McLeod cae de rodillas y vomita sobre el suelo ensangrentado.
Alguien le entrega una cantimplora de la que bebe con avidez.
—¿Cómo…? —pregunta McLeod, y lanza un gemido a causa del dolor en la cabeza.
La calle se ha convertido en una escena dantesca compuesta por montones de cadáveres, trozos de cuerpos y lagos de sangre. Aquí y allí, un rabis moribundo agoniza en el suelo, con la boca y los ojos abiertos como un pez fuera del agua. Los civiles de los edificios cercanos registran a los muertos. Las mujeres lamentan la muerte de los soldados y lloran mientras examinan los cuerpos en busca de comida, manchadas de sangre hasta los codos. Los hombres recogen las carabinas y miran con nostalgia en dirección al sonido de los disparos. Todos están pálidos y tienen los ojos desorbitados y llenos de terror. Algunas personas han hecho un alto en la tarea para vomitar contra la pared.
McLeod aparta las manos que intentan ayudarlo a tenerse en pie y se tambalea hacia el lugar donde vio por última vez a Ruiz. Tiene las botas llenas de sangre caliente. No es capaz de dar con los restos del hombre, pero sabe que están ahí, enterrados entre los despojos humanos esparcidos.
—¿Sargento? —llama McLeod con voz ronca. La garganta le duele y rompe a toser.
«Un momento —se dice a sí mismo al cabo de un instante—. La gente no aprende a no meterse donde no la llaman. Ahí fuera habrá personas que intentarán detenerte. Debes estar preparado para luchar».
Se agacha para recoger una carabina y una pistola, se llena los bolsillos de munición y rebusca hasta encontrar un par de raciones de comida preparada y una cantimplora.
—¿Lo hice bien? —se pregunta en voz baja McLeod.
Se inclina hacia adelante y tose, escupiendo repetidamente.
—¿Me he comportado como usted esperaba, sargento?
Los civiles se sitúan a su alrededor cuando empieza a andar en dirección opuesta al tiroteo. Se apartan y lo tocan ligeramente cuando pasa frente a ellos. A su espalda, una mujer solloza en silencio.
McLeod se detiene el tiempo suficiente para llevarse la mano al corazón y murmura para sí:
—
Shookran
, sargento. —Y continúa hacia adelante.
Entrará en una tienda de música y tocará todos los instrumentos. Se montará la casa en la Biblioteca Pública de Nueva York y leerá todos los libros. La vida es corta y ésta es la mejor ciudad del mundo, repleta de tesoros.
Se jura a sí mismo que a partir de ahora nadie volverá a decirle lo que tiene que hacer nunca más.
75. Ha llegado tan lejos por una razón
El corazón de Mooney late con fuerza cuando los Chinook bimotor se posan en Sheep Meadow, con las hélices de nueve metros de longitud hendiendo sin piedad el aire fresco durante su descenso y levantando remolinos de polvo y briznas de césped que se alejan por el prado.
Cada una de estas máquinas de doce toneladas de peso mide un poco más de treinta metros y puede transportar hasta cincuenta soldados. Hoy, sólo llevaran a cuatro nuevos pasajeros.
La doctora Petrova llora a su lado.
—Nosotros jugábamos aquí —dice la mujer, señalando con un gesto débil el prado—. Todos nosotros.
Mooney apenas puede oírla. El ruido es ensordecedor.
—Ése era mi rincón, bajo el árbol —añade la científica.
Las rampas de carga en la parte trasera del fuselaje de los aparatos se abren y varios equipos de las fuerzas especiales se despliegan para establecer un perímetro de seguridad. Algunos de los hombres empiezan a disparar a objetivos lejanos, abatiendo así a los primeros rabis atraídos por el seco rugido de los rotores.
Uno de los soldados les hace señas.
—Ésa es nuestra señal —grita McGraw—. ¡En marcha!
La fuerza del viento es increíble, les da tirones en la ropa y los hace toser a causa de las nubes de polvo. Mooney le coge la mano a Petrova para ayudarla a mantener el equilibro mientras avanzan, mitad al trote, mitad a trompicones, hacia la seguridad.
—Ya casi lo hemos logrado —le dice Mooney a la doctora, sin creerse que está a punto de salir bien librado de la situación.
La mujer está pálida y débil y murmura para sí.
—Éste era su hogar —dice Petrova.
—¿El hogar de quién? —pregunta Mooney—. ¡No se pare, señora!
—Comimos helado el verano pasado.
Un par de soldados bajan del helicóptero y se acercan a la científica corriendo, la cogen por los brazos y la ayudan a entrar en el aparato. Mooney los sigue, pero se da cuenta de que McGraw y Wyatt se han quedado a los pies de la rampa.
—Yo no voy a ir con vosotros, chicos —dice el sargento.
—¿Cómo?
—¡Me quedo aquí!
Mooney se lo queda mirando, impotente. ¿O el hombre se ha vuelto loco y quiere que lo maten o, por el contrario, es estúpidamente leal y prefiere correr un riesgo increíble para volver junto al capitán? ¿Acaso espera que Mooney se quede también con él?
«No es justo», piensa Mooney.
—¡Dejo el ejército! —declara McGraw.
Wyatt se ríe en el viento arremolinado.
—Ésta era mi última misión —explica el sargento—. Se acabó. Voy a esconderme hasta que esto termine. Y entonces trataré de ir a casa, con mi chica. Buena suerte, muchachos. Quiero que sepáis que estoy orgulloso de vosotros.
—Gracias, sargento —contesta Mooney con un nudo en la garganta.
—Buena suerte, sargento —se despide Wyatt.
—Tengo suerte de sobra —responde McGraw, y les guiña un ojo.
El sargento levanta la mano en un saludo rápido y luego desaparece, corriendo a paso ligero por delante de los equipos de fuerzas especiales como si el mundo comenzara, en lugar de terminarse.
—Yo también me quedo, Mooney —dice Wyatt.
—¿Qué? ¿Tú también lo dejas?
—¡Qué va! —responde Wyatt. Se suena la nariz con los dedos y entonces añade con acritud—: Uno de esos retrasados pajilleros me mordió en el sobaco. El que estaba infectado.
—Por Dios, Joel —exclama Mooney, demasiado aturdido como para dar crédito a lo que acaba de escuchar.
—Anda que no duele. Ya noto a esos pequeños hijos de puta en mi cerebro. Supongo que me iré a cualquier parte y me comeré el resto de las barritas de chocolate. Quizá vaya a nadar en el estanque que hay ahí atrás. O quizá robe un banco. ¿Quién sabe? Pueden pasar tantas cosas en las pocas horas previas a que me convierta en un zombie…
La voz de Mooney se quiebra.
—Pero ¿qué cojones se supone que voy a hacer sin ti?
Wyatt lo premia con una de sus risas ladeadas.
—Te las apañarás solo, jefe. Pero yo… Yo me tendré que buscar un nuevo compinche.
—¿Venís u os quedáis? Elegid. Tenemos compañía —informa uno de los miembros de las fuerzas especiales desde lo alto de la rampa.
—Nos vemos, Joel —se despide Mooney, que extiende la mano.
Wyatt no le hace caso y se aleja torpemente en medio del viento huracanado. Sonríe y a modo de despedida levanta el dedo medio.
—¡Enemigos!
Varios soldados bajan por la rampa y empiezan a disparar sobre la horda de perros rabiosos que salen de entre los árboles y suben a la bodega de otro de los Chinook que han aterrizado en el prado, superando en el enfrentamiento a los guardias apostados. Los cuerpos caen abatidos sobre el césped mientras que otros desaparecen en el interior del gigantesco helicóptero, que despega de repente.
Uno de los soldados agarra a Mooney y lo empuja sin contemplaciones al interior del aparato, donde cae al suelo gritando presa del pánico. Se arrastra para llegar hasta el asiento junto a Petrova, que chilla por el tiroteo y se cubre la cara con las manos.
—Basta ya de muertes —ruega la doctora.
Un suboficial cruza corriendo el pasillo hasta los pilotos y les ordena a gritos que pongan a volar el pájaro de inmediato.
—Todo irá bien, doctora Petrova —la anima Mooney—. Ha llegado tan lejos por una razón. Ha tenido un montón de ocasiones de morir, pero no lo ha hecho. No puede morir ahora.
El helicóptero despega de manera brusca y se eleva a una velocidad de ocho metros por segundo. La gravedad les succiona el estómago y los dedos de los pies.
Un médico de las fuerzas especiales se acerca con dificultad por el pasillo hasta llegar junto a Petrova y empieza a hacerle preguntas a gritos: «¿La han mordido?». «¿Tiene cualquier otro tipo de herida?» «¿Tiene otros problemas médicos que puedan afectar a su salud?» «¿Quiere agua?»
Mirando al otro lado, Mooney cambia de frecuencias en la radio de combate en busca de las transmisiones de la compañía Charlie. El aire entra por la cabina, con lo que le resulta difícil oír. Entonces se le destapan los oídos y las voces suenan tan claras como el tañido de una campana.
—Nuestro transporte está ahí arriba…
—No podemos…
—¡Hombre herido!
—¿Los helicópteros pueden proporcionarnos cobertura?
—Si alguien tiene una ametralladora, necesitamos…
A pesar de que las voces describen una batalla que se está perdiendo, le proporcionan un extraño consuelo. Aún están vivos ahí abajo, y mientras vivan, hay esperanza.
—Tenemos enemigos…
—No iría mal un apoyo de fuego a la izquierda…
—Establezcan una base de fuego…
—Entonces retírense con los otros equipos de asalto.
—¡Despejen la red, idiotas!
Mooney se fija en que los tíos de las fuerzas especiales miran con atención a través de las ventanas de uno de los lados del helicóptero y maldicen entre dientes. Mooney se da la vuelta sentado en su asiento y ve que el Chinook en el que entraron los rabis vuela de manera errática, con la cola balanceándose adelante y atrás y la rampa de carga aún bajada, por la que caen cuerpos hasta el suelo situado a decenas de metros de distancia.
—Vamos, vamos —alienta uno de los soldados—. Mantened el control.
Mooney sabe cómo se sienten. Sus amigos están muriendo a bordo del otro helicóptero y no hay nada que puedan hacer al respecto.
El aparato ruge hacia el oeste, virando en dirección a la majestuosa construcción —similar a un castillo— que forman las torres San Remo con los otros helicópteros siguiéndolo a una distancia prudencial. Los hombres aguantan la respiración mientras esperan ver cómo se estrella el aparato y desaparece en una bola de fuego en el interior de una de las torres, pero el helicóptero logra retroceder dando bandazos al tiempo que trata de estabilizarse. Sin embargo, aún está demasiado cerca. Las hélices se rompen de repente al impactar contra el lateral del edificio, y las violentas tensiones que sufre el helicóptero parten al Chinook en dos en medio de un estadillo de fuego y humo. Los dos trozos caen a plomo contra el suelo, donde impactan haciéndose añicos.
Pero a pesar de que Mooney no puede apartar la vista, sólo se fija a medias en el drama.
En la radio, las voces continúan chillando.
76. Una empresa irrealizable
El segundo pelotón se detiene para disparar, como puede, una descarga cerrada sobre los perros rabiosos que lo persiguen. Luego, los soldados echan a correr de nuevo, dejando atrás un rastro de cintas de munición, casquillos usados y cadáveres de rabis.
Bowman se demora un poco más para proporcionar fuego de cobertura. Sabe que dentro de poco tendrá que hacer que sus agotados soldados descansen. Varios miembros del pelotón comienzan a quedarse rezagados y todos disparan sin apuntar. Por su parte, los rabis no dan la impresión de cansarse. Muchos infectados se paran de golpe y caen en redondo cuando el corazón les explota dentro del cuerpo a causa del cansancio extremo, pero el resto sigue avanzando. Ésos son los más fuertes y los que están en mejor forma, y siempre hay más para reemplazar a los que caen, según parece.
«Lo mismo se podría decir de nosotros —piensa Bowman—. Sólo que cuando nosotros caemos, nadie nos reemplaza. No queda nadie más. Estos hombres son los mejores, pero también son los últimos».
El capitán lanza una granada hacia la horda y se pone a correr de nuevo, sacudido por la explosión que espera que les conceda unos segundos más.
El objetivo era llegar al punto de encuentro en Sheep Meadow, pero el soldado de primera Mooney les comunicó por radio que los pájaros habían despegado y que la doctora Valeriya Petrova se encontraba a salvo a bordo de los Chinook.
La misión ha concluido. Era compleja y extremadamente peligrosa, pero la han llevado a cabo con un éxito parcial. Ahora tienen una nueva misión, más simple, pero el desafío es mayor: permanecer con vida.
Seis manzanas por delante, el avance de la tropa de Vaughan se vio detenido en Columbus Circle, una amplia rotonda en el extremo suroeste de Central Park, donde situaron una posición defensiva en el centro de la plaza, alrededor de la estatua de Cristóbal Colón. A duras penas resisten y Vaughan pide refuerzos a gritos. El capitán Bowman está conduciendo al segundo pelotón hacia esa posición. Todos los demás han muerto. No queda nadie más. Entre los efectivos de Vaughan y los suyos, quizá les queden setenta fusileros.
Vaughan eligió bien el lugar donde resistir. Al ser la confluencia entre la calle Cincuenta y nueve y las avenidas Broadway, Central Park West y la Octava Avenida, Columbus Circle se mantuvo despejada del tráfico civil y no hay vehículos alrededor, con lo que tienen unas buenas líneas de disparo en un lugar apropiado para el exterminio. Las dos unidades por sí solas disponen de muy pocas armas y están prácticamente rodeadas; necesitan reagruparse y concentrar su potencia de fuego.
Después de eso, o los rabis o ellos. Un clásico duelo bajo el sol.
La única otra opción que hay es dispersar a la tropa. Que cada uno se cuele en uno de los edificios cercanos, encuentre un lugar seguro donde esconderse y rece para que los rabis no vayan a buscarlo. Pero luego ¿qué? Sólo los suboficiales disponen de radio. Todos se encontrarían desperdigados, con poca comida y agua y a solas en edificios que lo más seguro es que estén repletos de rabis. Como se suele decir, salir de las brasas para caer en el fuego.
Su única esperanza para sobrevivir es que, de alguna manera, consiga llevar a la tropa a un lugar seguro o derrotar a los perros rabiosos en la plaza. Ahora.
Por delante, los chicos aflojan el ritmo de carrera.
—Problemas al frente —informa Lewis por la radio.
Bowman corre más deprisa para llegar a la vanguardia de la columna, desde donde Lewis y Kemper observan otro enorme ejército de rabis bloqueando el paso.