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Authors: Guillermo del Toro y Chuck Hogan

Tags: #Ciencia Ficción, Terror

Nocturna (21 page)

BOOK: Nocturna
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Karn se acercó a un grupo de policías con cara de aburridos que estaban al lado de los caballetes.

—Señores, estoy buscando a un hombre gordo y desnudo.

—Podría darte algunos números telefónicos —le dijo un policía, encogiéndose de hombros.

G
abriel Bolívar regresó a bordo de una limusina a su nueva residencia de Manhattan; eran dos casas unifamiliares en la calle Vestry, en Tribeca, que estaban siendo remodeladas totalmente. Cuando terminara la remodelación, las dos casas unidas tendrían treinta y una habitaciones y un área de mil trescientos metros cuadrados, incluyendo una piscina, cuartos para dieciséis empleados, un estudio de grabación en el sótano y un teatro con veintiséis asientos.

El ático era la única parte de la casa terminada y amueblada, pues se había trabajado febrilmente mientras Bolívar estaba en su gira europea. Todos los demás cuartos estaban sin terminar; apenas revocados o cubiertos con plástico y paneles aislantes. Todas las superficies y ranuras estaban cubiertas de aserrín. Su mánager le había informado sobre los avances de la construcción, pues Bolívar estaba muy interesado en lo que pronto sería su palacio decadente y lujoso.

La gira «Jesús lloró» había terminado con una nota en falso. Los promotores tuvieron que esforzarse mucho en llenar los auditorios para que Bolívar pudiera ufanarse de que había agotado la taquilla en cada una de sus presentaciones. Por último, el vuelo chárter había sido cancelado a última hora. Y en lugar de esperar en el aeropuerto de Berlín, Bolívar prefirió regresar en un vuelo comercial. Todavía estaba sintiendo los efectos de ese error: su condición física empeoraba cada vez más.

Atravesó la puerta principal acompañado de su cuerpo de seguridad y de tres jovencitas. Ya habían traído algunos de sus tesoros más preciados, entre los cuales se contaban dos panteras gemelas de mármol negro a ambos lados del vestíbulo de ocho metros y medio de altura; dos cubos industriales de color azul que, según se decía, habían pertenecido a Jeffrey Dahmer, y varios cuadros de artistas importantes: Mark Ryden, Robert Williams, Chet Zar. El interruptor activaba una serie de luces que iluminaban la escalera de mármol, y un ángel lagrimoso de orígenes inciertos, «rescatado» al parecer de una iglesia rumana durante el régimen de Ceaucescu y bañado por la misma luz que espejeaba sobre la escalera de mármol, completaba la galería.

—Es hermoso —dijo una de las chicas, mirando los rasgos del ángel sombrío y desgastado por el tiempo.

Bolívar se detuvo, acosado por un dolor agudo que parecía perforar sus entrañas. Se aferró a una de las alas del ángel y las chicas se acercaron a ayudarlo.


Baby
—le dijeron, sosteniéndolo, y él intentó contener el dolor. ¿Sería que alguien lo había intoxicado en el club? No sería la primera vez. Varias chicas ya lo habían drogado anteriormente, ansiosas por vivir una aventura con Gabriel Bolívar y por conocer a la leyenda sin maquillaje. Apartó a sus admiradoras, hizo lo propio con sus escoltas y se mantuvo erguido a pesar del dolor. Sus escoltas permanecieron atrás mientras él utilizaba su bastón con incrustaciones de plata para instar a las chicas a que subieran por las escaleras de mármol blanco y vetas azules hacia el ático.

Dejó que las chicas se sirvieran bebidas y se pincharan en el otro baño. Bolívar se encerró en el suyo, sacó su provisión de Vicodin y se tomó dos píldoras con un trago de whisky. Se frotó el cuello, intentando alejar la sensación que tenía en su garganta y preocupado por su voz. Quiso abrir el grifo con cabeza de cuervo y echarse un poco de agua en la cara para refrescarse, pero aún tenía el maquillaje puesto. Nadie lo hubiera reconocido en los clubes sin él. Observó el aspecto enfermizo que le daban las sombras demacradas de sus mejillas y las pupilas negras e inertes de sus lentes de contacto. Realmente era un hombre hermoso, y ninguna capa de maquillaje podría ocultar su belleza; él sabía muy bien que ésa era una parte del secreto de su éxito. Toda su carrera se había basado en la corrupción de la belleza, y en seducir al público con aires musicales trascendentes, para después subvertirla con aullidos góticos y distorsiones industriales. La juventud era sensible a eso, más que a cualquier otra cosa: a desfigurar la belleza y a subvertir los valores establecidos.

Hermosa corrupción
: era un título tentativo para su próximo CD.

Su disco
Deseo escabroso
había vendido seiscientas mil copias durante la primera semana de lanzamiento en los Estados Unidos. Era un éxito enorme para una época posterior al MP3, aunque representara casi medio millón de unidades menos de las alcanzadas con
Atrocidades lujuriosas
. El público se estaba cansando de sus travesuras, tanto en el escenario como fuera de él. Ya no era el «anti-todas-las-cosas» que Wal-Mart se había complacido en vetar, y al que la América religiosa —incluyendo a su propio padre— había jurado combatir. Era curioso cómo su progenitor coincidía con Wal-Mart, confirmando su teoría de que todo era sumamente aburrido. Sin embargo, con la excepción de la derecha religiosa, cada vez le era más difícil impactar al público. Su carrera estaba llegando a un punto muerto y él lo sabía. Bolívar no pensaba convertirse en un cantautor de música folclórica o algo por el estilo, pero las autopsias teatrales, así como los mordiscos y las cortadas en el escenario, ya no resultaban novedosas. Eran tan previsibles como las canciones que solicita el público en un concierto. Él no podía seguir jugando con su público: tenía que salirles adelante, porque de lo contrario resultaría atropellado.

Pero ¿acaso no había recurrido a todos los extremos posibles? ¿Qué otra estrategia se le podría ocurrir?

Escuchó unas voces de nuevo; era como un coro de principiantes sin oficio, voces destempladas que reflejaban su propio dolor. Inspeccionó el baño para asegurarse de que estaba solo. Sacudió la cabeza con fuerza. Ahora el sonido era similar al de una concha de caracol acercada al oído, sólo que en vez de escuchar el eco del océano, Gabriel oyó algo semejante al gemido de las almas en el limbo.

Salió del baño; Mindy y Sherry se estaban besando, y Cleo estaba en la cama con una bebida en la mano, mirando al techo y sonriendo. Las tres se sobresaltaron y se dieron la vuelta, esperando que él se acercara. Se deslizó en la cama, sintiendo fuertes punzadas en el estómago, y creyó que eso era lo que necesitaba: una vigorosa limpieza de tuberías para despejar su sistema. La rubia Mindy fue la primera en acercarse a él; pasó los dedos por su cabello negro y sedoso, pero Bolívar prefirió a Cleo; había algo en ella que le hizo deslizar su mano pálida por la piel morena de su cuello. Ella se quitó el top para que él pudiera acariciarla y resbaló sus manos sobre el cuero fino del pantalón que cubría las caderas del cantante.

Le dijo:

—He sido una fan tuya desde…

—Shhh —le susurró él, para interrumpir las zalamerías habituales de sus fans. Las voces debían de ser producto de las pastillas que acababa de tomarse, y se habían reducido a un sonido rasgado, como una corriente eléctrica, aunque con un poco de vibración.

Las otras dos chicas se acostaron a su lado, sus manos como cangrejos explorando la superficie de su cuerpo. Comenzaron a quitarle la ropa para descubrir al hombre que había debajo; Mindy volvió a acariciar su pelo y él se apartó, como si hubiera alguna torpeza en las manos de la chica. Sherry se rió juguetonamente, desabrochándole los botones de los pantalones. Él sabía de los rumores que circulaban, gracias a sus numerosas conquistas, sobre su tamaño y habilidades. Ella metió la mano en sus pantalones de cuero y le tocó el pubis; y aunque no se decepcionó, tampoco se asombró. Allá abajo aún no había nada, lo que era desconcertante, incluso a pesar de su enfermedad. Él siempre había demostrado su hombría en condiciones mucho más adversas.

Se concentró de nuevo en los hombros de Cleo, en su cuello y en su garganta: eran adorables, pero se trataba de algo más que eso. Sintió una fuerte sensación en la boca. No eran náuseas, sino quizá todo lo contrario: una necesidad a mitad de camino entre el apetito sexual y la necesidad de alimentarse. Sin embargo, era algo más fuerte: una compulsión, un ansia; un impulso de violar, de ultrajar, de devorar.

Mindy le mordió el cuello; Bolívar se excitó, apretándola contra las sábanas, primero con furia, y luego con ternura forzada. Le tocó el mentón, le estiró el cuello, y pasó sus dedos cálidos por su garganta suave y firme. Sintió la fuerza de sus músculos jóvenes y los deseó con más vehemencia que a sus pechos, sus nalgas o a su pelvis. El sonido que lo había obsesionado provenía de ella.

Acercó su boca a la garganta de la chica. La rozó con sus labios y la besó, pero no era eso lo que buscaba. La mordisqueó suavemente; su instinto parecía ser el indicado, pero había algo completamente desviado en su método.

De algún modo, deseaba más.

El repiqueteo resonó en su propio cuerpo, y su piel era como un tambor fustigado en una ceremonia antigua. La cama pareció dar vueltas, y su cuello y tórax se estremecieron con una mezcla de deseo y repulsión. Intentó pensar en otra cosa, pero al igual que durante la amnesia producida por la efervescencia sexual, sólo escuchó unos quejidos femeninos. Tenía el cuello de la chica entre sus manos y lo estaba chupando con una intensidad que iba más allá de los besos febriles. La sangre estaba aflorando a la superficie de su piel; la chica gritaba y las otras dos, semidesnudas, trataron de desprenderla de sus garras.

Bolívar se enderezó, escarmentado por la vista del moretón en la garganta, y luego, tras recordar su jerarquía, hizo valer su autoridad.

—¡Fuera de aquí! —ordenó, y ellas obedecieron, cubriéndose los cuerpos como pudieron con sus ropas, mientras Mindy se quejaba y gemía al bajar las escaleras.

Bolívar se levantó de la cama, regresó al baño y buscó su maletín de maquillaje. Se sentó en el banco de cuero para cumplir su rutina nocturna. Se limpió el maquillaje —lo supo porque vio las manchas en el pañuelo—, pero su piel seguía teniendo el mismo aspecto cuando se miró de nuevo en el espejo. Se frotó con más fuerza y se rasguñó las mejillas con sus uñas, pero no pudo retirar las manchas que veía en su cara. ¿Se había adherido el maquillaje a su piel, o acaso estaba así de enfermo y demacrado?

Se rasgó la camisa: estaba tan blanco como el mármol y con los surcos verdosos de las venas interrumpidos por manchas violáceas de sangre estancada.

Se ocupó de sus lentes de contacto, retirando cuidadosamente el par de gelatinas cosméticas y depositándolas en la solución líquida del estuche. Parpadeó, se tocó y se sintió un poco extraño. Se acercó al espejo y volvió a parpadear, examinándose bien los ojos.

Sus pupilas estaban completamente negras, como si tuviera los lentes de contacto; sólo que ahora tenían más textura y eran más reales. Y cuando parpadeó, notó algo dentro del ojo. Se paró frente al espejo con los ojos completamente abiertos, como si tuviera miedo de cerrarlos.

Debajo de sus párpados había aparecido una membrana nictitante, y un segundo párpado translúcido se cerraba debajo del primero, deslizándose horizontalmente a través del ojo. Era como una catarata espesa eclipsando sus pupilas negras, cerrándose sobre su mirada salvaje y aterrorizada.

A
ugustin «Gus» Elizalde estaba sentado en una zona de comida con el sombrero puesto. Era un restaurante estrecho, localizado a una manzana de Times Square. Las hamburguesas de neón brillaban en las ventanas, al igual que los manteles de cuadros rojos y blancos de las mesas. Era un lugar económico para tratarse de Manhattan. Entrabas y pedías en el mostrador —sándwiches,
pizza
, carne a la brasa—, pagabas y te ibas a un espacio de mesas apretujadas, rodeadas por murales y góndolas venecianas. Félix devoró su plato viscoso de macarrones con queso. Era lo único que comía, y cuanto más desagradable fuera su tonalidad —casi siempre naranja—, más le gustaban. Gus miró su hamburguesa a medio comer, y se concentró en la cafeína y el azúcar de su Coca-Cola, que le daban algo de energía adicional.

No se había sentido bien con lo de la furgoneta. Se quitó el sombrero para examinarlo debajo de la mesa, y miró la banda de nuevo. Allí estaban los cinco billetes de diez dólares que le había dado el tipo a manera de anticipo, más los quinientos que se había ganado por haber terminado el trabajo. El dinero estaba metido allí y lo tentaba. Él y Félix podrían divertirse como locos con la mitad de esa cifra. Podía llevarle la mitad a su madre, el dinero que ella
necesitaba
para los gastos de la casa.

El problema era que Gus se conocía muy bien, y no sabía
parar
cuando comenzaba. Su problema era tener dinero en el bolsillo.

Debería decirle a Félix que lo llevara a su casa ahora mismo para librarse de la mitad de su carga al entregarle el dinero a su madre sin que el cabrón de su hermano se enterara. Ese adicto al
crack
podía fumarse cualquier cantidad de dólares con la velocidad de un demonio.

Sin embargo, era un dinero sucio. Había hecho algo malo para obtenerlo; eso era evidente, aunque no sabía qué. Y darle ese dinero a su madre era como pasarle una maldición. Lo mejor que podía hacerse con el dinero sucio era gastarlo con rapidez y deshacerse de él: lo que por agua viene por agua se va.

Gus se sentía dividido. Sabía que una vez que comenzara a beber, perdería la capacidad de controlarse, y que Félix era la gasolina que encendía su llama. Los dos se gastarían fácilmente los quinientos cincuenta dólares antes del amanecer, y en vez de regalarle algo hermoso a su madre, o llevarle algo útil, entraría hecho añicos arrastrando su resaca, con el sombrero hecho pedazos y los bolsillos por fuera.

—¿Qué andas pensando, Gusto? —le preguntó Félix.

Gus negó con la cabeza.

—Soy mi peor enemigo,
‘mano
. Soy como un pinche chucho maldecido que no sabe lo que le depara el mañana. Tengo ese lado bien oscuro, cabrón, y a veces se apodera de mí.

Félix bebió un sorbo de su Coca-Cola extragrande.

—¿Qué chingados estamos haciendo entonces en este restaurante culero? Vámonos ya a buscarnos algunas muchachas.

Gus pasó el dedo por la cinta de cuero que había dentro de su sombrero, y en la que escondía el dinero del que Félix no sabía nada, por lo menos hasta ahora. Sacaría sólo cien, o doscientos, la mitad para cada uno. Sacaría exactamente eso: era su límite y nada más.

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