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Authors: Guillermo del Toro y Chuck Hogan

Tags: #Ciencia Ficción, Terror

Nocturna (18 page)

BOOK: Nocturna
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Un dolor súbito y desgarrador en el cuello le hizo estremecerse. Se agarró del cobertizo para no caerse, y permaneció inclinado, temblando y sin poder sobreponerse al dolor violento y punzante. Su agonía cedió finalmente, dejándole en los oídos el sonido de una concha vacía de caracol. Se tocó el cuello con suavidad, trató de estirarlo y de aumentar su movilidad, inclinando su cabeza hacia atrás lo más que pudo, hacia el cielo nocturno; vio las luces de los aviones y las estrellas.

«Sobreviví», pensó. «Lo peor ha quedado atrás, y esto pronto pasará».

Esa noche tuvo un sueño horrible. Una bestia desenfrenada perseguía a sus hijos por toda la casa, y cuando Ansel corría para salvarlos, descubría que tenía garras de monstruo en lugar de manos. Se levantó de la cama mojada por el sudor y se incorporó rápidamente, pero le sobrevino otro ataque de dolor.

CHASQUIDO…

Sintió el mismo dolor agudo en los oídos, la mandíbula y la garganta, y no podía tragar.

CRUJIDO…

El dolor de esa retracción esofágica era casi incapacitante.

Y además, sintió una sed como nunca la había sentido antes: un deseo insaciable.

Cruzó el corredor rumbo a la cocina una vez pudo moverse de nuevo. Abrió el refrigerador y se sirvió un vaso grande de limonada, luego otro, y otro… y no tardó en beber directamente de la jarra. Pero nada lograba saciar su sed. Y ¿por qué sudaba tanto?

Las manchas de su pijama tenían un olor fuerte —parecido al almizcle— y su sudor un color ambarino. Tenía un calor insoportable.

Guardó la jarra en el refrigerador y vio un plato con carne cruda. Vio las fibras sinuosas de la sangre mezclándose con el aceite y el vinagre, y la boca se le hizo agua. No sintió deseos de comérsela asada, sino de darle un mordisco, hundir sus dientes en ella, desgarrarla y exprimirla. Y también de beber su sangre.

ESTALLIDO…

Regresó por el corredor y les echó un vistazo a los niños. Benjy estaba acurrucado debajo de las sábanas de Scooby-Doo, y Haily roncaba suavemente con su brazo colgando a un lado del colchón, como intentando agarrar los álbumes fotográficos que habían caído al suelo. El hecho de verlos le permitió relajar sus hombros y normalizar un poco su respiración. Salió al patio para refrescarse, y el aire nocturno enfrió el sudor seco de su piel. Sintió que estar en casa con su familia lo curaría de todo. Ellos lo ayudarían.

Ellos proveerían.

Oficina del Forense de Manhattan

E
L MÉDICO FORENSE
que se encontró con Eph y Nora no tenía rastros de sangre. Esto ya era extraño de por sí. Normalmente, la sangre cubría sus trajes impermeables y les manchaba los puños de plástico hasta la altura de los codos. Pero no ese día. El forense bien podría haber sido un ginecólogo de Beverly Hills.

Dijo que se llamaba Gossett Bennett; un hombre de piel morena, ojos aún más oscuros, y con una expresión decidida detrás de la máscara de plástico.

—Estamos comenzando —dijo señalando las mesas. La sala de autopsias es un lugar agitado. Las salas de cirugía son estériles y silenciosas, pero la morgue es justamente lo opuesto: un lugar bullicioso y lleno de seguetas, agua circulando y médicos que gritan órdenes—. Tenemos ocho cadáveres del avión.

Los cuerpos estaban tendidos en ocho mesas de acero inoxidable rodeadas de canaletas. Las víctimas se encontraban en varias fases de la autopsia, y dos de ellas habían sido completamente «acanoadas», es decir, que sus pechos ya habían sido eviscerados, y sus órganos estaban en una bolsa de plástico sobre sus espinillas, mientras que un patólogo sacaba pedazos de carne, como un caníbal preparando un plato de
sashimi
humano. Los cuellos habían sido diseccionados y las lenguas extraídas; la piel de los rostros estaba semidoblada como máscaras de látex, dejando al descubierto los cráneos abiertos con una sierra circular. Un cerebro estaba en el proceso de ser separado de su unión con la médula espinal, para luego sumergirlo en una solución de formalina a fin de que se endureciera; era el último paso de una autopsia. Un auxiliar de la morgue tenía gasa en las manos y una gran aguja curva con un hilo grueso y parafinado para rellenar el cráneo vacío.

Un par de tijeras largas y de asas grandes —como sacado de una ferretería— iba de mesa en mesa, donde otro auxiliar estaba sentado en una banqueta metálica al lado de un cadáver con el pecho abierto, listo para cortarle las costillas, de modo que toda la caja torácica y el esternón pudieran ser extraídos. El olor que había allí era una mezcla imposible de queso parmesano, gas metano y huevos podridos.

—Comencé a examinarles los cuellos después de hablar con usted —dijo Bennett—. Hasta el momento, todos los cadáveres presentan la misma laceración de la que me habló, pero no hay cicatrices. Simplemente una herida abierta, tan precisa e impecable como no había visto nunca.

El médico les mostró el cadáver de una mujer que estaba sobre una mesa y que no había sido diseccionado. Tenía la cabeza hacia atrás, con el pecho arqueado y su cuello extendido, gracias a un bloque metálico colocado debajo del cuello. Eph le examinó la piel de la garganta.

Observó la incisión —tan delgada como un corte producido por una hoja de papel— y separó los bordes con suavidad. Le sorprendió la minuciosidad y profundidad de la herida. Eph soltó la piel, y la herida se cerró lentamente, como un párpado somnoliento o unos labios después de esbozar una sonrisa.

—¿Qué pudo causar esto? —preguntó.

—Ningún fenómeno natural. Nada de lo que yo tenga conocimiento —respondió Bennett—. Observe la precisión: es propia de un bisturí. Se podría decir que está casi calibrada, tanto en la extensión como en el propósito. Sin embargo, los extremos están redondeados, lo que equivale a decir que tienen una apariencia casi orgánica.

—¿Cómo es de profunda? —preguntó Nora.

—Es una incisión limpia y concisa, que perfora la pared de la carótida y se detiene allí. No pasa al otro lado ni rompe la arteria.

—¿En todos los casos? —jadeó Nora.

—En todos los que hemos visto hasta ahora. Todos los cuerpos presentan laceraciones, aunque debo admitir que si ustedes no me lo hubieran advertido, yo no lo habría notado. Especialmente con todos los otros síntomas que presentan estos cadáveres.

—¿Cuáles?

—Pronto se los diré. Las laceraciones están localizadas en el cuello, bien sea en la parte frontal o lateral. Exceptuando a una mujer que la tiene en el pecho, encima del corazón. Examinamos a un hombre y descubrimos la incisión en la parte superior e interior del muslo, sobre la arteria femoral. Todas las heridas presentan perforación de la piel y del músculo, y terminan exactamente en una arteria importante.

—¿Una aguja? —insinuó Eph.

—Algo más delgado aún. Yo… necesito investigar más; simplemente estamos comenzando. Eso para no hablar de las otras evidencias tan extrañas. Supongo que están al tanto de ellas. —Bennett los condujo a un cuarto refrigerado, con una puerta tan ancha como la de un garaje doble. Había unas cincuenta camillas, la mayoría de las cuales contenían cadáveres enfundados en bolsas abiertas a la altura del pecho. Algunas estaban completamente cerradas, y los cuerpos desnudos —que ya habían sido pesados, medidos y fotografiados— estaban listos para la autopsia. Había otros ocho cadáveres que no tenían ninguna relación con el vuelo 753, tendidos en camillas, sin bolsas, y con las habituales etiquetas amarillas en los pies.

La refrigeración retarda la descomposición del mismo modo en que conserva las frutas y las verduras, y evita que se dañen las carnes frías. Sin embargo, los cuerpos del avión no se habían descompuesto. Habían pasado treinta y seis horas, y parecían tan frescos como cuando Eph los vio por primera vez en el avión, a diferencia de otros cadáveres, hinchados y con los efluvios manando de sus aberturas como una purga negra, mientras la carne adquiría un color verde oscuro y una textura semejante al cuero debido a la evaporación.

—Éstos son muertos con muy buen aspecto —dijo Bennett.

Eph sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con la temperatura del cuarto. Él y Nora avanzaron tres hileras. Los cadáveres no tenían un aspecto saludable, pues estaban marchitos y pálidos, pero era como si hubieran fallecido recientemente. Aunque tenían el sello distintivo de los difuntos, parecían haber fallecido media hora antes.

Siguieron a Bennett a la sala de autopsias, para examinar el mismo cadáver que les había mostrado antes —una mujer de poco más de cuarenta años sin otra marca notable que una cicatriz producto de una cesárea debajo de la línea del bikini— y que estaba siendo preparado para la disección. Pero en lugar de un bisturí, Bennett tomó un instrumento que nunca se utiliza en la morgue: un estetoscopio.

—Observé esto anteriormente —dijo el médico, pasándole el estetoscopio a Eph, quien se acomodó las terminales en los oídos. Bennett les pidió a todos los presentes que hicieran silencio. Un asistente de patología se apresuró a cerrar la llave del agua.

Bennett colocó el extremo acústico del estetoscopio en el pecho del cadáver, debajo del esternón. Eph sintió un sobresalto, temiendo lo que iba a escuchar. Sin embargo, no oyó nada. Miró a Bennett, quien parecía imperturbable. Eph cerró los ojos y se concentró.

Era algo débil, muy débil. Un sonido arrastrado, casi como si algo se estuviera revolcando en el fango. Era lento, tan aterradoramente leve que no podía estar seguro de no haberlo imaginado.

Le pasó el estetoscopio a Nora para que escuchara.

—¿Son gusanos? —preguntó ella, enderezándose.

Bennett negó con la cabeza.

—En realidad, no hay ninguna señal de infestación, lo que explica parcialmente la ausencia de descomposición. Sin embargo,
hay
otras anomalías inquietantes…

Bennett hizo señas para que todo el personal reanudara sus labores, y sacó un bisturí grande, número 6, de una bandeja. Pero en lugar de hacer una incisión en el pecho con la usual forma en «Y», el médico tomó una jarra ancha del mostrador esmaltado y la colocó debajo de la mano izquierda del cadáver. Pasó el bisturí a lo largo de la muñeca, abriéndola como si fuera la cascara de una naranja.

Un líquido claro y opalino brotó y le salpicó los guantes y el cuerpo, pero luego escurrió a un ritmo continuo del brazo y cayó al fondo de la jarra. Inicialmente salió con rapidez, pero perdió fuerza después de llenar unos noventa mililitros de la jarra debido a la falta de presión circulatoria. Bennett bajó el brazo para extraer más líquido.

El impacto que sintió Eph por la rudeza del corte fue superado con rapidez por la vista del chorro. No podía ser sangre, pues ésta se detiene y se coagula después de la muerte. Y mucho menos circula como el aceite de un motor.

Tampoco se vuelve blanca. Bennett acomodó el brazo al lado del cadáver y levantó la jarra para que Eph la viera.

Comandante: los cadáveres… están…

—Inicialmente creí que las proteínas se estaban separando, así como el aceite flota sobre el agua —dijo Bennett—. Pero no se trata de eso.

El líquido era blanco y pastoso, como si hubieran introducido leche agria en el torrente sanguíneo.

Comandante… Oh, ¡Dios mío!…

Eph no podía creer lo que estaba viendo.

—¿Todos están así? —preguntó Nora.

Bennett asintió.

—Exanguinados. No tienen sangre.

Eph observó el líquido blanco de la jarra y se le revolvió el estómago al pensar en su afición por la leche.

—También hay otros síntomas —continuó Bennett—. Su temperatura es elevada. De algún modo, estos cuerpos todavía generan calor. Adicionalmente, hemos encontrado manchas oscuras en algunos órganos. No se trata de necrosis… sino de algo semejante a… moretones.

Bennett dejó la jarra en el aparador y llamó a una asistente de patología, quien trajo un recipiente de plástico semejante al de las sopas para llevar. Bennett retiró la tapa, sacó un órgano y lo dejó en la tabla para cortar, como si fuera un pedazo de carne recién traído de la carnicería. Era un corazón humano sin diseccionar. Señaló el lugar donde se deberían unir las arterias con el dedo cubierto por un guante.

—¿Ven las válvulas? Es casi como si estuvieran abiertas. Ahora, no podrían haber funcionado así en vida, sin expandirse y contraerse, ni bombear sangre. De modo que esto no puede ser congénito.

Eph estaba aterrado: esa anormalidad era un defecto fatal. Como cualquier anatomista sabe, las personas no tienen el mismo aspecto por dentro que por fuera, pero era inconcebible que algún ser humano pudiera llegar a la edad adulta con un corazón como ése.

—¿Tiene el historial médico del paciente o algo con lo que podamos comparar esto? —preguntó Nora.

—Todavía no. Tal vez los recibamos mañana a primera hora. Pero esto ha retrasado considerablemente el proceso. Trabajaré un poco más, y veré si alguien me puede ayudar mañana. Quiero revisar cada pequeño detalle; por ejemplo… esto.

Bennett los condujo a un cadáver completamente diseccionado. Era un adulto de peso mediano. Su cuello había sido abierto hasta la garganta, dejando al descubierto la laringe y la tráquea, de tal modo que las cuerdas vocales sólo eran visibles por encima de la laringe.

—¿Ven los pliegues vestibulares? —les preguntó Bennett.

También eran conocidos como las «falsas cuerdas vocales», esas membranas mucosas gruesas cuya única función es proteger las verdaderas cuerdas vocales. Son una verdadera rareza anatómica en el sentido en que pueden regenerarse por completo, incluso después de ser extraídas quirúrgicamente.

Eph y Nora se inclinaron para ver mejor, y observaron el brote de los pliegues vestibulares, una protuberancia carnosa y rosada. No era algo maligno ni malformado como una masa tumorosa, sino una extensión que provenía del interior de la garganta, debajo de la lengua. Era una prolongación aparentemente espontánea y nueva de la parte blanda de la mandíbula inferior.

S
e limpiaron con mayor diligencia de la acostumbrada. Ambos estaban profundamente impactados por lo que habían visto en la morgue.

Eph fue el primero en hablar.

—Me pregunto cuándo volverán a tener sentido las cosas. —Hundió el botón del secador, y sintió el aire en sus manos desnudas. Después tomó conciencia de su propio cuello, a la altura de la garganta, aproximadamente donde estaban localizadas las incisiones de todos los cadáveres—. Una herida recta y profunda en el cuello. Y un virus que retrasa la descomposición ante mórtem por un lado, y por el otro, aparentemente causa un crecimiento espontáneo de tejido.

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