—Vamos a hacer un río. —Eso provocó la risa en las otras dos.
Juntas comenzaron a andar hacia los árboles. Elsa sentía que el corazón se le iba a salir por la boca. ¿Qué estaba haciendo?
—Sinceramente, Elsa, no sé qué narices hacemos aquí —le regañó Rocío.
—Yo no te he dicho que vinieras. Tú te has empeñado.
El ruido de la fiesta se alejaba poco a poco según se internaban en el bosque. Se encontraron por el camino a parejas, haciendo el amor sin el menor recato. De pronto, oyeron unas voces. Una era la de Javier. Corrieron hacia el lugar de donde provenía, y le vieron discutir con Chimalis, que se estaba subiendo los pantalones, mientras Belén se arreglaba el vestido. Elsa y Rocío miraban la escena semiescondidas tras unos grandes árboles.
—Creo que estamos haciendo muy mal, Elsa —protestó Rocío.
—Me da igual —susurró ésta casi sin aliento—. Quiero saber qué pasa.
Tras una discusión entre Chimalis y Javier, el primero se fue y desapareció entre los árboles. Javier se quedó entonces a solas con Belén. Elsa intentó escuchar, pero no podía oír lo que decían. Mientras tanto, Javier, mirando con asco a Belén, le decía:
—¿Cómo puedes haber caído tan bajo? Deja en paz a Chimalis. ¿Acaso quieres también hacer pedazos su vida y su corazón? —gritó Javier—. Es feliz con su mujer. Aléjate de él y de esta comunidad.
—Intento llamar tu atención, mi amor —respondió Belén arreglándose la ropa—. Estoy desesperada. Te llamo y no me coges el teléfono. Quiero pedirte perdón por todo. Escúchame.
—Yo no tengo que perdonarte. Fue tu decisión —dijo con dureza Javier tras escuchar lo que ésta argumentaba—. La última vez que nos vimos creo que te dejé muy claro que no quería saber nada más de ti. Te he pedido las últimas veces que nos hemos visto que me dejes en paz, que se acabó. ¿Cómo te lo tengo que decir?
—Dame una última oportunidad —pidió la mujer acercándose a él con una mirada provocativa—. Sé que me echas de menos. —Y acercando su boca a la de él, cosa que alertó a Elsa y a Rocío que no podían oír nada pero sí ver lo que sucedía, prosiguió—: No creo que nadie te haga el amor como yo.
Javier se apartó de su lado. Le daba asco que aquella mujer a la que había querido y amado se comportara de una manera tan sucia con él y con Chimalis.
—¡Déjame en paz y olvídame! —gritó él—. Sólo te lo voy a decir una vez más: olvídate de mí, de mis amigos y de mi familia.
Pero Belén no se dio por vencida y, acercándose a él cómo una gata en celo, posó sus ardientes labios sobre los del hombre, al tiempo que le abrazaba con fuerza. En ese momento, Elsa dejó de mirar. El corazón se le salía del pecho. Comenzó a correr seguida por Rocío, que, al llamarla, alertó a Javier. Éste empujó a Belén para quitársela de encima. Al mirar hacia su derecha, vio a Elsa, seguida por Rocío. Entonces, volviéndose hacia Belén, dijo:
—No quiero volver a verte en mi vida. ¡Me has entendido! —gritó, y tras decir aquello, salió corriendo como un rayo, dejando a Belén allí sola llorando. La mujer sabía que había perdido a Javier por su culpa y que no le volvería a recuperar.
—¡Por favor, espera, Elsa! —gritaba Rocío—. ¿Quieres parar? ¡No puedo correr con estos tacones!
Pero Elsa seguía huyendo a través de aquel bosque. Llevaba los ojos anegados en lágrimas. No sabía hacia dónde corría. Sólo veía, una y otra vez, cómo aquella mujer besaba a Javier y éste no hacía nada por apartarse.
—¡No puedo más,
siquilla
! —gimió Rocío, agotada, mientras gritaba—: Que sepas que me he parado.
En ese momento, oyó cómo alguien venía tras ellas. Era Javier. Rocío, mirándole, le gritó con rabia:
—¡Así te partas una pierna, pedazo de sinvergüenza!
Pero Javier no se detuvo y siguió corriendo tras Elsa. Cuando la alcanzó, la cogió por el brazo y ambos perdieron el equilibrio y cayeron rodando por el suelo. Javier se levantó rápidamente y fue hasta donde ella permanecía tumbada.
—Elsa, cariño, ¿te has hecho daño? —Al verle frente a ella, le miró con odio y le dijo:
—No me vuelvas a tocar en tu vida —gritó señalándole con el dedo de manera agresiva.
—Espera un momento —empezó a decir él en el instante en que llegaba Rocío, que se mantuvo al margen de aquella conversación—. Creo que el culpable he sido yo por no explicarte lo que pasaba. Ella quería volver y…
—Ahora no me interesa saberlo. ¿Por qué no me habías dicho que te has estado viendo con ella? —le dijo dándole un manotazo en el momento en que intentaba ayudarla—. ¡He dicho que no me toques!
—Te lo explicaré. Dame un segundo y te lo explicaré todo —susurró tomando aire. Estaba agotado por la carrera.
—¡Tómate la vida entera! —gritó Elsa comenzando a andar hacia la hoguera donde la gente continuaba bailando.
Al verla tan enfada, Javier fue tras ella. Necesitaba hablarle.
—¿Quieres hacer el favor de dejarme?
—No.
—¡Por Dios, Elsa, quieres parar! —gritó Javier perdiendo los nervios.
Volviéndose hacia él, con el gesto serio le gritó:
—Te dije esta tarde que a mí no me gritaras nunca.
Desesperado, resopló. Aquella noche mágica parecía que no iba a tener buen fin.
—Pues escúchame, Elsa, por favor.
—No. No quiero escucharte —dijo ella con lágrimas en los ojos—. Dijimos que nos lo contaríamos todo y tú no has cumplido el trato.
Consciente de que ella tenía razón, Javier maldijo el hecho y ella comenzó a andar de nuevo. Se alejaba de él. No quería escucharle.
—¡Elsa! —gritó él. Sin embargo ella no se detuvo.
Rocío, al ver la desesperación de aquel hombre, intentó no ser negativa. Seguro que aquello tenía una explicación y acercándose a él dijo:
—Javier, creo que es mejor que, de momento, la dejes respirar.
—Pero no puedo dejarla marchar así.
Ella le entendía, pero conocía a su amiga.
—Déja que se tranquilice. Sé que ahora no entrará en razón.
Mirándola fijamente a los ojos, preguntó:
—¿Me escuchará más tarde?
—No lo sé, Javier —comentó ésta mirándole—. Sinceramente, no lo sé.
Lo que había empezado como una gran fiesta llena de música, alegría, luz y color, se había convertido en una pesadilla para Elsa. Al llegar a la casa de Sanuye, le negó la entrada a su habitación. Javier, afligido, no durmió en toda la noche. Pero a la mañana siguiente fue aún peor. Elsa no quiso hablarle, cosa que no pasó desapercibida a Sanuye, que sin comentar nada les despidió desde la puerta de su casa esperando que pronto la alegría, la juventud y el amor volvieran a visitarla. Mientras el coche se alejaba, Sanuye miró a las nubes y pidió a su marido Awi Ni’ta y a sus antepasados que hicieran todo lo posible para que los problemas de su nieta Amitola se solucionaran y los corazones de su nieto Amadahy y su compañera Elsa se volvieran a encontrar.
El viaje de regreso a Los Ángeles fue un desastre. En el aeropuerto, Aída y Rocío intentaron hacer razonar a Elsa, pero fue imposible. Cuando ella no quería escuchar, se volvía intratable. Tras despedirse de Rocío, que volaba a Nueva York, Elsa esperó la salida de su vuelo junto a las gemelas, sin mirar a Javier que, ceñudo, no le quitaba el ojo de encima. En el avión, Elsa no quiso sentarse con él. Éste aceptó pues no quería montar un numerito. Pero al llegar a Los Ángeles, tras coger su maleta Elsa se marchó y aunque Javier la pilló a tiempo antes de que se subiera a un taxi, ella se negó a compartirlo con él. Finalmente, vio cómo el vehículo donde iba la mujer de su vida se alejaba sin poder hacer nada para remediarlo. Con tristeza, Aída le abrazó por la cintura y junto a los niños, ambos se montaron en otro taxi que les llevaría hasta sus casas.
Muchas fueron las llamadas que Javier hizo a Elsa al cabo del día. Sin embargo, ella o no le cogía el teléfono o lo apagaba. Aída, desolada, intentó hablar con su amiga, pero Elsa no le daba opción: en cuanto mencionaba a Javier, colgaba el teléfono. Rocío, Celine y Shanna hablaban con ella todos los días, pero Elsa se mantenía hermética. No había manera de hacer que razonara.
Pasaron dos meses. Elsa, igual que hizo años antes cuando sufrió el desengaño de Peter, se centró en su trabajo. Javier no pudo hacer nada por cambiar la situación. Tony, su compañero, la conocía bien, por lo que procuró preguntar poco. Simplemente se mantuvo a su lado.
—Tengo los billetes de avión para mañana. Salimos a las nueve para Honolulu —dijo Tony enseñándole los pasajes—. Llévate un par de bañadores. Quizá tengamos algún momento para darnos un bañito.
—De acuerdo —sonrió Elsa—. ¿Quedamos a las ocho en el aeropuerto?
Tony asintió. Elsa, tras despedirse de él, se marchó. Aquella noche, al pasar por su casa y recoger a
Spidercan
, se fue a la de su tía Samantha. Ella cuidaría del perro los días que estuviera en Honolulu.
—Haz el favor de llamar a la abuela —la reprendió Samantha—. Me dijo que estaba preocupada por si no comías.
Elsa suspiró, mientras su tía le cambiaba el pañal a la pequeña Estela.
—¿Siempre ha sido tan obsesiva por la comida? —preguntó.
—Sí, cariño. Siempre ha sido tremendamente pesada con ese asunto —respondió ésta dándole a la niña—. Oye, sobrina, estás muy guapa con un bebé en brazos.
—Esta niña tan linda le quedaría bien en brazos a cualquiera —murmuró con cariño besando a la pequeña.
Samantha, que sabía por Tony que su sobrina no pasaba por un buen momento, preguntó:
—Elsa, ¿estás bien?
Mirándola comprendió que su compañero se había ido de la lengua.
—No te preocupes. Si superé lo de Peter, y fueron dos años, superaré lo de Javier, que sólo ha durado cinco meses.
—Sabes que me tienes para lo que quieras, ¿verdad, cariño?
—Sí, tía. Sé que te tengo para lo que necesite. —Y dejando a la pequeña en brazos de su madre, se despidió—. Ahora me tengo que ir. Mañana salgo a las nueve para Honolulu.
Por la mañana, Tony y Elsa se encontraron en el aeropuerto. Tras un largo viaje, sobre las siete de la tarde llegaban al lujoso hotel Aloha Honolulu. Tras dejar las maletas, se reunieron en la habitación de Elsa, donde hablaron de la organización de la boda de Steven y Mariah. Aquellos novios querían una ceremonia tropical. Agotados por el largo día, se despidieron y se fueron a dormir.
Al día siguiente fueron hasta el lugar donde se celebraría la boda. El hotel elegido contaba con una playa privada, por lo que se centraron en decorarla para la fiesta nocturna. Para aquella boda Elsa, con la aprobación de los novios, había enviado las invitaciones metidas en unas botellas de cristal. En ellas se pedía a los asistentes que acudieran con ropa fresca y tropical. Por eso las mujeres fueron con vistosos vestidos de colores y los hombres con camisas ligeras y pantalones tobilleros.
A las cinco de la tarde aparecieron los novios. Él iba ataviado con un traje de lino beige y ella con un vestido desmontable de organdí. Ambos se encontraron debajo del arco decorado con flores tropicales, como la buganvilla, el pájaro de paraíso y las musas. Y mirándose a los ojos, se juraron amor eterno frente a un hermoso mar azulado y en calma. Tras la ceremonia, aparecieron camareros con camisas hawaianas, faldas y flores en el pelo, ofreciendo a los acalorados comensales cócteles frescos decorados con sombrillas, pájaros de colores o frutas tropicales.
—¿Les pasamos ya al salón para cenar? —preguntó Tony a Elsa a través del móvil, mientras ésta daba los últimos toques a las mesas.
—Dame cinco minutos y les haces entrar —dijo ella mientras colocaba fabulosas peceras, con peces multicolores en vez de flores como centros de mesa.
Cinco minutos después los invitados se divertían al ver que tenían que meter las manos en dos grandes cubos llenos de hielo escarchado y sacar un número. Aquella cifra les indicaría la mesa en la que se debían sentar. En el menú se sirvió gran variedad de marisco y pescado, pero lo que más gustó fue una enorme barbacoa, en la que cada uno se acercaba para coger la carne o el pescado que le apeteciera. Y para finalizar, se sirvió una sorprendente tarta de distintos colores, con limones, naranjas, cocos y piñas heladas. Sonó la música y todos salieron a la playa privada del hotel. Aplaudieron al encontrarse con unas enormes velas blancas decorando la playa, mientras la música tropical hacía las delicias de los invitados. Los camareros ofrecieron de nuevo ceciliaritas, mai tai, piña colada, etcétera, hasta las cuatro de la madrugada, momento en que se marchó el último de los invitados. Y por fin, Elsa y Tony pudieron retirarse al hotel, donde cayeron agotados. Al día siguiente, regresaron a Los Ángeles.
Una mañana, Shanna corría por los pasillos del Canal 43. Buscaba a Luis y Fredy, sus cámaras, para salir a cubrir en directo la noticia del terremoto que había sacudido Toronto. Según las últimas noticias, la zona más afectada era el barrio griego. Se habían desplomado varios edificios y los bomberos estaban sacando a las víctimas. Mientras cruzaban la calle más larga del mundo, Yongue Street, Shanna pensaba en George O’Neill. Dos días atrás la había llamado para ver qué tal estaba. Aunque él hizo el intento de hablar sobre lo ocurrido, ella no le dejó. No quería volver a arriesgarse en el amor. Le daba pánico fracasar de nuevo, y más con George. «Lo mejor es olvidarse de lo ocurrido», pensó mientras parte de su corazón le decía que corriera tras él.
—¡Mirad, es allí! —dijo Luis de pronto señalando hacia un gran revuelo de gente y una gran humareda.
—Aparca por aquí —comentó ella cogiendo el micrófono.
Una vez aparcaron se acercaron todo lo que pudieron hasta el lugar del incidente y, tras entrevistar a varias personas, se mantuvieron allí a la espera de saber si los bomberos sacaban o no a algún superviviente. Entonces, se volvió a notar otro pequeño movimiento de tierra. Shanna estaba asustada, pero intentó mantener la calma. Se habían derrumbado tres edificios de seis plantas. En los bajos de aquellos inmuebles había un supermercado, una guardería y una peluquería. La tarde se hizo eterna y, según pasaban las horas, se volvió desesperante, pues veían trabajar a los bomberos sin descanso, pero lo único que conseguían rescatar eran cadáveres.
Con los nervios a flor de piel, Luis grabó a un bombero mientras lloraba desconsolado llevando el cadáver de un bebé de apenas un año morado y asfixiado. Shanna, aterrorizada por un nuevo temblor, miraba a su alrededor. Todo se movía y los edificios parecía que iban a caerse sobre ellos. La gente, asustada, corría de un lado para otro, mientras los bomberos, sin amilanarse ni un segundo, continuaban bajo los cascotes.