Authors: Frederick Forsyth
—De acuerdo; espérame a esa hora. —Una pausa, y: —Peter, mi vida…
—¿Si?
—¿Tienes miedo de algo?
Empezaron a oírse los pitidos telefónicos y Miller no tenía más monedas de un marco.
—Si —dijo.
Y colgó el teléfono en el momento en que se cortaba la comunicación.
Miller preguntó al portero de noche si tenía un sobre grande. Después de revolver en el mostrador, el hombre sacó una bolsa de grueso papel marrón, lo bastante grande para que cupiera en ella una hoja de tamaño folio. Miller compró, además, sellos suficientes para enviar d sobre por correo urgente, con bastante peso. El portero agotó sus existencias de sellos, que generalmente, sólo se utilizaban cuando algún cliente deseaba enviar una postal.
Una vez en su habitación, Miller abrió la cartera que había llevado consigo durante toda la noche, y sacó el Diario de Salomón Tauber, los papeles que encontró en la caja fuerte de Winzer, y dos fotografías. Volvió a leer las dos páginas del Diario que le indujeron a emprender la búsqueda de un hombre del que nunca había oído hablar, y examinó las fotografías.
Luego escribió en una hoja de papel una explicación clara y concisa de lo que eran los documentos que acompañaba. Metió en d sobre la nota, la carpeta de Winzer y una de las fotografías, escribió la dirección y pegó todos los sellos que había comprado.
Guardó la otra fotografía en el bolsillo del pecho de la americana, y el sobre y el Diario, en la cartera, que echó debajo de la cama.
En la maleta llevaba una botellita de coñac, y se sirvió una dosis en el vaso para los dientes. Le temblaban las manos, pero el licor lo reanimó. Se tumbó en la cama, un poco mareado, y se quedó dormido.
En el sótano de Múnich, Josef, furioso e impaciente, se paseaba de un lado a otro. León y
Motti
, sentados ante la mesa, se miraban las manos. Hacia cuarenta y ocho horas que había llegado el cable de Tel Aviv.
Sus tentativas para localizar a Miller resultaron vanas. Pidieron por teléfono a Alfred Oster que comprobara si el coche seguía en el aparcamiento de Bayreuth. Al poco rato llamaba Oster para decirles que el «Jaguar» había desaparecido.
—Si ven el coche, sabrán que no se trata de un panadero de Bremen —gruñó Josef al oír la noticia—. Eso si no saben ya que el dueño del coche es Peter Miller.
Después, un amigo de Stuttgart informó a León de que la Policía buscaba a un joven en relación con el asesinato de un ciudadano llamado Bayer, perpetrado en la habitación de un hotel. La descripción se ajustaba perfectamente a Miller en su caracterización de Kolb; pero, afortunadamente, el nombre con el que se inscribió en el hotel no era el de Kolb ni Miller, y no se aludía a ningún coche deportivo negro.
—Por lo menos, tuvo la buena ocurrencia de inscribirse con nombre supuesto —dijo León.
—Eso sería muy propio de Kolb —terció
Motti
—. Se suponía que estaba huyendo de la Policía de Bremal, la cual lo perseguía por crímenes de guerra.
Pero era un flaco alivio. Si la Policía de Stuttgart no podía encontrar a Miller, tampoco podía dar con él, el grupo de León, y éstos temían que ODESSA estuviera ya más cerca de él que nadie.
—Después de matar a Bayer debió de comprender que se había descubierto y, por tanto, volvió al nombre de Miller —razonó León—. Así es que tiene que dejar de buscar a Roschmann, a no ser que obtuviera de Bayer alguna pista que lo llevara hasta aquél.
—Entonces, ¿por qué diablos no ha llamado? —estalló Josef—. ¿O acaso imagina, el muy idiota, que va a poder con Roschmann él solo?
Motti
tosió suavemente.
—El no imagina que Roschmann pueda tener importancia para ODESSA.
—Pues ya lo sabrá si se acerca a él —dijo León.
—Y entonces será hombre muerto, y nosotros volveremos al punto de partida —gruñó Josef—. ¿Por qué no llama ese idiota?
Aquella noche, sin embargo, ciertos teléfonos estaban en actividad. Klaus Winzer llamó al
Werwolf
desde un pequeño chalet de montaña situado en la región de Regensburg. Las noticias que recibió eran tranquilizadoras.
—Sí, parece que ya no hay peligro en que regrese a casa —le respondió d jefe de ODESSA—. A estas horas, el hombre que fue a interrogarle está ya servido.
El falsificador le dio las gracias, pagó la cuenta y, en plena noche, se puso en camino hacia el Norte, en busca de la comodidad familiar, de la gran cama de su casa de Westerberg, en Osnabrück. Esperaba llegar a la hora del desayuno, darse un buen baño y dormir varias horas. El lunes por la mañana ya estaría otra vez en la imprenta, al frente del negocio.
Despertaron a Miller unos golpecitos en la puerta. El parpadeó, observando que habla dejado la luz encendida, y fue a abrir. Era el portero nocturno. Detrás de él estaba Sigi.
Miller aplacó los temores del hombre, explicándole que la señora era su esposa, que había ido a llevarle unos documentos importantes que necesitaba para una reunión a la cual debía asistir al día siguiente. El portero, un mozo de la región de Hesse, que hablaba un dialecto indescifrable, tomó la propina y se fue.
Sigi se abrazó a Peter y cerró la puerta con el pie.
—¿Dónde has estado? ¿Qué haces aquí?
El atajó sus preguntas por el medio más expeditivo, y cuando se separaron, las frías mejillas de Sigi estaban coloradas y ardiendo, y Miller se sentía como un gallo de pelea.
Colgó el abrigo de la mujer en una percha detrás de la puerta. Sigi empezó de nuevo a hacer preguntas.
—Ante todo, vamos a lo primero —dijo él, echándola sobre la cama, que bajo el grueso edredón en que él había dormido, aún estaba tibia.
Ella se echó a reír entre dientes.
—No has cambiado.
Sigi llevaba todavía su traje de noche, y un ligero sostén. El bajó la cremallera de la espalda y soltó los finos tirantes.
—¿Has cambiado tú? —preguntó, con suavidad.
Ella suspiró y se tendió de espaldas, mientras él se inclinaba.
—No —sonrió—; en absoluto. Ya sabes lo que me gusta.
—Y tú, lo que me gusta a mí —musitó Miller, con voz ahogada.
Ella dio un grito.
—Primero yo. Te he echado más de menos que tú a mí.
No hubo respuesta. Sólo se oían los suspiros y jadeos de Sigi.
Transcurrió una hora antes de que hicieran un alto, cansados y felices. Miller llenó el vaso para los dientes con coñac y agua. Sigi bebió un sorbo nada más, pues, a pesar de su oficio, no bebía mucho, y Miller apuró el resto.
—Muy bien —dijo Sigi con sorna—, una vez atendido a lo primero…
—Por el momento… —intercaló Miller.
Ella se echó a reír.
—… por el momento, ¿te importaría explicarme el porqué de la misteriosa carta, de las seis semanas de ausencia, de ese espantoso corte de pelo y de tu insistencia en hacerme venir a este hotelucho de Hesse?
Miller se puso serio. Luego se levantó, cruzó la habitación y, desnudo aún, volvió con la cartera y se sentó en el borde de la cama.
—Pronto te enterarías de lo que he estado haciendo —dijo—; de modo que vale más que te lo cuente ahora.
Estuvo hablando durante casi una hora, empezando por el hallazgo del Diario, que le mostró, y terminando con el asalto a la casa del falsificador. A medida que el hombre hablaba, Sigi se horrorizaba más y más.
—Estás loco —le dijo, cuando hubo terminado—; loco de remate. Podías haber hecho que te mataran, que te metieran en la cárcel o qué sé yo.
—Tenía que hacerlo —insistió él, incapaz de explicar cosas que ahora le parecían una locura.
—¿Y todo por un asqueroso nazi? ¡Tú no estás en tus cabales! Todo eso ya acabó, Peter; ya acabó. ¿Por qué perder el tiempo con ellos?
Lo miraba, asombrada.
—Bueno: perdido está —replicó él, con impaciencia.
Ella suspiró y sacudió la cabeza.
—Está bien —dijo—. Ahora ya has averiguado quién es y dónde vive. Ya está. Regresa a Hamburgo, coge el teléfono y llama a la Policía. Ellos harán el resto. Para eso les pagan.
Miller no sabía qué contestarle.
—No es tan sencillo —dijo al fin—. Esta mañana pienso subir.
—¿Subir… adónde?
El señalo hacia las montañas con el pulgar.
—A su casa.
—¿A su casa? ¿Para qué? —Sigi lo miraba horrorizada. —No pensarás ir a verlo, ¿verdad?
—Sí, eso pienso. Y no me preguntes por qué. —Miller fumaba un cigarrillo con gesto nervioso, recostado en la almohada. —Tengo que hacerlo, y basta.
La reacción de Sigi le sorprendió. La joven se incorporó de un salto y, quedándose de rodillas en la cama, le gritó:
—Para eso querías la pistola, para matarlo… —La indignación le hacía temblar el pecho al respirar.
—No pienso matarlo…
—Entonces te matará él a ti. Tú solo, con una pistola, frente a él y toda su pandilla. ¡Eres un desgraciado, un estúpido, un pobre idiota…!
Miller la miraba, asombrado.
—¿Qué mosca te ha picado? ¿Eso es por Roschmann?
—¡Me importa un rábano ese maldito nazi! Estoy hablando de mí. De mí y de ti, ¡bestia!, ¡bruto! Te expones a que te maten con tal de demostrar una idiotez y conseguir un reportaje para tus malditos lectores. M siquiera se te ha ocurrido pensar en mí.
Estaba llorando, y las lágrimas, al deslizarse, le dejaban en las mejillas unos surcos negros a causa del rímel.
—¡Mírame bien, animal! ¿Por quién me has tomado, por un buen plan? ¿Has creído que voy a estar dispuesta a darme todas las noches a un reportero de tres al cuarto para que se sienta satisfecho de sí mismo cada vez que sale a hacer un estúpido reportaje que puede costarle la vida? ¿De verdad te lo has creído? Mira, estúpido: yo quiero casarme, quiero ser la señora Miller y quiero hijos. Y tú buscas que te maten… ¡Ay, Dios…!
Saltó de la cama y se metió en el cuarto de baño. Cerró la puerta violentamente y corrió el cerrojo.
Miller seguía echado en la cama, con la boca abierta, mientras el cigarrillo se le consumía entre los dedos. Nunca la había visto tan furiosa. Estaba consternado. Mientras oía correr el agua en el baño, pensó en lo que le había dicho.
Luego aplastó el cigarrillo y se acercó a la puerta. —¡Sigi!
No recibió respuesta. —¡Sigi!
Ella cerró el grifo.
—Déjame.
—Sigi, abre la puerta, haz el favor. Quiero hablar contigo.
Una pausa. Ella descorrió el cerrojo. Allí estaba, desnuda y con el gesto huraño. Se había lavado la cara.
—¿Qué quieres? —preguntó.
—Vamos a la cama, quiero hablar contigo. Aquí nos quedaremos helados.
—No, lo que tú quieres es volver a empezar.
—Te prometo que no. Sólo deseo hablar contigo.
La tomó de la mano y la llevó a la cama. Ella le miraba, recelosa.
—¿De qué quieres hablarme? —preguntó.
El se echó a su lado y le arrimó la boca al oído.
—Sigrid Rahn, ¿quieres casarte conmigo?
Ella se volvió a mirarlo.
—¿Lo dices en serio?
—Sí. En verdad, nunca se me había ocurrido. Pero es que nunca te habías enfadado tanto.
—Pues entonces tendré que enfadarme más a menudo.
—¿Vas a darme una respuesta?
—¡Oh, sí, Peter! Me casaré contigo. Lo pasaremos tan bien los dos juntos…
Empezó a acariciarla otra vez, y también a excitarse.
—Me has dicho que no volverías a las andadas —le reconvino ella.
—Sólo una vez. Te prometo que después te dejaré en paz.
Sigi le pasó el muslo por encima y puso las caderas sobre el vientre de él. Bajando la mirada hacia Peter, le dijo:
—Peter Miller, no te atreverás…
Miller alargó el brazo y tiró de la cadenilla del interruptor. La luz se apagó en el momento en que ella le abrazaba.
Fuera empezaba a clarear. Si Miller hubiese mirado el reloj, habría visto que eran las siete menos diez del domingo 23 de febrero. Pero ya se había dormido.
Media hora después, Klaus Winzer entraba en la senda del jardín de su casa, paraba el coche delante de la puerta del garaje y se apeaba. Se sentía cansado, y tenía los miembros entumecidos; pero estaba contento de verse en casa.
Bárbara no se había levantado aún, pues estando su señor ausente no tenía por qué madrugar. Cuando, por fin, bajó, al oír la voz de Winzer que la llamaba desde el recibidor, llevaba un camisón que a cualquier otro hombre le hubiera dado vértigo. Pero Winzer se limitó a pedirle huevos fritos, tostadas, mermelada y café. No llegó a tomar nada de ello.
La muchacha se puso a hablarle de la sorpresa que se llevó el sábado por la mañana cuando, al entrar en el despacho para hacer la limpieza, vio que el cristal de la ventana estaba roto, y echó de menos los objetos de plata. En seguida llamó a la Policía, y ellos le habían asegurado que aquel orificio tan bien hecho era obra de un ladrón profesional. Ella había tenido que decirles que el dueño de la casa estaba ausente, a lo que los agentes respondieron que les avisara de su regreso, para hacerle unas preguntas de rutina acerca de los objetos robados.
Winzer, muy pálido, escuchaba a la muchacha sin moverse. En la sien le latía una vena acompasadamente. La mandó a la cocina a preparar el café y él entró en el estudio y cerró la puerta. Tardó treinta segundos en comprobar la desaparición de la carpeta que contenía las fichas de los cuarenta criminales de ODESSA.
Cuando se volvía de espaldas a la caja fuerte, sonó el teléfono. Era d médico de la clínica, que llamaba para comunicarle el fallecimiento de Fräulein Wendel, ocurrido aquella noche.
Winzer permaneció dos horas sentado ante la chimenea apagada, sin reparar en el frío que penetraba por el agujero del cristal, a pesar de la bola de papel de periódico que lo tapaba, pendiente sólo dé aquellos fríos dedos que parecían estrujarlo interiormente, mientras trataba de pensar en lo que debía hacer. Las reiteradas llamadas de Bárbara anunciándole que el desayuno estaba servido, no obtuvieron respuesta. A través del ojo de la cerradura, ella le oía murmurar de vez en cuando:
—No ha sido culpa mía…, no ha sido culpa mía…
Miller se había olvidado de anular la orden de que lo despertaran, orden que dio la víspera, antes de llamar a Sigi a Hamburgo. Así, a las nueve en punto sonó el teléfono de la mesita de noche. Con los ojos enrojecidos, contestó, dio las gracias y saltó de la cama. Sabía que si no se levantaba inmediatamente, volvería a quedarse dormido. Sigi, fatigada por el viaje, las efusiones del encuentro y la emoción de saberse prometida al fin, dormía profundamente.