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Authors: Karin Fossum

Tags: #Intriga

No mires atrás (18 page)

BOOK: No mires atrás
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—Se suicidó, y tú me dijiste que tus padres estaban divorciados. ¿Te resulta difícil decirlo?

—No pasa nada.

—¿Por eso me ocultaste la verdad?

—No hay mucho que decir al respecto.

—Entiendo. ¿Puedes decirme qué querías de Annie cuando la esperabas junto a la tienda de Horgen el día en que la asesinaron?

La sorpresa pareció auténtica.

—Perdone, pero sigue usted una pista equivocada.

—Una moto fue vista en las cercanías a una hora muy pertinente al caso y tú estuviste dando una vuelta, así que bien podría haberse tratado de ti.

—Ese tipo debería graduarse la vista.

—¿Eso es todo lo que tienes que decir?

—Sí.

—Procuraré que lo averigüen. ¿Quieres beber algo?

—No.

Silencio de nuevo. Halvor escuchaba. Alguien se reía a lo lejos; parecía irreal. Annie estaba muerta y la gente seguía armando jaleo como si tal cosa.

—¿Tenías la impresión de que Annie no anduviera bien de salud?

—¿Qué?

—¿Se quejó alguna vez de dolores, por ejemplo?

—Nadie estaba tan sano como Annie. ¿Acaso estaba enferma?

—Lo siento, pero hay cierta información a la que no puedes tener acceso aunque fuerais muy íntimos. ¿Nunca te mencionó nada?

—No.

La voz de Sejer no era hostil, pero el hombre hablaba despacio y claro a propósito, lo que confería una considerable autoridad a su figura gris.

—Háblame de tu trabajo. ¿Qué haces en la fábrica?

—Vamos rotando: una semana empaquetamos, otra vigilamos las máquinas y otra hacemos el reparto con los camiones.

—¿Estás a gusto?

—No tienes que pensar —dijo en voz baja.

—¿No tienes que pensar?

—En el trabajo en sí. Es automático, así que puedes dedicarte a pensar en otras cosas.

—¿Como en qué?

—En todo lo demás —contestó con aire arisco.

Hablaba en un tono claramente hostil. Tal vez no fuese consciente de ello, pero era un hábito que arrastraba desde la infancia, en la que años de broncas y reprimendas le habían forzado a medir sus palabras.

—¿Con qué llenas tu tiempo, ese tiempo que solías pasar con Annie?

—Intento averiguar qué sucedió —se le escapó.

—¿Tienes alguna idea?

—Estoy buscando en la memoria.

—No estoy seguro de que me estés contando todo lo que sabes.

—No le he hecho nada a Annie. Usted cree que fui yo, ¿verdad?

—Para serte sincero, no lo sé. Tendrás que ayudarme, Halvor. Ahora bien, podría decirse que todo indica que Annie estaba atravesando un momento de cambio de personalidad. ¿Estás de acuerdo en eso?

—Sí.

—El mecanismo que está detrás de esos fenómenos se conoce en parte. Algunos factores se repiten a menudo. Por ejemplo, la gente puede cambiar drásticamente al perder a algún ser querido, sufrir un grave accidente o caer enfermo. Personas jóvenes consideradas como ordenadas, trabajadoras y aplicadas pueden volverse completamente indiferentes, aunque se hayan recuperado físicamente. Otra cosa que puede provocar un cambio es el consumo de drogas. O una grave agresión, como una violación, por ejemplo.

—¿Habían violado a Annie?

Sejer no contestó a la pregunta.

—¿Reconoces alguno de esos factores?

—Creo que tenía un secreto —reconoció por fin el chico.

—¿Crees que tenía un secreto? Continúa.

—Algo que dirigía toda su vida, algo que no lograba olvidar.

—¿Y quieres que crea que no tienes ni idea de lo que era?

—Así es. No tengo ni idea.

—¿Quién, aparte de ti, conocía bien a Annie?

—Su padre.

—Pero no hablaban mucho, creo.

—Eso no quiere decir que no la conociera.

—Está bien. ¿Así que si hay alguien capaz de entender algo de ese silencio de Annie, ese alguien es Eddie?

—No sé si podrá sacarle algo. Hágale venir aquí solo, sin Ada. Así hablará más.

Sejer asintió.

—¿Conociste a Axel Bjørk?

—¿Al padre de Sølvi? Lo vi una vez. Estuve con las chicas en su casa.

—¿Qué opinas de él?

—Es agradable. Nos suplicó que volviéramos. Cuando nos marchamos parecía muy desgraciado, pero Ada se puso imposible, y Sølvi tenía que visitarle a escondidas. Supongo que por fin se hartó; Ada ya estará satisfecha.

—¿Qué clase de chica es Sølvi?

—No hay mucho que decir. Ya ha visto todo lo que hay que ver, no hay más.

Sejer ocultó la cara entre las manos.

—¿Por qué no tomamos una Coca-Cola? Aquí dentro el ambiente está muy reseco. Todo es material sintético, fibra de vidrio y otras cosas terribles.

Halvor asintió y se relajó un poco, pero enseguida volvió a ponerse tenso. Tal vez ese primer y modesto intento de mostrarse simpático fuera una táctica del canoso inspector. Seguro que si era amable era porque le convenía. Habría hecho cursillos, estudiado la técnica del interrogatorio y psicología. Sabía cómo encontrar una grieta y meter a la fuerza una cuña. La puerta se cerró tras el hombre y Halvor aprovechó la ocasión para estirar las piernas. Se acercó a la ventana y miró hacia fuera, pero no vio más que una pared gris de hormigón que pertenecía al edificio de los Juzgados, y algunos coches de policía aparcados. Encima del escritorio había un ordenador, un Compaq americano. Tal vez habían encontrado en ese ordenador la información sobre su infancia. Seguro que tenían claves, como Annie, pues esa clase de información era delicada. Se preguntó qué claves serían y quién las habría puesto.

Sejer entró y señaló la pantalla.

—No es más que un juguete. No me gusta demasiado.

—¿Por qué no?

—Es como si no estuviera de mi parte.

—Claro que no. No puede tomar partido, por eso uno puede fiarse de él.

—Tú tienes uno, ¿verdad?

—No, yo tengo un Mac, para jugar. Annie y yo solíamos jugar juntos.

Se distendió un poco y una media sonrisa se dibujó en su rostro.

—Lo que más le gustaba era el esquí alpino, ¿sabe? Se puede elegir la nieve en polvo o gruesa, seca o húmeda, la temperatura, la longitud y el peso de los esquís, las condiciones del viento y todo eso. Annie siempre me ganaba, y eso que elegía la pista más difícil: Deadquins Peak o Stonies. Se deslizaba por la pista en medio de la noche en plena tormenta, con nieve mojada y los esquís más largos, y aun así yo no tenía la más mínima posibilidad de ganar.

Sejer lo miró sin entender nada, y movió la cabeza de un lado para otro. Echó Coca-Cola en dos vasos de plástico y volvió a sentarse.

—¿Conoces a Knut Jensvoll?

—¿El entrenador? Sé quién es. A veces iba con Annie a ver los partidos.

—¿Te parecía simpático?

Halvor se encogió de hombros.

—Tal vez no era un gran tipo, ¿no crees? —insinuó Sejer.

—A mí me parece que perseguía demasiado a las chicas.

—¿A Annie también?

—¿Bromea?

—Pocas veces, solo pregunto.

—El tío no se atrevía. Ella no se dejaba.

—¿De modo que era dura?

—Sí.

—No lo entiendo, Halvor. —Sejer apartó el vaso de plástico y se inclinó sobre la mesa—. Todo el mundo habla maravillosamente bien de Annie, de lo fuerte, independiente y agradable que era, de la poca importancia que daba a su aspecto, y, además, era casi inabordable, «no se dejaba sobar». Y sin embargo se fue con un tipo al bosque, hasta la misma orilla de la laguna. Probablemente por propia voluntad. Y luego… —añadió bajando la voz— luego se dejó matar.

Halvor le miró aterrado, como si por fin se hubiera dado cuenta de lo terriblemente absurdo de la situación.

—Alguien debía de tener cierto poder sobre ella.

—Pero ¿había alguien que tuviera poder sobre Annie?

—No, que yo sepa. Yo, por lo menos, no.

Sejer bebió un poco de Coca-Cola.

—Qué mala suerte que no dejara nada, por ejemplo un diario —señaló Sejer, mientras Halvor metía la nariz en el vaso y daba un largo sorbo—. Pero ¿puede ser que alguien ejerciera realmente algún poder sobre ella? ¿Alguien a quien no se atreviera a oponer resistencia? ¿Podía Annie estar involucrada en algo peligroso, algo que no debía saberse? ¿Alguien pudo haber estado, de alguna manera, chantajeándola?

—Annie era una buena chica. No creo que hiciera nada malo.

—Se pueden hacer cosas malas y seguir siendo una buena chica —replicó Sejer pensativo—. Un solo acto no dice gran cosa sobre una persona.

Halvor reparó en esas justas palabras y las guardó en su interior.

—¿Circula droga por vuestro pueblo?

—Ya lo creo. Desde hace años. Ustedes aparecen de vez en cuando para hacer una redada en el café del centro. Pero es igual, Annie nunca pisó ese sitio. Apenas si iba a comprar al quiosco de al lado.

—Halvor —insistió Sejer—, Annie era una chica tranquila y reservada a la que le gustaba dirigir su propia vida. Pero piensa antes de responder: ¿crees que tenía miedo a algo?

—No exactamente miedo. Más bien estaba como… encerrada en sí misma. Algunas veces parecía enfadada, otras desanimada. Pero he visto a Annie muerta de miedo. No es que tenga nada que ver con esto, pero acabo de acordarme. —Se olvidó de sus reparos y empezó a hablar—. Sus padres y su hermana fueron a Trondheim, donde vive una tía de las chicas. Annie y yo estábamos solos en su casa. Yo iba a quedarme a dormir allí. Fue en primavera del año pasado. Primero fuimos a dar un paseo en bici, y luego nos quedamos despiertos casi toda la noche escuchando discos. Hacía bueno y decidimos dormir en el jardín, en una tienda de campaña. Preparamos todo, y luego entramos en casa a cepillarnos los dientes. Yo me acosté primero. Annie llegó después, se agachó y abrió su saco de dormir. Dentro había una víbora, una víbora enorme y negra enrollándose. Salimos corriendo de la tienda, y fui a buscar al vecino de enfrente, quien pensó que el animal se había metido dentro del saco para calentarse, y por fin logró matarlo. Annie estaba tan aterrorizada que vomitó. Y desde entonces, yo siempre tenía que sacudir su saco de dormir cuando íbamos de acampada.

—¿Una víbora en el saco de dormir? —Sejer se estremeció y recordó sus propias acampadas en su lejana juventud.

—Hay montones de víboras en la colina de Fagerlund; es todo piedra. A partir de entonces, pusimos mantequilla y así nos libramos de bastantes.

—¿Mantequilla? ¿Para qué?

—Se la comen y se quedan medio atontadas. Entonces es muy fácil acabar con ellas.

—Y además tenéis un monstruo marino en el fondo del fiordo —exclamó Sejer sonriendo.

—Exactamente —afirmó Halvor—. Yo lo he visto. Aparece solo en raras ocasiones, bajo unas condiciones de tiempo muy especiales. En realidad es un escollo muy profundo que hay en el fiordo, que cuando el viento cambia, ruge con fuerza unas tres o cuatro veces. Luego vuelve a quedarse tranquilo. En realidad es curioso. Todo el mundo sabe de qué se trata, pero si lo miras, no dudas un momento de que algo está emergiendo del fondo. Me puse a remar como un loco y jamás volví.

—¿No se te ocurre nadie próximo a Annie que desease hacerle daño?

—Absolutamente nadie —contestó Halvor con determinación—. No dejo de pensar en lo sucedido, y no puedo entenderlo. Debe de haber sido un loco.

Pues sí, pensó Sejer, puede haber sido un loco, y se dispuso a llevar a Halvor a casa.

—Supongo que tienes que madrugar —dijo amablemente—. Se ha hecho tarde.

—No suelo tener problemas.

A Halvor ese hombre le gustaba y no le gustaba. Todo resultaba muy complicado.

Salió del coche de un salto, y cerró la puerta con cuidado, deseando que su abuela estuviese dormida. Para asegurarse, abrió un poco la puerta y la oyó roncar. Luego se sentó delante de la pantalla y continuó donde lo había dejado. Cada vez se iba acordando de más cosas. De pronto recordó que hacía algún tiempo Annie había tenido un gato, uno que encontraron en un montón de nieve, aplastado como una pizza. Tecleó el nombre Baghera pero no ocurrió nada. Tampoco creyó que funcionara. Consideraba el proyecto como algo a muy largo plazo, y además había otros métodos. En alguna parte de su cabeza iba madurando la idea de solucionar el problema de un modo más sencillo, pero aún no se había dado por vencido. Además, sería como hacer trampa. Tenía la sensación de que si lograba descubrir la clave por su cuenta, el delito sería menor. Se rascó la nuca y escribió
«Top Secret»
en el espacio negro por si acaso. Luego escribió Annie Holland hacia delante y hacia atrás, porque de repente se le ocurrió que no había probado la posibilidad más sencilla, la más cercana, que por supuesto ella no había elegido, pero que podría haberlo hecho.
«Access denied.»
Se alejó un poco de la mesa, se estiró y volvió a rascarse la nuca. Le picaba como si hubiera algo allí que lo irritara. No había nada, pero la sensación no desaparecía. Extrañado, se volvió y miró por la ventana. Un impulso le hizo levantarse y echar la cortina. Tuvo la sensación de que alguien lo estaba mirando fijamente, y se le pusieron los pelos de punta. Se apresuró a apagar la luz. Oyó pasos que se alejaban fuera, como si alguien corriera en el silencio. Miró por una rendija de la cortina, pero no vio nada, y sin embargo sabía que alguien había estado allí, lo percibía a través de todos los sentidos con una certidumbre incuestionable, casi física. Apagó el ordenador, se quitó la ropa y se metió debajo del edredón. Allí permaneció inmóvil escuchando. Todo estaba muy silencioso; ni siquiera se oía el susurro de los árboles. Pero al cabo de unos minutos oyó arrancar un coche.

Knut Jensvoll no oyó el coche porque estaba utilizando un taladro eléctrico para colocar un estante donde poner a secar las zapatillas de deporte mojadas al volver del entrenamiento. Al hacer una pausa oyó el timbre de la puerta. Echó un rápido vistazo por la ventana y vio a Sejer en el escalón de arriba. Había pensado en la posibilidad de que se presentaran. Estuvo un rato recapacitando, mientras se ordenaba el pelo y la ropa. Había estado repasando mentalmente una serie de preguntas. Se sentía preparado.

Una única cosa daba vueltas en su cabeza: ¿habrían descubierto lo de la violación? Seguramente estarían allí por eso. Si has sido un canalla una vez, lo serás para siempre. Ya lo sabía. Compuso una máscara rígida, pero pensó que podría despertar sospechas, así que se esforzó e intentó sonreír. Pero entonces recordó que Annie había muerto y volvió a ponerse la máscara.

—Somos de la policía. ¿Podemos entrar?

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