Authors: Ana María Matute
Aunque Ancio prohibía a Furcio asomar su innoble persona por las dependencias altas del Castillo, escasa obediencia y mucha mofa hacía el niño de tales advertencias o amenazas. A menudo escapaba de la Torre, y es posible que muy pocos conocieran el destartalado Castillo olarense como el pequeño y empedernido Furcio. Pero bien cuidaba de sustraerse a la vista de su padre, pues no ignoraba que si tal cosa ocurría, muy amenazados se verían todos los Soeces: bien de ser devueltos al sureño patrimonio de su madre y Caralinda, o de desaparecer de Olar -o aun, quién sabe, de este mundo- de forma tan expeditiva como discreta. Así, y por razones distintas a sus hermanos -aunque no por diferencia de gustos-, solía pasear su bella personita por las más bajas dependencias, a lo largo de pasillos donde jamás entró la luz del día. No era raro tropezar, en tan oscuros como subterráneos lugares, con el Príncipe de los ojos turquesa, y escuchar, ora sus paralizantes carcajadas, ora sus profundos silencios que, igualmente audibles, parecían estremecer los roqueños cimientos. Era costumbre esparcir por los suelos de aquellos corredores puñados de paja, para que resultase más cómodo transitar entre los orines de animales y hombres, y facilitar los someros barridos que de tarde en tarde empujaban hacia otros aún más míseros lugares tales miserias. No obstante, allí solía amanecer más de una vez el niño de los cabellos de fuego y los preciosos ojos: y tan a gusto y encantado despertaba como la más remilgada Princesa entre ricas cobijas. Mucha y muy auténtica debía de ser su belleza, para lucir entre la mugre que tan fielmente le acompañaba -y gustar de ella.
Lo cierto es que, hasta en sus más lujosos departamentos, el Castillo de Olar no era lugar confortable ni aseado, ni siquiera hermoso. Excepto las cámaras reales o de los altos dignatarios que allí moraban, casi ninguna de sus habitaciones disponía de tapices o cortinas. A causa de la carencia de abrigo, unida a los larguísimos y fríos inviernos y a la proximidad del Lago de las Desapariciones, la insalubridad de aquellos recintos era muy elevada. Las ventanas, como correspondía a tales latitudes, eran de muy escaso vuelo, y raramente el sol se filtraba por ellas. De continuo, un agua lenta y verdinegra resbalaba, como sudor o lágrimas, a lo largo de los muros. Y crecía el musgo y todo oscuro y diminuto ser, más o menos viviente, en sus rincones. Más de una maligna calentura se llevó al otro mundo a servidores y aun a cortesanos. Y ni que decir tiene que toda criatura de escasa o ninguna alcurnia que allí sobrevivía, veíase de continuo sacudida por toses pertinaces y sospechosas palideces.
Pese a todo, la furia de supervivencia que alimentaba a los vástagos de la raza Soez -y quede claro que los muertos Dancio y Encio sucumbieron por causas ajenas a cualquier dolencia interna- manteníalos en tan vivaz como roqueña salud, que más de un amarillento cortesano hubo de maldecirles y envidiarles. Contra toda amenaza, los Soeces amanecían, día tras día, en la más opulenta lozanía y buena forma, sobreponiéndose a toda insalubridad. Pese a que para nadie eran un secreto las indigentes condiciones de sus departamentos -un verdadero nido de suciedad, inclemencia y abandono-, lo cierto es que el Conde Tuso, encargado de su alojamiento y educación -por llamar a esto último de algún modo-, no proveía como era debido las necesidades de los príncipes, en verdad postergados. Cualquier soldado distinguido en sus campañas merecía más atenciones por parte del Rey que aquellos desdichados pelirrojos. Y el precavido Consejero consideraba más oportuno proveerse a sí mismo de las comodidades que, lícitamente, hubieran debido tener primacía por parte de los que eran, al fin y al cabo, los hijos del Rey. Mucho contribuía a esta poca equitativa repartición de comodidades, el convencimiento que albergaba Tuso de que los cuatro hermanos no hubieran apreciado muestra alguna de lujo o refinamiento en sus dependencias. Sospechaba -y tal vez no se equivocaba- que jamás habrían distinguido con exactitud la más lujosa cámara principesca de una pocilga. Con lo que atinó a decirse que más provecho sacaría él de tales cosas que semejantes zoquetes.
Ancio y Furcio habían crecido, pese a todo, tan robustos, que nadie podía dudar de su consanguinidad con la rama de los Olar. Volodioso -como su padre, y posiblemente sus abuelos jamás estuvo enfermo por causas propias o internas. Y como él, Anclo y Furcio eran altos y duros a los golpes y al frío, insensibles al calor o al viento, irrespetuosos con las tempestades y prevaricadores con los rayos. Ni que decir tiene que temían menos una lanza certera que un pensamiento velado. Y velados, para los cuatro hermanos -en esto eran todos iguales-, resultaban todos aquellos pensamientos que se apartaban un ápice de cualquier ocurrencia destinada a su lucro o placer individual. A pesar de reunir un haz de cualidades más bien negativas, algo había en ambos que a la larga o a la corta inspiraba un fugaz sentimiento de complacencia: su exultante amor a la vida, que, en ocasiones, les confería una especie de iluminada grandeza: en Anclo, tras el combate, en Furcio -menos esplendorosamente, es cierto-, tras el hurto o el engaño. Algo era, después de todo.
Bancio y Cancio, aun resistiendo heroicamente, como baqueteados cueros, a tirones, cortes, humedades, sequías, latigazos y tensiones, nacieron escuálidos; y su piel amarilla, cubierta de pecas, en nada recordaba la lozanía de las manzanas. No obstante -unos hablaban de su mutuo y extraño afecto, otros de una misma sustancia venenosa-, lo cierto era que resistían, con nervio indomable, con huesos más duros que lanzas, todo rigor, inclemencia, despego y crueldad circundante. No eran amados, y lo sabían. Así, entre insulto e insulto, de amenaza a amenaza, de golpe a golpe, enviábanse quizá briznas de un tímido -tanto que ni sabía nacer- y fraternal amor. Pero estas cosas, ¿quién podía asegurarlas? Nadie. Y menos que ninguno, ellos.
En suma, nada extrañará que los hermanos, uno a uno, y sin distinción de caracteres o apariencia, se alegraran con la desgracia de la Reina Ardid. Y Ancio en especial, pues sobre todas las cosas celebraba que el temido hijo legítimo naciera en cautiverio. No faltaría una mano piadosa -si preciso fuera- que le ahorrara de una vez por todas los sinsabores de este mundo.
Con tal idea entre las cejas, una vez refrescada su mente de los vapores nocturnos, fue en busca de su mentor y maestro, el Conde Tuso. No en vano había notado que en los últimos tiempos, éste se había mostrado un tanto desviado -al menos aparentemente- hacia la Reina, y su olfato zorruno le avisaba de que, si en verdad la mente de Tuso tenía algún parecido con la suya, algo andaba torcido entre los dos. Por tanto, una vez reunidos ambos, y a solas, dijo, con lo que consideraba tacto y discreción:
—Si os parece, suprimo al hijo de la Reina apenas nazca.
El Conde Tuso observó a Ancio con atención reflexiva. Consideró calmosamente la astucia zorruna de sus ojos, y hallóla empobrecida por considerables masas de ignorancia y brutalidad. No obstante, la más retorcida iniquidad se arropaba amorosamente en aquel ser: y así, vagando en su escrutinio de una a otra zona de las que componían tal figura, vino a detenerse su mirada en la contemplación de las manos largas de Ancio: largas, pecosas, provistas de dedos como patas y uñas escrupulosamente bordeadas en negro. Eran unas indudables manos de ladrón: manos de muerte por la espalda, de vertedor de veneno. Eran -según su larga experiencia le mostraba- las inconfundibles manos que se agitan gozosamente a la sombra de otros más poderosos, más arriesgados, o más locos de vanidad y gloria. Porque no había ambiciones semejantes en los ojos de Ancio: sólo bajo las órdenes de un Amo, se abría paso el más diestro ejecutor de humanas supresiones y torturas.
En aquel momento, una oscura decisión cuajó en el Consejero -que aun sabiéndose nacido para Amo de perros semejantes, se estremecía a la sola vista de la sangre-. Además de las secretas razones que le empujaban a proteger -a su modo, se entiende- a los Soeces, sabía bien que tan sólo del más primario, limitado y estrictamente personal placer cabía llenar las manos y los deseos de Ancio. Sólo calmando con piltrafas del peor y más ruin egoísmo, se atendía a todas sus aspiraciones. «Buen Rey, bajo su custodia y con tales apetitos, sería Ancio.» Abandonó al fin sus indecisiones y titubeos sobre la actitud que debía tomar frente a la Reina Ardid -que, aunque dulce y amable en apariencia, adivinaba firme y afilada como bien templada espada-, y considerando que aún no había nacido el presunto heredero -dicho sea de paso, podía resultar niña-, pasó el brazo por los hombros del Soez, y dijo:
—No eres sutil, Ancio, pero tienes otras cualidades. Por tanto, ven a mi cámara esta noche, y hablaremos despacio.
Ancio mostró generosamente la parte de sus dientes que aún mantenía oculta bajo los labios, y se fue, convencido de haber dispensado su más encantadora sonrisa a tan buen mentor como sospechoso cómplice. Pues tal vez el Conde Tuso menospreciaba un tanto las recónditas virtudes de aquel a quien -no en balde- bautizó la Corte con el sobrenombre de El Zorro.
Y cuando aquella noche acudió el primogénito del Rey a la cámara del Real Consejero, se sentó a sus pies con humildad de niño y veneración de discípulo.
—No olvides, Ancio -dijo Tuso-, que la prudencia es buena consejera.
Y de esta forma, disuadió a El Zorro de sus impulsos infanticidas. Opinó que, por el momento, bastaba mantener a la Reina en una estrecha vigilancia, cosa de la que él mismo se preocuparía.
—Y llegado el día pertinente -terminó- has de entender bien una cosa y grabarla en tu mollera: todo aquello que yo te ordene, debes cumplirlo sin dilación ni titubeos. Si así me lo prometes, yo te prometo a mi vez que serás el Rey de Olar.
—Así lo haré, tenedlo por seguro -se avino respetuosamente Ancio el Zorro.
Sólo entonces, extrajo el Consejero de una pequeña arqueta dos copas finamente cinceladas -vestigios de un remoto esplendor que, súbitamente, poblaron de nubes su ojo azul y su ojo amarillo-. Escanció en ellas el preciado mosto, que, un poquito por aquí, un poquito por allá, escamoteaba a las bodegas semisagradas de Volodioso, y brindó con su protegido, en la espera de muy lucrativos días.
Absorto en la íntima melancolía de su vino y de su copa, el Consejero se concentró brevemente -como ocurría a veces, en la soledad de su alcoba- en su recóndito sentir; en recordar, o tal vez lamentar, otros tiempos, otras tierras, otras gentes. Mientras tanto, Ancio daba sorbitos a aquel líquido que ni remotamente le placía tanto como la cerveza, mientras en su sesera larvaba y maduraba la forma en que, una vez encajada la corona en su roja pelambre, deshacerse de aquella concomitancia, de aquella despótica tutela que, desde lo más hondo de su corazón, aborrecía.
2
Las dos doncellas que acompañaron a la Reina Ardid en su encierro -y que, sin culpa alguna, debían padecer idéntico cautiverio- no fueron, en esta ocasión, sus acostumbradas camareras, pertenecientes a la nobleza. Para tan triste cometido, eligieron dos infelices a las que, hasta el momento, sólo les habían sido encomendadas funciones de ayudanta de peinadora y vestidora de las damas menos relevantes.
Apenas se halló a solas con las dos muchachas -que lloraban sin rebozo-, la Reina les dijo:
—No desesperéis, muchachitas. Os prometo salir de aquí muy bien libradas, pues lo cierto es que, una vez haya nacido mi hijo, no precisaré de vuestros cuidados. Sólo os pido paciencia hasta ese momento que, además, siento muy próximo. Por tanto, en breve os veréis nuevamente libres.
Las muchachas, llamadas Dolinda y Artisia, la miraron asombradas. Jamás, hasta el presente, dama ni caballero alguno habíase dirigido a ellas de forma que las distinguiera de un perro -y no de los más cuidados-. Secaron sus ojos con el borde del delantal, y la que parecía más espabilada, la llamada Dolinda, dijo:
—¿Y cómo será posible eso, Majestad?
—Dejadme hacer, y no preguntéis más -dijo la Reina. Y contempló, enternecida, sus rostros casi infantiles-. Habéis de saber que no es por causa de este cautiverio (del que, como más tarde os mostraré, muy bien podría evadirme), sino por el deseo de que mi hijo nazca en este Castillo, que acepto vivir el tiempo que sea menester entre las sucias paredes de este Torreón.
Tal seguridad había en su voz, y con tanta autoridad y afecto les habló, que las dos pobres criaturas -de once y doce años de edad- sintieron renacer su esperanza. Sobrecogidas por aquel tono y por aquella -en verdad muy señorial- forma de afrontar y sonreír a su negro destino, Dolinda y Artisia quedáronse con la boca abierta, sin atinar a decir cosa alguna.
Pasaron así muchos días. Poco a poco, las maneras y las palabras de Ardid fueron ahuyentando la tosquedad y timidez de ambas doncellas. Y como jamás vieron ni oyeron a ser alguno que se pareciera a aquella Reina -hasta entonces, sólo la habían atisbado de lejos, transidas de temor y admiración-, las dos niñas conocieron, aun por tan triste rendija, un primer resplandor de humanidad y aun de dulzura, tan ausentes ambas de su corta vida.
Eran lindas y graciosas -esto fue lo que les hizo engrosar la servidumbre del Castillo- y, al mismo tiempo, muy hábiles en la costura y en todo tipo de trabajos caseros. Entre charlas y enseñanzas, Ardid fue puliendo sus maneras y su lenguaje. Y quedó muy complacida al ver qué ardor ponían ambas criaturas, no sólo en escuchar y atender sus enseñanzas, sino en servirla con el mayor esmero de que eran capaces. Diose cuenta de que -en especial Dolinda- eran criaturas de viva y despierta inteligencia; y como esta cualidad animaba al instante el interés de Ardid, sintió, al tratarlas en su forzada intimidad, la punzada de una vaga indignación -aunque no sabía decirse contra quién: si contra el mundo, contra Olar, o contra sí misma-, pues atinó a decirse que, de haber nacido en otra cuna, muy buen provecho -habríase extraído de las doncellitas. Comparábalas a algunas jóvenes damas de la Corte, estúpidas y emperifolladas; y aun con su humilde ropa y sus sencillas trenzas, la pequeña Dolinda salía de tal comparación mucho mejor parada. Pero Ardid no era mujer que entretuviese demasiado su pensamiento en estas cosas, pues, aun conociendo o intuyendo su importancia, otras ideas más personales y ambiciosas se anteponían a tales consideraciones, y aun sentimientos.
No obstante, día a día fue estrechándose la intimidad entre Reina y doncellas -la situación se prestaba a ello-, y mucho aprendieron en tan largas horas las unas de las otras. Y si las dos niñas sacaron provecho de tales experiencias, mucho más extrajo de las suyas la propia Reina: aspectos de la vida corriente de las gentes corrientes que, por una u otra razón, desconocía, le iban siendo revelados.