo que hizo sonreír a Bárbara.
—Cecilia —rió Bárbara al comprobar la complicidad de Candela—. Me temo que yo tardaré muchos años en ver a Elsa con un vestido de novia. Ella tiene unos planes que respeto y que me parecen estupendos.
Pero Cecilia era la típica mujer convencional. Le resultaba raro pensar que las mujeres, aparte de tener hijos, sirvieran para algo más.
—Pero ¿qué plan puede ser mejor que el de casarse y formar una familia? —Al ver que su hija la miraba con reproche, lo dejó estar—. Yo a esta juventud no la entiendo —apostilló.
—Eso digo yo —dijo Candela para echar leña al fuego—. Con lo bonito que es casarse, formar un hogar y tener hijos.
Aída miró a Elsa, quien quitándose de en medio se dedicó a rebuscar en su bolso. Tras mirar a su madre, que continuaba cotorreando, dijo:
—Estamos en 1999 y me alegra decir que no a todas las mujeres les apetece casarse. El que lo haga yo porque estoy enamorada de Mick no quiere decir que todas las chicas de veintidós años tengan que pasar por el altar.
—Elsa será una estupenda mujer de negocios —prosiguió Bárbara para no darle tiempo a nadie para replicar.
Conocía a su hija Elsa y sabía que en cualquier momento diría algo inconveniente. Aunque había confianza, casi era mejor no darle la oportunidad.
—En mi familia a todas las mujeres siempre nos ha gustado, y nos gusta, trabajar —prosiguió—. En Estados Unidos tenemos una empresa que organiza eventos.
—¡Aquí están! —dijo Elsa, al encontrar algo en su bolso—. Tengo un regalo para ti —dijo acercándose a su amiga.
—¿Más regalos? —preguntó Aída sorprendida—. ¿Te parece poco regalo el haberme ayudado con todo el asunto de la boda y haber diseñado este precioso vestido?
Elsa, al escucharla, sonrió y dijo:
—Tú también lo hubieras hecho por mí. Aunque tengo que reconocer que lo de tu vestido ha sido fácil. Tienes una figura de escándalo y hacerte parecer guapa y sexy, lo que tú querías, ha sido muy fácil.
Aquello las hizo sonreír. Elsa tomó la mano de su amiga y la llevó ante el espejo para que se diera cuenta de lo que le decía. Aída estaba espectacular con aquel modelo de corte entallado. Se adaptaba a su cuerpo como una segunda piel. Sus ojos negros eran impresionantes, aunque lo que realmente resaltaba de sus ojos eran las pestañas largas y salvajes, iguales que las de su padre. Su pelo en contraste era rubio. Y el conjunto de todo aquello se resumía en la imagen que reflejaba el espejo.
—Lo dicho —prosiguió Elsa—. Estás fantástica y creo que lo único que te falta para que estés más radiante es esto —dijo tendiendo a su amiga una cajita pequeña de terciopelo azul oscuro—. Espero que te guste.
Al tomar la cajita en sus manos, Aída susurró:
—Elsa, yo… —Pero al ver lo que había dentro gritó—. Oh, Dios… Elsa… gracias. Eres increíble, te acuerdas de todo. Pero ¿dónde los has conseguido? —gritó enseñándoles a todas lo que había dentro de la misteriosa caja.
—Justo donde los vimos —contestó—. Hace dos semanas pasé por casualidad por aquella tienda y mientras contemplaba el escaparate, vi que los tenían y, sin pensármelo dos veces, entré y te los compré.
Todas admiraban los finos y delicados pendientes en forma de lágrima. Pero, en vez de una perla, lo que resplandecía era un fino cristal Swarosvky.
—Oh… ¡qué maravilla! —dijo una emocionada Cecilia con un pañuelo en la mano.
—¡Qué bonitos, cariño! —comentó Bárbara tras mirar a su hija.
—¡Qué buen gusto tienes, niña! —asintió Candela.
Aída, dándole la cajita azul a su madre, se los puso y, mirándose en el espejo, comentó:
—Son preciosos, Elsa. Gracias.
Feliz por ver a su amiga tan contenta, ésta murmuró:
—De nada, petarda. Y ya sabes, si algún día los necesito, espero que me los dejes aunque no sea para una boda.
—Los tendrás —asintió la futura novia con cariño.
En ese momento, sonó el teléfono.
—Os dejo —comentó Candela—. Hasta luego.
Y desapareció por la puerta por la que había entrado.
—Bueno, cariño —dijo Bárbara—, creo que el vestido te queda estupendamente y el día de tu boda lo lucirás como una princesa. Sólo falta un mes. Como ves, el vestido ya está acabado, pero haremos una última prueba dentro de tres semanas. —Y dirigiéndose hacia la puerta tras darle dos besos a una Cecilia llorosa, dijo—: Os dejo, tengo otra novia a la que atender.
Al abrir la puerta, se quedó parada y volviéndose hacia su hija y su amiga preguntó:
—Aída, ¿te importaría enseñar a la otra clienta que espera en la sala cómo ha quedado tu vestido?
—Encantada, Bárbara —asintió saliendo con ella—. Así haré de modelo por unos segundos.
Al entrar en el salón donde Diana esperaba con sus hijas, éstas charlaban animadamente sobre las telas que veían.
—Señoras —dijo Bárbara para llamar su atención—, lo que vamos a hacer es algo excepcional en este taller, pero una señorita a la que me une un gran afecto les enseñará, a petición mía, el diseño que hemos creado para ella.
Tras decir aquellas palabras, apareció una radiante y segura Aída, que pasó el modelo como una verdadera profesional.
—¡Qué bonito! —susurró Alicia tras salir Aída.
Bárbara, feliz, se sentó junto a ellas tomando en sus manos el cuaderno de notas.
—Sí, ha quedado precioso. Y lo mejor de todo es que ella se siente segura con él. Eso es algo muy importante para lucir un vestido. —Luego, mirando a la joven novia preguntó—: ¿Has pensado con qué podrías sentirte tú igual?
Y así, de esa manera tan sencilla, Bárbara junto con aquellas mujeres comenzaron a seleccionar telas, tipos de escotes, bordados. Había que conseguir que lo que Alicia deseaba para su gran día se convirtiera en realidad.
Como dueña y responsable de la empresa, Bárbara siempre era la última en abandonar las dependencias. Desde el primer día que abrió el taller de costura, las mujeres que trabajaban con él seguían siendo las mismas. Llevaban juntas veintitrés de los veinticinco años que Bárbara había vivido en España, y eso le gustaba. Apreciaba la fidelidad.
Candela apareció en su vida unos años después. La primera vez que la vio fue un día en que ésta entró para preguntar sobre el cartel que colgaba en el escaparate indicando que necesitaban costureras. Aquel día, tras hablar con Bárbara, prometió volver para hacer una prueba. Regresó a los dos días y catorce años después seguía con ella. Con el tiempo se había ganado la confianza de Bárbara y se había convertido en su mano derecha. Juntas habían viajado por España para participar en los desfiles de las diversas ferias de novias.
La vida había sido amable con Bárbara. Tenía un marido maravilloso y tres hijos que la adoraban. Nicolás, Elsa y Beatriz. Nicolás, Nico para la familia, tenía veinticuatro años y era un loco de la informática, como su padre. Tenía novia e incluso planes de boda. Algo que a Elsa, con veintidós años le horrorizaba. Para ella los estudios eran lo primordial. No soportaba los imprevistos. Tenía claro que sería empresaria, como su madre. Era alguien a quien le gustaba tenerlo todo controlado. Beatriz, Bea, a la que sus hermanos habían bautizado como «la llorona» porque desde pequeña había aprendido que llorar le proporcionaba beneficios, era una jovencita de quince años con la edad mental de siete. Una vez un coche se saltó un stop y la atropelló. Aquello hizo que sus padres formasen una piña alrededor de ella. Ahora, a pesar de los años que habían transcurrido, les resultaba difícil dejar de comportarse así con ella.
Beatriz todavía iba al colegio, Nico trabajaba y Elsa estudiaba empresariales en la universidad. Todos habían ido al Liceo Americano. Sus padres decidieron que los niños aprenderían los dos idiomas desde pequeños. Así, cuando iban de vacaciones a Estados Unidos, podían comunicarse sin problemas.
Faltaban unos días para la celebración del decimosexto cumpleaños de Bea y, como siempre, la Llorona montó uno de sus mejores numeritos para conseguir sus propósitos. Quería una fiesta con sus colegas en el garaje de casa y al final le tocó a Elsa ocuparse de todo. Sus padres tenían una cena y bajo su punto de vista ¡se la merecían! Por eso, lo mejor que pudo, intentó ocuparse de la pandilla de adolescentes ruidosos que se le juntaron en el garaje.
A las once de la noche la música tronaba para disgusto de Elsa. Pero intentó aguantar. Era la fiesta de su hermana. De vez en cuando bajaba para ver qué tal marchaba todo y, en uno de esos viajes, sorprendió a un grupo de muchachos fumando tranquilamente. Al verla escondieron sus cigarros. Eso la hizo sonreír y, entonces, decidió pasar por su lado como si no se hubiera dado cuenta.
En un lateral del precioso jardín, vio a su hermana con un chico que sabía que le gustaba. Las miradas de ambas se cruzaron y, con una sonrisa, Elsa le transmitió tranquilidad. Encima de una silla del garaje estaban todos los regalos. Discos compactos, un par de sudaderas, bisutería, varios libros, etcétera. Elsa se acercó hasta la mesa donde estaba la comida y la bebida. Mentalmente, mientras miraba la mesa, pensó en reponer patatas, sándwiches, bebidas y hielo. Intentó recoger todos los platos vacíos pero, al ser tan voluminosos, se le caían.
—¿Te ayudo? —oyó a su espalda.
Sin apenas mirar quién le hablaba, contestó rápidamente.
—Sí, corre. Recoge los platos naranjas, que se me caen.
El muchacho, con destreza, cogió los platos al vuelo.
—Gracias —sonrió Elsa, mareada por aquella música ratonera.
—De nada —respondió el chico y mirándola señaló—: ¿Los llevamos a alguna parte?
Elsa asintió. Una pequeña ayuda le vendría de lujo por lo que, volviéndose, señaló:
—Sígueme, los dejaremos en la cocina.
Al entrar, Elsa dejó en la encimera todo lo que tenía en las manos e indicó al muchacho que hiciera lo mismo.
—De nuevo te doy las gracias —repitió mirando a aquel chico moreno e intentando recordar dónde le había visto antes—. Puedes regresar a la fiesta. Cuando llene los platos iré bajándolos poco a poco.
El muchacho, encantado por la tranquilidad que allí se respiraba, dijo:
—No me importaría ayudarte. —Al ver su mueca, murmuró con una sonrisa—: Te lo digo en serio. —Y tendiéndole la mano dijo sorprendiéndola—: Me llamo Javier, encantado de volver a verte.
Extrañada por la madurez del chico al presentarse, tendió su mano y dijo:
—Elsa, soy la hermana de Beatriz, y la encargada de que no os falte nada de nada. ¿Ya habías venido alguna vez a casa verdad? —Él, divertido, asintió—. Es que me suena tu cara, pero no sé quién eres.
—Creo que nos hemos visto durante muchos años —contestó éste sentándose junto a ella en el taburete de la cocina, mientras abría un paquete de pan de molde para hacer sándwiches.
Aquello atrajo completamente la atención de Elsa, que, por más que pensaba, no le ubicaba. Era moreno, de ojos negros y parecía un pelín mayor que Bea, aunque no mucho.
—El caso es que tu cara me suena un montón —repitió Elsa, mientras untaba mantequilla en las rebanadas.
—Te daré pistas de quién soy —sonrió—. Hace poco fui a la tienda de tu madre.
—¿Has estado en el taller de mamá? —preguntó dejando de untar mantequilla en una rebanada de pan para mirarle nuevamente a los ojos, cosa que a él le encantó.
Divertido, asintió y dejó escapar con una encantadora sonrisa:
—La última pista que te daré es que mi hermana se casa dentro de una semana.
Al oír aquello Elsa abrió la boca y Javier soltó una carcajada al ver la cara que ponía.
—¿Aída? —preguntó alucinada y, al ver que él asentía, dijo—: ¡Claro! Eres Javier. Pero bueno, cómo has crecido. El recuerdo que tengo de ti es el de un niño. ¡Madre mía! ¡Cómo pasa el tiempo!
Al ver que ella se ponía a untar mantequilla de nuevo, hizo lo mismo y contestó:
—Por suerte para algunos el tiempo pasa. Yo aún recuerdo cuando tú y las demás chicas ibais a casa a estudiar con mi hermana.