—Por cierto, Elsa. Muy bonitas las flores que llevas en el vestido —dijo Aída sonriendo a las estrellas.
Elsa se miró la pechera y vio las pequeñas flores azules prendidas en su vestido.
—Se las regaló tu hermano —añadió Shanna y Elsa la regañó.
—¿En serio? —rió Aída al pensar en lo suspicaz que era su hermano—. ¿Por casualidad te ha dicho cómo se llaman esas flores?
Elsa asintió e intentó recordar aquel extraño nombre.
—Sí… me lo dijo, pero era complicado. Era algo como
Myosotis
o…
Las carcajadas escandalosas de Aída por el ingenio de su hermano hicieron que todas la miraran sin entender aquel estallido.
—Menuda cogorza que lleva la moza —rió Rocío al ver a su amiga reír.
—Pues yo no le veo la gracia —señaló Celine al ver a Aída, muerta de risa, revolcándose con su precioso vestido de novia por el césped.
Cuando consiguió calmarse, ésta miró a Elsa y preguntó:
—¿Sabes cuál es el nombre de esa flor? —Elsa la miró y negó con la cabeza. Aída prosiguió—. En el lenguaje de las flores, significa amante eterno. Pero el verdadero nombre de las flores que tienes ahí es nomeolvides.
Sorprendida por aquello, Elsa no supo qué decir, pero sus amigas sí.
—¡Qué bonito, por favorrrrrr! —rió Shanna—. ¿Por qué no me pasarán a mí esas cosas?
—¡Virgencita! ¡Qué romántico! —suspiró Rocío, devolviendo el cigarro a Celine mientras reía—. Yo quiero uno así, todito para mí.
—Pues lo llevas claro, amiga. Los románticos ya están repartidos y los superhéroes sólo existen en las películas norteamericanas —dijo Celine cogiendo el cigarro que le devolvía Rocío al tiempo que reía con ella por aquel último comentario.
Elsa, mientras oía las risas de sus amigas pensaba en cómo un chico como Javier, con sólo dieciocho años, podía ser tan caballeroso y galante. Con cuidado, desprendió el ramillete de su vestido, lo miró con curiosidad y sonrió.
El silencio se hizo el dueño del lugar mientras las muchachas continuaron tumbadas sobre aquel césped escarchado, mientras miraban las estrellas y se preguntaban si continuarían con su amistad, si serían felices o si conseguirían sus metas profesionales?
Pero todo aquello era algo que el tiempo, la vida y el no olvidar de corazón podría desvelar. Si de verdad se querían, ni el tiempo, ni la distancia, ni nada podría acabar con aquella amistad que comenzó un día en un colegio, en una aula, con simples miradas y sonrisas. Las mismas que aquellas cinco mujeres tenían en ese momento, tumbadas en el césped del Ritz con sus maravillosos vestidos mientras contemplaban las estrellas.
23 de enero de 2009… diez años después
—Mamá, escúchame —dijo Elsa desde el teléfono de su despacho—. Intentaré llamar más a menudo, pero no te lo puedo asegurar. Tengo muchísimo trabajo. Además, dentro de dos días salgo para Chicago y estaré allí seis días. Por cierto —murmuró con una sonrisa—, hoy viene la abuela.
—Cariño, inténtalo —respondió Bárbara tras oír a su hija—. A tu padre le hacen mucha ilusión tus llamadas. ¿Hoy va la abuela?
Elsa, retirándose la melena de la cara, asintió.
—Sí mamá. Hoy es el gran día.
Bárbara, consciente de la noticia que le tenían que dar a su madre, resopló y dijo:
—Uff… cariño. Ya me contarás. Dale besitos a ella y a la tía, y diles que las quiero mucho.
—Sí, mamá, se lo diré —asintió ésta—. Oye, ¿hablaste con Bea?
Bárbara, al oír el nombre de su hija pequeña, que ya era una mujer, suspiró.
—Sí, cariño. Está encantada con su vida en Londres.
—Mamá, es normal. A ella le gusta otro tipo de diseño más loco y desenfadado. No puedes pretender que también opte por los vestidos de novia.
Beatriz,
la Llorona
, ya era una mujer y había sido contratada por la empresa Vivels, ubicada en Londres, y dedicada al diseño de ropa bastante alternativa.
—Ya lo sé, hija. Pero os echo de menos. Tú allí y ella en Londres.
—Tienes a Nico, mamá. —Pero rió al oír el resoplido de su madre.
—¿Sabes desde cuándo llevo sin hablar con él? —comentó Bárbara, algo molesta con su hijo—. ¡Tres semanas! Siempre le llamo yo, y no me importa, pero me gustaría que él o Marta me llamaran alguna vez.
Elsa sonrió. Su hermano y su cuñada eran unos despistados.
—No lo tomes a mal, mamá, ya sabes cómo son los dos.
—Sí, ya lo sé, hija. Pero es que a tu padre y a mí nos gustaría verlos más a menudo, en fin, nos gustarían muchas cosas de ellos.
—Mamá, tranquila —sonrió Elsa al entenderla—. Estoy convencida de que cualquier día te harán abuela.
—¿Tú crees que ésos dos quieren tener hijos? —preguntó Bárbara—. Me parece que sólo quieren viajar y pasarlo bien. No sé yo si los niños entran en sus planes.
Su hijo y Marta llevaban casados siete años, más los de noviazgo, y no se les veía muy decididos a tener descendencia.
—Todo llegará a su tiempo, mamá —rió Elsa y cambió el tema o, de lo contrario, lo siguiente sería preguntarle si tenía novio—. Dime, ¿cómo está papá?
—Bien, cariño. Trabajando como siempre. Anoche le dije que hablaría hoy contigo y me pidió que te mandara muchos besos de su parte, y que te comentara que él intentaría llamarte durante esta semana. Por cierto, ¿te contó Rocío que su hermano Julián ya tiene novia?
«Oh, Dios…, ya empezamos», pensó Elsa al oír aquello. Tanto su madre como la de Rocío, Candela, estaban demasiado preocupadas por las vidas íntimas de sus hijas, y no perdían oportunidad de recordárselo cada vez que hablaban con ellas.
—Sí, me lo contó. Me alegro por él.
—Hija, ¿comes bien? ¿Has conocido a alguien interesante últimamente?
«Lo que faltaba… ahora empezará con el tercer grado», suspiró al escucharla pero, sin querer enfadarse con ella, dijo:
—Mamá, ¿tú crees que yo tengo tiempo para novios?
—Eres joven. Si no tienes tiempo ahora, ¿cuándo lo tendrás?
—Vamos a ver —resopló Elsa—. No tengo tiempo, ni ganas, y mucho menos necesidad de buscar nada.
Pero Bárbara contraatacó. Quería que su hija encontrara una pareja y no dejaría de recordárselo mientras viviera.
—Pero yo digo que…
Elsa, a punto de chillar, se levantó justo en el momento en que Tony, su ayudante, entraba en el despacho y con un movimiento de la mano le indicaba que tenía otra llamada.
—Mamá —la interrumpió encantada—. Mamá, tengo que dejarte. Ya te volveré a llamar y te contaré.
Tras despedirse, colgó aliviada mientras Tony la miraba.
—Uff… jefa, percibo que tu madre ha vuelto al ataque —bromeó.
Elsa, tras echarse en un vaso un poco de agua, bebió y dijo.
—Te juro que cada día me cuesta más contener su ataque. —Ambos rieron.
—Al teléfono tienes a Ariadna —dijo Tony antes de marcharse.
—¡Genial! —aplaudió ésta y, tras coger el teléfono, comenzó a hablar con ella.
Ariadna Gobertling era una muchacha de Phoenix que les había contratado para la organización de su boda. Su novio era mexicano y quería ofrecerles, a él y a su familia política, una boda lo más ostentosa posible.
—De acuerdo, Ariadna. Entonces, a las cuatro te espero aquí. Necesito tu aprobación en algunos detalles. Hasta luego.
Tras la conversación Elsa colgó el teléfono, momento en el que entró la pizpireta de su abuela.
—¿Cómo está mi preciosa nieta? —gritó Estela.
Con una gran sonrisa, Elsa se hizo la sorprendida. Se levantó para abrazarla y juntas se sentaron en el elegante sillón que había en el despacho.
—Abuela, ¿cuándo has llegado?
Estela, dejando el bolso a un lado, miró a su nieta, que cada día se parecía más a ella.
—Esta mañana. Clarence, el marido de Samantha, fue a buscarme al aeropuerto. Por lo visto a la una llegará Howard Feldenson, el notario, y tengo que firmar unos papeles. Y tú ¿qué tal estás?
Reprimiendo la sonrisa por la sorpresa que le iban a dar a su abuela, dijo:
—Con muchísimo trabajo. Tengo contratadas cinco bodas. Una en Phoenix, dos en Los Ángeles, otra en Colorado Spring y la última en Chicago.
—Cada día estoy más orgullosa de ti. Sin embargo no me gusta verte tan delgada —susurró mirándola.
«Buenoooooo… ya empezamos», pensó Elsa. Su madre y su abuela siempre la martirizaban con lo mismo, con que se echara novio y comiera bien.
—Abuela, no estoy delgada, no empecemos.
La mujer, tras mover la cabeza, asintió y, mirándola, preguntó:
—¿Qué tal funciona tu prima Beverly aquí? No le quiero preguntar a su padre para que no se moleste.
—Muy bien, abuela. Es estupenda, y creativa. Creo que será una maravillosa coordinadora de eventos.
—Me encanta ver a mis nietas trabajando juntas. —Y acercando la cara de Elsa hacia sí para darle un beso en la frente, dijo—: ¿Tienes algo nuevo que contarme?
«Noooooooooo», quiso gritar pero, tras un suspiro, preguntó:
—¿Sobre qué, abuela?
La anciana, con una sonrisa soñadora, le dio un par de palmaditas en la mano y dijo.
—Eres una mujer espabilada, atrevida y muy creativa, pero me gustaría que mi nieta tuviera vida privada.
—Abuela, tengo vida privada, no te preocupes.
Pero su abuela era tan cabezona como su madre y volvió a insistir.
—¿A qué llamas vida privada, a salir de paseo con tu perro
Spidercan
?
Clavándose las uñas en las palmas de las manos, miró a su abuela y dijo:
—Vamos a ver. Tengo treinta y dos años, y estoy contenta con lo que hago. Si algún día tengo que conocer a alguien en especial, ya llegará. ¡No me agobies!
—Cariño mío, a tu edad ya tenía a mis cuatro hijos. Además, sigo pensando que estás muy delgada.
—Vale… vale, abuela —rió por no llorar—, pero es que tú eres tú y yo soy yo. Ahora la gente no tiene hijos tan alegremente. Nos pensamos con detenimiento si queremos hijos o no. —La anciana refunfuñó—. La vida, hoy por hoy, nos ofrece muchas diversiones que no son tener hijos y, no te preocupes, no estoy delgada. Me alimento muy bien y estoy en mi peso.
—Lo dudo… —suspiró Estela—. Tanta tecnología, tanta comida rápida y tanto liberalismo os está minando horas de vida.
En ese momento se cerró la puerta del despacho. La anciana, al ver a su hija Samantha, dijo:
—Ésta es la que se está poniendo redonda. A este paso la llevaremos rodando por la calle.
Aquello hizo reír a carcajadas a Elsa. Samantha sonrió.
—Ya estoy aquí, ¡Hola, mamita! —dijo ésta echándose en los brazos de su madre—. Y por favor, mamá, ¿quieres hacer el favor de dejar que Elsa decida cuándo quiere tener novio o no? —Su madre la miró y sonrió—. ¡Déjala! Es joven, ya tendrá tiempo para casarse y tener hijos.
Estela, feliz por verse rodeada de los suyos, sonrió. Samantha, al igual que Bárbara, se parecía mucho a ella, cosa que le enorgullecía.
—Si sigue así, será una solterona —protestó la anciana haciéndolas reír.
—Ay…, mamita, creo que esa sangre italiana que corre por tus venas te hace ser un poco pesada con lo del matrimonio, los hijos y la comida.
Elsa sonrió y se levantó. Llenó un vaso de agua y se lo tendió a su tía mientras su abuela decía:
—Tiene treinta y dos años, Samantha. ¿Cuándo va a tener bebés?
—Mamita —dijo Samantha con cariño—. Hoy en día las mujeres pueden tener hijos con más edad. Ya no hace falta tenerlos con veinte años, el mundo avanza.
—¿Y a ti qué te pasa? —preguntó Estela al ver a su hija acalorada y con sudores, mientras Elsa le tendía un vaso de agua y se sentaba junto a su abuela.
—Nada grave —respondió ésta con rapidez, sentándose con ellas.
Pero la mujer, extrañada, dijo quitándose las gafas:
—Samantha Pickers. Eres mi hija y sé perfectamente cuándo te ocurre algo.
Elsa, junto a ellas, las observaba con una media sonrisa. Su abuela y su tía, en el fondo, eran tal para cual. La unión que había entre aquellas mujeres era genuina y estupenda. Su abuela adoraba a todos sus hijos, pero la relación que había entre Samantha y ella era especial.
—Hija, estás sudando —susurró Estela levantándose para darle aire y, volviéndose hacia Elsa, añadió—: A mí me pasó lo mismo a su edad. Me entraban unos sudores tremendos cuando me vino la menopausia.
—¡Mamita! —chilló Samantha sin saber si reír o llorar.
Elsa, divertida, las observaba y reía a carcajadas cuando su abuela dijo:
—Cariño, pero si no es nada malo. Eso les pasa a todas las mujeres. A tu edad yo tenía unos sofocones horrorosos.
—Mamita, no es lo que piensas. —Y mirándola dijo—. Siéntate, tengo que decirte una cosa.
—¡Ay Dios! No me asustes —protestó la mujer sentándose al lado de su nieta—. Mira que ahora mismo llamo a Frederick, el médico de la familia, y te hace un chequeo de pies a cabeza.
Elsa y su tía Samantha sonrieron y la anciana prosiguió.
—Si es que no os cuidáis. Lleváis una vida loca, no coméis en condiciones.
—Estoy embarazada —dijo Samantha.
Al oír aquello y ver la cara de su abuela, a Elsa se le escapó una sonora carcajada que atajó con rapidez al percatarse de la mirada asesina de su abuela.
—¿Que estás qué? —preguntó la mujer, incrédula, mirando a su hija.
—Embarazada —dijo Samantha con los ojos inundados de lágrimas—. Vas a tener otra nieta.
Hacía ya ocho años desde aquel fatídico día y no pasaba ni uno solo en que no pensara en Britney, su preciosa hija de once años, que había muerto en un accidente de tráfico.
—Es una niña. Y tranquila, la amniocentesis nos indicó que está todo bien a pesar de mis cuarenta y nueve años —balbuceó Samantha al ver a su madre tan callada—. Estoy de cinco meses y, según mi tocólogo, la niña nacerá para el 12 de mayo. —La anciana no podía ni hablar, por lo que ésta continuó—. No ha sido un bebé buscado, mamita, ha sido un regalo. Un maravilloso regalo, y John y Alfred —sus hijos de veintidós y veintiuno— están como locos por tener en brazos a su hermana.
—Pero… pero si la que tendría que tener hijos es ella y no tú —comentó Estela señalando a su nieta, que puso cara de circunstancias.
—Ni lo pienses, abuela —aclaró la nieta haciéndolas sonreír.
Y sin responder, la mujer se levantó y abrazó a su hija. La pérdida de Britney casi la había vuelto loca y ella no era nadie para amargarle aquel bonito momento.