Authors: Frederick Forsyth
—No es que tengamos la menor queja de usted —le aseguró el
Werwolf
—; se trata de ese maldito reportero. Creemos que ahora se dirige hacia su casa. No se preocupe; uno de los nuestros va tras él, y el asunto quedará arreglado hoy mismo. Pero usted debe marcharse antes de diez minutos. Esto es lo que quiero que haga…
Treinta minutos después, Klaus Winzer, muy azorado, con la maleta preparada, miraba indeciso hacia el lugar en que estaba la caja fuerte que contenía la carpeta. Se dijo que no la necesitaría. A Bárbara, su criada, le indicó que aquella mañana no iría a la imprenta, pues había decidido tomarse unas cortas vacaciones y marcharse a los Alpes austríacos. Nada como el aire puro para ponerse a tono.
Bárbara se quedó en el umbral de la puerta, mirando, boquiabierta, el «Kadett» de Winzer, que salía por el sendero del jardín marcha atrás, viraba en la tranquila calle y se alejaba. A las nueve y diez llegaba al trébol situado a seis kilómetros al oeste de la ciudad, y subía a la autopista. Cuando el «Kadett» entraba en ella, un «Jaguar» negro salía por el otro lado, en dirección a Osnabrück.
Miller encontró una estación de servicio en la Saar Platz, en la entrada oeste de la ciudad. Se detuvo junto a los surtidores y salió del coche pesadamente. Tenía los miembros entumecidos, y la nuca, rígida. El vino que bebiera la noche anterior le había dejado un amargo sabor en la boca.
—Llénelo —dijo al mozo—. Súper. ¿Tienen teléfono público?
—En la esquina —respondió el muchacho.
Por el camino, Miller vio un puesto automático de café, y se llevó a la cabina un vaso del humeante líquido. Hojeó la guía telefónica de Osnabrück. Había varios Winzer, pero sólo un Klaus. El nombre aparecía dos veces; la primera, con la indicación de «Imprenta». Junto a la segunda se leía «dom.», de «domicilio». Eran las 9.20. Hora de trabajo. Llamó a la imprenta.
El que contestó parecía el encargado.
—No, todavía no ha llegado —dijo—. Suele estar aquí a las nueve en punto. Ya no puede tardar. Llame otra vez dentro de media hora.
Miller le dio las gracias y se preguntó si sería conveniente llamar a su casa. Decidió que no. Si estaba en casa, Miller tenía que hablar con él personalmente. Tomó nota de la dirección, y salió de la cabina.
—¿Dónde está Westerberg? —preguntó al empleado del surtidor al pagar la gasolina.
Advirtió que de sus ahorros no le quedaban más que quinientos marcos. El muchacho, con un movimiento de cabeza, señaló hacia el norte.
—Por ahí. Es un sitio de postín. El barrio de los ricos.
Miller compró el plano de la ciudad, y localizó la calle. Estaba a menos de diez minutos de allí.
Evidentemente, era una buena casa; todo el sector parecía habitado por gente acomodada. Miller dejó el «Jaguar» delante de la verja, y se acercó a la puerta principal.
La criada no parecía tener más de veinte años, y era muy bonita. Le sonrió amablemente.
—Buenos días. ¿Está el señor Winzer?
—¡Oh! Se marchó, señor. Hace apenas veinte minutos.
Miller trató de no alarmarse. Seguramente iría camino de la imprenta, y algo le habría detenido.
—Lástima. Me hubiera gustado hablar con él antes de que saliera para el trabajo.
—No ha ido al trabajo, señor. Se fue de vacaciones —aclaró la muchacha.
Miller luchaba con una creciente sensación de pánico.
—¿De vacaciones en esta época del año? Es extraño. Además —inventó rápidamente—, me había citado para esta mañana. Me pidió que viniese a verle aquí.
—¡Qué descuido! —La muchacha estaba sinceramente apenada. —Y se ha ido tan precipitadamente… Recibió una llamada telefónica en la biblioteca, se fue escaleras arriba y me dijo: «Bárbara (porque yo me llamo Bárbara, ¿sabe?), Bárbara, me voy de vacaciones a Austria. Estaré fuera una semana.» Yo no tenía la menor idea de que pensara irse de vacaciones. Luego me dijo que llamara a la imprenta para decirles que no iría en una semana, y se marchó. No va con su manera de ser. Herr Winzer es un señor muy reposado.
Miller iba perdiendo las últimas esperanzas.
—¿No le ha dicho adónde iba? —preguntó.
—No; sólo que marchaba a los Alpes austríacos.
—¿Ni le ha dejado unas señas para recados? ¿No hay forma de ponerse en contacto con él?
—Ninguna. Y eso es lo más raro. Porque, ¿qué harán en la imprenta? Hablé con ellos antes de que llegara usted. Se quedaron muy sorprendidos, con todos los encargos pendientes.
Miller hizo un rápido cálculo. Winzer le llevaba media hora de ventaja. A 100 kilómetros por hora, ya habría recorrido cincuenta. Miller podía viajar a una media de ciento veinticinco, por lo que necesitaría dos horas para darle alcance. Era demasiado. En dos horas, Winzer ya podía haber llegado a su destino. Además, ni siquiera estaba seguro de que se dirigiera a Austria.
—¿Podría hablar entonces con Frau Winzer, por favor? —preguntó.
Bárbara soltó una risita y le miró con picardía.
—Herr Winzer no está casado. ¿Es que no lo conoce?
—No, nunca lo he visto.
—No es de los que se casan. Es muy bueno, eso sí; pero las mujeres no le interesan. No sé si me entiende…
—Entonces, ¿vive solo?
—Si, aunque yo duermo en la casa. Claro que no hay ningún peligro en ese aspecto… —ahogó una risita.
—Comprendo. Muchas gracias.
Miller dio media vuelta para marcharse.
—No hay de qué.
La muchacha le observó mientras bajaba por el sendero del jardín y subía al «Jaguar», que ya antes le había llamado la atención. Se preguntaba si estando ausente Herr Winzer no podría ella invitar a pasar la noche allí a un joven simpático y atractivo. Vio cómo el «Jaguar» se alejaba rugiendo, suspiró por la ocasión perdida y cerró la puerta.
Miller sentía cómo el cansancio se apoderaba de él; un cansancio acentuado por este último desengaño, que él consideraba definitivo. Suponía que Bayer habría conseguido soltarse y utilizado el teléfono del hotel de Stuttgart para avisar a Winzer. Había estado a punto de conseguir su objetivo; sólo le faltaron quince minutos. Ahora no deseaba más que una cosa: dormir.
Franqueó la muralla medieval de la ciudad vieja; guiándose por el plano, se dirigió a la Theodor Heuss Platz, aparcó el «Jaguar» frente a la estación y tomó habitación en el «Hotel Hohenzollem», al lado de la plaza.
Tuvo suerte; había habitación disponible, de manera que subió, se desnudó y se acostó. Algo seguía dándole vueltas en la cabeza, un cabo suelto, una pregunta que no había formulado. Cuando se quedó dormido, la pregunta seguía sin respuesta.
Mackensen llegó al centro de Osnabrück a la una y media. Al entrar en la ciudad, pasó por la casa de Westerberg, pero no vio el «Jaguar». Antes de preguntar en la casa, quería volver a llamar al
Werwolf
, por si había novedad.
La central de Correos de Osnabrück está en un lado de la Theodor Heuss Platz; la estación del ferrocarril ocupa otro de los lados de la plaza, y en el tercero se halla situado el «Hotel Hohenzollern». Cuando Mackensen detuvo el coche delante de Correos, sonrió ampliamente. Acababa de ver el «Jaguar» frente al principal hotel de la ciudad.
El
Werwolf
estaba de mejor talante.
—Bien: por el momento, pasó el pánico —dijo al asesino— He podido avisar al falsificador, y éste se ha marchado de la ciudad. Hace poco he vuelto a llamar a su casa. Me ha contestado la criada. Dice que Winzer se marchó un cuarto de hora antes de que un joven, que iba en un coche deportivo negro, preguntara por él.
—Yo también tengo noticias —anunció Mackensen—. El «Jaguar» está en la plaza, delante de mí. Seguramente, el hombre estará durmiendo en el hotel. Puedo encargarme de él en la habitación. Usaré el silenciador.
—Un momento; no nos precipitemos —dijo el
Werwolf
—. He estado reflexionando. Es preferible que no le ocurra nada en Osnabrück. La criada se acordaría de él y de su coche. Probablemente lo diría a la Policía, y eso podría hacer que quisieran interrogar al falsificador, que, por cierto, es bastante asustadizo. No quiero que se vea complicado en el caso. El testimonio de la criada le haría aparecer muy sospechoso. Recibe una llamada, y en seguida sale precipitadamente de su casa y desaparece. Después, un joven pregunta por él, y al poco rato el joven es asesinado en el hotel. Sería muy sospechoso.
Mackensen tenía el ceño fruncido.
—Tiene razón —admitió al fin—. Tendré que esperar a que se marche de aquí.
—Probablemente se quedará unas horas, buscando una pista que le permita dar con el falsificador. Pero no la encontrará. Otra cosa: ¿lleva Miller alguna cartera de mano?
—Sí —respondió Mackensen—. Anoche la llevaba al salir del cabaret, y subió con ella a su cuarto del hotel.
—¿Por qué no la dejaría en el portaequipajes del coche? ¿O en el hotel? Seguramente, porque contiene algo muy importante. ¿ Sabe adónde quiero ir a parar?.
—Sí —dijo Mackensen.
—El me ha visto, y sabe cómo me llamo y dónde vivo. Sabe que estaba en contacto con Bayer y con el falsificador. Y los periodistas todo lo escriben. Esa cartera tiene ahora una gran importancia. Cuando Miller muera, la cartera no debe caer en manos de la Policía.
—Ya sé: quiere usted la cartera.
—Por lo menos, quiero tener la seguridad de que ha sido destruida —dijo la voz que hablaba desde Nuremberg.
Mackensen meditó un momento.
—Lo más práctico sería poner una bomba en el coche. Una bomba conectada a la suspensión, que explote cuando, a gran velocidad, tropiece con algún desnivel del pavimento de la autopista.
—Magnífico —reconoció el
Werwolf
—. ¿La cartera quedaría destruida?
—Con una bomba como la que pienso emplear, la cartera, Miller y el coche arderían como la yesca. Además, con el coche lanzado a gran velocidad, parecerá un accidente. Los testigos dirán que se incendió el depósito de la gasolina. Una lástima.
—¿Podrá hacerlo? —preguntó el
Werwolf
.
Mackensen sonrió. El maletín que llevaba en el coche era el sueño del asesino. Contenía, entre otras cosas. casi una libra de explosivos de plástico y dos detonadores eléctricos.
—Por supuesto —gruñó—. No habrá dificultad. Pero tendré que esperar a que oscurezca para acercarme al coche. —Se interrumpió, miró por la ventana hacia la plaza y dijo apresuradamente: —Luego le llamaré.
Volvió a llamar al cabo de cinco minutos.
—Lo siento; pero vi a Miller subir al coche con su cartera en la mano. De todos modos, volverá al hotel. Acabo de ir a informarme. Ha dejado la maleta. De modo que no hay que preocuparse. Prepararé la bomba, y esta noche la colocaré.
Miller se despertó poco antes de la una. Se sentía descansado y un tanto eufórico. Mientras dormía, descubrió qué era lo que poco antes le produjera aquella leve desazón. Volvió a la casa de Winzer. La criada se alegró mucho al verlo.
—Hola, ¿usted otra vez?
—Pasaba por ahí delante, de vuelta a mi casa y pensé… ¿cuánto hace que trabaja usted aquí?
—Pues… unos diez meses. ¿Por qué?
—Si Herr Winzer es soltero y usted tan joven, ¿quién le atendía antes de que usted llegara?
—Ah, ya comprendo. Su ama de llaves, Fräulein Wendel.
—¿Y qué ha sido de ella?
—¡Ay! Está en el hospital, señor. Cáncer en un pecho, ¿sabe?
Es horrible. Y ésa es otra de las cosas por las cuales parece extraño que Herr Winzer se haya ido así tan de repente. El solía ir a visitarla todos los días. La quiere mucho. No es que ellos… bueno, usted ya me entiende, hayan sido algo. Pero ella estaba en la casa desde 1950, y Herr Winzer la aprecia mucho. Siempre está diciéndome: «Fräulein Wendel hacía eso así, y lo otro, asá…»
—¿En qué hospital está? —preguntó Miller.
—Ahora no recuerdo… Espere un momento. Está anotado en el bloc del teléfono. La muchacha volvió al cabo de dos minutos y le dio el nombre de la clínica, un lujoso sanatorio particular situado en las afueras de la ciudad.
Guiándose por el mapa, Miller se presentó en la clínica poco después de las tres de la tarde.
Mackensen pasó las primeras horas de la tarde comprando los materiales que necesitaba para su bomba. Su instructor le había dicho en cierta ocasión: «El secreto del sabotaje consiste en utilizar siempre cosas sencillas, que puedan comprarse en cualquier tienda.»
En una ferretería adquirió un soldador y una varilla de estaño; un rollo de cinta adhesiva negra; un metro de alambre y unos alicates; una hoja de sierra de treinta centímetros y un tubo de pegamento instantáneo. En una lampistería compró una batería de transistores de nueve voltios, una bombillita de dos centímetros y medio de diámetro y dos pedazos de hilo de cobre de 5 amperios, forrados de plástico, uno rojo y el otro azul. El era un operario muy cuidadoso, y le gustaba distinguir el positivo y el negativo. En una papelería compró cinco gomas de borrar grandes, de dos centímetros y medio de ancho por cinco de largo, y uno y medio de espesor. En una farmacia adquirió dos paquetes de preservativos, cada uno de los cuales contenía tres fundas de caucho, y en una charcutería de lujo compró una lata del mejor té. Era una lata de cuarto de kilo, que cerraba herméticamente. Era hombre minucioso en su trabajo, y no quería que se le mojaran los explosivos. Las latas de té tienen una tapa para impedir que penetre la humedad.
Una vez hechas sus compras, tomó en el «Hotel Hohenzollern» una habitación con vista a la plaza, para poder vigilar, mientras trabajaba, la zona de estacionamiento a la que forzosamente tenía que volver Miller.
Antes de entrar en el hotel, sacó del portaequipajes de su coche media libra de explosivo de plástico, blando y moldeable como la plastilina, y uno de los detonadores eléctricos.
Se sentó ante la mesa, al lado de la ventana, desde donde podía vigilar la plaza, y, provisto de una jarra de café bien cargado para combatir el cansancio, puso manos a la obra.
La bomba que fabricó era muy sencilla. Ante todo vació la lata de té en el lavabo. En la tapadera hizo un orificio con el mango de los alicates. Del trozo de tres metros de hilo rojo cortó veinticinco centímetros.
Soldó un extremo del hilo rojo corto al terminal positivo de la batería. Al terminal negativo soldó un extremo del hilo largo azul. Para evitar que los hilos se tocaran, los tendió uno a cada lado de la batería y los fijó en su lugar con cinta adhesiva.