Authors: Frederick Forsyth
Miller se duchó, permaneciendo unos minutos bajo el chorro de agua fría, se frotó enérgicamente con una toalla que había dejado toda la noche encima del radiador, y se sintió como nuevo. La depresión y la ansiedad de la víspera habían desaparecido. Ahora estaba tranquilo y henchido de confianza.
Se calzó unas botas de media caña, se puso un pantalón de franela, un jersey de cuello alto y un tabardo azul cruzado, con profundos bolsillos laterales en los que cabían perfectamente las esposas y la pistola, y un bolsillo interior en el que puso la fotografía. Sacó las esposas del bolso de Sigi y las examinó atentamente. No tenía la llave, y las manillas se cerraban automáticamente, por lo que sólo podría utilizarlas una vez para inmovilizar a un hombre, al que después sólo podría liberar la Policía o una sierra.
Abrió la pistola. Nunca la había disparado, y aún tenía en su interior la grasa con que había sido untada en la fábrica. El cargador estaba completo, y así lo dejó. Para familiarizarse con su manejo, hizo funcionar el cierre varias veces y se aseguró de que sabía dónde debía estar el fiador del seguro en la posición de «Fuego» y en la de «Cierre»; metió el cargador en la culata, colocó una bala en la recámara y puso el seguro en «Cierre». En el bolsillo del pantalón se guardó el número telefónico del abogado de Ludwigsburg.
Sacó la cartera de debajo de la cama y escribió a Sigi una nota que decía así:
Amor mío: Me voy a ver al hombre al que he estado persiguiendo. Tengo buenos motivos para desear hablar con él cara a cara y estar presente cuando la Policía se lo lleve esposado. Esta tarde podré explicártelo todo. Pero si algo sale mal, esto es lo que tienes que hacer…
Las instrucciones eran claras y terminantes. Escribió el número de teléfono de Múnich al que ella debería llamar, y el recado que tenía que dar al hombre. La nota terminaba: «Por ningún concepto debes seguirme a la montaña. Cualquiera que fuere la situación, no harías sino empeorarla. De manera que si a mediodía no he vuelto ni te he llamado por teléfono, haz esa llamada, paga el hotel, echa el sobre en cualquier buzón de Frankfurt y regresa a Hamburgo. Entretanto, procura no comprometerte con nadie. Con todo mi amor, Peter.»
Dejó la nota en la mesita de noche, al lado del teléfono, junto con el sobre que contenía la carpeta de ODESSA y tres billetes de cincuenta marcos. Con el Diario de Salomón Tauber bajo el brazo, Miller salió sigilosamente de la habitación y bajó al vestíbulo. Al pasar por recepción, dijo al conserje que llamara otra vez a su habitación a las once y media.
Cuando Peter Miller salió del hotel, eran las nueve y media. Le sorprendió descubrir la cantidad de nieve que había caído durante la noche. Se dirigió a la parte trasera del hotel, subió al «Jaguar», dio todo el gas y cerró el aire. El motor tardó varios minutos en arrancar. Mientras se calentaba, Miller cogió un cepillo del maletero y limpió la gruesa capa de nieve que cubría el capó, el techo y el parabrisas.
Se sentó nuevamente al volante, puso la primera y salió a la calle. La nieve, que todo lo cubría, actuaba de almohadón, crujiendo bajo las ruedas. Tras una ojeada al mapa que había comprado la víspera, poco antes de que cerraran las tiendas, tomó la dirección de Limburgo.
La mañana se había puesto gris, después de un amanecer radiante que Miller no había llegado a ver. La nieve relucía bajo los árboles, y de la montaña llegaba un viento helado.
La carretera serpenteaba por la ladera. Nada más salir de la ciudad, se perdía en el mar de pinos de los bosques de Romberg. La nieve que la cubría estaba casi intacta; sólo se veían los trazos paralelos marcados por un turista madrugador que una hora antes había pasado por allí, camino de la iglesia.
Miller tomó por el desvío de Glashutten, rodeó la falda del monte Feldberg y entró en una carretera que, según el indicador, conducía al pueblo de Schmitten. El viento ululaba entre los pinos de la ladera, con voz aguda, casi con un alarido, al filtrarse entre los arbustos cubiertos de nieve.
Aunque esto a Miller le tenía sin cuidado, de océanos de abetos y hayas como aquél habían salido antaño las tribus germánicas que César contuvo en el Rin. Más adelante, convertidas al cristianismo, durante el día se mostraban sumisas al Príncipe de la Paz, y por la noche soñaban con sus antiguos dioses de fuerza, conquista y poder. Y este atavismo, este culto secreto de unos dioses propios que moraban en inmensos bosques de árboles que parecían gemir al ser agitados por el viento, se inflamaría con el toque mágico de Hitler.
Al cabo de veinte minutos de conducir con prudencia, Miller volvió a consultar su mapa. Esperaba encontrar pronto la entrada de una finca particular. Y así sucedió: era una portilla sujeta con un pasador de hierro. A un lado había un letrero que decía: «Propiedad particular. Prohibido el paso.»
Sin parar el motor, Miller se apeó del coche y empujó la puerta.
El «Jaguar» avanzó por el sendero de nieve virgen. Miller mantenía la primera, ya que debajo de la nieve no había sino arena helada.
A doscientos metros de la entrada, bajo el peso de media tonelada de nieve, se había desprendido una rama de un gran roble, arrastrando en la caída un poste negro que había quedado atravesado en el camino.
En lugar de bajar y apartarlo, Miller pasó por encima, con precaución, y sintió una doble sacudida cuando las ruedas franquearon el obstáculo.
Después siguió avanzando hacia la casa, y fue a salir en un claro en el que se levantaba el chalet, rodeado de jardín, con una plazoleta de grava ante la puerta. Detuvo el coche ante la puerta principal, se apeó y pulsó el timbre.
Mientras Miller se apeaba del coche, Klaus Winzer adoptó la decisión de llamar al
Werwolf
. El jefe de ODESSA contestó con brusquedad. Estaba nervioso porque todavía no se había dado la noticia de que en la autopista del Sur de Osnabrück se hubiera incendiado un coche deportivo, aparentemente a causa de la explosión del depósito de la gasolina. Mientras escuchaba lo que le decía desde el otro extremo de la línea, su boca se crispaba.
—¿Que usted había hecho qué…? Pero, ¿cómo pudo ser tan imbécil? ¿Y sabe lo que va a ocurrirle si no recuperamos esa carpeta?
En su despacho de Osnabrück, después de oír las últimas frases del
Werwolf
, Klaus Winzer colgó el teléfono y se acercó a su escritorio. Estaba completamente tranquilo. Ya otras dos veces le había causado la vida grandes amarguras: la primera, cuando el fruto de su trabajo de guerra fue arrojado al lago; después, cuando la reforma monetaria de 1948 le hizo perder su fortuna. Y ahora, esto. Sacó del último cajón una «Lüger» antigua pero en buen uso, se la introdujo en la boca y disparó. La bala que le atravesó la cabeza no era falsificada.
El
Werwolf
miraba con horror el silencioso teléfono. Pensaba en los hombres que habían obtenido pasaportes de Winzer. Todos estaban reclamados por la justicia. Aquella carpeta daría ocasión a un cúmulo de persecuciones y juicios que sacarían al público de su apatía con respecto a la cuestión de la SS, y galvanizaría de nuevo a las agencias dedicadas a la persecución de los reclamados… La perspectiva era aterradora.
Pero, ahora, lo más importante era proteger a Roschmann, pues sabía que éste figuraba en la carpeta de Winzer. Tres veces marcó el prefijo de la zona de Frankfurt, y a continuación el número particular de la casa de la montaña, y tres veces oyó la señal de «ocupado». Probó luego a través de la central, y la telefonista le dijo que la línea debía de estar cortada.
Llamó entonces al «Hotel Hohenzollern», de Osnabrück, y consiguió hablar con Mackensen, que ya iba a marcharse. En pocas palabras puso al sicario al corriente del último desastre, y le dijo dónde vivía Roschmann.
—Su bomba no parece haber funcionado. Diríjase hacia allí lo más aprisa que pueda. Esconda el coche, y quédese cerca de Roschmann. Allí encontrará también a un guardaespaldas llamado Oskar. Si Miller acude a la Policía con todo lo que tiene, estamos perdidos. Pero si va a ver a Roschmann, cójalo vivo y hágale hablar. Antes de que muera, hemos de saber lo que ha hecho con esos papeles.
Mackensen abrió su mapa de carreteras en el interior de la cabina telefónica y calculó la distancia.
—Estaré allí a la una —dijo.
Al segundo timbrazo se abrió la puerta, y una bocanada de aire caliente salió del recibidor. El hombre había salido del estudio, cuya puerta veía Miller abierta al otro lado del recibidor.
Los años de buena vida habían hecho aumentar de peso al antaño flaco oficial de la SS. Tenía la cara colorada, ya fuera por la bebida o por el aire de la montaña, y el pelo gris en las sienes. Era el prototipo del hombre de mediana edad, próspero y con buena salud. Pero, aunque los detalles habían variado, aquel rostro seguía siendo el que Tauber describió. Miró a Miller con indiferencia.
—¿Qué desea?
Miller tardó otros diez segundos en poder hablar. La frase que llevaba preparada se le olvidó.
—Mi nombre es Miller —dijo—, y el suyo, Eduard Roschmann.
Al oír estos nombres, algo tremoló en los ojos de aquel hombre; pero los músculos de su rostro permanecieron inmutables.
—Eso es ridículo —dijo—. Jamás oí hablar de ese hombre.
El antiguo SS, pese a su aparente pasividad, estaba pensando con gran rapidez. Gracias a esa facultad suya de poder pensar con rapidez en los momentos de crisis, había podido sobrevivir desde 1945. Se acordaba perfectamente del nombre de Miller, y de lo que el
Werwolf
le había dicho semanas atrás. Su primer impulso fue cerrar la puerta, pero lo dominó.
—¿Está solo? —preguntó Miller.
—Si —respondió Roschmann.
Era verdad.
—Entremos en el estudio —dijo simplemente Miller.
Roschmann no se opuso. Comprendía que debía mantener a Miller en la casa y tratar de ganar tiempo hasta que…
Dio media vuelta y cruzó el recibidor. Miller cerró la puerta y entró en el estudio pisándole los talones. El estudio era una habitación confortable, con la puerta tapizada, que Miller cerró tras de sí, y una gran chimenea.
En el centro de la habitación, Roschmann se detuvo y se volvió hacia Miller.
—¿Está su esposa? —preguntó éste.
Roschmann movió negativamente la cabeza.
—Se fue a casa de unos parientes.
También era verdad. Llamada de improviso, había salido en su propio coche. El grande estaba, desgraciadamente, en el taller. Ella regresaría por la noche.
Lo que Roschmann no dijo —y en aquellos momentos ocupaba su ágil cerebro— es que Oskar, su corpulento chófer-guardaespaldas, había ido al pueblo en bicicleta, hacia media hora, para avisar de la avería del teléfono. Había que entretener a Miller hasta que él regresara.
Cuando se volvió hacia Miller, éste le apuntaba al vientre con una automática que empuñaba con la mano derecha. Roschmann estaba asustado, pero lo disimuló, fingiendo indignación.
—¿Me amenaza con una pistola en mi propia casa?
—¿Por qué no llama a la Policía? —dijo Miller, señalando el teléfono con un movimiento de cabeza. Roschmann no hizo ademán de cogerlo—. He observado que todavía cojea un poco —continuó Miller—. La bota ortopédica lo disimula bastante, pero no del todo. Esos dedos que le amputaron en Rimini, congelados tras la larga marcha a través de los campos nevados de Austria…
Roschmann entornó los ojos sin responder.
—Si viene la Policía, lo identificará con facilidad, Herr
direktor
. La cara es aún la misma; la herida de bala en el pecho; la cicatriz de la axila izquierda, donde estaba tatuado su grupo sanguíneo… ¿En verdad desea llamar a la Policía?
Roschmann exhaló un largo suspiro.
—¿Qué quiere, Miller?
—Siéntese —dijo el periodista—. No, detrás de la mesa no; ahí, en el sillón, donde yo pueda vigilarlo. Y mantenga las manos donde yo pueda verlas. No me dé motivo para disparar. Créame que me gustaría hacerlo.
Roschmann se sentó en el sillón, con la mirada puesta en la pistola. Miller se situó frente a él, encaramado en el borde del escritorio.
—Ahora vamos a hablar.
—¿De qué quiere que hablemos?
—De Riga. De las ochenta mil personas que asesinó usted allí
Al ver que Miller no pensaba utilizar la pistola, Roschmann empezó a recobrar la confianza en sí mismo. Su mirada buscó ahora la cara del joven.
—Eso es mentira. En Riga no se liquidó a ochenta mil personas.
—¿Fueron setenta mil? ¿Sesenta? —preguntó Miller—. ¿Cree usted que importa a cuántos miles asesinó?
—Ahí está —dijo Roschmann con vehemencia—. No importa ahora, ni importaba entonces. Mire, joven: yo no sé por qué me persigue usted, pero creo que puedo imaginármelo. Alguien habrá estado llenándole la cabeza de monsergas sentimentales de crímenes de guerra y demás. Todo eso son tonterías. Nada más que tonterías. ¿Cuántos años tiene usted?
—Veintinueve.
—Entonces, ¿ya ha hecho su servicio militar en el Ejército?
—Sí. Fui uno de los primeros reclutas del nuevo Ejército alemán. Dos años de servicio.
—Pues entonces ya sabe lo que es el Ejército. Uno recibe órdenes y tiene que obedecerlas, sin preguntarse si son buenas o malas. Eso lo sabe tan bien como yo. Lo único que yo hice fue obedecer órdenes.
—En primer lugar, usted nunca ha sido soldado —dijo Miller suavemente—; usted era un verdugo o, sin eufemismos, un asesino, asesino de masas. Por tanto, no se las dé de soldado.
—Tonterías —replicó Roschmann, con convicción—; todo eso son tonterías. Nosotros éramos tan soldados como cualquiera. Obedecíamos órdenes como los demás. Ustedes, los jóvenes, son todos iguales. Ustedes no quieren comprender cómo eran las cosas.
—Cuénteme: ¿cómo eran?
Roschmann, que se había inclinado hacia delante, se recostó ahora en el respaldo de su sillón, casi tranquilo ya, al comprender que no corría peligro inmediato.
—Aquello era como gobernar el mundo. Porque nosotros, los alemanes, éramos los amos. Habíamos derrotado a todos los ejércitos que pudieran ponérsenos enfrente. A nosotros, los pobres alemanes, nos pisotearon durante muchos años, y entonces les demostramos que éramos un gran pueblo. Ustedes, los jóvenes de hoy, no saben lo que significa sentirse orgulloso de ser alemán.
»Es algo que te inflama por dentro. Los tambores redoblaban, las bandas tocaban, las banderas ondeaban al viento, y toda la nación estaba unida tras un solo hombre. Hubiéramos podido llegar hasta los confines del mundo. Eso es la grandeza, Miller; una grandeza que los de su generación no han conocido ni conocerán nunca. Y nosotros, los de la SS, éramos la élite, y seguimos siéndolo. Si, ahora nos acosan; primero los aliados, y después, esas viejas beatas de Bonn; quieren aplastarnos, porque quieren aplastar la grandeza de Alemania, una grandeza que nosotros representábamos y seguimos representando.