Trasladaron al abuelo del hospital a una residencia de ancianos y mi padre le estaba ayudando a instalarse, yendo a verle siempre que podía. El Día de San Valentín bajó por la escalera con una tarjeta y la soltó en la cima de la pila de ropa que mi madre estaba planchando en la cocina mientras yo me tomaba el desayuno antes de irme a clase. Mi madre no se dio cuenta, se limitó a contemplar cómo mi padre ponía una bolsa en el suelo y un poco de pan en la tostadora, mientras la plancha echaba vapor sobre los pantalones de Dot.
—¿Vas a salir otra vez? —suspiró.
—A llevarle algunas fotos más. Le está ayudando. De verdad. Y el habla también le está mejorando. La última vez dijo el padrenuestro sin equivocarse apenas. Las enfermeras han estado geniales. Impresionantes, en serio. Estamos trabajando juntos para ver si logramos que él…
—Qué lástima que no te paguen por hacerlo…
—También estoy buscando trabajo —replicó mi padre mirando en el interior de la tostadora.
—Pues en ese sitio no lo vas a encontrar. —Mi madre dobló los vaqueros y entonces cogió la tarjeta de San Valentín de la pila de ropa y abrió el sobre. Por un instante, su rostro se suavizó—. Gracias, Simon. —Mi padre puso cara de satisfacción mientras untaba mantequilla en su tostada.
* * *
Verás, Stu, estoy segurísima de que en Estados Unidos celebráis San Valentín, y probablemente mucho más que nosotros, porque he visto en la tele la locura que montáis en tu país con las fiestas. Una vez, en el documental aquel sobre Halloween, salía un anciano de California pintándose la cara de negro. Alguien le preguntó: «¿Barack Obama?», y el anciano contestó: «O. J. Simpson», y yo no pillé la broma, pero se rio todo el mundo cada uno ante su plato de pastel de calabaza, así que me figuro que el 14 de febrero será igual de divertido. Me imagino que tú a Alice le debías de hacer montones de cosas antes de que te contara lo de su aventura con tu hermano, por ejemplo, un camino de velas y pétalos hasta una cena a la luz de las velas en tu terraza, o si no, igual ibas dejando un rastro de sobrecitos de kétchup para que tu esposa lo siguiera hasta la hamburguesa con queso y patatas fritas rizadas y el batido con dos pajitas.
Yo no estaba enamorada de Max, pero no me quedaba más remedio que mandarle una tarjeta, así que compré una de un oso polar en biquini y se la di a la hora de comer. Dentro ponía: «Me subes la temperatura», y yo había añadido: «… como el calentamiento global». Max lo miró con gesto inexpresivo, pero yo sabía que Aaron se habría reído, así que se me encogió el estómago mientras me sentaba con mi bandeja. Me llamé a mí misma al orden con esa voz áspera que me suena por dentro y mastiqué
chicken nuggets
con más determinación que de costumbre, deseando que Max contara algún chiste para reírme, pero no contó ni uno, y la verdad es que se le veía triste, picoteando unas patatas fritas.
Después de clase tuvimos una hora para estar juntos porque mi madre se había ido a llevar a Dot al logopeda, así que bajamos al río. Los pinzones volaban de rama en rama cuando encontramos nuestro banco de siempre. Max cogió una piedra y se había puesto a grabar algo en la madera cuando una garza bajó en picado del cielo y aterrizó cerca de mis pies.
—¡Mira! —exclamé señalando al enorme pájaro, que hundía el pico amarillo en el agua. Max apenas lo miró—. ¿Te pasa algo? —le pregunté, harta de su actitud—. Llevas todo el día de mal humor.
—Estoy bien.
—Pues no lo parece.
La piedra dejó de moverse.
—Hoy es miércoles.
—Y ¿qué?
—El miércoles es el día en el que veo a mi padre. O sea, normalmente. Pero qué más da. —Max volvió a ponerse con lo del banco—. Ha quedado con su novia para ir a cenar por ahí. Aunque a mí me da igual —dijo enseguida—. No me molesta.
—Claro que te molesta —respondí con suavidad—. Y eso no tiene nada de malo.
Él asintió de forma tan imperceptible que igual fueron imaginaciones mías, y luego se puso rápidamente de pie. La garza alzó el vuelo desde el agua con un espectacular batir de alas. Dejando caer la piedra, Max señaló hacia el banco.
MM + ZJ
14 feb
—Feliz día de San Valentín, novia —murmuró—. Bueno. Si quieres serlo.
Se le veía tan apurado y tan nervioso que le cogí de la mano y solo dije:
—Sí.
No había terminado siquiera de decirlo cuando me di cuenta de que aquello era un error, y Soph también lo detectó, tumbada en su cama con la cabeza asomando por el borde, mirándome de arriba abajo mientras las mejillas se le ponían moradas a medida que se llenaban de sangre.
—O sea ¿que ya no te dirán nunca más lo de sois amigos
O Qué
? —me dijo cuando llegué a casa.
—No.
—Pues tampoco parece que te alegres demasiado.
—Sí que me alegro —mentí—. Claro que sí. Es Max, ¿no? Todo el mundo quiere estar con él.
—¿Se lo vas a decir a mamá?
Me tumbé a su lado, con mi propia cabeza colgando fuera. Con el pelo tocando la alfombra.
—No tengo ganas de morir.
—De todas formas, lo más probable es que ni le importe —dijo Soph—. Está demasiado ocupada preocupándome por Dot.
—O por papá —dije, porque mi padre aún no había vuelto de visitar al abuelo y mi madre estaba que echaba humo. Una agencia de trabajo temporal le había dejado un mensaje en el móvil diciendo que había un trabajo para un par de semanas, pero mi padre no lo había visto porque se había dejado el teléfono en casa. Desde el piso de abajo nos llegaba el sonido de los pasos de mi madre de aquí para allá de aquí para allá de aquí para allá, parando de vez en cuando sin duda para abrir las cortinas y mirar a la calle—. Ojalá encontrara un trabajo. O el abuelo se pusiese mejor.
—O se muriera.
—¡Soph!
—¡Era una broma! —dijo resbalando desde la cama hasta la alfombra, y sujetándose la cabeza pestañeó diez veces mientras la sangre le volvía a su sitio—. Pero estaría bien que nos dejara algo de dinero en su testamento.
—Y ¿qué harías con él? Si te dieran, pongamos, miles de libras.
Se arrellanó de espaldas, estirando los brazos y las piernas en el suelo.
—Trasladarme a un sitio donde haga bueno con piscina y una casa nueva y una conejera en la que quepan cientos de conejos y un colegio nuevo justo a la vuelta de la esquina.
—¿Qué tal vas con eso? —dije sintiéndome culpable porque había estado tan liada con lo de Aaron y Max que hacía tiempo que ni le preguntaba—. ¿Mejor? —Soph titubeó, jugueteando con el anillo del humor que llevaba en el dedo—. ¿Siguen metiéndose contigo?
—Pues más o menos.
—¿Qué quieres decir con más o menos?
—Me habían dejado en paz por un tiempo, pero ahora me llaman cosas cada vez peores.
Me debatí para darme la vuelta en la cama.
—Como qué.
—Prefiero no decirlo. —Recogió una pelusa de la alfombra, sin mirarme a los ojos—. Pero la semana pasada esa niña que se llama Portia me pegó.
—¿Te
pegó
? ¿Dónde?
—No me pegó fuerte —dijo Soph rápidamente—. No me llegó a salir un moratón ni nada, pero aun así me dolió.
—Tenemos que decírselo a mamá. En serio, Soph.
Ella asintió lentamente. Me quedé una eternidad acompañándola, encendiéndole la tele cuando se metió en la cama para que no oyera la inevitable pelea cuando mi padre llegara a casa, aunque tampoco es que mi plan diese resultado, porque se organizó un griterío tan monumental que probablemente hasta tú, Stu, lo oíste desde Texas.
—Se me ha olvidado, ¿vale? ¡Ha sido sin querer!
—Seguro que te has dejado aquí el teléfono a propósito, para no tener que…
—¡Yo
quiero
encontrar trabajo! ¿Para qué te crees que he estado mandando cientos de solicitudes?
—¡Tampoco exageres! —seguía pinchándole mi madre mientras yo escuchaba en la escalera—. ¿Cientos? ¡Por favor!
—Pues mira, he hecho un
cien por cien
más que tú.
—¡Yo mantengo esta casa en marcha! —porfió mi madre—. Si no fuera por mí…
—¡Si no fuera por ti, respiraríamos todos mejor! Eres demasiado mandona, Jane. Y ¿sabes qué te digo?, que hasta aquí hemos llegado. Ya he tenido bastante.
Me imaginé a mis padres calibrándose el uno al otro con la mirada cada uno desde una punta de la habitación.
—¿Es por lo de tu padre?
—En parte —admitió él, y en su voz no había rastro de disculpa—. No puedes impedir que mis hijas vean a mi padre, Jane. No está bien.
—¡No me parece apropiado que lo vean! —gruñó mi madre—. Por eso precisamente es por lo que no me fío de tu criterio, Simon. Si esperas de mí que deje que nuestras niñas se metan en una residencia de ancianos a charlar con un chifl…
—No hables así de mi padre —avisó el mío, y me lo imaginé blandiendo un dedo tembloroso—. No te atrevas.
—¡Pues
sí
que me atrevo! —aulló mi madre—. Tengo derecho a opinar. Es nuestro dinero el que te estás gastando a base de hacer todos los días kilómetros para ver a ese hombre, cuando deberías estar haciendo algo más útil.
—¡Es un dinero que he ganado yo!
—Es un dinero que
ya no
estás ganando —le corrigió mi madre—. ¡Un dinero que no nos podemos permitir gastar porque no eres capaz de conseguir un maldito trabajo!
—No pienso aceptar asesoramiento laboral de una persona que se niega a trabajar.
—Mi trabajo está aquí —volvió a empezar mi madre—. Con las niñas. Alguien tiene que cuidarlas. Alguien te tiene que impedir que hagas algo peligroso como…
—¡Llevar a mis hijas a ver a su abuelo no es peligroso!
—¡Es ridículo!
—¡Tú sí que eres ridícula! No les iba a hacer ningún daño en absoluto. No las estás dejando crecer. Ni ser independientes. Ni relacionarse con el mundo.
—¡Si soy la única que quiere que Dot se ponga el puñetero implante para poder oír al mundo entero!
—¡Pues ella está feliz! —argumentó mi padre—. ¡Feliz de verdad!
—Lo está pasando mal, Simon. Eso es lo que me ha dicho hoy el logopeda. Lo de leer los labios le está costando más de lo que debería y…
—Puede hablar por signos y lo está haciendo muy bien en el colegio con esos ayudantes que le han puesto. No hay ninguna necesidad de volver a mandarla al hospital, de perturbarla de esa forma.
—Pero a cambio podrá oír —dijo mi madre con acento inseguro—. Música. La tele. A mí.
—Lo que podrá oír es un montón de zumbidos y chirridos electrónicos que no se parecen en nada a la realidad. Y puede que ni siquiera dé resultado. ¡Ya viste lo que pasó la última vez! No —dijo mi padre con firmeza—. No vale la pena correr el riesgo. ¡Estás siendo egoísta!
—¿Egoísta? ¡Lo estoy haciendo por nuestra hija!
—¡Lo estás haciendo por ti misma! —le espetó mi padre—, ¡y lo sabes tan bien como yo!
—¿Qué has querido decir con eso?
—Ya sabes a qué me refiero —bramó mi padre—. Quieres que Dot pueda oír porque tú tienes la culpa de que…
—¡
LARGO DE AQUÍ
! —vociferó de repente mi madre, y el eco hizo retumbar las palabras por toda la casa—. ¡
FUERA
!
Por un instante pensé que él no se iba a ir, pero en la puerta del cuarto de estar se oyó un portazo. Y en la de la calle otro. Me agarré fuerte a la barandilla, con la respiración acelerada. Me estaba mirando la punta de los pies, sin saber bien qué hacer, cuando chirriaron las bisagras y en la rendija de la puerta del cuarto de Soph aparecieron sus ojos, enormes y aterrados. Le dije que se volviera a dormir, pero mi madre empezó a llorar en el salón, así que las dos corrimos escaleras abajo.
—Mamá. —Mi voz sonaba tranquila después de la discusión—. Mamá, ¿estás bien?
Estaba encogida en el sofá de cuero, con la espalda temblando.
—Eh… estoy bien.
Soph se lanzó decidida a acurrucarse en el regazo de mi madre, rodeándole el cuello con los brazos.
—¿De qué iba todo eso? —pregunté, con tono de decepción y sin molestarme en ocultarlo. El abuelo y mi madre y el trabajo y Dot…, nada de aquello tenía sentido—. ¿De qué tienes tú la culpa? ¿A qué se refería papá?
—A nada. —Mi madre, con la voz temblorosa, se secó los ojos.
—¡Cómo que nada! —exploté. Me planté delante de mi madre probablemente con cara de estar furiosa—. ¡Papá se acaba de marchar!
—Volverá en cinco minutos cuando se haya calmado —respondió mi madre mientras empujaba a Soph fuera de su regazo—. Pesas un poco, mi amor. —Se puso de pie y respiró hondo y luego se limpió los mocos con la manga—. Hay que ver lo puñeteramente testarudo que llega a ser. Negarse a una cosa que a Dot le podría venir muy bien. Presionarme para que os deje ir a ver al abuelo cuando sabe perfectamente lo que ocurrió.
—Y ¿
qué ocurrió
?
—… Y si algo no voy a permitir es que me acosen —dijo mi madre recogiéndose el pelo detrás de las orejas, sin escuchar ni palabra de lo que yo le estaba diciendo—. De ninguna manera.
—Pues a Soph la están acosando —lo dijo con toda la intención—. Pero acosando
de verdad
. Las niñas de su clase. —Mi madre se dio la vuelta para mirarla y Soph se puso a juguetear con la manga de la parte de arriba de su pijama—. Desde hace ya un tiempo, y cada vez más. Tienes que hacer algo porque está llegando a ser realmente grave. No es solo que la insulten y tal. La niña esa que se llama Portia le ha
pegado
.
—¿Qué?
—Es verdad —dije viendo la expresión de sobresalto en la cara de mi madre y con la esperanza de que estuviera volviendo a sus casillas—. Es que he pensado que tenías que saber que están pasando más cosas además de lo tuyo y lo de papá.
Y ahí fue cuando él volvió a entrar por la puerta con un periódico debajo del brazo y con semblante gris y tormentoso. Ninguno de los dos pidió perdón. Mi madre contempló cómo mi padre se sentaba en el sillón y mi padre contempló cómo mi madre alisaba la ropa encima del radiador y no tengo ni idea de qué estarían pensando el uno del otro, pero estoy segura, Stu, de que nada de todo aquello de la seda dorada y las verdes lagunas en calma y el resplandor de las estrellas.
Con cariño,
Zoe xx
Calle Ficticia, 1
Bath
3 de marzo
¿Qué hay, Stu?:
Nos quedan menos de dos meses. Me pregunto si habrás señalado el 1 de mayo en el calendario con una cruz o si igual solo has escrito «inyección letal a las seis», y lo único que te puedo decir es que espero que a ti no te den miedo las agujas, porque Lauren se desmayó dos veces cuando nos vacunaron en el instituto y por poco se traga la lengua. Tiene que ser muy extraño saber cuándo vas a morir. Con la tensión aumentando poco a poco. Más o menos como en Navidad, solo que sin el pavo, salvo que sea lo que has pedido para tu última comida. En todo caso, puede que la cosa tampoco llegue tan lejos, así que no me voy a poner a fantasear sobre la guarnición porque igual te pueden dar unos cuantos años más si la monja consigue hacer algo. Nadie sabe lo que va a pasar de aquí a un mes o de aquí a dos meses, y eso no paro de decírmelo a mí misma cuando me entran los nervios por lo de la conmemoración.