Authors: Frederick Forsyth
»Se dicen un montón de estupideces acerca de lo que ocurrió en unos cuantos campos de concentración, que un mundo con sentido común hubiera debido olvidar hace tiempo. Todos se escandalizan porque tuvimos que limpiar a Europa de esa chusma judía que contaminaba todas las facetas de la vida alemana y nos mantenía a todos en el lodo, a su misma altura. Teníamos que hacerlo, créame. Aquello no era más que una operación accesoria en el plan de conseguir una Alemania y un pueblo alemán sano de ideas y de sangre, que gobernara el mundo por derecho propio. Porque es nuestro
derecho
, Miller, y nuestro destino. Y lo habríamos logrado si los condenados ingleses y los estúpidos americanos no hubieran metido la nariz. Porque no sirve darle vueltas: usted puede echarme eso en cara, pero los dos estamos en el mismo lado, joven; media entre los dos una generación, pero estamos en el mismo lado. Los dos somos alemanes, el pueblo más grande del mundo. ¿Y va usted a permitir que su enjuiciamiento de todo esto, de la grandeza que Alemania conoció y que recobrará, y de la unidad esencial de todos nosotros, los alemanes, va usted a permitir que su enjuiciamiento de todo esto se vea afectado por lo que ocurrió a unos cuantos judíos miserables? ¿Es que no se da cuenta, pobre inocente, de que ambos estamos en el mismo lado, de que usted y yo pertenecemos a un mismo pueblo, con un mismo destino?
A pesar de la pistola, se levantó del sillón y se puso a pasear por la alfombra, de la mesa a la ventana.
—¿Quiere una prueba de nuestra grandeza? Mire a la Alemania de hoy. En 1945 estaba reducida a escombros, completamente destruida y a merced de los bárbaros del Este y de los tontos del Oeste. ¿Y ahora? Ahora Alemania vuelve a levantarse, lentamente, pero con firmeza; aún le falta aquella disciplina esencial que nosotros podíamos darle, pero año tras año va aumentando su poderío industrial y económico. Sí, y también el militar, algún día, cuando hayamos podido sacudirnos los últimos vestigios de la influencia de los aliados de 1945. Y entonces volveremos a ser tan poderosos como antes. Se necesitará tiempo; tiempo, y un nuevo jefe, pero los ideales serán los mismos. Y también la gloria. Sí; también la gloria será la misma.
»¿Sabe cómo se consigue esto? Yo se lo diré. Sí, yo se lo diré, joven. Esto se consigue con disciplina y organización. Una disciplina férrea, cuanto más férrea mejor, y organización; nuestras dotes de organización son, después del valor, nuestra más brillante cualidad. Porque hemos demostrado que sabemos organizarnos. Mire a su alrededor: esta casa, la finca, la fábrica del Ruhr, la mía y miles como ella, cientos de miles que producen día tras día más fuerza y poderío para Alemania.
»¿Y quién cree que ha hecho todo eso? ¿Lo han hecho esos desgraciados que pierden el tiempo lamentándose por la suerte de un puñado de judíos miserables? ¿Cree que lo han hecho esos cobardes traidores que se dedican a perseguir a los buenos soldados alemanes, honrados y patriotas? Lo hemos hecho nosotros, nosotros hemos devuelto a Alemania su prosperidad, los hombres que teníamos veinte años en 1933.
Se volvió hacia Miller con los ojos brillantes. Pero también medía la distancia que había entre el punto más alejado de su paseo y el pesado atizador de la chimenea. Miller advirtió la mirada.
—Y, ahora, usted, un representante de la nueva generación idealista y caritativa, entra en mi casa y me apunta con una pistola. ¿Por qué no guarda su idealismo para Alemania y los alemanes, que son su tierra y su gente? ¿Cree usted que al perseguirme a mí actúa en representación del pueblo? ¿Cree usted que el pueblo de Alemania quiere eso?
Miller movió negativamente la cabeza.
—No; no lo creo.
—Ya lo ve. Si avisa a la Policía y me entrega, quizá me sometan a juicio, y digo «quizá» porque ni siquiera eso es seguro, después de tanto tiempo y desaparecidos o muertos los testigos. De modo que guarde esa pistola y váyase a su casa. Váyase a su casa y dedíquese a leer la verdadera historia de aquella época; entérese de que Alemania debe su grandeza de entonces y su prosperidad de hoy a los alemanes patriotas como yo.
Miller había permanecido callado durante toda aquella perorata, observando con perplejidad y creciente repugnancia al hombre que paseaba por la alfombra delante de él tratando de convertirlo a la antigua ideología. Deseaba decir mil cosas acerca de la gente que él conocía y de otros millones de personas que no veían la necesidad de comprar la gloria al precio de la vida de millones de otros seres humanos. Pero no encontraba las palabras. Uno nunca las encuentra cuando las necesita. Y permaneció callado, hasta que Roschmann terminó de hablar.
Después de unos segundos de silencio, Miller preguntó:
—¿Conoce usted a un hombre llamado Tauber?
—¿Cómo?
—Salomón Tauber. También era alemán. Judío. Estuvo en Riga desde el principio hasta el fin.
Roschmann se encogió de hombros.
—No lo recuerdo. De eso hace tanto tiempo… ¿Quién era?
—Siéntese —dijo Miller—. Y quédese sentado.
Con un gesto de impaciencia, Roschmann volvió a su sillón. Ya estaba seguro de que Miller no dispararía, y ahora más le preocupaba mantenerlo allí entretenido para poder atraparlo, que conocer la historia de un judío que debía de haber muerto muchos años atrás.
—Tauber murió en Hamburgo el 22 de noviembre del año pasado. Se suicidó con gas. ¿Me escucha?
—Sí, si no hay más remedio.
—Dejó un Diario. En él narra su historia; cuenta lo que usted y otros hicieron con él en Riga y en otros sitios. Pero, sobre todo, en Riga. Consiguió sobrevivir y regresó a Hamburgo. Allí vivió dieciocho años más, hasta que se mató, porque estaba convencido de que usted vivía y nunca sería juzgado. Yo me hice con el Diario. Fue el punto de partida de la búsqueda que hoy me ha traído hasta aquí y me ha permitido encontrarlo bajo su nuevo nombre.
—El Diario de un muerto no constituye una prueba fehaciente —gruñó Roschmann.
—Ante un tribunal de justicia, no; pero a mí me basta.
—¿Y ha venido hasta aquí para hablarme del Diario de un judío muerto?
—No; de ningún modo. En ese Diario hay una página que quiero que lea.
Miller abrió el Diario por una página determinada y lo puso sobre las rodillas de Roschmann.
—Saque esa página y léala —le dijo—. En voz alta.
Roschmann extrajo la hoja y empezó a leer. Era el pasaje en que Tauber describía cómo Roschmann había asesinado al oficial alemán que llevaba la Cruz de Caballero con Hojas de Roble.
Al llegar al final del pasaje, Roschmann alzó la mirada.
—¿Y bien? —preguntó con extrañeza—. El me pegó. Desobedecía órdenes. Yo tenía derecho a requisar el barco para traer a Alemania a los prisioneros.
Miller le arrojó una fotografía.
—¿Es ése el hombre al que usted mató?
Roschmann miró la foto y se encogió de hombros.
—¿Cómo quiere que lo sepa? Han transcurrido veinte años.
Se oyó un chasquido cuando Miller levantó el percutor y apuntó con la pistola a la cara de Roschmann.
—¿Es ése?
Roschmann volvió a mirar la fotografía.
—Está bien, ése era el hombre, ¿y qué?
—Era mi padre —dijo Miller.
Roschmann se puso blanco y miró, desencajado, el cañón de la pistola, que estaba a medio metro de su cara, y la mano que la sostenía con firmeza.
—¡Ay, Dios…! No ha venido por los judíos…
—No. Me dan mucha pena, pero no hasta ese extremo.
—Pero, ¿cómo pudo saber, por lo que dice el Diario, que aquel hombre era su padre? Yo no sabía su nombre, ni lo sabía el judío que escribió el Diario. ¿Cómo lo supo usted?
—Mi padre murió en Ostland el 11 de octubre de 1944 —dijo Miller—. Durante veinte años, eso es lo único que supe. Luego leí el Diario. Coincidían la fecha, el lugar y el grado. Y, sobre todo, el detalle de la Cruz de Caballero con Hojas de Roble, la más alta recompensa al valor en el campo de batalla. No se concedían muchas cruces de ésas y, mucho menos, a simples capitanes. Era prácticamente imposible que dos oficiales en idénticas circunstancias murieran el mismo día y en la misma zona.
Roschmann comprendió que se hallaba ante un hombre que no atendería a razones. Miraba la pistola como hipnotizado…
—Va a matarme, pero no debe hacerlo. A sangre fría, no. Miller, no lo haga. Por favor, Miller, no quiero morir.
Miller se inclinó hacia delante y empezó a hablar.
—Escúcheme, inmunda basura. He estado soportando sus despropósitos hasta quedar harto. Ahora va a escucharme usted a mí, mientras yo decido si le mato ahora mismo, o dejo que se pudra en la cárcel por el resto de sus días.
»Tiene usted la desfachatez de decirme que es un patriota. Yo le diré lo que es. Usted y los de su calaña son la peor escoria que haya salido jamás de las cloacas de este país. Consiguieron encaramarse al poder y, con su inmundicia, mancharon esta tierra como nunca lo hubo sido en toda su historia.
»Lo que ustedes hicieron llenó de indignación y de asco a todo el mundo civilizado, y dejó a los de mi generación una herencia de vergüenza, que durará mientras vivamos. Ustedes se pasaron la vida escupiendo a Alemania. Se aprovecharon de Alemania y de los alemanes hasta no poder más, y luego desaparecieron. El daño que nos causaron hubiera sido inconcebible antes de que llegara su cuadrilla. Y no me refiero únicamente al daño de los bombardeos.
»Ni siquiera eran valientes. Eran los peores cobardes que hayan nacido en Alemania y Austria. Asesinaron a millones de personas para su beneficio personal y para satisfacer sus ansias de poder, y luego se largaron, dejándonos a los demás en el fregado. Querían huir de los rusos, y ahorcaban y fusilaban a los soldados para que siguieran luchando. Luego desaparecieron, y me dejaron a mí para dar la cara.
»Aunque llegara a olvidarse lo que hicieron con los judíos y demás, nunca se olvidará que ustedes se escondieron como perros que son. Hablan de patriotismo, y ni siquiera saben lo que quiere decir esa palabra. Y ese atrevimiento de llamar
Kamerad
a los soldados y a los que lucharon de verdad por Alemania me parece una obscenidad.
»Le diré algo más, en mi condición de miembro de la joven generación alemana a la que tanto desprecia: esta prosperidad nuestra de hoy no tiene nada que ver con ustedes. En cambio, tiene mucho que ver con millones de personas que trabajan de firme y que nunca asesinaron a nadie. Y por lo que respecta a los asesinos como usted que puedan quedar entre nosotros, preferiríamos menos prosperidad con tal de vernos libres de esa chusma. Y de usted vamos a librarnos pronto.
—Va a matarme —murmuró Roschmann.
—No, no lo haré.
Miller buscó el teléfono a su espalda y se lo acercó. Mantenía la mirada fija en Roschmann, al que no dejaba de apuntar con la pistola. Levantó el auricular, lo dejó sobre la mesa y marcó un número. Cuando hubo terminado, volvió a coger el auricular.
—En Ludwigsburg vive un hombre, al cual le encantará charlar con usted —dijo.
Se llevó el teléfono al oído. No se oyó la señal.
Colgó, levantó otra vez el auricular y esperó de nuevo. No había línea.
—¿Lo ha cortado? —preguntó.
Roschmann movió negativamente la cabeza.
—Atienda: si lo ha desconectado, lo dejo seco aquí mismo.
—Le digo que no. No me he acercado al teléfono en toda la mañana. ¡Se lo juro!
Miller recordó entonces la rama desgajada del roble y el poste cruzado en el camino. Juró entre dientes. Roschmann sonrió.
—Seguramente está cortada la línea —dijo—. Tendrá que ir al pueblo. ¿Qué piensa hacer ahora?
—Meterle una bala en el cuerpo a menos que haga lo que yo le diga —replicó Miller ásperamente. Sacó las esposas, que pensaba utilizar para inmovilizar a un posible guardaespaldas.
Las arrojó a Roschmann.
—Acérquese a la chimenea —le ordenó, y echó a andar tras su prisionero.
—¿Qué va a hacer?
—Voy a atarle a esa chimenea, y luego me iré al pueblo a llamar por teléfono.
Miller estaba inspeccionando la vería de hierro forjado que rodeaba la chimenea cuando Roschmann dejó caer las esposas. El antiguo SS se agachó, pero, en lugar de recoger las esposas, agarró un pesado atizador e intentó golpear las rodillas de Miller. Este pudo retroceder a tiempo; el hierro ni siquiera le rozó, y Roschmann perdió el equilibrio. Miller se inclinó sobre él, lo golpeó en la cabeza con el cañón de la pistola y dio un paso atrás.
—Si vuelve a intentarlo, lo mato.
Roschmann, con una mueca de dolor, se puso en pie.
—Póngase una de las manillas en la muñeca derecha —ordenó Miller. Roschmann obedeció—. ¿Ve ese adorno en forma de hoja de parra que está a la altura de su cabeza? A su lado hay una rama que forma un aro. Enganche ahí la otra manilla.
Cuando Roschmann hubo cerrado el resorte, Miller. de un puntapié, apartó las tenazas y el atizador. Apoyando el cañón del arma en la chaqueta de su prisionero, lo cacheó y puso fuera de su alcance todos los objetos que pudiera arrojar contra la ventana.
Por el sendero venía Oskar, el guardaespaldas, pedaleando en su bicicleta, una vez cumplido el encargo de avisar de la avería del teléfono a la central del pueblo. Frenó, sorprendido, al ver el «Jaguar», pues su patrón le había dicho que no esperaba visitas.
Dejó la bicicleta apoyada en la pared de la casa, abrió la puerta sin hacer ruido y entró. Una vez en el recibidor, se detuvo, indeciso. No se oía nada. La puerta del estudio estaba tapizada y aislaba el sonido. Tampoco los de dentro le habían oído a él.
Miller echó una última ojeada a su alrededor, y se dio por satisfecho.
—A propósito —dijo a Roschmann, que lo miraba furioso—: de nada le hubiera servido dejarme fuera de combate. Mi cómplice tiene en su poder todo el conjunto de pruebas contra usted, y lo depositará en Correos, dirigido a las autoridades, si no he vuelto ni he llamado por teléfono a las doce. Y ya son casi las once. Desde el pueblo lo llamaré, y dentro de veinte minutos estaré aquí otra vez. En ese tiempo usted no podría soltarse ni con una sierra. Cuando regrese, la Policía no tardará más de media hora en presentarse.
Roschmann iba perdiendo las esperanzas. Sólo le quedaba una oportunidad: que Oskar regresara a tiempo de coger vivo a Miller y obligarlo a que llamara desde un teléfono del pueblo, para impedir que los documentos fueran depositados en Correos. Miró el reloj que estaba en la repisa de la chimenea, a pocos centímetros de su cabeza. Señalaba las once menos veinte.