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Authors: Marvin Harris

Tags: #Ciencia

Nuestra especie (32 page)

BOOK: Nuestra especie
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Permítaseme que me detenga un instante para ocuparme de algunos problemas conceptuales suplementarios. En primer lugar, debo señalar que la presión demográfica no es un factor estático, sino un proceso de deterioro progresivo de la balanza entre el esfuerzo humano en la producción de alimentos y la satisfacción de otras necesidades, por una parte, y el resultado de tal esfuerzo, por otra. El proceso se inicia a partir del momento en que los rendimientos empiezan a ser decrecientes, por ejemplo, cuando los cazadores descubren que deben buscar durante más tiempo y más laboriosamente para poder cobrarse tantas piezas como solían. Si no se hace nada para frenarlo o invertirlo, el proceso alcanza al final un punto en que la degradación del hábitat, en forma de extinciones de la flora y fauna o del agotamiento de recursos no renovables, es permanente y las gentes se ven obligadas a buscar otros medios de subsistencia.

Otra cuestión es cómo se relacionan los indicios de hambre y subalimentación con la presión demográfica. No se debe esperar una correlación matemática entre los primeros y la segunda. Intensificando sus esfuerzos y limitando la descendencia, los miembros de las sociedades organizadas en bandas y aldeas pueden evitar la aparición de síntomas clínicos de hambre o subalimentación. En tales casos, los únicos indicadores de la presión demográfica pueden ser los medios empleados para limitar el número de descendientes, en la hipótesis de que no se recurriría a prácticas onerosas tales como el infanticidio, el aborto y la continencia sexual a menos que el grupo estuviera ejerciendo una presión —como mínimo moderada— sobre los límites de sus recursos. Lógicamente, si una población practica el infanticidio, el aborto y la continencia sexual prolongada y, al mismo tiempo, presenta síntomas de subalimentación y hambre agudas, cabría colegir que experimenta un grado más intenso de presión demográfica.

El último punto se refiere a la relación entre la presión demográfica y la densidad demográfica global de una sociedad. El sociólogo Gregory Leavitt comprobó que existía una elevada correlación entre tamaño del asentamiento y guerra en una muestra de 133 sociedades de todos los tipos. Pero hay que tener la precaución de no suponer que un mayor tamaño de los asentamientos y un mayor número de habitantes por kilómetro cuadrado indican siempre una mayor presión sobre los recursos básicos. Esta correlación sólo se cumple al comparar sociedades que tienen modos de subsistencia semejantes. En los Países Bajos, con una densidad demográfica superior a los 600 habitantes por kilómetro cuadrado, la presión demográfica —medida con arreglo a los índices de subalimentación y hambre— es menor que en el Zaire, con sus 30 habitantes por kilómetro cuadrado, o incluso que en algunas sociedades cazadoras-recolectoras de densidades inferiores a un habitante por kilómetro cuadrado. Los grupos que disponen de animales y plantas domesticados tienen, en general, densidades demográficas más altas que los cazadores-recolectores. Pero tanto los unos como los otros son igual de vulnerables a la presión demográfica, si bien normalmente a densidades diferentes.

Debido a estas advertencias y complicaciones, no puedo presentar mediciones precisas de los respectivos grados de presión demográfica observados en diferentes sociedades. Debemos contentarnos con aproximaciones generales. Pero de la agregación de los distintos indicios de tensiones y presiones se desprende claramente que las sociedades organizadas en bandas y aldeas deben pagar un precio muy alto para mantener el equilibrio entre población y oferta alimentaria, y la guerra está incluida en ese precio. ¿Hasta qué punto encaja esta explicación con los casos objeto de examen?

Carne, nueces y caníbales

Tal y como la hemos definido, los !kung son aparentemente los que padecen la presión demográfica menos intensa. Los !kung san subvienen al grueso de las necesidades de su subsistencia gracias a las nueces ricas en grasas y proteínas del mongongo, que crece formando arboledas naturales a lo largo y ancho de su árido hábitat. Los mongongos dan tanto fruto que algunas nueces quedan intactas en el suelo al final del año. Ahora bien, debido a las invasiones de insectos, las enfermedades fitosanitarias y las alteraciones climáticas atípicas, las cosechas de variedades silvestres se caracterizan por su escasa fiabilidad, de forma que su abundancia a corto plazo puede resultar engañosa. Carentes de asentamientos permanentes, los !kung pueden trasladarse libremente de arboleda en arboleda y de charca en charca en pos de piezas de caza mayor que complementen sus alimentos básicos de origen vegetal: jabalí verrugoso, orix gazella, cudu mayor y ñu azul son las especies de caza mayor más comunes en su hábitat. Durante los dos meses menos productivos del año, es posible que los !kung tengan que apretarse el cinturón y comer menos, pero la mayor parte del tiempo su dieta está bien equilibrada, aunque tal vez sea algo escasa en calorías. Además, para regular el tamaño de sus familias se basan fundamentalmente en el método de prolongar la lactancia, descartando otras alternativas más onerosas como la continencia sexual, el aborto o el infanticidio (salvo cuando nacen gemelos). La práctica ausencia de la guerra, la atribución de papeles socio sexuales separados, pero iguales, a hombres y mujeres, y la inexistencia relativa de la escasez alimentaria y demás síntomas relacionados con la presión demográfica, coinciden todos en este caso.

No obstante, como ya he reconocido, aun cuando el malestar ocasionado por la presión demográfica no sea suficiente para provocar la guerra, el desierto del Kalahari tampoco es el jardín del Edén. De hecho, un negro nubarrón arroja su sombra sobre el aparente bienestar de los !kung. Si bien éstos no practican el infanticidio, los registros demográficos muestran que aproximadamente la mitad de los niños muere antes de alcanzar la madurez. Este tributo de jóvenes vidas tiene que obedecer, en parte, a factores relacionados con la nutrición. Tal vez deba imputarse a la prolongación de la lactancia, que, como señalé en su momento, puede llegar a durar hasta cuatro años. Una dependencia excesiva respecto de la leche materna puede producir anemia por falta de hierro en niños de corta edad y posiblemente también deficiencias de calorías. En tal caso, la lactancia !kung es más onerosa de lo que parece a primera vista. Ahora bien, ¿qué presión sufren los !kung en comparación con cazadores- recolectores más belicosos, como los aborígenes de Queensland?

Entre los aborígenes de Queensland la lactancia de los niños duraba años, como entre los !kung. Pero, además, las mujeres se abstenían de mantener relaciones sexuales durante dicho período. En consecuencia, con excepción de los varones que tuvieran varias esposas, ambos sexos se veían obligados al ayuno sexual durante muchos meses seguidos. A diferencia de los !kung, los aborígenes practicaban también el infanticidio directo, especialmente en el caso de las niñas. El infanticidio femenino unido a la práctica de la poliginia, retrasaba o impedía completamente el matrimonio de los varones jóvenes. Por añadidura, los aborígenes de Queensland experimentaban al parecer mayores dificultades que los !kung para mantener una dieta adecuada. Durante parte del año vivían en cabañas permanentes con techo de paja, formando asentamientos de cuarenta a cincuenta habitantes semejantes, a pequeñas aldeas. Los aborígenes también obtenían la mayor parte de sus calorías a partir de frutos secos de cáscara dura —no mongongos, sino nueces y almendros— y lo dicho sobre la escasa fiabilidad de los frutos silvestres como alimentos básicos se aplica asimismo a este caso. Pero su hábitat de pluvisilva estaba peor surtido de recursos animales, debido probablemente a una sobre explotación cinegética, que el campo abierto habitado por los !kung. Los aborígenes consumían culebras, larvas de insectos, ratas, oposum, algún que otro canguro arbóreo y, en su temporada, pescado, pero nunca parecían conseguir suficiente carne, en particular carne grasa. Este problema afectaba más a las mujeres que a los hombres, pues, como ya señalé, éstos excluían a menudo a las mujeres y niños al distribuir la carne de la caza.

Tal vez el síntoma más revelador de la presión demográfica fuera la inclinación de los aborígenes de Queensland a capturar y devorar mujeres y niños. Los humanos son la fuente de proteínas y grasas más costosa y peligrosa. Por tal razón, las sociedades que poseen abundantes fuentes alternativas de proteínas en forma de especies de caza mayor y animales domesticados suelen sentirse espantadas ante la perspectiva de devorar al enemigo, aun cuando dispongan de cadáveres como resultado de la guerra. Pero el canibalismo puede hacerse prácticamente irresistible si no hay otra especie de caza mayor disponible. Los humanos no sólo somos animales de gran tamaño, sino que, como la mayoría de las especies domesticadas, tenemos mucha más grasa que los animales salvajes. De hecho, para los aborígenes de Queensland el bocado más preciado era la grasa que recubre los riñones y es posible que su predilección declarada por la carne de mujeres y niños reflejara un interés por porciones con mayor contenido graso que las que podían obtener al devorar varones adultos. Dejaré el análisis de los aspectos más concretos de la antropofagia para una sección posterior. Ahora ha llegado el momento de examinar más de cerca por qué el bajo consumo de alimentos de origen animal es normalmente síntoma de presión demográfica y una incitación a atacar a las poblaciones vecinas.

Una disertación sobre la carne grasa

Los humanos son omnívoros, esto es, consumen alimentos de origen tanto vegetal como animal. Sin embargo, la práctica totalidad de los grupos humanos, lo mismo que la mayor parte de nuestros parientes primates (recuérdese la pataleta de Worzle), arman un gran alboroto en relación con la producción, el intercambio y el consumo de carne y otros alimentos de origen animal. (Hastavegetarianos como los brahmanes y jainíes de la India tienen el consumo de leche y mantequilla en mayor estima que el de los alimentos de origen vegetal). Esto no quiere decir que una programación genética fuerce a los humanos a ingerir alimentos cárnicos, como sucede en el caso de los leones, las águilas y demás carnívoros auténticos, instintivamente empujados al consumo de carne. Una interpretación más plausible es que la fisiología y los procesos digestivos propios de nuestra especie nos predisponen a adquirir, mediante aprendizaje, una preferencia por los alimentos de origen animal. Los humanos y nuestros parientes primates otorgamos especial importancia a tales alimentos porque son excepcionalmente nutritivos.

La carne es una fuente más concentrada de los aminoácidos esenciales, componentes de las proteínas, que cualquier alimento de origen vegetal. Las proteínas, por su parte, desempeñan un papel decisivo en todas las funciones relacionadas con el desarrollo muscular y la regulación del organismo. Además, la carne es una excelente fuente de las vitaminas A y E, así como del complejo vitamínico B completo, incluida la vitamina B12, que no puede conseguirse en absoluto a partir de alimentos de origen vegetal. La carne contiene también todas las demás vitaminas y todos los minerales esenciales en cantidades significativas. Y lo que tal vez sea más importante, es una fuente de grasas difíciles de obtener en los vegetales y fundamentales para la absorción y el transporte de las vitaminas A, D, E y K.

En buena medida, el ansia de carne y el alboroto que ésta suscita reflejan los incomparables beneficios alimentarios que los pueblos preindustriales obtienen al consumir un alimento que ofrece amenudo en un mismo paquete concentrado proteínas de alta calidad y cantidades abundantes de grasa. La primera prioridad del organismo de una persona hambrienta es convertir cualquier alimento que ingiera en energía. Si no se le suministra más que carne magra, el organismo utiliza las proteínas no con funciones de desarrollo muscular y regulación orgánica, sino para conseguir energía. Una manera de «ahorrar» las proteínas presentes en la carne, que constituye una práctica seguida en todo el mundo, consiste en comerla acompañada de alimentos feculentos ricos en calorías: así en platos como filete con patatas, pollo con arroz, espaguetis con albóndigas o carne de cerdo con masa hervida. Entre los yanomamis, la combinación ahorradora de proteínas es carne con plátanos. Kenneth Good me ha contado que los yanomamis se niegan en redondo a comer carne si no va acompañada de plátanos, aunque sí están dispuestos a comer plátanos sin carne. La mejor de todas las combinaciones ahorradoras de proteínas es la que presenta la carne grasa, ya que la grasa animal contiene el doble de calorías por gramo que las féculas. Por esta sola razón sería ya de esperar que la carne grasa (o la leche altamente grasa para los pueblos ganaderos) se tuviera en alta estima como alimento entre las sociedades preindustriales.

Pero hay otro beneficio de la carne como fuente de grasa que no guarda relación alguna con el problema de conservar las proteínas para funciones de desarrollo muscular y regulación orgánica. Como señalé en un contexto anterior, entre los pueblos que padecen temporadas de hambre y otras oscilaciones violentas en su oferta alimentaria, la transformación de las calorías en grasa corporal durante la temporada de vacas gordas es indispensable para la supervivencia durante la temporada de vacas flacas. Para formar las reservas de grasa, el organismo debe consumir calorías. Si el alimento que se convierte en grasa es una fécula, se echa a perder casi una cuarta parte de su valor calórico como coste del proceso de transformación y almacenamiento. Pero si la fuente de la grasa almacenada es ya de por sí grasa, sólo se pierde el 3 por ciento de las calorías ingeridas.

En un mundo repleto de personas que luchan por perder peso y recortar el consumo de colesterol y grasas saturadas, la carne no parece un recurso por el que merezca la pena combatir. Pero los pueblos preindustriales no corren ningún peligro de consumir demasiado colesterol o grasas saturadas y sus vidas no se ven acortadas por culpa de unas arterias obstruidas. Los animales que cazan tienen, en general, una carne mucho más magra que la del ganado vacuno que termina su crianza en establecimientos de engorde y las comidas sin carne son la norma, no la excepción. Si los Estados modernos amenazan con declarar la guerra para llenar los depósitos de gasolina de sus coches, ¿debe extrañarnos que los pueblos del nivel de las bandas y aldeas hagan la guerra para llenar sus despensas de carne?

Y ahora pasemos a la presión demográfica entre los yanomamis.

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