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Authors: Marvin Harris

Tags: #Ciencia

Nuestra especie (30 page)

BOOK: Nuestra especie
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Lo mismo cabe decir de los mbutis. Turnbull escribe «que los cazadores [esto es, los varones] pueden considerarse como los dirigentes políticos del campamento y que en este aspecto las mujeres son casi, si no del todo, iguales a los hombres». Ahora bien, «se considera bueno pegar un poco a la esposa», aun cuando «se espere que ésta responda con golpes a los golpes», y para los niños «la madre está asociada con el cariño» y «el padre con la autoridad».

Richard Lee registró treinta y cuatro casos de peleas a mano limpia sin consecuencias mortales entre los !kung. En catorce de ellos se trató de agresiones de hombres contra mujeres; solamente uno tuvo por objeto una agresión femenina contra un varón. Lee señala que, pese a la mayor frecuencia de las agresiones iniciadas por varones, «las mujeres peleaban con fiereza y a menudo propinaban tantos o más golpes de los que recibían». Es posible, sin embargo, que en estos incidentes los varones se moderaron debido a la presencia de un policía del gobierno, recién instalado, y que por ello no utilizaran sus armas. Buceando en el pasado, Lee descubrió que antes de su trabajo de campo se habían producido unos veintidós homicidios. Ninguno de los homicidas era mujer, pero sí dos de las víctimas. Lee dedujo de estos datos que los varones no disponían de tanta libertad para cebarse en las mujeres como en las sociedades machistas auténticamente opresivas. Pero otra interpretación parece más acertada. A lo mejor, las mujeres !kung eran más timoratas en el pasado, cuando no había policías por los alrededores, y se cuidaban de no buscar pelea con los hombres, conscientes del peligro mortal que corrían si a éstos les daba por utilizar sus lanzas y flechas envenenadas.

¿Por qué son las mujeres en las sociedades cazadoras-recolectoras casi pero no del todo iguales a los hombres en los ámbitos de la autoridad política y la resolución de conflictos? Creo que se debe al monopolio masculino de la fabricación y uso de armas de caza, combinado con las ventajas del varón en cuanto a peso, altura y fuerza muscular. Entrenado desde la infancia para cazar animales de gran tamaño, el hombre puede ser más peligroso y, por lo tanto, desplegar una mayor capacidad de coerción que la mujer cuando estallan conflictos entre ambos. «Soy un hombre. Poseo mis flechas. No me da miedo morir», afirma el cazador !kung cuando las discusiones empiezan a salirse de madre. Si ésta es la reacción de unos hombres entrenados para matar animales, ¿cuál será la de unos que hayan sido entrenados para matar seres humanos? ¿Qué destino les espera a las mujeres cuando los cazadores se cazan entre sí?

¿Guerreras?

Siempre que las condiciones han favorecido la intensificación de las actividades bélicas en las sociedades del nivel de las bandas y aldeas, también se ha intensificado la subordinación política y doméstica de las mujeres. El antropólogo Brian Hayden y sus colaboradores de la Universidad Simon Frazer contrastaron esta teoría sobre una muestra de treinta y tres sociedades cazadoras-recolectoras.La correlación entre bajo estatus femenino y aumento de las muertes en choques armados fue «inesperadamente elevada». «Las razones de la abrumadora dominación masculina en sociedades en que la guerra tiene gran peso —observan Hayden y los demás coautores— parecen relativamente claras. Las vidas de los miembros del grupo dependen en mayor medida de los varones y de su evaluación delas condiciones sociales y políticas. En tiempos de guerra, las funciones confiadas a los varones son sencillamente más decisivas para la supervivencia del colectivo que el trabajo femenino. Además, la agresividad masculina y el uso de la fuerza que fomentan la guerra y el combate convierten la oposición femenina a las decisiones del varón en algo no solamente inútil, sino también peligroso».

Los hombres, no las mujeres, recibían entrenamiento para ser guerreros y, por lo tanto, para mostrar mayor arrojo y agresividad, y ser más capaces de dar caza y muerte, sin piedad ni remordimiento, a otros seres humanos. Los varones fueron seleccionados para el papel de guerreros porque las diferencias anatómicas y fisiológicas vinculadas al sexo, que favorecieron su selección como cazadores de animales, también favorecieron su selección como cazadores de hombres. En el combate con armas manuales, dependientes de la fuerza muscular, la ligera ventaja del 10 al 15 por ciento de que disfrutan los varones sobre las mujeres en las competiciones atléticas pasa a ser una cuestión de vida o muerte, mientras que las limitaciones que el embarazo impone a la mujer constituyen una desventaja todavía mayor en la guerra que en la caza, sobre todo en sociedades preindustriales que carecen de técnicas anticonceptivas eficaces.

No, no he olvidado que en sociedades más evolucionadas las mujeres han formado brigadas de combate y luchado al lado de los hombres como guerrilleras y terroristas y que en la actualidad gozan de cierto grado de aceptación como agentes de policía, funcionarios de prisiones y cadetes de academias militares. Es cierto que miles de mujeres sirvieron en unidades de combate en la revolución rusa y en la Segunda Guerra Mundial, en el frente ruso, así como en el Vietcong y otros muchos movimientos guerrilleros. Pero esto no altera la importancia de la guerra como factor estructurador delas jerarquías sexuales en las poblaciones organizadas en bandas y aldeas. Las armas utilizadas en todos estos ejemplos son armas de fuego, no armas accionadas por la fuerza muscular. Lo mismo se aplica al célebre cuerpo de guerreras que lucharon por el reino africano occidental de Dahomey durante el siglo XIX. De los aproximadamente 20.000 soldados del ejército de Dahomey, 15.000 eran varones y 5.000 mujeres. Ahora bien, muchas de ellas no iban armadas y desempeñaban funciones no tanto de combatientes directos como de exploradores, porteadores, tambores y portaliteras. La élite dela fuerza militar femenina —integrada por unas 1.000 a 2.000 mujeres— vivía dentro del recinto real y actuaba como guardia de corps del monarca. Según parece, en varias batallas documentadas, este cuerpo femenino se batió con tanto arrojo y eficacia como los hombres. Pero sus principales armas eran mosquetes y trabucos, no lanzas ni arcos y flechas, con lo cual se reducían al mínimo las diferencias físicas entre ellas y sus adversarios. Además, el rey Dahomey consideraba el embarazo de sus soldados de sexo femenino como una seria amenaza para su seguridad. Técnicamente, sus guerreras se hallaban casadas con él, aunque el rey no mantenía relaciones sexuales con ellas. Las que quedaban embarazadas era acusadas de adulterio y ejecutadas. Es claro que las circunstancias que permitieron al rey Dahomey utilizar guerreros de sexo femenino, aunque fuera en grado limitado, no sedaban en las sociedades belicosas organizadas en bandas y aldeas. Las poblaciones de este tipo de sociedades eran demasiado pequeñas para mantener un ejército profesional permanente; carecían de una dirección política centralizada y de los recursos económicos necesarios para entrenar, alimentar, alojar e imponer disciplina a un ejército permanente, estuviera éste compuesto de hombres o de mujeres, y por encima de todo dependían en lo militar de arcos, flechas, lanzas y mazas, no de armas de fuego. A consecuencia de ello, cuanto más intensa era la actividad bélica en las bandas y aldeas, mayores eran los padecimientos femeninos causados por la opresión del varón. Permítaseme ofrecer unos cuantos ejemplos.

Guerra y sexismo

Para que haya guerra, tiene que haber equipos de combatientes armados. Ninguna de las muertes violentas reseñadas por Richard Lee se produjo durante ataques realizados por equipos decombate; por consiguiente, no fueron acciones bélicas. Dos de los informantes de Lee señalaron que, en otras épocas, antes de que la policía del protectorado de Bechuanalandia apareciera en la región, sí se producían incursiones bélicas por parte de equipos armados. En tal caso, esta actividad no debía ser muy frecuente o intensa porque si no la habrían recordado más personas. Por lo tanto, la virtual ausencia de ataques por sorpresa o de cualquier otra manifestación bélica entre los !kung encaja a la perfección con el carácter eminentemente igualitario de los papeles asignados a cada sexo.

Con todo, aunque rara vez recurren al conflicto armado organizado, los !kung están lejos de ser esos dechados de pacifismo que Elizabeth Thomas describe en su obra The Harmless People (Elpueblo inofensivo). El cálculo de Lee de veintidós homicidios en cincuenta años que mencionábamos hace poco arroja una tasa de 29,3 homicidios anuales por cada 100.000 habitantes, considerablemente inferior a los 58,2 de Detroit, pero muy superior al promedio global de los Estados Unidos, estimado en 10,7 por el FBI. Reconozco que el desierto del Kalahari no es el Edén, pero, como subraya Lee, la tasa de homicidios en los modernos estados industriales es mucho más elevada de lo que reflejan las cifras oficiales debido a un peculiar engaño semántico: las muertes causadas en tiempo de guerra entre el «enemigo» por los estados contemporáneos no se contabilizan como homicidios. Las muertes de combatientes y civiles que ocasionan las acciones militares elevan la tasa de homicidios de las modernas sociedades estatales muy por encima de la de los !kung, con su virtual desconocimiento dela guerra.

A diferencia de éstos, muchas sociedades del nivel de las bandas sí registran una actividad bélica moderadamente intensa y presentan formas correlativamente más pronunciadas de sexismo masculino. Este era el caso de los pueblos autóctonos de Australia cuando los descubrieron y estudiaron por primera vez científicos europeos. Por ejemplo, los aborígenes de Queensland, en la Australia nororiental, que estaban organizados en bandas de cuarenta a cincuenta individuos y basaban su subsistencia exclusivamente en la recolección y caza de especies vegetales y animales, solían enviar equipos de guerreros para vengar las afrentas de bandas enemigas. Los relatos de testigos oculares dan cuenta de un nivel moderadamente elevado de muertes como resultado de la violencia intergrupal organizada, la cual culminaba en la operación de guisar y devorar a los cautivos, recompensa exclusivamente reservada para los guerreros de sexo masculino y destino que sufrían principalmente mujeres y niños.

Junto a estos intereses bélicos, los aborígenes poseían una forma, lejos de extrema pero bien desarrollada, de supremacía masculina. La poliginia era común entre los varones maduros y algunos llegaban a adquirir hasta cuatro esposas. Los hombres discriminaban a las mujeres a la hora de distribuir los alimentos. «A menudo, el varón», reseña Carl Lumholtz, «guarda para sí los alimentos de origen animal, en tanto que la mujer tiene que depender principalmente de alimentos de origen vegetal para su sustento y el de su hijo». En la conducta sexual prevalecía la doble moral. Los hombres golpeaban o mataban a las esposas adúlteras, pero éstas no podían recurrir a un expediente análogo. Y la división del trabajo entre uno y otro sexo era todo menos equitativa. Lumholtz consigna lo siguiente al respecto:

[La mujer] tiene que efectuar todos los trabajos duros, salir con la cesta y el bastón a recoger frutos, desenterrar raíces o abrir los troncos a golpe de hacha para extraer larvas […]. Frecuentemente[ella] se ve en la obligación de transportar a hombros a su criatura durante todo el día, posándola en el suelo sólo cuando tiene que excavar la tierra o escalar un árbol […]. Al regresar a casa, debe realizar normalmente grandes preparativos para batir, tostar y macerar los frutos, que muchas veces son venenosos. También es su deber construir la cabaña y reunir los materiales necesarios para tal fin […].Asimismo, se ocupa del suministro de agua y combustible […]. Cuando se desplazan de unos lugares a otros, la mujer debe acarrear toda la impedimenta. Por eso, siempre se ve al marido adelantado, sin más carga que algunas armas ligeras, tales como lanzas, mazas o bumerangs, seguido de las esposas, cargadas como mulas hasta con cinco cestos de provisiones. Con frecuencia un niño de corta edad ocupa uno de los cestos y puede que otro algo mayor cabalgue a hombros de su madre.

Nada de esto, sin embargo llega a constituir una pauta de subordinación despiadada de las mujeres. Lo que Lloyd Warner señalara a propósito de los murngin, otro belicoso grupo de cazadores-recolectores del norte de Australia, probablemente se aplicaba también a los aborígenes de Queensland:

Una esposa posee considerable independencia. No es esa mujer maltratada de las primeras teorías de los etnólogos australianos. Normalmente hace valer sus derechos. En la sociedad murngin las mujeres alzan la voz más que los hombres. A menudo, castigan a sus maridos, negándose a darles de comer cuando éstos se han ausentado durante demasiado tiempo y sus esposas barruntan que tienen algún lío amoroso.

Las sociedades organizadas en aldeas cuya subsistencia se basa parcialmente en formas rudimentarias de agricultura llevan muchas veces la guerra y la dominación masculina a extremos desconocidos en las sociedades cazadoras-recolectoras. Permítaseme ilustrar este contraste mediante el caso de los yanomamis, pueblo objeto de numerosos estudios que habita la región fronteriza entre el Brasil y Venezuela. Los muchachos yanomamis comienzan su entrenamiento bélico a una tierna edad. Según el antropólogo Jacques Lizot, cuando los chicos se pelean, sus madres les alientan a devolver golpe por golpe. Hasta cuando un muchacho es derribado accidentalmente, la madre grita desde lejos: «¡Véngate, vamos, véngate! ». Lizot vio a un chaval morder a otro. La madre de la víctima llegó corriendo, le conminó a dejar de llorar, agarró la mano del otro chico y metiéndola en la boca de su hijo le dijo: «¡Ahora muérdele tú!». Si el otro niño golpea al hijo con un palo, la madre «le pone [a éste] el palo en la mano y, si es necesario, moverá ella misma el brazo». Los muchachos yanomamis aprenden a ser crueles practicando con animales. Lizot observó cómo un grupo de adolescentes de sexo masculino, reunidos en torno a un mono herido, hurgaban con los dedos en sus heridas y le introducían afiladas astillas en los ojos. A medida que el mono iba muriéndose, poco a poco, «cada una de sus contorsiones les excita y provoca risa». En fases posteriores de la vida, los hombres darán el mismo trato al enemigo en combate. En un incidente armado, una partida de asaltantes hirió a un hombre que había intentado escapar arrojándose al agua. Lizot afirma que sus perseguidores se zambulleron para atraparlo, lo arrastraron hasta la orilla, lo laceraron con las puntas de sus flechas, le clavaron astillas en las mejillas y le sacaron los ojos haciendo palanca con el extremo de un arco.

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