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Authors: Marvin Harris

Tags: #Ciencia

Nuestra especie (29 page)

BOOK: Nuestra especie
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Como gran número de feministas, científicos sociales y matemáticos se apresuraron a señalar, aparte del número de clases de matemáticas que los jóvenes de la muestra habían seguido, Benbow y Stanley no habían hecho prácticamente ningún esfuerzo por introducir otros factores de control para corregir las diferencias en cuanto a socialización de los matemáticos infantiles de uno u otro sexo. Los investigadores parecen olvidar el contexto más amplio de la familia y la vida comunitaria en el que los jóvenes encuentran incentivos para sobresalir, forman las imágenes de sí mismos y desarrollan objetivos profesionales. Tradicionalmente eran los padres, no las madres, los que ayudaban a los niños con los deberes de matemáticas, transmitiendo el mensaje efectivo de que las matemáticas eran un ámbito de actividad masculino. Y tradicionalmente, los consejeros educativos y profesores se venían a sumar a los padres en esta definición de la aptitud para las matemáticas como característica ligada al sexo que es fundamental para las carreras masculinas, pero no para las femeninas. En un estudio sobre este problema, 42 por ciento de las muchachas interesadas en seguir una carrera afirmaban que los consejeros educativos las desanimaban de inscribirse en cursos avanzados de matemáticas. «Cualquiera que piense que los chicos y chicas de séptimo grado están libres de influencias ambientales —escribieron dos profesoras de matemáticas en respuesta a Benbow y Stanley— difícilmente puede estar viviendo en el mundo real». Y como señaló la científica y feminista Ruth Bleier: «A una edad en que es muy fuerte la presión para adaptarse a los comportamientos y papeles sociosexuales esperados, muchas niñas no desean que se las considere "poco femeninas" en una cultura que equipara las habilidades matemáticas y lingüísticas con la "virilidad".»

¿Pero no están acaso «programados» de manera diferente los cerebros de hombres y mujeres? Los hemisferios izquierdo y derecho del cerebro humano se especializan en funciones ligeramente distintas. En la mayoría de los humanos, el hemisferio izquierdo es más activo en las funciones verbales y el derecho en la visualización de objetos y de relaciones espaciales entre objetos. ¿No será que las mujeres están «programadas» para utilizar el izquierdo más que el derecho y que esto explica su mayor aptitud verbal? Y dado que la capacidad para visualizar objetos y relaciones espaciales se correlaciona con las habilidades matemáticas, ¿no será que los hombres tienen mayor facilidad para éstas porque se hallan «programados» para hacer mayor uso de su hemisferio derecho? No, no he conseguido encontrar ningún elemento de juicio que abone estas hipótesis. Hasta ahora, nadie ha demostrado que los cerebros femeninos posean hemisferios izquierdos más desarrollados que los masculinos ni que los segundos posean hemisferios derechos más desarrollados que los primeros. Además, la hipótesis tiene un defecto lógico ya que los hemisferios izquierdo y derecho poseen en cada caso especializaciones funcionales adicionales que son contrarias a las supuestas aptitudes ligadas al sexo. El hemisferio derecho no sólo predomina en la «masculina» visualización de objetos, sino también en modalidades de pensamiento holísticas e intuitivas que la sabiduría popular considera especialidades femeninas. La misma clase de mezcla se da en el hemisferio izquierdo. Éste es más activo no sólo en las funciones verbales, presuntamente femeninas, sino también en funciones en que interviene el análisis lógico, actividad presuntamente masculina.

Al repasar los aspectos de detalle de las diferencias fisiológicas vinculadas al sexo, es fácil perder de vista el problema principal. La cuestión no estriba en la existencia o inexistencia de diferencias de esta índole susceptibles de medida en materia de capacidades, tolerancias y pulsiones, sino en si son o no lo suficientemente acusadas para producir pautas recurrentes de conducta social sexualmente especializada. Aun reconociendo que las diferencias observadas en cuanto a cocientes de inteligencia y puntuaciones en pruebas sean primordialmente producto de diferencias de estructura cerebral, el grado de solapamiento de las puntuaciones masculinas y femeninas en las pruebas no concuerda con el grado de solapamiento de las representaciones masculina y femenina en los campos de las matemáticas, la ciencia y la ingeniería. Pongamos que cuatro veces más hombres que mujeres obtengan más de 600 puntos y que ello obedezca en la mitad de los casos a factores genéticos vinculados al sexo. En esa hipótesis, la proporción entre hombres y mujeres en los campos relacionados con las matemáticas debería ser de 2 a 1, cuando de hecho la proporción real se acerca más a 9 a 1. Está claro, pues, que la selección cultural ha mediado entre la biología y el comportamiento y amplificado la influencia de cualesquiera diferencias congénitas que efectivamente existan.

Entiendo que si se reconoce que la selección cultural tiene el poder de amplificar hasta tales extremos las divergencias genéticas, habrá que reconocer también que posee la capacidad para crear divergencias acusadas de cualidades cuando no existe absolutamente ninguna diferencia genética, como creo que se acabará por demostrar en el caso de las aptitudes matemáticas.

De hecho, no puedo imaginar razón alguna para que la intervención de la selección cultural no pueda conseguir que el sexo genéticamente peor dotado obtenga mejores resultados que el genéticamente favorecido. Veamos qué sucede con el sentido del oído. Según parece, con arreglo a la aptitud para detectar tonos puros en distintas longitudes de onda, las mujeres poseen un sentido del oído más agudo. La disparidad entre los sexos aumenta aparentemente con la edad. Los hombres empiezan a perder oído a los treinta y dos años; las mujeres a los treinta y siete. (Por supuesto, esto puede reflejar en parte la mayor exposición de los varones a ocupaciones ruidosas que ponen su oído en peligro). A pesar de la desventaja varonil en este aspecto, un vistazo a la proporción entre los sexos de cualquier orquesta sinfónica de importancia muestra que en la profesión de músico los hombres superan claramente en número a las mujeres. Reconozco que la agudeza auditiva no es el único requisito para tocar un instrumento musical, pero esta clase de advertencia hace también al caso cuando el sexo presuntamente favorecido por los genes es al mismo tiempo el sexo socialmente favorecido, como sucede en el terreno de las matemáticas. Por sí sola, ninguna predisposición genética puede explicar nada sobre el comportamiento humano real.

Asimismo, las mujeres parecen poseer un sentido más fino del gusto: pueden detectar la presencia de pequeñas cantidades de sustancias dulces, ácidas, saladas y amargas con más facilidad que los hombres. Si sólo contaran los genes, uno se inclinaría a predecir que los mejores chefs serán mujeres. ¿Por qué, entonces, hay más chefs de sexo masculino que de sexo femenino en los restaurantes de muchos tenedores?

Hay otros dos sentidos en los que pueden existir pequeñas diferencias sujetas a control genético entre ambos sexos. Los hombres obtienen mejores resultados en las pruebas de agudeza visual, en tanto que las mujeres muestran una mayor sensibilidad a la presión cutánea. Pero que yo sepa nadie ha invocado jamás estas diferencias para explicar aspectos universales de los papeles masculinos y femeninos, de modo que no necesitamos detenernos para determinar en qué medida obedecen, respectivamente, a las selecciones cultural y natural. En lo que atañe al olfato, a pesar de los estereotipos populares que otorgan a la mujer una ventaja sobre el varón, ambos sexos parecen estar igualados en su capacidad para detectar la mayoría de los olores.

Temo estar creando la impresión de que las divergencias biológicas entre uno y otro sexo carecen de importancia, cuando en realidad solamente opongo reparos al carácter hipotético y especulativo de algunas de las presuntas diferencias. Lo que recomiendo es que, en vez de dar crédito a entidades tan inobservables como los genes que presuntamente gobiernan las estrategias reproductoras masculina y femenina, las funciones cerebrales de los hemisferios derecho e izquierdo, o determinadas aptitudes verbales o matemáticas, prestemos más atención a los datos anatómicos y físicos de los cuerpos masculino y femenino, cuyo carácter hereditario y vinculado al sexo no puede ponerse en tela de juicio, y que utilicemos estas diferencias biológicas conocidas para construir explicaciones sucintas de los papeles socio sexuales objeto de selección natural.

Sexo, caza y fuerza mortal

Por término medio, los hombres miden 11,6 centímetros más que las mujeres. Estas poseen huesos más ligeros y, por lo tanto, pesan menos en relación con su altura (la grasa pesa menos que el músculo) que los hombres. Dependiendo del grupo de músculos que se contraste, las mujeres vienen a tener entre dos terceras y tres cuartas partes de la fuerza de los varones. Las mayores diferencias se concentran en brazos, pecho y hombros. No hay que extrañarse, pues, de que en las competiciones atléticas los hombres alcancen mejores resultados que las mujeres. En tiro con arco, por ejemplo, la marca femenina de distancia con arco manual se halla a un 15 por ciento de la masculina. En las pruebas con arco compuesto, la diferencia es del 30 por ciento. En lanzamiento de jabalina, se sitúa en el 20 por ciento. Añádanse a estas diferencias una brecha del 10 por ciento en las diversas categorías de carreras de corta, media y larga distancia. Como señalé antes, en la maratón la diferencia es del 9 por ciento, igual que en los 100 metros, pero menor que en las distancias intermedias, donde se sitúa aproximadamente en el 12 por ciento. Aunque los programas de entrenamiento y los incentivos psicológicos mejoran las marcas atléticas femeninas, son remotas las perspectivas de que se llegue algún día a acortar de manera significativa la actual distancia en los deportes basados en la fuerza y el desarrollo musculares (salvo, quizá, en un hipotético futuro, mediante ingeniería genética).

Partiendo de lo que saben los antropólogos sobre las sociedades del nivel de las bandas y aldeas, creo que podemos estar relativamente seguros de que, durante el período inicial posterior al despegue, estas diferencias fueron responsables de la selección recurrente del sexo masculino como sexo encargado de la caza mayor. Existen unas pocas excepciones —en la sociedad agta de Filipinas, por ejemplo, algunas mujeres cazan cerdos salvajes—, pero en el 95 por ciento de los casos los hombres se especializan en abatir las piezas de caza mayor. Que las primeras especies homínidas presapiens y protoculturales presentasen o no esta misma división de trabajo es una cuestión sobre la que no me he de pronunciar, pues no podemos extrapolar desde los actuales cazadores-recolectores hasta épocas tan remotas. Los varones fueron objeto de selección cultural como cazadores de animales de gran tamaño porque sus ventajas en cuanto a altura, peso y fuerza muscular los hacían en general más eficaces que las mujeres para este cometido. Además, las ventajas masculinas en el uso de armas cinegéticas manuales, basadas en las que se acaban de enumerar, aumentan considerablemente durante los largos meses en que la movilidad de las mujeres se ve reducida debido al embarazo y la lactancia.

Las diferencias anatómicas y fisiológicas ligadas al sexo no impiden que las mujeres participen hasta cierto punto en la caza. Pero la opción sistemáticamente racional es entrenar a los varones, no a las mujeres, para que se encarguen de la caza mayor, en particular, porque las segundas no sufren jamás desventaja alguna a la hora de cazar animales de pequeño tamaño o de recolectar frutos, bayas o tubérculos silvestres, elementos de importancia análoga a la caza mayor en la dieta de muchos grupos cazadores-recolectores.

La selección de los varones para la caza mayor implica que al menos desde el Paleolítico éstos han sido los especialistas en la fabricación y uso de armas tales como lanzas, arcos y flechas, arpones y bumerangs: armas que tienen la capacidad de herir y matar seres humanos, además de animales. No afirmo que el control masculino de estas armas lleve automáticamente a la dominación masculina y al doble rasero en la conducta sexual. Al contrario, en muchas sociedades cazadoras-recolectoras con división sexual del trabajo entre varones cazadores y mujeres recolectoras se dan relaciones casi igualitarias entre los sexos. Por ejemplo, Eleanor Leacock observa a propósito de su trabajo de campo entre los cazadores-recolectores montagnais-naskapis del Labrador: «Me permitieron entrever un grado de respeto y consideración por la individualidad de los demás, independientemente de su sexo, que hasta entonces nunca había conocido». Y en su estudio sobre los mbutis, que habitan en las selvas del Zaire, Colin Turnbull comprobó que existía un elevado nivel de cooperación y comprensión mutua entre uno y otro sexo y que las mujeres estaban investidas de una autoridad y un poder muy considerables. El varón mbuti, pese a sus habilidades con arcos y flechas, no se estima superior a su esposa: «Ve en sí mismo al cazador; ahora bien, sin esposa no podría cazar y aunque ser cazador es más divertido que ser ojeador o recolector, sabe que el grueso de su dieta proviene de los alimentos que recolectan las mujeres».

La biografía de Nisa que debemos a Marjorie Shostak muestra que los !kung son otra sociedad cazadora-recolectora en la que prevalecen relaciones prácticamente igualitarias entre ambos sexos. Shostak afirma que los !kung no muestran ninguna predilección entre niños y niñas. En cuestiones relacionadas con la crianza de los hijos, ambos progenitores se ocupan de orientar a la prole y la palabra materna tiene más o menos el mismo peso que la paterna. Las madres desempeñan un papel importante al elegir cónyuge para los hijos y, después del matrimonio, las parejas !kung se instalan cerca de la familia de la esposa con tanta frecuencia como cerca de la del marido. Las mujeres pueden disponer a su antojo de cualquier alimento que encuentren y lleven al campamento. «En general, las mujeres !kung disfrutan de un grado de autonomía sorprendente tanto sobre sus propias vidas como sobre las de sus hijos. Educadas en el respeto de su propia importancia en la vida comunitaria, las mujeres !kung llegan a ser adultos polifacéticos y pueden ser eficaces y agresivas, además de maternales y cooperativas».

Con todo, no puedo estar de acuerdo con Eleanor Leacock y otras antropólogas feministas que afirman que en las sociedades cazadoras-recolectoras los papeles sociales atribuidos a cada sexo son completamente igualitarios. Mi interpretación de los datos etnográficos indica que, en los ámbitos políticos de la adopción de decisiones y la resolución de conflictos, los varones poseen una ventaja, leve pero significativa, sobre las mujeres en todas las sociedades cazadoras-recolectoras. Como señala Shostak refiriéndose a los !kung: «Los varones ocupan a menudo puestos influyentes —como portavoces del grupo o curanderos— y su autoridad relativamente mayor en muchos ámbitos de la vida !kung la reconocen hombres y mujeres por igual». Los ritos de iniciación masculina se realizan en secreto; los de las mujeres, en público. Si una mujer menstruante toca las flechas de un cazador, las presas de éste escaparán; en cambio, los varones nunca contaminan lo que tocan. Por lo tanto, los !kung no llegan a tener un conjunto perfectamente equilibrado de papeles socio sexuales iguales aunque separados.

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