Authors: Frederick Forsyth
El otro extremo del hilo rojo corto lo enrolló en torno a la punta de contacto del detonador. A la misma punta de contacto fijó un extremo del otro pedazo de cable rojo, el más largo.
Colocó la batería y los hilos en la base de la lata cuadrada de té, incrustó el detonador profundamente en el explosivo de plástico, e introdujo éste en la lata, encima de la batería, hasta llenarla.
El circuito estaba casi completo. Uno de los hilos iba de la batería al detonador, y otro, partiendo del detonador, dejaba un extremo colgando. De la batería partía otro hilo, cuyo otro extremo también quedaba al aire. Pero cuando los dos extremos libres, uno del hilo largo rojo y el otro del azul, hicieran contacto, el circuito se cerraría. La carga de la batería accionaria el detonador, que explotaría con un fuerte estampido. Pero el estampido quedaría ahogado por el estruendo del plástico, cuya potencia sería suficiente para demoler dos o tres habitaciones del hotel.
Faltaba ahora preparar el mecanismo del disparador. Se envolvió las manos en pañuelos y dobló la hoja de sierra hasta que ésta se partió por la mitad, en dos cuchillas de unos quince centímetros cada una, perforadas en un extremo por el orificio que sirve para fijar la hoja de la sierra al marco.
Reunió las gomas de borrar en un solo bloque, que utilizó para separar las dos hojas de sierra. Las ató por un extremo, una encima y otra debajo del bloque de goma, de manera que diez centímetros de las hojas asomaban en paralelo, a una distancia de tres centímetros entre sí. El conjunto recordaba la forma de una cabeza de cocodrilo, con la boca abierta, vista de perfil. Para impedir que las hojas se tocaran con excesiva facilidad, Mackensen puso entre ambas la bombilla, y la fijó en su lugar con una generosa dosis de pegamento. El vidrio no es conductor de la electricidad.
Casi había terminado. Introdujo los dos hilos, el rojo y el azul, que asomaban de la lata del explosivo, por el agujero de la tapa, y colocó ésta en su sitio. Después soldó uno de los extremos del cable a la sierra de la parte superior, y el otro, a la de la parte inferior. La bomba estaba ya activada.
Si el disparador era sometido a una brusca presión, la bombilla reventaría, las dos hojas de sierra harían contacto, y el circuito eléctrico de la batería quedaría cerrado. Una última precaución: para impedir que las sierras tocaran simultáneamente la misma pieza de metal, lo cual también cerraría el circuito, puso los seis preservativos, uno encima del otro, en el disparador, de manera que el dispositivo quedó protegido por seis capas de fina goma aislante. Ello impedirla que el artefacto estallara antes de tiempo. Una vez armada la bomba, la guardó en el armario, junto con el alambre, los alicates y el resto de la cinta adhesiva que necesitaría para sujetarla al coche de Miller. Luego pidió más café, a fin de mantenerse despierto, y se instaló detrás de los cristales de la ventana, en espera de que Miller regresara al aparcamiento del centro de la plaza.
No sabía adónde habla ido Miller, ni le importaba. El
Werwolf
le había asegurado que no podría encontrar ninguna pista del paradero del falsificador, y esto le bastaba. Mackensen, como buen especialista, se conformaba con hacer su trabajo, y dejaba el resto a los demás. Se armó de paciencia. Sabía que, tarde o temprano, Miller habría de regresar.
El médico miró con desagrado al visitante. Miller, que no era partidario de cuellos ni de corbatas, y prescindía de ellos en cuanto podía, llevaba un suéter de nailon blanco, con cuello alto, un pullover negro y una chaqueta del mismo color. La expresión del médico decía bien a las claras que, para ir de visita a un hospital, lo más apropiado era usar camisa y corbata.
—¿Su sobrino? —preguntó, sorprendido—. Es raro, no sabía que Fräulein Wendel tuviera un sobrino.
—Creo que soy el único pariente que le queda —dijo Miller—. Desde luego, de saber cuál era su estado hubiera venido antes; pero Herr Winzer no me llamó hasta esta mañana.
—Herr Winzer suele venir a esta hora —observó el doctor.
—Tengo entendido que ha tenido que ausentarse —dijo Miller suavemente—. Por lo menos, eso me ha dicho por teléfono. Al parecer, estará fuera varios días, y me ha pedido que viniera a verla en su lugar.
—¿Dice que se ha marchado? ¡Qué raro! —El médico hizo una pausa y luego añadió: —¿Me disculpa un momento?
Miller le vio entrar en un despachito situado a un lado del vestíbulo en que habían estado hablando. Por la puerta entreabierta oyó fragmentos de la conversación que el médico sostenía con él domicilio de Winzer.
—Así, ¿se ha marchado? ¿Esta mañana? ¿Para varios días? ¡Oh, no! Gracias, Fräulein; sólo quería informarme de que no vendrá esta tarde.
El doctor colgó el teléfono y salió nuevamente al vestíbulo.
—¡Esto es muy raro! —murmuró—. Herr Winzer ha estado viniendo puntualmente todos los días desde que trajeron a Fräulein Wendel. Desde luego, debe de tenerle un gran aprecio. Bueno: habrá de regresar pronto si quiere volver a verla. Esto se acaba, ¿comprende?
Miller puso cara de pena.
—Así me lo dijo él por teléfono. ¡Pobre tía!
—Siendo de la familia, puede usted entrar a verla un momento. Pero le advierto que está inconsciente, y le ruego que sea breve. Sígame, por favor.
El médico condujo a Miller por los pasillos de la clínica, que en otros tiempos debió de ser una gran residencia particular, y se detuvo ante una puerta.
—Está aquí —dijo.
Cuando el visitante hubo entrado en la habitación, el médico volvió a cerrar la puerta. Miller le oyó alejarse por el corredor.
La habitación estaba casi a oscuras, y Miller tardó algún tiempo en descubrir, a la débil claridad de la tarde, que se filtraba por la rendija de las cortinas, la ajada figura que yacía en la cama. La mujer se hallaba incorporada sobre varias almohadas, y su rostro estaba tan blanco, que casi se confundía con las sábanas y el camisón. Tenía los ojos cerrados, y Miller pensó que no iba a ser fácil conseguir que le facilitara algún indicio acerca del lugar en que pudiera haberse escondido el falsificador.
—Fräulein Wendel —susurró.
Los párpados de la mujer temblaron y se abrieron.
Le miró inexpresivamente, y Miller se preguntó si lo vería siquiera. Ella volvió a cerrar los ojos y empezó a murmurar palabras incoherentes. Miller se inclinó, a fin de captar las frases que en monótona retahíla salían de aquellos labios grisáceos.
Apenas tenían significado. Hablaban de Rosenheim, un pueblecito de Baviera, seguramente el lugar en el que ella había nacido. Decía también: «Todas vestidas de blanco, ¡qué bonitas!» Y otras cosas ininteligibles.
Miller se acercó un poco más.
—Fräulein Wendel, ¿puede usted oírme?
La mujer seguía murmurando. Miller oyó:
—… con su devocionario y su ramito de flores… Tan blancas, tan inocentes…
Miller frunció el ceño. Tardó algún tiempo en comprender. En su delirio, la moribunda recordaba su Primera Comunión. Era católica, como él.
—¿Me oye, Fräulein Wendel? —insistió, sin confiar en que sus palabras pudieran llegar hasta ella.
La mujer abrió los ojos y le miró fijamente. Vio la franja blanca que le rodeaba el cuello, la chaqueta negra y la pechera también negra. Miller advirtió, sorprendido, que ella volvía a cerrar los ojos y que su pecho liso se arqueaba en un espasmo. Estaba asustado. Pensó que lo mejor sería llamar al médico. Entonces vio que por las ajadas mejillas de la mujer corrían dos lágrimas. Lloraba. Una de sus manos se deslizó lentamente sobre la colcha, hasta cogerle la muñeca, que él tenía apoyada en la cama, y se la oprimió con una fuerza insospechada, o acaso simplemente con desesperación. Miller iba a desasirse y a salir de la habitación, convencido de que la enferma no podría decirle nada acerca de Klaus Winzer, cuando la oyó exclamar con voz dará:
—¡Padre, bendígame, he pecado!
Miller tardó varios segundos en comprender lo que ocurría. Luego, al mirar sus oscuras ropas, se explicó la confusión de la mujer. Durante unos instantes, vaciló entre dejarla y regresar a Hamburgo inmediatamente, o poner en peligro su alma y hacer una última tentativa para localizar a Eduard Roschmann a través del falsificador. Se inclinó hacia ella.
—Hija mía, he venido a oír tu confesión.
Ella empezó a hablar. Con voz monótona y cansada, le contó toda su vida. De niña se crió entre los campos y bosques de Baviera. Había nacido en 1910, y recordaba el día en que su padre se fue a la primera guerra, y aquel en que regresó, al cabo de tres años, tras el Armisticio de 1918, indignado contra los hombres de Berlín, que habían capitulado.
Recordaba la vorágine política de los primeros años veinte, y la tentativa de
putsch
realizada en la cercana Múnich por un puñado de hombres capitaneados por un charlatán callejero llamado Adolf Hitler, para derribar al Gobierno. Más adelante, su padre se había unido al partido de aquel hombre, y cuando ella cumplió veintitrés años, el charlatán y sus secuaces se habían convertido en el Gobierno de Alemania. Le habló de las excursiones veraniegas con la «Unión de Muchachas Alemanas», de su trabajo de secretaria con el gauleiter de Baviera y de los bailes con los apuestos y rubios muchachos del uniforme negro.
Pero ella era fea, larga y huesuda, con cara de caballo y bigote. Llevaba su pelo de rata recogido en un moño, trajes gruesos y zapatos de tacón bajo. Antes de cumplir los treinta años comprendió que el matrimonio no era para ella. En 1939, amargada y henchida de odio, fue nombrada celadora de un campo llamado Ravensbruck.
Con lágrimas en los ojos, y sin soltarle la muñeca, por temor de que él, asqueado, la dejara antes de que pudiera contárselo todo, le habló de las personas a las que había golpeado, de los días de poder y crueldad en aquel campo de Brandeburgo.
—¿Y qué hizo después de la guerra? —preguntó Miller, con suavidad. Pasó varios años deambulando de un lado al otro, abandonada por la SS, perseguida por los aliados, fregando platos y durmiendo en asilos. En 1950 conoció a Winzer, el cual, mientras buscaba casa, se hospedaba en un hotel de Osnabrück, en el que ella trabajaba de camarera. Cuando aquél, que era una persona excelente y un perfecto caballero, tuvo la casa, le propuso que fuera su ama de llaves.
—¿Eso es todo? —preguntó Miller, cuando ella acabó de hablar. —Sí, padre.
—Hija, no puedo darte la absolución a menos que confieses todas tus faltas. _Eso es todo, padre. Miller suspiró.
—¿Y los pasaportes falsos? Esos que se entregaban a los antiguos SS fugitivos… Ella guardó silencio, y Miller temió que se hubiera desmayado. —¿Está enterado de eso, padre? —Lo estoy.
—Yo no los hacía —dijo ella.
—Pero tú sabías lo que hacía Klaus Winzer, ¿verdad?
—Sí —susurró.
—Y ahora él se ha marchado.
—No, no puede ser. Klaus no me abandonaría. Volverá. —¿Sabes adónde ha ido? —No, padre.
—¿Estás segura? Piénsalo, hija. Lo han obligado a huir. ¿Adónde puede haber ido? El demacrado rostro de la mujer se movió a derecha e izquierda. —No lo sé, padre. Pero si le amenazan, utilizará la carpeta. El me lo dijo. Miller se sobresaltó. Miró a la mujer, que ahora tenía los ojos cerrados, como si durmiese.
—¿Qué carpeta, hija?
Siguieron hablando durante cinco minutos más. Luego se oyó un suave golpecito en la puerta. Miller se desasió de la mano de la mujer y se levantó para marcharse. —Padre…
La voz era quejumbrosa, implorante. El se volvió. La mujer le miraba fijamente con los ojos muy abiertos.
—Padre, la absolución.
Miller suspiró. Aquello era pecado mortal; pensó que alguien, en algún lugar, lo comprendería. Levantó la mano derecha e hizo la señal de la cruz.
—
In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sansti, Ego te absolvo a peccatis tuis
.
La mujer suspiró, cerró los ojos y perdió el conocimiento.
Fuera, en el pasillo, le esperaba el médico.
—Creo que no debería quedarse más tiempo —dijo.
Miller asintió.
—Sí, ahora duerme —dijo.
Después de asomarse un momento a la habitación, el médico lo acompañó hasta el vestíbulo.
—¿Cuánto cree que puede durar? —preguntó Miller.
—Es difícil precisarlo. Pero no creo que sean más de dos o tres días. Lo lamento. —Si. En fin: muchas gracias por haberme permitido verla. —El médico le abrió la puerta.
—¡Oh! Una cosa más, doctor. En nuestra familia todos somos católicos. Me ha pedido un sacerdote, para los últimos sacramentos, ¿comprende? —Desde luego.
—¿Podrá usted encargarse de avisarlo?
—Por supuesto. No lo sabía. Esta misma tarde lo llamaré. Gracias por advertirme. Adiós.
Cuando Miller llegó a la Theodor Heuss Platz y aparcó su «Jaguar» a veinte metros del hotel, empezaba a anochecer. Desde el segundo piso, Mackensen observó su llegada. Puso la bomba en su bolsa de mano, bajó con ella al vestíbulo, pagó la cuenta, aduciendo que debería salir muy pronto al día siguiente, y se dirigió hacia su coche. Lo situó en un lugar desde el que podía vigilar la puerta del hotel y el «Jaguar», y de nuevo se dispuso a esperar.
Había aún mucha gente en la zona para que pudiera ponerse a trabajar en el «Jaguar». Además, Miller podía volver a salir en cualquier momento. Si se marchaba antes de que colocara la bomba, Mackensen lo despacharía en la autopista, a unos cuantos kilómetros de Osnabrück, y se llevaría el maletín. Si se quedaba a dormir en el hotel, Mackensen pondría la bomba de madrugada, cuando no hubiera nadie en los alrededores.
En su habitación, Miller se devanaba los sesos tratando de recordar un nombre. Aún le parecía ver la cara de aquel hombre; pero el nombre se le escapaba.
Fue poco antes de la Navidad de 1961. Miller se encontraba en los bancos de la Prensa de la Audiencia Provincial de Hamburgo, esperando la vista de una causa en que estaba interesado. Cuando llegó, iba a fallarse el caso anterior. En el banquillo había un hombre pequeño, con cara de hurón. El abogado defensor pedía clemencia y alegaba que se acercaba la Navidad y que su defendido tenía esposa y cinco hijos.
Miller, al dirigir la mirada hacia la Sala, se había fijado en el rostro cansado y descompuesto de la esposa del acusado. Ella, con gesto de desesperación, lo escondió entre las manos al oír las palabras del magistrado que decía que la sentencia debía ser más dura, pero que, en atención a la petición de clemencia formulada por el defensor, imponía al acusado la pena de dieciocho meses de prisión. En su informe, el fiscal había dicho del prisionero que era uno de los más hábiles ladrones de cajas fuertes de Hamburgo.