Nubes de kétchup (21 page)

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Authors: Annabel Pitcher

Tags: #Drama, Relato

BOOK: Nubes de kétchup
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Sandra se peinó con los dedos.

—Me encuentro fatal. Te llevaría en coche, pero he bebido demasiado vino.

—Y ¿Aaron? —sugirió Max.

Se me retorció el estómago de pura culpa. De puros nervios. De pura esperanza. Sandra ya se había puesto de pie y salía a toda prisa del cuarto de estar.

Puedes imaginarte, Stuart, con qué tensión le dije adiós a Max en la puerta de su casa mientras Aaron se subía en DOR1S. Aunque lo habíamos pasado bien, traté de escaparme sin que Max me besara, pero él se me acercó en el momento en el que se encendían los faros del coche. En medio del resplandor, me agarró la barbilla y acercó sus labios a los míos, y yo me imaginé la escena desde el punto de vista de Aaron, tratando de sentirme a gusto con mi venganza, pero hasta la menor sensación de triunfo rebotaba de aquí para allá por mi interior como eso que dice el dicho de «el vacío en la victoria».

Max desapareció dentro de la casa. Solo estábamos Aaron y yo. Yo y Aaron. Mordiéndome por dentro el labio, puse un pie en su coche.

—Perdona por esto. —Aaron no respondió. Se quedó mirando hacia delante y arrancó el coche cuando estaba cerrando la puerta—. Te lo agradezco de verdad. —Él metió la marcha atrás y fue avanzando de espaldas por el caminito—. Hace un frío de muerte ahí fuera —intenté de nuevo. Aaron encendió la radio.

Avanzamos en silencio. Pasando por el paso de cebra. Por delante de la iglesia y del restaurante chino de comida para llevar. El dragón esmeralda zumbaba junto a la ventana. Aaron iba agarrado al volante, con la espalda rígida y los brazos estirados hacia delante, tiesos los codos. Bajé el volumen de la radio e intenté una vez más entablar conversación.

—¿Qué tal tu repaso del examen?

Aaron giró demasiado fuerte el botón de la radio hacia el lado contrario. Los altavoces chirriaron para protestar mientras un cantante aullaba
AMOR
, así tal cual, y sonaba grande y doloroso y daba miedo.

Paramos ante un semáforo con una sacudida, porque Aaron había pisado demasiado fuerte el freno. La señorita Amapola, colgada del espejo, se estampó contra el parabrisas y luego se puso a dar vueltas en círculo. Le di un golpecito con el dedo para hacerla columpiarse.

—¡No toques eso!

Volví a hacerlo. Un golpecito. Aaron sacudió la cabeza y apagó de pronto la radio.
AM

—Qué infantil eres —dijo—. Para ti todo es un juego, ¿no?

Crucé los brazos.

—No es más que una estúpida figura del Cluedo.

—No es a eso a lo que me refiero —gruñó Aaron mirando enfurecido hacia el asfalto, con los ojos desencajados—. No es a eso a lo que me refiero, y lo sabes muy bien. ¿A qué te crees que estás jugando, apareciendo así en mi cocina, viniendo a mi casa?

—¡A casa de tu hermano! —lo corregí—. De
tu hermano
.

El semáforo se puso en verde. Aaron pisó a fondo y el coche arrancó con un chirrido.

—O sea que es eso, ¿no? —gritó él.

—Dime tú si no —repliqué agarrándome al salpicadero mientras acelerábamos en una curva—. Tú eres el que dijo que hacíamos buena pareja. Tú eres el que me dijo que me divirtiera. Pues eso es lo que estoy haciendo. ¡Divertirme!

—¡Ah, pues estupendo! —gritó Aaron.



que es estupendo —dije devolviéndole a Aaron a la cara con triunfante desprecio sus palabras de la fiesta. Con las manos temblando y la garganta seca, me llevé un dedo al pecho—. Yo no estoy haciendo nada malo, Aaron. Tengo libertad para ver a quien yo quiera. Eso es lo que tú mismo me dijiste.

Las lágrimas me ardían en los ojos. Las limpié de un manotazo, mirando con el ceño fruncido a la calle Ficticia.

La calle Ficticia.

Mi madre estaba saliendo de casa, a punto de marcharse a la de Lauren. Aaron iba cada vez más despacio, tratando de averiguar cuál era mi casa. En cualquier momento mi madre podía mirar hacia nosotros y verme en el…

—¡
No pares
! —chillé agachándome cuando los ojos de mi madre se posaron en el coche de Aaron—. ¡Por favor, no pares! —Aaron vaciló. Se mordió el labio. Y luego pisó el acelerador, así que pasamos zumbando por delante de mi casa.

—¿Qué pasa?

—¡Me tienes que llevar a casa de Lauren! Te lo tenía que haber dicho. Esa era mi madre. Se cree que estoy en casa de una amiga.

Le dije atropelladamente cómo se iba, eligiendo una calle trasera por la que había más posibilidades de que llegáramos antes que mi madre. Yo iba espoleando el coche con toda mi alma como si fuera un caballo y yo, el jinete en la carrera más importante de mi vida. Giramos a la derecha. Derrapamos hacia la izquierda. Aceleramos en una recta.

Aaron resopló por la nariz.

—Deberías parar de decir mentiras, ¿sabes? Es una mala costumbre.

Le miré sin poder creerle.

—¿De verdad que vas a seguir con eso ahora?

—Solo decía eso. Que deberías dejar de mentir. Es…

—Es ¿qué?

Él hizo una pausa. Respiró hondo. Pronunció claramente las palabras:


Una inmadurez
.

Solté una risa forzada.

—¿Una inmadurez? ¿Quién es el que lleva a la señorita Amapola colgada del retrovisor? ¿Quién habla de fantasmas y de caimanes y de hoyos oscuros llenos de serpientes? ¿Quién es el que no tiene un proyecto y no sabe lo que va a hacer en el futuro y…?

—No cambies de tema —me soltó Aaron—. Le has mentido a tu madre y eso ha estado mal y no hay más que hablar.

—¿Quién ha dicho que no hay más que hablar? ¿Tú? ¿Solo porque eres mayor? Dame un respiro, Aaron. No tienes ningún derecho a decirme lo que puedo hacer y lo que no. Lo que yo le diga a mi madre no tiene nada que ver contigo.
Nada
.

Aaron levantó un hombro.

—Puede que no. Pero lo que sí me importa es lo que tú me digas
a mí
, y me has mentido en la cara.

Un semáforo se puso en rojo cuando nos acercábamos a él. Maldije en voz baja, mirando la hora en el teléfono. Las 21:55.

—Me dijiste que tu abuelo había muerto.

Rojo.

Rojo.

Rojo.

Verde.

—¡VAMOS! —grité, y volvimos a salir disparados. Las 21:56.

—Pero ese día que yo te vi no estabas visitando su tumba —apremió Aaron.

—No, pero…

—Estuviste en mi casa. ¡En
mi
casa! —Ahora estaba gritando y sus palabras me resonaban en los oídos—. ¡Con
mi
hermano!

—Ya lo sé, pero…

—En
su
cuarto. Y tuviste la cara dura, el morro, de subirte a mi coche y hacerme creer que venías de…

—¡Basta ya! —bramé dándome un puñetazo en la pierna—.
Basta
.

Las 21:59.

Aaron entró en la calle de Lauren. Me enderecé en el asiento, escrutando la calle con ojos frenéticos en busca del coche de mi madre. No había moros en la costa. Abrí la puerta disponiéndome a salir.

—De nada —dijo Aaron con tono sarcástico.

—Venga, madura ya —le espeté, y salí del coche, con el aire helado dándome en las mejillas calientes—. Muchas gracias por traerme. Ha sido genial.

—¡No sé cómo has podido hacerlo, Zoe! —me gritó Aaron, con los ojos lanzando chispas en la oscuridad—. ¡No sé cómo has podido portarte como una zorra!

—¡Tampoco me has dado ocasión de explicártelo!

Cerré la puerta dando un portazo cuando el reloj marcaba las diez de la noche. Aaron aceleró el motor y salió disparado calle abajo y lo maldije en voz alta, con las peores palabras que se me ocurrieron. El viento hacía remolinos y a mí me temblaba el cuerpo y me hervía la sangre por debajo del rubor de la piel.

—¿Qué tal la velada? —me preguntó mi madre un par de minutos más tarde cuando me desplomé en el asiento, ocultando mi enfado. Tenía un nudo en la garganta, pero me acordé de Aaron y, rebelándome, lo obligué a deshacerse.

—No ha estado mal. Ya sabes. Para un trabajo de Geografía.

Quiero contarte lo que pasó a continuación, pero voy a tener que dejarlo porque casi no puedo mantener los ojos abiertos. Las últimas noches no he dormido bien por las pesadillas. No paro de despertarme sobresaltada, helada y sudorosa, con la lluvia que cae y el humo que hace espirales y la mano que desaparece una y otra vez. Todavía no me siento del todo capaz de hablarte de eso, pero lo voy a hacer. Un día, muy pronto. Te lo prometo. Todavía nos queda algo de tiempo antes del 1 de mayo, si es que ocurre lo peor y la monja no consigue pararlo. Tiene que haber algo que podamos hacer, así que no te rindas todavía pensando que te mereces ese castigo por tus errores. Como puedes ver, yo también los he cometido. No estás solo, Stu, o sea que no te quedes ahí tumbado en tu delgado colchón pensando que el mundo entero no ve más que tu mal corazón, porque en Inglaterra hay una chica que sabe que ahí dentro hay algo bueno.

Con cariño,

Zoe xx

Calle Ficticia, 1

Bath

13 de febrero

¿Qué hay, Stu?:

A la araña no la he visto desde hace unas semanas, pero hay un par de telarañas nuevas al lado de la puerta, así que me imagino que estará acechando en las sombras, contemplando esto que estoy garabateando para copiar luego mis palabras, escribiendo letra por letra mis secretos en el techo con hilo de plata. O igual soy víctima de la paranoia, lo cual, por si te interesa, difícilmente podría sorprenderme teniendo en cuenta lo que ha pasado hoy al salir de clase.

Me había quedado después de clase para hablar con mi antiguo profesor de Enseñanza Religiosa, y te vas a alegrar cuando te diga el motivo, porque le estaba preguntando por la monja.

—¿Por qué quieres escribirle? —dijo el señor Andrews garabateando algo con rotulador rojo en la pizarra sobre Jesucristo para su clase de la mañana siguiente.

—Porque… —empecé intentando armarme de valor para contarle la mentira que llevaba preparada.

—Porque… —se burló el señor Andrews, mientras pintaba un monigote en un crucifijo.

—… He encontrado a Dios.

—¿Dónde? —Dibujó un globo de diálogo desde la boca de Jesús y garrapateó
AAARRRG
en mayúsculas.
AAARRRG
, de veras. No me esperaba esa pregunta.

—En… mi estuche de los lápices, señor.

—Ya. Cogiéndote prestada una goma de borrar, ¿eh?

—No. Cuando abrí el estuche en mates, la luz se reflejó en la tapa y dibujó una cruz sobre la mesa.

—Conmovedor —dijo el señor Andrews—. De verdad. —Arrojó en su mesa el rotulador de la pizarra—. Pertenece a un convento de Edimburgo. El de Santa Catalina. Y se llama Janet.

A Janet le va llegar muy pronto una carta, Stu, no te preocupes por eso. Al salir del instituto disfrutando del sol que me daba en la cara, me he sentido optimista por primera vez en varios meses. He venido corriendo hasta mi casa para empezar mi campaña, decidida a imprimir tus poemas para enviárselos a la monja y a escribir punto por punto una lista de todas tus buenas cualidades para que quede claro que eres

Capaz de escuchar con atención,

Comprensivo,

Creativo,

Parecido a Harry Potter porque…

Y entonces ha sido cuando lo he visto.

DORIS.

Aparcado delante de mi casa.

Un par de ojos castaños seguían mi trayectoria por la acera.

—Hola —dije desde el otro lado de la calle.

—¿Dónde te habías metido? He estado esperándote.

¿Esperándome a mí?

—El profesor de Enseñanza Religiosa… Me he quedado después de clase para hablar con él. ¿Por qué estás conduciendo…, quiero decir, por qué estás en su coche?

—El mío está en el taller —explicó Sandra—. Y este lleva meses parado en el garaje.

Yo no podía apartar los ojos de él. Las viejas puertas azules. El techo abollado. Las tres ruedas.

—¿Va todo bien? —pregunté mientras Sandra me hacía señas para que me acercara. Vi mi reflejo en la ventanilla del coche. Mejillas pálidas. Mirada guerrera. Más delgada de lo que yo pensaba.

Sandra sonrió de pronto, pero de una forma que me pareció rara. Demasiado intensa.

—Tengo una buena noticia. —Se soltó el cinturón y yo retrocedí ligeramente al ver que salía del coche—. Va a haber una ceremonia conmemorativa.

—¿Una qué?

—No se me había ocurrido hasta esta tarde y he venido derecha a contártelo. Quiero celebrar el primer aniversario. Hacer algo especial por él. —Me puso la huesuda mano en el hombro, interpretando completamente al revés mi cara de horror—. No te preocupes, que contamos con que tú también participes. Puedes leer, o algo así.

—¡No! —dije, y Sandra parpadeó, aunque no se le apagó la sonrisa—. No sé si soy capaz de hacer eso. Y menos delante de todo el mundo.

Ella me apretó más fuerte el hombro.

—Yo sé que es difícil, pero tenemos que hacer algo para mantener vivo su recuerdo. —Y, Stu, por poco se me escapa una carcajada. Como si se nos fuera a borrar alguna vez. Como si fuera tan fácil. Sandra se sumergió en el coche para sacar de su bolso un cuaderno de notas—. He tenido algunas ideas —dijo hojeando páginas y más páginas de su confusa caligrafía—. ¿Tienes tiempo de oír una o dos?

—Tengo clase de flauta —le solté inventándomelo sobre la marcha.

—Ah. Bueno. Pues no te preocupes. —Cerró el cuaderno—. Igual en otro momento.

—Claro —dije alejándome todo lo deprisa que pude—. Nos vemos.

Antes de que llegara al camino de mi casa, me gritó:

—¿Cuándo, exactamente?

Vacilé.

—Cuando quieras —dije, sin volverme.

—¿Te llamo por teléfono? Podrías venir a verme. Este fin de semana a lo mejor. Podemos planearlo juntas.

Cerré los ojos tratando de esconder la ira que iba creciendo en mí.

—Este fin de semana estoy ocupada.

—¿Todo el fin de semana?

—Bueno, no, pero…

—Entonces te llamo —dijo, y me di la vuelta para verla montarse otra vez en el coche, dándole con el hombro a la señorita Amapola. La figura roja se balanceó de un lado para otro y eché de menos a Aaron con una punzada que me roía todos los huesos del cuerpo, como un dolor de muelas pero por todas partes, y hace un año, Stu, sentía exactamente lo mismo, suspirando por él después de la discusión cuando no me llamaba y no me llamaba y no me llamaba.

Undécima parte

Con Aaron fuera de juego, ya no había verdadera necesidad de poner freno a lo de su hermano. Además, las cosas habían ido a mejor desde la noche del puzle, de modo que nos convertimos en una pareja que andaba por ahí juntos por mucho que resultase un poco raro, como si pones la mantequilla de cacahuete con la gelatina, aunque se me ocurre que quizá sean de las cosas que más te gustan. Por supuesto me mantuve lejos de su casa, pero cada vez que se me ocurría una excusa que ponerle a mi madre, quedábamos en la ciudad, casi siempre por donde el río, porque se estaba tranquilo y había un banco con árboles que lo resguardaban para protegernos si llovía.

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