Fingiendo todavía dormir, Índigo escuchaba la conversación y se esforzaba por no demostrar la menor emoción. En su interior, no obstante, la idea de un nuevo monarca, un nuevo reinado, una nueva familia en Carn Caille le sentaba como si tuviera ascuas al rojo vivo en el estómago, ya que la obligaba a comprender, como ninguna otra cosa lo había conseguido, la cruel ironía de su situación. Ella era, por derecho de nacimiento, la reina de las Islas Meridionales; pero en su lugar habría un recién llegado, incluso podría ser un desconocido el que ocuparía el gran sillón de la sala de Carn Caille, y su dinastía pronto no sería más que un capítulo de la turbulenta historia de las islas.
No es, se dijo con amargura, que hubiera deseado ser reina. Lo que quería era que su padre siguiera vivo, con su hermano como heredero designado. Quería volver a tener a su madre, sofisticada y elegante. Quería a Fenran...
Al pensar en Fenran, las lágrimas se abrieron paso por entre sus cerrados párpados a pesar de sus esfuerzos por retenerlas. Un espasmo sacudió su cuerpo y se acurrucó aún más en su rincón, con la esperanza de que ninguno de los que ocupaban la cubierta del
Greymalkin
se hubieran dado cuenta.
Pero alguien sí se había dado cuenta. Laegoy fue a colocarse a su lado y le dio un codazo en las costillas. Cuando abrió los ojos, Índigo vio que la mujer la contemplaba con manifiesta piedad, pero cuando habló su voz sonó despreocupada.
—¿Dormías, chica? Dudo que los hombres te dejen bajar sin otra canción que envíe a los vigías a sus puestos y al resto de nosotros a sus hamacas.
Índigo parpadeó y se enderezó con esfuerzo. Se sintió agradecida a Laegoy por ayudarla a mantener su engaño, pero se preguntó qué habría deducido la mujer —si es que dedujo algo— de su momentáneo desliz. Laegoy sonrió bondadosa.
—La música es buena para el espíritu, muchacha —añadió en voz baja—. Para el tuyo tanto como para el nuestro. Una pieza más, y luego a dormir.
Uno o dos de los miembros de la tripulación le dirigieron un gesto de ánimo, y se escucharon gritos de aprobación cuando Índigo tendió la mano para tomar su arpa. Devolvió a Laegoy una sonrisa triste y preguntó:
—¿Otra saloma?
—Eso es, chica. —Laegoy le pellizcó el brazo con fuerza pero a la vez con afecto—. Otra saloma. ¡Y que sea muy alegre!
Aunque los días se alargaban, el sol todavía alcanzaba un meridiano bajo en aquellas latitudes. Cuando Índigo se despertó, a la mañana siguiente, apenas si sobresalía de la línea del horizonte: esta vez había dormido sin la ayuda de las pociones desterradoras de los sueños preparadas por Laegoy. Durante los dos días que siguieron trabajó junto a la tripulación del barco, allí donde fuera necesario que echara una mano. Ante su sorpresa, la agotadora actividad física le proporcionó una gran sensación de que se purificaba, de modo que a medida que pasaba el tiempo sintió que se empezaba a recuperar, muy despacio, de una herida que había creído se infectaría sin la menor esperanza de curar jamás. Entretanto, mientras los tintes grises del crepúsculo empezaban a tocar el mar y a convertirlo en estaño, el quinto anochecer desde que salieran de Ranna, el estentóreo grito del vigía les indicó la presencia de la mancha de una costa, y del distante, parpadeante faro del puerto de Linsk.
Índigo permaneció junto a Laegoy en el batayola para ver, por primera vez en su vida, el gran continente occidental que surgía de la cada vez más densa oscuridad. Links era el puerto comercial más importante del independiente y pequeño principado conocido como País de los Caballos, y la mayor parte de lo que vio mientras los remolcadores conducían al clíper hasta la orilla le recordó a las bulliciosas ciudades marítimas de las Islas Meridionales. Tras el rocoso muelle, un revoltijo de almacenes y casas se encaramaba por unos acantilados de poca pendiente, sus tejados de pizarra relucientes bajo la lluvia. El puerto en sí era un bosque de elevados mástiles. Alrededor de los muelles brillaban luces que se reflejaban en formas caprichosas y danzarinas sobre el agua; a lo lejos, allí donde empezaban a descender las nieblas nocturnas, vio la mancha gris-verdosa de los páramos que se extendían tierra adentro.
El
Greymalkin
fue amarrado en el extremo más occidental de los muelles, y un oficial del puerto —un hombre menudo, de facciones anchas y uniformes, ataviado con una mezcolanza de pieles, cuero y lana tejida de brillantes colores— subió a bordo. Danog Uylason se lo llevó con él al camarote del capitán para tomar una copa de aguamiel, y la tripulación pudo por fin relajarse. Laegoy dijo a Índigo que dormirían a bordo aquella noche y que tendrían libre el día siguiente para partir con la marea al anochecer, y le sugirió que quizá le haría bien un poco de ejercicio durante unas pocas horas antes de que iniciaran la siguiente etapa del viaje.
—No dan a esta provincia el nombre de País de los Caballos sin motivo —le dijo—. Probablemente crían los mejores animales de monta que se pueden encontrar en todo el mundo, y siempre hay muchos para alquilar en Linsk. Danog te lo arreglará. —Sonrió de oreja a oreja y dio a Índigo un codazo en las costillas—. ¡Y si utilizas como es debido ese arco tuyo en los páramos, no haremos ascos a un poco de carne fresca!
La idea de una larga cabalgada para aclarar su cabeza atraía a Índigo, al igual que la oportunidad de corresponder a las amabilidades de Laegoy aunque fuera de una forma tan nimia. Así que, tras una noche de sueño inquieto —se había acostumbrado al rítmico balanceo del clíper en alta mar, y su ausencia ahora le resultaba desorientadora— recogió una yegua alquilada a la mañana siguiente y se dirigió tierra adentro. Colgada a la espalda llevaba su arpa, que era demasiado valiosa para arriesgarse a dejarla atrás, un morral y su arco; si la caza abundaba tanto como daba a entender el paisaje, no tendría dificultad en cumplir con su encargo.
Laegoy no se había equivocado con respecto a los caballos de aquella región: la yegua alquilada —un alazán de elevada estatura— tenía tanto brío como hubiera podido desear, y le recordó, con una punzada de dolor, a su propia y desaparecida
Sleeth.
Por el sendero pedregoso que había más allá del puerto, Índigo dio rienda suelta al animal, y el páramo se abrió ante ellas como un mar enorme rodeado de tierra. El viento le azotaba el rostro con un estimulante toque helado. A lo lejos vio unos bosques espesos bordeados por la reluciente cinta de un río, y más allá al oeste una pequeña manada de caballos salvajes, de los que la región tomaba su nombre, pacían en los pastos primaverales.
Cabalgó hasta que la yegua dio muestras de cansancio, entonces la obligó a reducir la marcha hasta ponerla al paso y por fin detenerla. Los bosques estaban mucho más cerca ahora, a unos ochocientos metros como máximo; había galopado más de lo previsto, pero estaba satisfecha, porque la galopada no sólo había aliviado su mente y su cuerpo, sino también algo que pesaba en su alma. A lo mejor aquella sensación no duraría: a lo mejor al cabo de algunos minutos, o de algunas horas, o incluso al cabo de algunos días el tormento regresaría para acosarla. Pero mientras el respiro continuara, se sentía muy agradecida por ello.
La yegua tiró del bocado, en un intento por salirse del sendero y mordisquear los jóvenes pastos, pero Índigo la contuvo. Aparte de los caballos salvajes no había visto ningún otro animal o pájaro, y si tenía que cazar, los bosques parecían mucho más prometedores que los páramos. Espoleó a la
reacia yegua hacia
adelante, trotaron con más sosiego hasta llegar a la orilla del río tras el cual se iniciaba el bosque.
El río era ancho pero la crecida que se producía a principios de primavera ya había pasado, y aunque las aguas aún bajaban turbulentas, no tenían más que algunos centímetros de profundidad. Su montura chapoteó a través del pedregoso lecho, y tras detenerse a medio camino para beber, al cabo de unos minutos estaba ya entre los árboles.
El bosque no era como los de las Islas Meridionales. Allí, los árboles de hoja caduca tenían que luchar para sobrevivir entre sus parientes de la familia de las coníferas, que estaban mejor adaptados al clima frío; pero aquí el roble, el fresno, el abedul y el carpe proliferaban en un brillante mosaico de vivos tonos verdes. La maleza era espesa y variada, y del dosel que cubría sus cabezas llegaban intermitentes fragmentos del canto de las aves.
Había senderos que cruzaban el bosque, medio cubiertos por la vegetación pero lo bastante despejados para poder seguirlos sin peligro de perderse. Y sobre el suave mantillo del suelo se veían las huellas de pezuñas.
Índigo sonrió y descolgó el arco. Sujetó las riendas alrededor del pomo de la silla y condujo a la yegua hacia adelante con las rodillas y los talones, los ojos alerta a cualquier signo de movimiento.
«Algo más allá a su derecha...», siseó entre dientes, mientras sacaba la yegua del sendero en dirección al revelador movimiento. Justo frente a ella había un pequeño claro natural donde, con más luz para favorecerlo, la hierba crecía extraordinariamente exuberante. Era un lugar que acaso frecuentaran los animales para pastar y, mientras se deslizaba con cautela por entre las ramas hacia él, tuvo la satisfacción de ver otro rápido movimiento entre las hojas, una fugaz visión de algo moteado por entre las sombras que se filtraban. Un ciervo, de buen tamaño a juzgar por las huellas de sus pezuñas; suficiente para ofrecer un banquete de carne de venado a toda la tripulación del
Greymalkin.
Empezó a rodear el claro, en un deseo por colocarse a favor del viento sin apartarse del abrigo de los árboles y, tan en silencio como le fue posible, colocó una saeta en el arco, tensó la cuerda y apuntó...
La maleza del otro extremo del claro se agitó. Índigo se preparó para disparar; esperaba ver al ciervo en cualquier momento emergiendo desde la frondosidad del bosque; pero en lugar de ello se produjo otro movimiento entre las hojas, como si algo hubiera sujetado con fuerza una rama y tirara de ella con violencia. La yegua echó las orejas hacia atrás y su hocico se ensanchó; Índigo percibió la repentina rigidez de sus músculos y se dio cuenta de que había detectado algo adverso, y fuera del alcance de la percepción humana.
—Chisst. —Bajó la voz hasta convertirla en el peculiar susurro carente de inflexión utilizado por los cazadores expertos de las Islas Meridionales—. No es más que un ciervo.
Las orejas de la yegua se movieron hacia adelante por un brevísimo instante; seguía inquieta, Índigo empezó a desatar las riendas para tener un mejor control del animal; entonces, de repente, se quedó totalmente inmóvil al oír cómo la maleza crujía de nuevo bajo el peso de unas pisadas, y tuvo una breve visión de su presa.
No era un ciervo. Aunque parecía tan grande como un gamo, su cuerpo no tenía la forma correcta: demasiado bajo, demasiado lustroso; el cuello demasiado corto y el hocico demasiado largo. Las engañosas sombras hacían que resultase imposible discernir ningún detalle, pero sintió que los músculos de su estómago se contraían de forma instintiva y comprendió que aquel animal era tan depredador como ella.
La confusa forma se movió, e Índigo comprendió que la había visto. La cabeza, su perfil distorsionado por los matorrales y los troncos de los árboles por entre los que acechaba la criatura, se volvió en redondo, y unos ojos brillantes, no dulces y bovinos, castaños con un fulgor ambarino, se clavaron en su rostro.
Sin advertencia previa su montura se desbocó y se deslizó de lado con un resoplido. Índigo sintió que resbalaba de la silla y se agarró a las riendas, en un intento de poner a la yegua y a su propio cuerpo bajo control; pero antes de que pudiera recuperar el equilibrio, las hojas y las ramas del otro extremo del claro se agitaron furiosas, y una forma extraña saltó de su escondite y salió disparada como una flecha contra ella. Tuvo una caótica impresión de una piel abigarrada, un cuerpo enorme y poderoso, en el preciso instante en que la criatura, entre gruñidos, erraba por centímetros el flanco de la yegua. Ésta se encabritó de nuevo y se revolvió aterrorizada; Índigo perdió un estribo, fue arrojada de nuevo sobre la silla, y vio una rama precipitarse hacia ella en el momento en que su caballo se desbocó. Intentó gritar, pero una furiosa confusión de hojas y ramas estalló en su rostro; una rama la golpeó en plena frente y perdió el conocimiento ya antes de caer al suelo.
El marinero al que Laegoy envió al límite de la ciudad en busca de alguna señal de la pasajera del
Greymalkin
volvió para informar del fracaso de su misión. Danog Uylason, que había paseado por la cubierta del clíper durante casi dos horas dudando ante las perspectiva de enfrentarse a su esposa y al mismo tiempo sin perder de vista la menguante marea, hizo valer por último su autoridad. Ya no podían esperar más. Empezaba a anochecer: si no zarpaban ahora no tendrían el calado necesario para salir del puerto, y otra noche de retraso significaría un revés para su horario, sobre todo si se encontraban con una de las calmas periódicas del Mar de la Serenidad, que eran un riesgo constante.
Laegoy cedió. No le gustaba la idea de marchar sin Índigo —aparte del hecho de que le había cogido afecto a la muchacha, había que considerar también la cuestión moral— pero reconoció que su deber principal era el
Greymalkin,
su tripulación y su carga. No obstante, mientras se soltaban amarras no dejó de escudriñar la parte alta de la ciudad, con la esperanza de ver en el último momento a un jinete solitario surgiendo del páramo. Pero no vio nada, y, por fin, el
Greymalkin
se deslizó fuera de su lugar de atraque siguiendo la estela de los remolcadores y enfiló a alta mar.
Laegoy se mostró muy silenciosa durante los días siguientes, algo nada común en ella. Pensaba mucho en Índigo; se preguntaba por qué la muchacha no habría regresado al barco, cuál sería su destino. Pero había otras cosas que exigían su concentración y su tiempo, y, poco a poco, la sensación de culpabilidad se desvaneció, la preocupación se desvaneció, el recuerdo se desvaneció.
Tan sólo de vez en cuando se preguntaba si volvería a ver a Índigo alguna vez.
E
l ángulo de la luz había cambiado. Durante todo el día el sol se había filtrado a través de la capa de nubes a intervalos irregulares, y ahora parecía que las nubes se habían disipado, pues unos rayos ambarinos penetraban en diagonal al interior del bosque, resaltaban los troncos de los árboles y formaban brillantes dibujos sobre el suelo poblado de hojas. Pero los vivos haces de luz estaban bajos, y mientras se incorporaba para sentarse en el suelo comprendió que debían de haber transcurrido varias horas desde su caída.