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Authors: Guillermo del Toro y Chuck Hogan

Tags: #Ciencia Ficción, Terror

Nocturna (14 page)

BOOK: Nocturna
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Cuatro sobrevivientes:
si sólo supieran…

Observó de nuevo el disco negro y resplandeciente en el cielo. Era como mirar un ojo cegado por una catarata. Era como vislumbrar el futuro.

Grupo Stoneheart, Manhattan

E
L HELICÓPTERO
aterrizó en el helipuerto de la sede del Grupo Stoneheart en Manhattan, un edificio de acero y cristales oscuros en el corazón de Wall Street. Los últimos tres pisos estaban ocupados por la residencia privada de Eldritch Palmer en Nueva York, un lujoso ático con pisos de color ónix, esculturas de Brancusi y paredes adornadas con cuadros de Francis Bacon.

Palmer se sentó en el salón de medios audiovisuales con las cortinas cerradas mientras observaba en su pantalla de setenta y dos pulgadas el resplandeciente globo ocular negro, cuyos bordes centelleaban con un carmesí furibundo, rodeado de un blanco encendido. Este salón, como su casa de Dark Harbor y la cabina de su helicóptero médico, también tenía una temperatura constante de diecisiete grados centígrados.

Podría haber salido a la terraza para observar el ocultamiento; a fin de cuentas, el clima estaba lo suficientemente fresco. Pero la tecnología lo acercó a este suceso, no a la sombra proyectada, sino a la imagen del Sol subordinado a la Luna, que era el preludio de la devastación. Su estadía en Manhattan sería breve. La ciudad de Nueva York no le parecía lo suficientemente agradable como para pasar mucho tiempo allí.

Realizó algunas llamadas telefónicas; consultas reservadas a través de su línea privada. Su cargamento había llegado tal como estaba previsto.

Se levantó sonriente de la silla y se dirigió con lentitud —y firmeza— a la inmensa pantalla, como si se tratara de un umbral que estuviera a punto de cruzar. Tocó la imagen del furioso disco negro en la pantalla LCD, con los píxeles líquidos serpenteando al igual que bacterias bajo las arrugadas yemas de sus dedos, como si estuviera estirándose para tratar de tocar al ojo mismo de la muerte.

Este ocultamiento era una perversión cósmica y una violación del orden natural. Una piedra fría e inerte secretando una estrella viva y calcinada. Para Eldritch Palmer, era la prueba de que cualquier cosa era posible, incluso la negación más rotunda de las leyes naturales.

De todos los seres humanos que observaban el ocultamiento, bien fuera directamente o a través de la televisión, él era quizá el único partidario de la Luna.

Torre de control del Aeropuerto
Internacional JFK

Q
UIENES ESTABAN EN LA CABINA DE OBSERVACIÓN
de la torre de control, a noventa y ocho metros sobre la tierra, observaron el misterioso crepúsculo del atardecer en el oeste, más allá de la enorme sombra de la luna y de la umbra. La penumbra, un poco más luminosa por la ardiente fotosfera del sol, le había dado una tonalidad amarilla y naranja al firmamento lejano, como el borde de una cicatriz.

Esa columna de luz, sumergida en la oscuridad desde hacía exactamente cuatro minutos y treinta segundos, avanzaba sobre la ciudad de Nueva York.

—¡Pónganse los lentes! —fue la orden, y Jim Kent se puso los suyos, ansioso por ver de nuevo la luz solar. Miró a su alrededor en busca de Eph —todos los participantes de la conferencia de prensa, incluyendo al gobernador y al alcalde, habían sido invitados a la torre para observar el evento— y como no lo vio, concluyó que había regresado al hangar de mantenimiento.

De hecho, Eph había utilizado su descanso obligatorio de la mejor manera posible: revisando varios planos y catálogos del Boeing
777
.

El fin de la totalidad

E
L FINAL SE VIO MARCADO POR
un fenómeno extraordinario. Protuberancias radiantes de luz afloraron en el costado occidental de la Luna, mezclándose en un solo rayo luminoso que producía el efecto de un diamante montado sobre un anillo de plata. Pero el precio de tanto esplendor, a pesar de la vigorosa campaña cívica para el cuidado ocular durante el ocultamiento, fue que más de doscientas setenta personas —noventa y tres de las cuales eran niños— quedaron ciegas de por vida tras observar la dramática reaparición del Sol sin la debida protección. La retina no tiene sensores para medir el dolor, y los afectados se dieron cuenta de que se habían lastimado los ojos cuando ya era demasiado tarde.

El anillo de diamante se expandió lentamente y se convirtió en un grupo de joyas conocido como las «Cuentas de Baily», las cuales se fundieron con la media luna del Sol, y básicamente empujaron a la Luna fuera de su camino.

En la tierra se vieron de nuevo las sombras, proyectadas débilmente sobre el suelo como espíritus inaugurales anunciando el paso de una forma de existencia a otra.

A medida que la luz natural comenzó a aparecer de nuevo, el relieve humano en la tierra adquirió destellos épicos. Hubo un estallido de aclamaciones, abrazos y aplausos espontáneos. Las bocinas de los automóviles sonaron por toda la ciudad y la voz de Kate Smith se escuchó por los altavoces del estadio de los Yanquis.

N
oventa minutos después, la Luna se había retirado definitivamente de la trayectoria del Sol y el ocultamiento había terminado. En realidad, nada había sucedido: nada había alterado o afectado el firmamento, nada en la Tierra había cambiado más que unos minutos de sombra vespertina a lo largo del noreste de Estados Unidos. En Nueva York, los espectadores recogieron sus cosas como si un espectáculo de fuegos artificiales hubiera terminado, y aquellos que tenían que conducir reemplazaron la inquietud inspirada por el oscurecimiento, por el fastidio que les causaba la anticipación del tráfico que los esperaba. Un fenómeno astronómico excepcional había provocado asombro y ansiedad en los habitantes de los cinco condados de la ciudad, pero esto era Nueva York, y una vez que el evento concluyó, sus habitantes automáticamente dirigieron su atención a otras cosas.

Hangar de mantenimiento, Regis Air

D
espués de dejar a Jim en compañía del director Barnes, Eph se dirigió al hangar, donde él y Nora podrían hallar un poco de tranquilidad después de todo lo ocurrido.

Las lonas del piso y las cortinas aislantes del hospital habían sido retiradas de la puerta de acceso al avión. Habían instalado escaleras en las puertas de salida, y un grupo de oficiales de la junta de la Seguridad Nacional del Transporte, o NTSB, estaba realizando labores cerca de la zona de carga. La aeronave había sido declarada escenario de un crimen. Eph observó a Nora, quien llevaba un mono Tyvek, guantes de látex, y el pelo recogido debajo de una gorra de papel. No estaba equipada para una contención biológica, sino para preservar evidencias.

—Es realmente sorprendente, ¿verdad? —le dijo a manera de saludo.

—Sí —respondió Eph, con los planos del avión bajo el brazo—. Es algo que sólo ocurre una vez en la vida.

Había café servido en una mesa, pero Eph sacó un cartón de leche helada de la nevera portátil y vació el contenido con rapidez. Desde que había dejado el alcohol, sentía deseos de tomar leche entera a todas horas, como un bebé sediento de calcio.

—Todavía no hay nada aquí—prosiguió Nora—. La NTSB está sacando las grabaciones y el historial de vuelo. No sé por qué creen que las cajas negras funcionarán, cuando todos los elementos del avión han fallado de una manera tan contundente. Sin embargo, admiro su optimismo. Hasta este momento, la tecnología no nos ha conducido a ninguna parte. Ya han pasado veinticuatro horas, y este caso todavía está sin resolver.

De todas las personas que Eph conocía, Nora era quizá la que mejor trabajaba bajo presión.

—¿Alguien ha subido al avión desde que sacaron los cadáveres?

—Creo que no.

Eph subió con sus planos por la plataforma de las escaleras y entró en el avión. Todos los asientos estaban vacíos y la iluminación era normal. La única diferencia con respecto al reconocimiento anterior era que él y Nora ya no llevaban los trajes de contención. Todos sus cinco sentidos estaban disponibles.

—¿Hueles eso? —preguntó Eph.

—¿Qué es? —dijo Nora.

—Amoniaco.

—¿Huele a fósforo también? —El olor le hizo cerrar los ojos—. ¿Fue eso lo que los aniquiló?

—No. En el avión no hay rastros de gases. Pero… —Eph miró algo que no podía verse sin la ayuda de luces especiales—. Nora, anda y trae por favor las lámparas Luma.

Nora fue a buscarlas, y Eph cerró las persianas de las ventanas, tal como lo habían hecho la noche anterior. La cabina quedó a oscuras.

Nora regresó con dos lámparas que irradiaban una luz negra semejante a la que se utiliza en los parques de diversiones, dándole un aspecto fantasmagórico a los algodones de azúcar. Eph recordó la fiesta del noveno cumpleaños de Zack, celebrada en una bolera con este tipo de iluminación, y cómo cada vez que su hijo sonreía los dientes le resplandecían de un modo extraño.

Encendieron las luces, e inmediatamente la cabina oscura se transformó en un abigarrado remolino de colores que envolvían su interior, desde el piso hasta los asientos, delineando las siluetas oscuras donde habían estado los pasajeros.

—¡Dios mío! —exclamó Nora.

La sustancia, salpicada y resplandeciente, cubría incluso una parte del techo.

—No es sangre —dijo Eph, anonadado por lo que acababa de ver. La escena era semejante a un cuadro de Jackson Pollock—. Se trata de algún tipo de materia biológica.

—No sé qué pueda ser, pero está regada por todas partes, como si hubiera explotado. Pero ¿de dónde viene?

—De aquí; donde estamos nosotros. —Eph se arrodilló y examinó la alfombra, donde el olor era más fuerte—. Necesitamos tomar una muestra y analizarla.

—¿Te parece? —dijo Nora.

Eph se levantó sorprendido.

—Mira esto. —Le mostró un plano del avión donde aparecían los accesos de emergencia del Boeing
777
—. ¿Ves este módulo sombreado al frente del avión?

Ella lo vio.

—Parecen unas escaleras.

—Justo detrás de la cabina de mando.

—¿Qué significa OFCRA?

Eph fue a la cocina, localizada antes de la cabina de mando. Las iniciales estaban en una pared.

—Significa «área de descanso de la tripulación» —dijo Eph—. Algo usual en los aviones que hacen vuelos transatlánticos.

Nora lo observó.

—¿Alguien ha mirado aquí?

—No lo sé, pero nosotros no —respondió Eph.

Se agachó y le dio vuelta a una manija que había en la pared, abriendo el panel. Una puerta que se plegaba en tres partes dejó al descubierto unos peldaños estrechos y en curva que ascendían a un compartimiento oscuro.

—¡Mierda! —exclamó Nora.

Eph iluminó las escaleras con su lámpara Luma.

—Supongo que quieres que yo suba primero.

—No, enviemos a otra persona.

—No sabría qué buscar.

—¿Acaso nosotros sí?

Eph ignoró el comentario y subió las escaleras angostas.

El compartimiento era estrecho, bajo y sin ventanas. Indudablemente, las lámparas Luma eran más apropiadas para exámenes forenses que para iluminar interiores.

Vieron dos asientos contiguos de clase ejecutiva plegados en el primer módulo. Detrás de ellos había dos literas pequeñas inclinadas hacia la pared. La luz oscura les permitió ver que ambos módulos estaban vacíos.

Sin embargo, también reveló rastros de la misma sustancia que habían descubierto abajo: en el piso, sobre los asientos, y en una de las literas, aunque la de arriba estaba marcada con algo semejante a huellas.

—¿Qué diablos es esto? —preguntó Nora.

También olía a amoniaco, y a otra sustancia indefinible y penetrante.

Nora se tapó la nariz con la mano.

—¿Qué es?

Eph estaba arrodillado entre los dos asientos.

—Huele a gusanos —señaló, intentando definir aquello—. Cuando yo era niño, los desenterrábamos y los cortábamos por la mitad para ver cómo se movía cada parte. Tenían el mismo olor de la tierra fría en la que vivían.

Eph alumbró las paredes y el piso con su linterna negra, y registró el compartimiento. Estaba a punto de terminar cuando vio algo detrás de los zapatos de papel de Nora.

—No te muevas —le dijo.

Se agachó para tener un mejor ángulo del piso alfombrado, y ella se detuvo como si fuera a pisar una mina explosiva.

Un terrón pequeño sobresalía en la alfombra. Era negro y debía de pesar pocos gramos.

—¿Es lo que creo que es? —preguntó Nora.

—La cómoda… —respondió Eph.

R
egresaron a la zona del hangar reservada para el equipaje, donde los carros de los alimentos estaban siendo inspeccionados. Eph y Nora vieron las montañas de equipaje, las bolsas de golf y el kayak.

La cómoda de madera negra había desaparecido y la lona que la recubría estaba vacía.

—Alguien debió de moverla —dijo Eph, mirando el equipaje. Retrocedió unos pasos y observó el resto del hangar—. No puede estar lejos.

A Nora le brillaban los ojos.

—Apenas están comenzando a examinar el equipaje. No se han llevado nada.

—Pero esto sí —replicó Eph.

—Eph, éste es un lugar seguro. ¿Cuánto medía esa cómoda: dos metros y medio por uno y medio? Pesaba unos doscientos kilos. Se necesitarían cuatro hombres para cargarla.

—Exactamente. Por lo tanto, alguien sabe dónde está.

Fueron a la oficina del oficial encargado de los registros. El joven consultó la lista donde estaban anotados todas las personas y objetos que habían entrado y salido.

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