—¡Ya suben! —gritó alguien, y la multitud se abalanzó hacia donde señalaba el hombre con un gran tumulto.
Algo apareció en el agua. Pequeñas formas irregulares que en verdad no terminaban de alcanzar la superficie. Submarinistas sin su equipo de buceo. El agua se tiñó de rojo, creando un manto impenetrable que se iba extendiendo más, y más, mientras los cadáveres seguían aflorando desde el fondo del mar. Cinco, seis, siete, ocho… nueve…
Y luego más. Y más.
Una mujer que portaba unos prismáticos lanzó un grito. Los cuerpos, arrastrados por la marea, estaban hechos pedazos: una cabeza por aquí, un torso por allá, unas piernas y unos brazos atados entre sí mediante lianas de carne… Los helicópteros descendieron en picado, dieron algunas vueltas y se dispersaron, alejándose del lugar. Los motores de las ambulancias se pusieron en marcha, precedidos del ulular de las sirenas.
Los gritos seguían rasgando el velo de la mañana.
Dieciocho guardianes, todos ellos tocados con unas gafas Ray-Ban negras, atravesaron la multitud de espectadores que se arremolinaba allí como una ola de muerte: cada uno de ellos se centraba en un objetivo que, tan pronto como habían llegado a Alejandría, adelantándose a George Waxman y a su contingente personal, había sido previamente identificado y marcado en secreto con una tiza en el hombro, visible únicamente para aquellos que llevasen unas gafas de sol de una tintura especial.
Los guardianes se movían aprisa, eficientemente, y con una determinación originada no ya en el deber, sino en la venganza. Todos portaban una chapa metálica en su dedo índice, rematada a su vez con una pequeña aguja que había sido humedecida en veneno de tarántula concentrado. Un pinchazo bastaba para paralizar a la víctima y provocarle terribles convulsiones, y a veces —si ocurría, ocurría— la muerte.
Un pinchazo de nada. Los dieciocho guardianes atacaron con sutil presteza, envenenando a sus presas y luego siguiendo su avance somo si nada hubiera ocurrido, desapareciendo en la multitud. Sólo uno de los guardianes se detuvo un rato más junto a su víctima.
El hombre, calvo, cayó sobre sus rodillas, con una mano en el cuello, como si algo acabara de «morderlo». Victor Kowalski se sentía raro; era una sensación entumecedora, desagradablemente fría, casi extática, que manaba por sus venas, de pronto no podía moverse, y sintió una especie de inercia arrastrándolo a los lados. La gente gritaba, precipitándose a su alrededor, empujándose entre sí, tropezando. Cayó de bruces. Se golpeó la cabeza contra las losas, pero no sintió dolor, sólo frío. Mucho frío. Alguien le pisó el brazo, y aun así no sentía nada salvo una racha ártica barriendo el interior de su cuerpo, helándolo hasta los huesos. Ni siquiera podía ver, o mejor dicho, no podía dirigir la mirada a ninguna parte, salvo a aquel rostro que le contemplaba desde las alturas, un rostro que le resultaba extraordinariamente familiar: el tipo, tocado con una gorra de béisbol y una sudadera gris, se alzaba ante él combando los labios en una incongruente sonrisa de venganza.
Aquella delicada fuerza interior llegó a su corazón, encerrándolo en hielo, y el mundo se vio sumido de pronto en una disolvente oscuridad.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Phoebe. Las unidades de emergencia se precipitaban con un rugido hacia la orilla del agua, mientras la policía alejaba a los espectadores.
—Esperaremos —dijo Caleb, retrocediendo—. Unos días, tal vez más. Las autoridades egipcias y el Concilio de Antigüedades prohibirán cualquier investigación en el puerto. Declararán que no hay nada allá abajo salvo un laberinto de túneles tan antiguos como peligrosos. Y la historia se acabará ahí —soltó aire lentamente—: si quieres puedes volver con mamá.
—No —respondió Phoebe—. Quiero ver cómo acaba esto. Y de todas maneras tampoco puedo ayudarla.
—Vale, entonces esperaremos a que este circo acabe. Esperaremos a que Qaitbey vuelva a quedarse desierto, entraremos en la cripta y haremos esto a nuestra manera.
A
L final, no pudieron esperar a que el paso elevado quedase desierto, pues el área que rodeaba la fortaleza Qaitbey siempre estaba demasiado llena, cuando no protegida hasta altas horas de la madrugada. Así que resolvieron jugarse la única baza que tenían y —en una lección aprendida de Waxman—, sobornaron al guardia para que les permitiera entrar. Caleb le habló de la importancia que aquel sitio tenía para ellos. Le contó que él y Phoebe se habían casado allí años atrás, y deseaban recobrar la sensación de pasar una noche en el interior de sus dependencias. Quizá el guardia tuvo piedad de ellos, dada la condición de Phoebe, pero, fuera como fuese, cifró en doscientos dólares su aquiescencia a aquella petición romántica. Los dejó solos, cerró por dentro y prometió dejarles salir por la mañana. Por supuesto, Caleb sabía que no iban a salir por el mismo sitio.
Armada de una linterna a pilas, Phoebe aguardó en las escaleras y miró con nostalgia a su hermano.
—¿Te gustaría estar aquí? —le preguntó Caleb escupiendo bocanadas de salmuera, una vez descendió el nivel del agua.
—¡No, gracias! —le gritó—. Aquí se está bien. Mejor te guarreas tú.
—Me guarrearé con oro, ¿sabes?
—Me da igual, pero date prisa. Estas estatuas me dan miedo.
Miró el lugar que había bajo la imagen de Toth, donde Nina había caído años atrás.
—Lo intento —dijo Caleb, despojándose de las cadenas.
Se apresuró a dirigirse al siguiente símbolo, luego se enganchó al techo, se encaramó por la cadena y se mantuvo colgado, esperando a que el suelo se viniese abajo. Cuando volvió a resituarse se despojó del arnés, se dejó caer y dio un paso al siguiente bloque. Inmediatamente este se hundió, precipitando a Caleb a un claustrofóbico túnel donde la tierra lo aprisionaba, adhiriéndole a la piel un pegajoso lodo. Cuando el bloque volvió a subir, la tierra que recubría su cuerpo se había endurecido, y sintió como si hubiese sido investido con una poderosa armadura, una mezcla de todos los elementos en uno, diseñada para conjurar cualquier ataque físico.
Dio un paso hacia Mercurio. Abrió la cremallera de una bolsita que portaba en el bolsillo, roció el sulfuro en polvo que contenía sobre las líneas del trazado, le prendió fuego y esperó. El gas tóxico que emanó de las grietas de la roca, mezclado con el humo del sulfuro, rodeó su cuerpo. La capa de arenisca que lo revestía comenzó a burbujear y crujir. Unos diminutos brotes verdes emergieron de sus brazos, su pecho, sus pies. Al instante se desprendieron de él, cayendo junto con unos enormes trozos de lodo.
Terminada la fermentación, Caleb procedió a pasar por el siguiente paso de la destilación: la Plata y la Luna. Sacó la linterna acuática de 200 voltios que traía consigo y la encendió. Tras tomar una profunda bocanada de aire, dirigió la luz hacia las cabezas de las serpientes que guardaban la gran puerta. Aparentemente labradas en cuarzo, sus ojos brillaban con un inquietante tono naranja. Brillaban y chispeaban. Caleb se sintió mareado, desvinculado de sí. Quizá fuera a causa del gas de la piedra anterior, que contenía algún tipo de polvo alucinógeno. Fuera lo que fuese, Caleb vio que las serpientes se desenredaban de su lascivo abrazo y ascendían por la pared, se suspendían en el aire, echaban el cuerpo atrás y abrían un momento sus enormes mandíbulas antes de embestirlo y envolver sus piernas, para enroscarse después a su torso.
Caleb se mantuvo totalmente inmóvil, pues se daba cuenta de que aquello no era sino otra prueba más. Era una ilusión, de eso estaba
casi
del todo seguro. Cierto que se trataba de una ilusión increíblemente realista. Sentía las escamas de aquellos reptiles, escuchaba sus siseos. Su respiración se tornó menos profunda a medida que las serpientes le apretaban las costillas, y luego proseguían entornándose alrededor de su cuello, cubriendo su cabeza, hasta encontrarse en su coronilla. Y aun así, Caleb seguía inmóvil, sin aliento, esperando.
Pasaron diez latidos. Su cabeza parecía flotar, la cámara giraba y un aura extraña ardía en sus ojos, inundando su mente de lo que no podía sino calificar de revelación.
Aquí estoy, soy el caduceo viviente, la personificación de las dos energías opuestas: hombre y mujer, lo superior y lo inferior, cielo y tierra, blanco y negro, bueno y malo… ¡todo! De tales elementos conflictivos procede la unidad. El conocimiento definitivo de todas las cosas contempladas desde todas las perspectivas posibles.
Lo único que le quedaba por hacer era que aquel estado de alerta permaneciera en él, se volviera duro y exacto como una piedra: la Piedra Filosofal.
Caleb dio un paso al frente; las serpientes seguían ávidamente enganchadas a él, pero perdían poco a poco su corporeidad, pues Caleb había comprendido que su presencia no era un estorbo, sino precisamente aquello que le daba fuerza. Una vez en el bloque final se dejó caer sobre sus rodillas y estiró los brazos. Nunca se le hubiera ocurrido a Caleb que necesitaba estar en esa posición, y desde luego el pergamino o sus visiones tampoco le habían dado indicio alguno de ello. Simplemente, aquello le pareció lo correcto.
Se arrodilló y aguardó. Las serpientes siseaban suavemente en sus oídos, e imaginó que sus bocas intercambiaban palabras: era un saludo apenas musitado, el calor de la bienvenida a quien había hecho aquel largo viaje y había llegado a casa.
El polvo de oro comenzó a caer del techo: aquel fino manto fue alfombrando lentamente su piel, adhiriéndose a los residuos de la fermentación y la destilación. Le cubrió la cabeza, el rostro que Caleb había levantado hacia lo alto, el cuello, los hombros, los brazos y las manos. Lo sintió como una gozosa lluvia de primavera. Incluso olió un perfume a flores, entreverado al fresco aire de la montaña. Era el olor del jazmín lo que le rodeaba, y pensó en Lydia; pero enseguida distinguió el aroma de la bahía, allá en Sodus, y también ese olor a libros viejos que impregnaba su pequeño dormitorio.
Cuando aquello acabó, Caleb abrió los ojos. Poniéndose en pie, temeroso de moverse demasiado deprisa y sacudirse aquel polvo, dio el último paso que lo separaba de la puerta. Las serpientes habían vuelto a sus posiciones habituales, mirando cuanto les rodeaba con indolente interés.
Caleb alargó la mano con los dedos brillantes de oro y rozó el báculo, luego, más confiado, posó la palma entera. En la bruma producida por aquel juego de sombras parecía haber atravesado la piedra caliza, e incluso que había cogido un báculo tridimensional.
Lo aferró con más fuerza. Y empujó. La puerta se abrió con un ruido a arenisca antigua, y ambas hojas se separaron, dándole la bienvenida a su interior:
—Tu turno, hermanita —le dijo a Phoebe, volviéndose y haciendo un ademán con la cabeza.
—¡Ni lo sueñes!
Pese a sus protestas, la cogió en brazos y la llevó consigo.
—Estás asqueroso —dijo, poniéndole los brazos alrededor del cuello—. Y ahora lo tengo yo encima.
—Aguántate —replicó Caleb con una carcajada—. No voy a permitir que te pierdas esto.
Traspuso con ella los bloques grabados a cincel, la puerta abierta que desembocaba en los muros de la siguiente cámara, y enfiló sus pasos hacia el tramo de escaleras que descendían a los pisos inferiores. Phoebe retiró un brazo del cuello de Caleb y lo usó para orientar la linterna.
Descendieron lentamente, con sumo cuidado. Caleb se detuvo una vez para depositar a Phoebe en el suelo por unos instantes y recuperar al aliento.
—Pelele —le espetó su hermana, riendo alegremente.
La risa se le atragantó cuando Caleb volvió a levantarla y la cargó sobre el hombro. El resto del descenso lo hizo Caleb casi a la carrera, y una vez abajo dejó suavemente a su hermana en el suelo. Phoebe se puso de lado y se alejó apresuradamente de una hendidura que destacaba entre las losas manchadas de sangre.
Caleb se llevó un dedo a los labios y Phoebe asintió, tratando de contener la risa nerviosa que la asaltaba, tratando también de sosegar su respiración, que los nervios traicionaban con lo que casi parecía una convulsión histérica. Bajando la cabeza, Caleb cerró los ojos y concentró sus pensamientos en aquella sala, en su forma, en su olor, en su tacto. Y pidió que se le mostrase una fecha, algo que había acontecido mucho tiempo atrás. Pidió que se le mostrase a Sostratus abriendo aquella puerta.
Después de que pasaran dos minutos comenzó a preocuparse.
No ocurrió nada. No hubo visiones, ni fogonazos de luz, ni el menor temblor del velo.
Pasó otro minuto y pensó seriamente en intentarlo, pronunciar el nombre de «Isis» y ver qué sucedía. Pero entonces Phoebe ahogó un gemido.
Caleb saltó y lanzó el rayo de luz hacia ella. Pero enseguida lo apartó. Phoebe tenía los ojos en blanco, y estaba temblando, tumbada sobre su costado. Caleb le había visto hacer aquello muy pocas veces, tan sólo cuando se veía invadida por los trances más profundos y peligrosos. Era ella quien demostraba ahora sus talentos, no él.
—Los estoy viendo —susurró Phoebe—. No hables. No pronuncies el nombre.
—¿Por qué? —preguntó Caleb, con la boca seca y envuelto en escalofríos.
—Sostratus… ha traído a alguien más.
—¿A quién? ¿A Demetrius?
Phoebe sacudió la cabeza, con los ojos todavía cerrados.
—No. Es una mujer.
—¿Qué?
—Una mujer con una túnica azul. Lleva la cabeza cubierta con una capucha. Las manos en los lados. Está mirando la puerta, y Sostratus aguarda, con la cabeza inclinada.
¿Podía ser, se preguntó Caleb, que la inflexión hubiera de tener el tono adecuado? ¿Tenía que ser la de una voz femenina? El yin y el
yang
. Varón y hembra. ¿Era esta la última prueba, una alusión a los poderes de lo femenino: el intelecto, el sentimiento, la compasión? ¿Era esta la lección definitiva? ¿Acaso el verdadero poder, la auténtica sabiduría, tan sólo procede del equilibrio? Hombre y mujer unidos ante la gran cripta. ¿Era este el motivo por el que Metreisse no abrió la puerta aquella primera vez?
Phoebe pestañeó y se incorporó. Sonrió:
—¿Me has traído aquí para esto? —Caleb negó con la cabeza—. Entonces es cosa del destino.
Hizo un gesto para que se apartase y se arrastró para acercarse un poco más a la puerta. Cerrando los ojos, tomó aliento y dijo el nombre, tal y como lo había oído pronunciar. Y la puerta se abrió, no con el rumor arenoso de siempre, o con algún sonido de fanfarria. Se limitó a abrirse con cierta presteza, como si alguien hubiera estado esperando pacientemente, en realidad cientos de siglos, a que ellos llegasen.