Read Nuestra especie Online

Authors: Marvin Harris

Tags: #Ciencia

Nuestra especie (28 page)

BOOK: Nuestra especie
6.39Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Los varones, como todos los grupos dominantes, tratan de promover una imagen de sus subordinados que contribuye a preservar el statu quo. Durante miles de años, los varones han visto a las mujeres no como éstas podían ser, sino exclusivamente como ellos querían que fueran.

¿Son los hombres más agresivos que las mujeres?

Feministas y machistas suelen estar de acuerdo en una cosa: los varones son congénitamente más agresivos que las mujeres. Para los machistas, esto explica por qué las mujeres están y deben estar subordinadas en lo político; para las feministas, por qué deben hacerse cargó de la Administración y las fuerzas armadas, en lugar de los hombres. Ambas partes piensan que la premisa básica es irrebatible. Por la sangre de los varones circula mayor volumen de la hormona masculina testosterona que por la de las mujeres. De ahí que los hombres sean más agresivos. ¿Acaso no segregan los testículos testosterona y no es acaso la razón de que en el lenguaje vulgar se diga que un hombre tiene «huevos» para indicar que es valiente y combativo? (En las mujeres, no obstante, la parte externa de las glándulas suprarrenales también segrega una pequeña cantidad de testosterona.) ¿No transforma acaso la castración a toros suficientemente bravos para el ruedo en bueyes suficientemente mansos para el arado? Sí, es cierto. Pero los efectos de la castración no están tan claros en los primates, incluidos los humanos. Los monos rhesus castrados no son significativamente menos agresivos que los machos normales. Y por lo que respecta a los humanos, la castración reduce o elimina la pulsión y potencia sexual, pero tiene escasos o nulos efectos disuasorios sobre la agresividad. Tanto los hombres como las mujeres pueden llegar a ponerse muy agresivos con bajos niveles de testosterona.

Los intentos de utilizar la castración química o física como medio de controlar a presos inclinados a la violencia no han surtido los efectos deseados. Los altos cargos que dieron su visto bueno a estos experimentos podrían haber ahorrado muchos problemas a todo el mundo si hubieran estado familiarizados con la historia de los eunucos. En China, la Roma antigua, Persia y Bizancio, muchachos castrados entraban muy jóvenes al servicio de los soberanos y alcanzaban puestos de gran confianza y responsabilidad. Reputados por su bravura en la guerra, se les confiaba el mando de la guardia palaciega y otorgaba rango de general o almirante de las fuerzas armadas. Bagoas, uno de los más célebres de la historia, llegó a ser comandante supremo del ejército persa. Conquistador de Egipto en el 343 antes de Jesucristo, Bagoas asesinó al emperador Artajerjes III y a todos sus hijos, colocó a Darío III en el trono y cuando éste no se mostró lo suficientemente cooperativo, también trató de asesinarlo.

En China, el eunuco más famoso fue Cheng Ho, veterano de las guerras mongolas que llegó a dirigir la mayor armada jamás fletada hasta la fecha en la historia china. Según las crónicas familiares, Cheng Ho medía dos metros de alto y tenía cerca de metro y medio de perímetro torácico, ojos resplandecientes y una voz fuerte como una campana. Bajo su mando directo, una armada integrada por 300 naves que transportaban 28.000 hombres navegó hasta puertos de regiones tan remotas como la India, combatió la piratería, sometió a ejércitos enemigos y recaudó tributos.

Pero seguramente el nivel de testosterona aumenta en los varones normales al comienzo de una acción agresiva, ¿no? ¡En modo alguno! Lo normal es que ésta alcance su nivel máximo al final, no al principio ni a la mitad de un incidente de este tipo. Los monos que luchan para establecer jerarquías de dominio presentan niveles de testosterona más elevados tras conseguir la victoria, no antes. En los machos atacados y derrotados por un grupo exterior se observa un acusado descenso en dichos niveles. De aquí se deduce una correlación entre rango elevado y niveles elevados de testosterona, pero demostrar a partir de ella que los segundos son la causa del primero es tan difícil como demostrar que los coches de bomberos son la causa de los fuegos.

Volviendo a los humanos, estudios realizados con universitarios que practican la lucha olímpica ponen de manifiesto que inmediatamente antes del combate los niveles de testosterona son más bajos que al finalizar éste. Análogamente, nada más recoger el premio en metálico después de un partido de tenis o de recibir el diploma de licenciado, los jóvenes presentan un sensible aumento de la testosterona. Pero antes de una operación quirúrgica los varones experimentan un descenso acusado de la misma; igualmente, los soldados norteamericanos a punto de salir en patrulla durante la guerra del Vietnam tenían menos, no más, testosterona en la sangre. Si el nivel de esta hormona determina el grado de agresividad, ¿por qué no es el índice de testosterona en la sangre por lo menos igual de elevado al principio que al final de un incidente agresivo?

No afirmo que la testosterona carezca de influencia sobre el comportamiento agresivo. Entre ambos se da una retroalimentación positiva. Ahora bien, ésta es débil y existen muchos factores que pueden anularla, distorsionarla o amortiguarla. En palabras de Irwin S. Bernstein y sus colaboradores del Centro de Primatología de Yerkes: «Con el desarrollo de la corteza cerebral, las influencias hormonales sobre el comportamiento del primate no se pierden, pero pueden ser sustituidas». Si esto es cierto en el caso de los monos, todavía debe serlo más en el de los humanos. Estoy dispuesto a conceder que la posesión de niveles más elevados de testosterona puede predisponer a los varones a aprender papeles agresivos con algo más de facilidad que las mujeres, pero los datos relativos a los primates no indican que exista una barrera hormonal capaz de impedir que las segundas aprendan a ser más agresivas que los primeros si las exigencias de la vida social reclamaran papeles socio sexuales agresivos para las mujeres y comportamientos más pasivos para los varones. En buena medida, estas exigencias están ya presentes en las sociedades industriales, donde los varones de las familias en que trabajan ambos cónyuges están aprendiendo a realizar tareas relacionadas con la crianza y educación de los niños que antes eran competencia exclusiva de la esposa y ama de casa. Simultáneamente, las mujeres están aprendiendo a competir agresivamente con los varones por los puestos profesionales y directivos más cotizados. Un descubrimiento interesante en este contexto es que, con independencia de su edad, las mujeres en empleos de carácter profesional, ejecutivo y técnico presentan niveles de testosterona más elevados que las oficinistas y amas de casa. ¿Quiere esto decir que algunas mujeres llegan a ocupar puestos profesionales, ejecutivos y técnicos porque tienen un alto nivel de testosterona o, a la inversa, que lo tienen porque llegaron a ocupar dichos puestos? No creo que sea una buena respuesta afirmar que ambas relaciones son igualmente probables. Se ha registrado un crecimiento sensible del número de mujeres en la fuerza de trabajo y un correspondiente y sensible crecimiento del número de mujeres que han alcanzado los puestos más cotizados. ¿Puede esto explicarse postulando un aumento general de los niveles de testosterona al nacer? Las profundas transformaciones, sociales y económicas, que ocasionaron la muerte del industrialismo de chimenea humeante, ¿fueron resultado de una elevación del nivel de testosterona que masculinizó al sexo femenino? Claro que no. En tal caso, ¿por que hemos de pensar que las diferencias hormonales vayan a impedir que continúe la «masculinización» de los papeles socio sexuales femeninos si las sociedades posteriores al industrialismo de chimenea humeante siguen favoreciendo la selección de tales papeles?

De niñas marimachos y niños que no tienen pene hasta los doce años

Algunos científicos sostienen que la exposición intrauterina a la testosterona modifica permanentemente un sector del cerebro del varón, inclinándolo a la violencia para el resto de su vida. A su entender, el estudio de John Money y Anke Ehrhardt, centrado en veinticinco muchachas expuestas a niveles anómalamente elevados de hormonas masculinas durante la fase de desarrollo fetal, vendría a respaldar esta teoría. Todas estas muchachas nacieron con un clítoris hipertrofiado y, en opinión propia tanto como en opinión de sus madres, su comportamiento de pequeñas era mucho más masculino que el de las de más niñas. Gastaban «mucha energía física, especialmente en briosos juegos y deportes al aire libre considerados normalmente prerrogativa de los chicos». Esto lo atribuyeron los investigadores al «efecto masculinizador sobre el cerebro fetal» de los elevados niveles de hormonas masculinas a que se vieron sometidas durante el desarrollo embrionario. Pero también entraban en juego influencias sociales al menos igual de importantes que las hormonales: es probable que las madres no trataran a sus hijas como niñas normales. Por una parte, el clítoris masculinizado las inducía sin duda a tratarlas más bien como chicos y, por otra, la capacidad de madres e hijas para recordar y enjuiciar el grado de marimachismo se veía seguramente sesgada por sus propias expectativas en cuanto a las clases de comportamiento que previsiblemente debían mostrar unas niñas masculinizadas. Otro factor adicional de confusión es que todas las muchachas sufrieron una operación clitoridectomía para reducir el tamaño del clítoris. Este procedimiento constituyó seguramente una concausa adicional del comportamiento atípico. Hay estudios que demuestran que los neonatos de sexo masculino objeto de circuncisión son más activos, duermen peor y se muestran más irritables que los no circuncidados, y la clitoridectomía implica una forma de cirugía más radical que la circuncisión.

Otros investigadores afirman que la masculinización de las tendencias conductuales, incluido el aumento del grado de agresividad, se produce primordialmente en la pubertad, no cuando el embrión masculino se encuentra en el útero. Este punto de vista se basa en buena medida en los estudios realizados por la endocrinóloga Julianne Imperato-McGinley y sus colaboradores sobre diecinueve varones genéticos de tres localidades vecinas en la República Dominicana. Debido a deficiencias hereditarias de testosterona, estos individuos nacieron con genitales femeninos y fueron educados como niñas. Ahora bien, en la pubertad, bajo la influencia del aumento de testosterona normal en los varones, no se les desarrollaron los pechos, sus voces se hicieron más graves, los testículos descendieron y el clítoris se transformó en un pene masculino normal. Según Imperato-McGinley y sus colaboradores, diecisiete de estos varones, a pesar de haber llevado vestidos femeninos y haber sido educados como mujeres durante doce años, se convirtieron en los típicos machos agresivos latinos, se casaron y tuvieron hijos, lo que vendría a demostrar que «predominaron los efectos de la testosterona, anulando el efecto de la educación como niñas». O trasponiendo la imagen a la pantalla grande: los hombres se comportarán como hombres por mucho que se les enseñe a comportarse como mujeres.

¿Pero hasta qué punto se esforzó nadie por educar como niñas a estos chicos del pene a los doce años? Teniendo en cuenta que la República Dominicana es una típica sociedad latina de carácter machista, seguramente los padres no perdieron nunca la esperanza de que sus «chicas» acabaran convirtiéndose en «chicos», como les había ocurrido a otros niños con la misma dolencia. ¿Acaso no harían los padres de unos adolescentes de anatomía normal todo cuanto posiblemente puedan para hacer de ellos hombres, en vez de mujeres? Aun así, la reeducación no fue cosa fácil. Algunos necesitaron años de confusión y angustia psicológica para efectuar la transición. Desde mi punto de vista, lo que nos enseña el célebre caso de los varones que no tuvieron pene hasta los doce años no es que los efectos de la testosterona anulen los efectos de la educación como niñas, sino sencillamente que los adolescentes pueden alterar su conducta para que concuerde con el comportamiento que su cultura define como adecuado a su anatomía sexual. Ciertamente, este estudio no contiene elemento alguno que abone la idea de que los varones son por naturaleza más agresivos que las mujeres debido primordialmente a la elevada dosis de testosterona que reciben en la pubertad.

Si llevo razón en lo que respecta al grado en que la selección natural puede anular la relación entre los niveles de testosterona y el comportamiento agresivo, ¿cómo se explica que los varones sean, casi universalmente, más agresivos? ¿Por qué no se volvieron las tornas, por decirlo así, en ninguna cultura, obligando a las mujeres a ser más agresivas que los hombres?

Prometo ofrecer una explicación. Pero antes permítaseme una nueva prórroga para introducir en el debate ciertas afirmaciones adicionales sobre las diferencias congénitas entre hembras y machos humanos. ¿Piensan hombres y mujeres por naturaleza de forma diferente? ¿Posee uno de los sexos una mayor facilidad innata para las matemáticas o una mayor inteligencia innata que el otro?

La mente, las matemáticas y los sentidos

¿Son los hombres más listos que las mujeres? En el siglo XIX, los científicos respondían sin vacilar: las mujeres poseen cerebros más pequeños que los hombres, luego éstos deben ser más inteligentes. Hoy en día sabemos más: el tamaño del cerebro humano varía con el peso corporal. Una vez corregida la disparidad media en cuanto al peso, los cerebros de las mujeres resultan ser ligeramente más grandes que los de los hombres.

¿Qué sucede con las pruebas de inteligencia? En la prueba más difundida, la Stanford-Binet, hombres y mujeres consiguen las mismas puntuaciones medias. Pero esto no demuestra gran cosa en uno u otro sentido, ya que dicha prueba se modificó para que produjese justamente ese resultado.

Los psicólogos se dieron cuenta muy pronto de que los varones contestaban determinados tipos de preguntas mejor que las mujeres y que, a su vez, éstas contestaban determinados tipos de preguntas mejor que los hombres. En lugar de concluir que ninguna prueba podía medir por sí sola la inteligencia general (conclusión más plausible), los diseñadores de la prueba añadieron y sustrajeron diversas clases de preguntas hasta alcanzar un empate en las puntuaciones medias de ambos sexos. Los psicólogos interesados en la comparación de las capacidades masculina y femenina se han concentrado en las divergencias en aspectos concretos de la inteligencia. Por ejemplo, a partir de las diferencias en los resultados obtenidos en pruebas de aptitud por jóvenes de uno y otro sexo, muchos psicólogos llegaron a la conclusión de que los varones son por naturaleza mejores matemáticos. Las investigaciones realizadas por Camilla Benbow y Julian Stanley parece confirmar esta teoría. Benbow y Stanley examinaron los resultados de 10.000 niños de séptimo y octavo grado correspondientes al 3 por ciento con puntuaciones más altas en la parte matemática del Scholastic aptitude test (Prueba de aptitud escolar) y comprobaron que las puntuaciones de los muchachos eran inequívocamente más altas que las de las muchachas, aun en el caso de que unos y otras hubieran seguido el mismo número de cursos de matemáticas. En un estudio de seguimiento basado en las puntuaciones conseguidas en una serie de pruebas por los 40.000 participantes en una búsqueda de talentos de la Johns Hopkins University, Benbow y Stanley comprobaron que, sobre 800 puntos posibles, los varones obtenían un promedio de 416 por 386 de las mujeres. Cuanto más altas eran las puntuaciones, mayor era la desproporción entre el número de muchachos y de muchachas que las alcanzaban (cuatro veces más chicos que chicas consiguieron superar los 600 puntos).

BOOK: Nuestra especie
6.39Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Rise of the Defender by Le Veque, Kathryn
A Wild Pursuit by Eloisa James
Homicide Related by Norah McClintock
Sing a Song of Love by O'Grady, Sian
The Drums of Change by Janette Oke
The Partner by John Grisham
The Air We Breathe by Christa Parrish
Deliver Me From Evil by Mary Monroe