—Por toda la estructura hay vigas de hormigón reforzado. Y en lo más profundo de la tierra, los niveles inferiores han sido edificados en el interior de una inmensa cámara, emplazada a su vez sobre otra serie de vigas y postes concebidos para resistir los temblores de tierra y la erosión del mar. El ángulo de las ventanas que domina los seis pisos superiores limita la cantidad de luz solar que entra en la biblioteca, lo que contribuye a una mejor conservación de los libros. Y, como he dicho, todo está duplicado y almacenado en diversos servidores situados en sendas ubicaciones de Egipto.
—¿Y qué hay de…?
—Lo tenemos todo cubierto —le interrumpió Lydia—. Guardias armados, seguridad extrema. Numerosos beneficiarios, fondos…
—Estoy seguro de que la anterior biblioteca contaba con similares medios de seguridad…
—Qué pesimista —dijo Lydia, y luego miró a Phoebe—. ¿Era así de niño?
—Peor.
Caleb gruñó.
—Estoy tratando de calcular lo sólido y resistente que llegará a ser este lugar, si, como sospecho, pensáis utilizarlo para almacenar lo que extraigáis de Faros.
—Extraigamos —le corrigió—. Ese ha sido nuestro propósito todo el tiempo. Los guardianes siempre han estado a cargo de la nueva biblioteca, asegurando fondos de la UNESCO y verificando que su construcción estuviese incluso por encima de los requisitos. Sabemos que muy pronto alguien encontrará la manera de entrar. Así pues, recrudecimos nuestros esfuerzos por dar con el Renegado. Y tu padre, con su tesis, nos lo puso muy fácil.
—Por desgracia —prosiguió Robert—, la CIA llegó hasta él antes que nosotros. Un mal golpe de suerte. Y un poco injusto, teniendo en cuenta la ayuda psíquica que recibió Waxman. Se llevaron a tu padre y nos vimos obligados a aguardar. Teníamos la esperanza, años atrás, de que quizá le hubiera dado la clave a tu madre, pero no: tuvimos que armarnos de paciencia.
—E incitarte a hacer tu trabajo —agregó Lydia.
—¿Así que el fin de todo era esto? —le preguntó Caleb, sin poder disimular su dolor. Se miró el regazo, reflexionando, antes de volver a hablar—: ¿no hubo siquiera amor?
Lydia le devolvió una mirada herida:
—Espero que sepas la respuesta.
—La verdad es que no —dijo, pero entonces volvió a mirar el álbum, a su pequeño acurrucado en los brazos de Lydia—. Pero quizá la sepa algún día, con tiempo. Si quieres.
Lydia le tendió la mano izquierda, donde Caleb vio su anillo de bodas, todavía brillante:
—Sí quiero.
En la biblioteca, descendieron una enorme rampa por la que Caleb empujaba la silla de Phoebe. Se maravilló ante su arquitectura, la perfección de sus columnas, los lustrosos balcones que asomaban desde cada una de las seis plantas; el gran domo, revestido de ventanas, las franjas de luz que se entrecruzaban allá en lo alto; las preciosas estanterías, mesas y sillas de caoba, hacían sentir a Caleb que estaba en el lugar correcto.
Sentía la ardiente necesidad de quedarse allí durante días, semanas, meses. Al volverse, trazando un enorme círculo, su corazón le percutía con saña, y no pudo evitar sentirse como Demetrius Phalereus cuando entró por primera vez en su biblioteca, y recorrió con la mirada las miles de obras donde se cifraban todos los asuntos del planeta.
Suavemente, Lydia le tomó del brazo y lo atrajo hacia un ascensor que aguardaba con las puertas abiertas. Utilizó una llave especial para acceder a un piso que se encontraba por debajo de los otros cuatro niveles submarinos. Tras un minuto de silencioso descenso, llegaron a un largo túnel completamente revestido de mármol blanco. Caleb se sintió como si estuvieran en las profundidades de una instalación militar secreta. Al final del pasillo, unas puertas dobles chapadas en oro se abrieron en cuanto el grupo se acercó a ellas. En su interior, la sala se hallaba dispuesta de forma muy parecida a la cámara que había bajo el faro, salvo por el hecho de que era más larga, y con veinte mesas y sillas de madera pulida. Había nichos vacíos por todas partes, pantallas planas, ordenadores, escáneres y una hilera de servidores. Un techo abovedado de similares proporciones se alzaba sobre sus cabezas, decorado de hermosos murales cósmicos.
—Aquí es —anunció Lydia—. Los textos que recuperemos del fondo marino los almacenaremos aquí y, a su debido tiempo, invitaremos a diversos académicos de todo el mundo a que accedan a una parte de ellos. Un pergamino un día, otro otro. Por supuesto, sólo tras un profundo análisis daremos esa información, y sólo cuando sea el momento apropiado.
—¿Dársela a quién? —preguntó Phoebe, inclinándose hacia delante en la silla y recorriendo la sala con la mirada.
Lydia suspiró:
—A aquellos que la estén buscando. Creo que en esto vamos a diferir, pero debéis daros cuenta de que este conocimiento, y el poder que conlleva, no pueden estar al alcance de todo el mundo al mismo tiempo.
—¿Por qué no? —preguntó Phoebe, adelantándose a Caleb. Señaló a los servidores—: tenéis todo lo necesario. Escanead los textos, volcadlos en la red, ¡y dejad que el mundo los conozca!
Lydia rio, y Robert, que había bajado las escaleras y se acababa de sentar ante la mesa junto a una hornacina vacía, hizo un gesto de desdén:
—No puedes estar hablando en serio. No, nosotros decidiremos cuándo y cómo liberar la información. Catalogaremos las fuentes basándonos en su potencial incendiario, y airearemos cada cosa en pequeñas dosis, gradualmente, pero por supuesto lo publicaremos todo.
—¿Cuánto durará eso? —quiso saber Caleb.
Lydia se encogió de hombros:
—Ya veremos qué acogida tienen las primeras publicaciones. Será cosa de décadas, sin duda, quizá siglos.
Caleb negó con la cabeza:
—¿Entonces los demás nos tendremos que limitar a confiar en vuestro criterio?
—Nuestro
criterio, Caleb. Ahora eres uno de los nuestros. Otra vez.
Caleb asintió, mirando en derredor. Era tan tentador tener acceso a todo aquello, a todo cuanto les fuese llegando. El antiguo tesoro del faro, reunido nuevamente en su biblioteca.
Sonó un móvil, y todo el mundo miró a Robert:
—Esperad —dijo, sacando su teléfono. Caleb se sorprendió de que funcionase en aquel lugar, pero debía de ser porque en el exterior habían instalado repetidores, receptores y transmisores adicionales para la conexión inalámbrica.
—¿Sí? —dijo—. Sí, somos nosotros. ¿Qué quiere decir? Mire otra vez.
Frunció el ceño, dedicó a Caleb una mirada extraña y luego miró a Lydia. Colgó, se levantó y se acercó a ella:
—No está allí —susurró.
Lydia hundió los hombros. Se volvió hacia Caleb.
—La tablilla no está.
Caleb le devolvió la mirada, impasible:
—Tampoco yo creía que fuera a estar allí.
—¿Qué?
—¿No aseguran las leyendas que fue trasladada antes de que Alejandría cayese en manos de los musulmanes? ¿Que la devolvieron a Gizé? Supongo que estará bajo la esfinge.
—Pero la visión que tuviste de Maneto…
—Quizá no hice las preguntas adecuadas —dijo—. Lo que pedí fue que se me mostrase cómo la sabiduría abandonó el templo de Isis, no dónde terminó.
Lydia seguía mirándolo fijamente, luego miró a Phoebe, sin saber si Caleb mentía o no. Por fin, dijo:
—Seguiremos buscando. Tiene que estar ahí.
Caleb se encogió de hombros:
—Había muchos nichos, puede que la escondieran en uno de ellos. O quizá haya alguna pared secreta, algo así.
Lydia asintió:
—La encontraremos, esté donde esté. Pero de momento, tenemos suficiente para empezar a trabajar.
Se acercó a Caleb, dudó un momento y le rodeó el cuello con los brazos:
—¿Puedo ver a mi hijo? —preguntó Caleb.
—¡Mi sobrino! —espetó Phoebe.
—Por supuesto —dijo Lydia—. Os espera arriba.
Bahía de Sodus — Día de Navidad
Con un profundo suspiro, Caleb se reclinó todo lo que dio de sí la silla, puso los pies en el borde de la cama de su madre y se recostó de lado. Había estado hablando con ella durante cerca de cinco horas, contándole todo, completando la historia de su búsqueda. Poniéndole al corriente de su triunfal descubrimiento.
Terriblemente exhausto, cerró los ojos, sólo por un minuto. Helen dejó escapar un suspiro, y un suave murmullo llenó la oscuridad del cuarto. La solitaria vela casi se había extinguido en el platillo, el pabilo flotaba en un charco de cera, y Caleb se dejó arrastrar a los brazos de Morfeo.
Entonces escuchó algo. El roce de las sábanas, los crujidos del suelo. Cansado, con gran esfuerzo, abrió los ojos. Había alguien de pie, junto a la cama de Helen.
Era la descarnada figura del cabello largo y grasiento y los hombros hundidos. La que vestía pantalones de soldado. Se inclinó entonces sobre ella. Unas palabras brotaron de la oscuridad, susurros a un tiempo amables y extraños.
Caleb intentó incorporarse, abalanzarse sobre él y alejarlo de allí. Había acosado a Caleb toda su vida, unas veces apareciendo, otras desapareciendo. Durante todos esos años, Caleb quiso creer que se trataba de una manifestación de sus propios miedos, o una culpa inconsciente.
Pero verle aquí, ahora… ¡y no ser capaz de moverse!
Entonces el hombre hizo algo que fundió como el hielo la angustia de Caleb. Tomó entre las suyas la mano de Helen, que colgaba del borde de la cama, y acarició dulcemente su piel. Emitió más susurros. Con el rostro junto al de ella, la miró a los ojos. Y entonces Caleb lo comprendió. Casi siempre que había visto a aquel hombre, su madre había estado con él. Y más de una vez, supo que ella también lo percibía. ¿Pero qué rostro, qué presencia podría…?
—¿Papá…?
La figura se envaró, como si hubiera dado por sentado que Caleb estaba dormido. Volvió la cabeza, muy lentamente…
… y entonces, la vela se apagó.
Un nuevo suspiro, y de pronto la habitación se heló, la oscuridad se disipó. Sintiendo que le volvían por fin las fuerzas, Caleb se dejó caer de la silla, y casi a rastras se dirigió al interruptor de la pared. La luz inundó el cuarto, y Caleb miró a un lado y otro, esperando encontrarse cara a cara con la aparición de su padre, tocarle, disculparse por haberle dejado de buscar, por todo. Pero allí no había nadie.
Los retratos de las paredes le observaban con gravedad, aunque sus rostros parecían ahora darse la vuelta, proporcionarle un poco de soledad, permitirle estar a solas con su madre. Entre tambaleos, Caleb se dirigió a la cama, y tomó la mano extendida y los dedos que ya empezaban a estirarse tras haber recibido en ellos aquel último roce. Helen tenía los ojos cerrados, y los labios húmedos, como si alguien acabara de besarla. Caleb se arrodilló junto a ella y dejó caer la cabeza en su pecho, y escuchó durante mucho, mucho rato, mientras las lágrimas comenzaban a rodar sin trabas por sus mejillas.
Bahía de Sodus — Junio dos años después
—Hola, mamá.
Caleb se sentó junto a su lápida y dispuso las gardenias en el mismo orden que tenían las de su padre. Había elevado una petición al Departamento de Estado, y, con el compromiso de perdonar y olvidar, y el pago de una considerable suma por su pérdida, exhumaron el cuerpo de Philip Crowe de la anónima tumba que había recibido sus huesos, allá en Fort Meade. El nombre de George Waxman, por su parte, había sido suprimido de todos los registros relacionados con el proyecto
Stargate
e incluso de la CIA, que desmintió oficialmente cualquier conocimiento de los servicios que Waxman le había prestado.
—Sólo pasaba por aquí —le dijo Caleb a sus padres, mientras guiñaba los ojos para mirar por entre las ramas de un enorme sauce, en el cementerio de Forest Hills. Dado que aquel lugar estaba cubierto por las sombras de varios árboles, y que además se encontraba muy cerca de la bahía, hacía unos cuantos grados de temperatura menos que junto al camino de entrada. Miró atrás y vio a Phoebe persiguiendo al pequeño Alexander.
—Espero que podáis ver esto —prosiguió—. Casi no puedo creerlo, pero lo cierto es que los nuevos tratamientos han funcionado. Han reparado las conexiones nerviosas de Phoebe y reconstruido sus vértebras inferiores, todo según las instrucciones del Manuscrito Hipocrático. Hemos corrido a presentar nuestro hallazgo a las asociaciones médicas, afirmando que había sido un niño que jugaba en las cavernas de las afueras de El Cairo quien descubrió el manuscrito, sellado y conservado en el interior de una ánfora.
Empleando una palita, Caleb puso más barro alrededor de las flores y derramó agua de su botella para humedecer la tierra. Se aclaró la garganta para deshacerse de aquel nudo que la atenazaba:
—Así que habrá más cosas el año que viene, os sorprenderán. Estoy sacando las que quedan tan rápido como puedo, y la verdad, funcionan. El potencial para la energía hidrogénica y las innovaciones en robótica asombrarán al mundo. Es increíble que los primeros pensadores reflexionasen sobre estas cosas sólo por puro placer. Imaginad lo que hubiera sido si sus necesidades hubieran estimulado su propia imaginación.
Tocó la lápida de Helen, colocando la palma en ella:
—Que descanses, mamá. Phoebe lo está haciendo muy bien, y tu nieto… Bueno, estará conmigo los próximos cuatro meses, y será tiempo suficiente para que pruebe una cocina más terrenal y se deje intoxicar por la cultura americana. Tiene cientos de juegos para entretenerse, una tele y multitud de libros a su disposición, hasta que lo lleve a Alejandría con Lydia.
Caleb sonrió:
—Sí, también allí me ocupo de él. Y te alegrará saber que muy pronto volveremos allí. Yo, Phoebe… —y luego, en un susurró—: … la Iniciativa Morfeo.
Se incorporó, se estiró y contempló la escena que se desplegaba ante él: Alexander intentando cazar un disco.
—Estoy refundando el grupo. He reclutado algunos psíquicos, pero esta vez soy yo personalmente quien los escoge. Waxman tuvo una buena idea, aunque le inspiraba el peor de los motivos. Esta vez formaré un buen equipo, entregado, profesional. Irá a por grandes cosas. Reliquias importantes, cosas que beneficien a la humanidad.
Con las manos en las caderas, respirando lentamente para recuperar el aliento, Phoebe reía; vio a Caleb y le saludó con la mano. Alexander dio un grito y Caleb pensó que acababa de escuchar las palabras «Vieja Chatarra».
—Papá —le reprendió Caleb—, eso lo ha sacado de ti. Adora ese maldito cubo oxidado. Cada vez que puede le lanza piedras, se cuela dentro y finge ser el Capitán Nemo.