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Authors: Marvin Harris

Tags: #Ciencia

Nuestra especie (47 page)

BOOK: Nuestra especie
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Pongamos por caso el budismo. Tras una fase inicial basada en pacíficas actividades misioneras y en la propagación de comunidades monásticas, el budismo desempeñó un papel en el proceso de formación del Estado en el sur y sureste del continente asiático. En Sri Lanka aparecen ya en el siglo II a. C. reyes budistas militantes que expulsan de Tamil Nadu a las odiadas fuerzas hindúes. Siguió un milenio de pequeñas guerras que culminaron en el reinado del rey budista Parakrama Bahu, quien rápidamente, aunque en vano, intentó conquistar el sur de la India y Birmania. La primera ver que la luz de la historia alumbra el resto del sureste asiático, nos revela una serie de Estados budistas encabezados por reyes divinos enzarzados en contiendas por conquistarse unos a otros. Los jemeres atacaron Camboya y Vietnam durante el siglo X, y en el XIV los tais intentaron someter a la península malaya, por mencionar sólo algunas de las guerras que tuvieron lugar en el sureste asiático bajo los auspicios de las religiones budistas.

En el norte de la India el budismo desempeñó un papel importante en la formación del Estado tibetano. Hacia el siglo VIII los lamas («ancianos») habían construido enormes lamaserías fortificadas desde las cuales controlaban la vida política, económica y militar del Tibet, y sus ejércitos pronto establecieron un imperio en las fronteras occidentales de China. En el año 1259 d. C. las fuerzas mongoles al mando de Kublai Khan derrotaron a los tibetanos. Pero el Gran Khan, impresionado por el sistema político, religioso y militar de los tibetanos, se convirtió al budismo, y acto seguido se aprestó a completar la conquista de China iniciada por su abuelo, Gengis Khan. Una vez obtenida la victoria, fundó la dinastía Yuán y gobernó como budista un imperio que se extendía desde el mar de la China hasta el desierto de Arabia.

Quiero mencionar de paso que los mongoles no fueron los primeros emperadores budistas de China. Durante la efímera dinastía Su¡ (589-618 d. C.) la China septentrional estuvo gobernada por emperadores que efectivamente hicieron del budismo la religión del Estado. Wen, fundador de la dinastía, que comparó las armas de guerra con «ofrendas de incienso y flores», creía que los budistas eran soldados excelentes porque tenían fe en que la muerte en el campo de batalla no haría sino acercarlos al paraíso.

Los avatares del budismo y el hinduismo en la India también se corresponden estrechamente con las vicisitudes de la lucha armada entre Estados patrocinada por una u otra religión incruenta. En la India el budismo alcanzó su cenit durante el reinado de Asoka (273-237 a. C.). Después de conquistar la India de norte a sur, Asoka se convirtió al budismo y lo declaró religión del imperio. Su dinastía cayó en el año 185 a. C., al asesinar un general hindú al emperador budista reinante. La restauración del hinduismo fue efímera. Los griegos, escitas, bactrianos y persas lanzaron sucesivos ataques contra la India hindú, y en cada ocasión celebraron sus victorias convirtiéndose al budismo. El hinduismo volvió a ganar terreno con el establecimiento de la dinastía gupta bajo Chandragupta I (320 d. C.), quien ordenó a sus tropas el restablecimiento de la autoridad brahmánica en toda la India.

Los imperios belicosos hindúes también florecieron en la India meridional a partir del siglo VII, entre ellos el célebre imperio de Cola, cuyos ejércitos hacían incursiones en los territorios situados al norte del delta del Ganges y al este de Sumatra. Entretanto, los budistas indios se encontraban cada vez más privados de apoyo político y militar, y en el año 900 d. C. la religión fundada por Gautama y adoptada por millones de hombres en países tan distantes como Japón y Corea fue expulsada del país que la vio surgir.

¿Y el cristianismo? Al igual que el budismo, fue difundido en un primer momento por misioneros pacíficos. La nueva religión atraía a todos los estratos sociales, pero sus aspectos comunitarios y caritativos la hacían especialmente atractiva para la desposeída clase obrera. Si bien los cristianos estaban dispuestos a «dar al César lo que es del César», a los romanos les resultaba difícil distinguirlos de los revolucionarios que tantos problemas les estaban causando en las colonias. Al fin y al cabo, los cristianos adoraban a un judío al que los romanos habían crucificado en el 64 d. C. y aún hubo otras olas intermitentes de persecución durante los 250 años siguientes. Estos pogromos frenaron, pero no detuvieron la propagación del cristianismo. Demasiadas y más importantes eran las amenazas que suponían para su soberanía los continuos levantamientos y usurpaciones de poder instigados por generales bárbaros como para invertir todas las energías en ataques a los disidentes religiosos. Después de un intento particularmente atroz de Diocleciano por erradicar a los cristianos en 303 d. C., Roma adoptó una estrategia radicalmente distinta, consistente en hacer suyas las creencias cristianas con el fin de dar, o devolver, una finalidad al imperio. El artífice de esta nueva estrategia fue el emperador Constantino I. En 312, mientras luchaba contra sus rivales por el control del imperio en las afueras de Roma, Constantino vio una cruz luminosa superpuesta al sol con la inscripción: «Con este signo vencerás». Su conversión revolucionó casi de inmediato la suerte de la nueva religión. No sólo dejó Constantino de perseguir a los cristianos, sino que confiscó las riquezas y propiedades de los antiguos dioses romanos, las entregó a los obispos cristianos para construir nuevas iglesias (a veces con las piedras de los antiguos templos) y estableció unos fondos imperiales para indemnizar a los cristianos por sus sufrimientos y los gastos contraídos para alimentar a los pobres. Constantino cambió toda la estructura legislativa del imperio para acomodarla a los principios cristianos. Autorizó a los célibes a heredar propiedades, abolió el divorcio, condenó el concubinato, prohibió los juegos con gladiadores y el sacrificio de animales. Uno de los actos más importantes de Constantino fue la legalización de los legados a la Iglesia. Como señala Robin Lane Fox, éste era un tema particularmente sensible «por la presencia especial del clero en el momento de la muerte». A cambio, los obispos cristianos reconocieron que un cristiano tenía obligación de prestar servicio militar cuando el emperador lo llamara a filas.

La importancia de la contribución romana a la preservación y propagación de la cristiandad reside tanto en la represión de las facciones rivales dentro de las comunidades cristianas como en la represión de las religiones rivales. En el momento de la conversión de Constantino la cristiandad estaba azotada por las herejías y dividida por disputas doctrinales y jurisdiccionales. Estaban los gnósticos, que no necesitaban ninguna Iglesia para expiar sus pecados. Basílides, Valentín, Marción, Montano: cada uno de ellos se pretendía portador auténtico del mensaje apostólico. Por esta razón, una de las empresas más significativas de Constantino consistió en convocar el Concilio de Nicea en el año 325 d. C. para dirimir las controversias doctrinales sobre si Jesús Hijo era el mismo Dios que el Padre. Asistieron trescientos obispos, que sentaron el precedente de los concilios de los siglos IV, V y VI, en los que se zanjaron las disputas acerca de la Trinidad y Persona de Cristo sin profundizar cismas de carácter permanente, que hubieran sido fatales para la unidad de la Iglesia.

Hacia el final del reinado de Constantino, la clase dirigente del imperio estaba compuesta en su mayor parte por cristianos. Sus sucesores siguieron penalizando severamente cualquier tipo de culto pagano, ya fuera público o privado, destruyeron la mayoría de los templos que permanecían en pie, excluyeron a los paganos del funcionariado, del ejército, del ejercicio del Derecho y de la enseñanza. Por último, en 529, Justiniano ordenó a todos los que se negaban a abrazar el cristianismo, ceder sus propiedades y exiliarse. La ira de la nueva religión incruenta del imperio se abatió con igual severidad sobre el judaísmo que sobre las otras religiones incruentas.

A principios del siglo V los romanos prohibieron a los judíos y samaritanos construir sinagogas, servir en el Gobierno o en el ejército y ejercer el Derecho. También adoptaron medidas similares para detener la alarmante propagación del maniqueísmo, religión incruenta rival fundada en el siglo III d. C. por el visionario persa Mani, que se consideraba el último profeta en la línea de Adán, Enoc, Zoroastro, Gautama y Cristo. Por desgracia para Mani, ningún ejército salió en su defensa, y su espléndido sueño ecuménico de unir a las religiones incruentas de Europa y Asia no llegó a cumplirse.

Un rompecabezas chino

Confucio, el filósofo de la ética y la política más popular de China, nació en el mismo siglo que Gautama y Mahavira. Al igual que sus contemporáneos indios, Confucio viajó de un Estado en guerra a otro, predicando una «vía óctuple» que comprendía el amor a la humanidad, benevolencia, deberes filiales y cívicos, veracidad, respeto por los antepasados y la sabiduría, y la paz entre los pueblos. Es posible que fuera Confucio quien formulara por primera vez el precepto de oro, al menos en su forma negativa: «No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti».

Este mensaje de amor y paz no caló con facilidad en los jefes militares a que iba dirigido principalmente. Mencio, el discípulo más famoso de Confucio (comparado a veces con el Pablo de Jesús), llegó incluso a sugerir que, en el orden de las cosas, el trato justo de los ciudadanos corrientes era más importante que la riqueza y la gloria del soberano. Mencio dijo que «los hombres son el bien más precioso de un Estado. Le siguen las aras de la tierra y los cultivos, y, en último lugar, está el príncipe». Acaso Mencio fue el primer hombre de la historia en expresar su condena de los instigadores de la guerra, calificándolos de delincuentes: «En una lucha por la posesión de un pedazo de tierra los muertos cubrirán los campos; en el sitio para tomar una ciudad los muertos llenarán la ciudad. Esto es llevar el país a devorar seres humanos. Incluso la pena de muerte es poco para un crimen como ese».

Aún así, no puede decirse que Confucio y Mencio fueran los reformadores éticos más radicales de China. Mo Tse, coetáneo menos conocido de Confucio, abogaba por unos principios que guardaban, un parecido asombroso con la ética esencial del cristianismo. Rechazando la necesidad de jerarquizar la vida social e incluso la prioridad del derecho de los padres al afecto de un hijo, Mo Tse declaró que todos los seres humanos deben amarse por igual. «La parcialidad debe ser sustituida por la universalidad». La nueva vía debía ser una vía de amor universal y ayuda mutua. De hecho, por lo que respecta al amor filial, tan fundamental en la ética de Confucio, es más importante amar a los padres de los demás que a los propios porque, decía Mo Tse, sólo así los propios padres podrán quedar libres de la malquerencia de los demás.

A juzgar por toda la doctrina de la piedad filial, es indudable que [los hijos] desean que los demás amen a sus padres. Ahora bien, ¿qué debo hacer en primer lugar para conseguir este fin? ¿Debo empezar amando a los padres de los demás para que, a cambio, amen a los míos, o debo empezar odiando a los padres de los demás para que, a cambio, amen a mis padres? Claro que debo empezar amando a los padres de los demás […]. Por esta razón, los que deseen mostrar su amor filial a los padres propios […] harán bien empezando por amar y beneficiar a los padres de los demás.

Confucio y sus seguidores se sintieron indignados con la defensa que hacía Mo Tse del amor universal; Mencio, en particular, lanzó una amarga diatriba contra la imparcialidad hacia los padres propios. Reconocer que ni los padres ni el emperador tenían más derecho a ser amados que las demás personas equivalía a «reducir al ser humano al nivel de las bestias». Debía prohibirse que los «oradores perversos», predicadores de la imparcialidad universal, se manifestaran en público. En cuanto al amor universal aplicado a las relaciones entre superiores e inferiores, Mencio decía lo siguiente: «Por lo que respecta a las criaturas inferiores, el hombre superior se mostrará con ellas bondadoso, pero no afectuoso. Por lo que respecta a la gente en general, será amable con ellos, pero no afectuoso. Será afectuoso con sus familiares y amable con la gente en general. Será amable con la gente en general y bondadoso con las criaturas».

La creencia de Mo Tse en el principio del amor universal le llevó a entablar una lucha vitalicia por abolir la guerra. Como los pacifistas de nuestros días, Mo Tse intentó demostrar que las guerras estaban motivadas por la codicia y que, si bien la victoria podía granjear riqueza y gloria a unos pocos, para la mayoría suponía una calamidad. En cuanto Mo Tse y sus discípulos tenían noticia de alguna hostilidad inminente, partían corriendo hacia el Estado agresor para tratar de persuadir a sus jefes militares de no atacar. Mo Tse no era, sin embargo, un pacifista absoluto. Era contrario al desarme unilateral y su argumento en favor de una defensa fuerte tiene resonancias extrañamente modernas. La paz sólo se podía mantener si los Estados pequeños almacenaban provisiones, conservaban en buen estado sus murallas interiores y exteriores y velaban por la armonía de sus relaciones sociales internas. Debido a su militancia en favor de la idea de una defensa poderosa como disuasión de la guerra, Mo Tse y sus discípulos se convirtieron en especialistas en artes militares, y fueron muy solicitados por los Estados deseosos de protegerse de sus vecinos agresivos.

Como ya he indicado, los confucianos también criticaban duramente la guerra. Pero los moístas fueron más lejos. Sung Tse, contemporáneo moísta de Mencio, predicaba que había que evitar el conflicto ofreciendo, efectivamente, la otra mejilla: «Al mostrar que ser insultado no significa perder el honor podemos impedir que la gente pelee. La gente pelea porque se siente deshonrada por el insulto. Cuando descubre que ser insultado no significa perder el honor, dejará de pelear». Esto me lleva a uno de los mayores enigmas de la humanidad. Pese a los estrechos paralelismos existentes entre los principios éticos chinos e indios de los siglos VI y V a. C., no puede decirse que ninguno de los reformadores chinos fundara una religión radicalmente nueva. Su influencia en las creencias chinas sobre el alma humana, la vida después de la muerte, la debida realización de los rituales y la vía para obtener la salvación es prácticamente indetectable.

Cada vez que los discursos de los confucianos tocan temas relativos a los dioses y los antepasados, se tornan huecos, dubitativos y a menudo francamente agnósticos. Efectivamente, en las Analectas de Confucio nos enteramos de que «los temas de los que el Maestro no habló eran: cosas extraordinarias, proezas, desorden y seres espirituales». Cuando su discípulo Chi Lu preguntó cómo se podía servir a los espíritus, Confucio respondió: «Si no eres capaz de servir a los hombres, ¿cómo vas a servir a sus espíritus?». Chi Lu se aventuró entonces a inquirir cómo era la muerte. «Si no conoces la vida, ¿cómo vas a conocer la muerte?», fue la respuesta. En otra ocasión, alguien pidió a Confucio una explicación acerca del sacrificio a los antepasados. Aunque era partidario de mantener estos ritos, dijo que no lo sabía. «Quien conozca la explicación tendrá la misma facilidad para resolver las cosas de este mundo que yo para hacer esto», dijo, posando un dedo en la palma de su otra mano. En general, Confucio da la impresión de ser más bien tibio en los asuntos religiosos. Su definición de la sabiduría era la siguiente: «Entregarse seriamente a los deberes que corresponden a los hombres y, sin dejar de respetar los seres espirituales, mantenerse apartado de éstos». Confucio tampoco se molestó nunca en aclarar si «cielo» significaba para él una fuerza cósmica impersonal, como la «naturaleza», o un dios personal animista interesado en los asuntos de los hombres.

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