Sin embargo, cuando alcanzó la cima de la escarpadura y dirigió la mirada sobre la desnuda llanura, la insatisfacción y el anhelo sin forma definida regresaron a ella con tal fuerza que sintió como un dolor físico en su interior. No podía calcular el número de veces que había cabalgado hasta este lugar y contemplado el paisaje. Pero esta vez, no era suficiente. Algo estaba vivo y despierto en su interior, algo rasgaba su mente con zarpas salvajes, y con su despertar vinieron recuerdos de los sueños que la habían atormentado durante la noche y la imagen de Cushmagar y el arpa en la gran sala. Le parecía oír su voz de nuevo, las palabras de la antigua balada, la ondulante y temblorosa música que palpitaba como la sangre lo hacía por sus venas, una parte de ella, de su mundo y de su herencia profundamente arraigada.
Con repentino disgusto se dio cuenta de que su visión estaba empañada por las lágrimas. Parpadeó enojada y se secó el rostro con la manga. No tenía ningún motivo para llorar; ya no era una criatura ahora, y las desilusiones sufridas aquel día eran demasiado insignificantes para merecer tal reacción.
Pero las desilusiones sufridas durante el día no tenían nada que ver con ello. Podían haber servido de catalizador, pero nada más: Anghara lloraba por otro motivo, algo para ella imposible de nombrar ni identificar; un anhelo que la atormentaba pero que no podía satisfacer.
Sleeth empezó a inquietarse, y la princesa sujetó las riendas mientras contempló de nuevo la llanura que se extendía a sus pies. Esta escarpadura marcaba el límite de su experiencia; jamás se había aventurado más allá hasta aquella tierra baldía, ya que aunque Kalig jamás le había prohibido específicamente hacerlo, existía un acuerdo tácito en Carn Caille por el cual la llanura debería permanecer intocada y libre de todo contacto humano.
Pero Kalig jamás lo había prohibido específicamente...
Casi sin ser consciente de ello, había vuelto la cabeza de la yegua y la guiaba por el extremo de la escarpadura. A unos ochocientos metros, más o menos, la elevación empezaba a descender de forma muy gradual hasta que el escarpado risco se mezclaba con un amontonamiento de guijarros y maleza donde, en una ocasión, había corrido un pequeño río para unir llanura y bosque. Se decía que esta línea ondulante que cruzaba de este a oeste marcaba antiguamente la frontera con los hielos polares, pero que la Madre Tierra había decretado que los grandes glaciares debían retirarse más al sur y abandonar su dominio sobre la tierra para que ésta se volviera fértil. Las sombrías supersticiones auguraban que llegaría un día en que el sol no calentaría y las distantes murallas heladas volverían de su exilio para reclamar otra vez las llanuras, pero muy poca gente creía que esto pudiera suceder. El sol continuaba brillando con la misma fuerza; la mano de la Madre Tierra llenaba los bosques y las granjas con nueva vida cada primavera; el mundo giraba como siempre lo había hecho.
Como siempre lo había hecho... Una vez más la voz de Cushmagar resonó en la mente de Anghara. Existió una época, una época antiquísima, antes de que los que vivimos ahora bajo el sol y el firmamento empezáramos a contar el tiempo... Un mundo más allá de su alcance, más allá de su comprensión. Cuando por la tierra andaban cosas que hubieran debido existir. Y la barrera entre el mundo largo tiempo olvidado y el mundo que Anghara conocía se alzaba allí en la llanura, una melancólica, solitaria sombra, un aislado centinela. La Torre de los Pesares.
Sleeth resopló y se detuvo. Al mirar por entre las tiesas orejas de la yegua, Anghara vio que habían llegado al punto donde la escarpadura se hundía hacia el llano. Bajo ellos se extendía un pequeño y abrigado valle en el que el desaparecido río había excavado un tenue uve sobre el terreno. Abundaban los pastos vírgenes, los extremos cubiertos de zarzamoras y espinos; incluso podía ver desde allí el negro lustre de las moras por entre las bronceadas hojas. El corazón le empezó a latir con fuerza.
—Adelante, Sleeth —ordenó a la yegua con voz tranquila—. Sigue bajando. —Su intención era recoger moras, se dijo. Nada más.
El fondo del valle era un lugar apacible. El viento había cesado por completo, y el pequeño valle descansaba bajo el sol en una atmósfera cálida. Tan pronto como Anghara desmontó y la dejó suelta, Sleeth empezó a pastar, mordisqueando con avidez la abundante hierba, y Anghara se sentó sobre un pequeño montículo cubierto de pasto, los codos apoyados sobre las rodillas mientras contemplaba el conjunto del valle hasta donde se ensanchaba para unirse a la llanura. Desde aquí disfrutaba de una perspectiva muy diferente del paisaje; estaba casi al mismo nivel que la llanura, y de cerca resultaba mucho más tangible de lo que nunca había parecido desde la cima de la escarpadura. Y accesible. Sólo unos cincuenta pasos y podría penetrar en aquel terreno cubierto de maleza y pasear por entre sus atrofiados arbustos. En una simple media hora podría haber cabalgado unos seis o siete kilómetros en dirección a la distante tundra.
Y en dirección a la Torre de los Pesares.
La idea apareció en su mente sin previo aviso, y un escalofrío de sorpresa ante el mero hecho de haber sido capaz de considerar tal idea hizo que se le pusiera la carne de gallina. Los tabúes que se le habían inculcado, tarareados durante su infancia por Imyssa, machacados durante la formación de su mente por su tutor, reforzados en cada uno de los ritos y ceremoniales con los que Carn Caille señalaba el cambio de estaciones y el paso de los años, eran demasiado antiguos, demasiado poderosos para ser eliminados. La Torre le estaba prohibida a toda la humanidad; una prohibición que jamás se levantaría.
Pero sin duda no habría ningún mal en acercarse un poco más...
Volvió la cabeza y vio que Sleeth la observaba. La yegua había dejado de pastar, y en sus ojos brillaba una inquietante comprensión, una silenciosa advertencia, como si supiera lo que pasaba por la mente de su dueña e intentara advertirle. ¿O se trataba de su propia conciencia que atribuía poderes sobrenaturales al animal en un intento por hallar un enfoque externo? Anghara se sintió perpleja. Algunas personas sostenían que los animales comprendían los pensamientos y las emociones humanas con un certero instinto telepático, y Anghara descubrió que el claro mensaje de los ojos de Sleeth la atemorizaba; sí, la yegua sabía lo que pensaba, y de repente, como reacción a la momentánea punzada de temor, se sintió enojada. La censura de su padre, el sutil castigo de su madre, la regañina de Imyssa, estaban todos presentes, o así le pareció a ella, en la acusadora mirada de Sleeth.
¡No permitiría que la trataran así! Ya no era una niña, era una mujer: sus mayores la consideraban lo bastante madura para casarse y ocuparse de su propia familia, sin embargo la reñían y sermoneaban y limitaban con sus debes y no debes hacer como si no tuviera más de cinco años. ¡No toleraría por más tiempo tales censuras y humillaciones sin sentido!
La cólera fue como poderosa aguamiel en su cerebro, y Anghara se guió por ella sin pensarlo un segundo. Quería atenazar aquella cólera y saborearla antes de que tuviera la posibilidad de calmarse: deseaba devolverle el golpe a sus padres, a Imyssa, incluso al viejo Cushmagar, por todos los desaires que imaginaba le habían hecho. Con un único y veloz movimiento, se puso en pie y se dirigió hacia Sleeth. La yegua se asustó y retrocedió cuando ella sujetó las riendas colgantes con mayor fuerza de la necesaria. Anghara le obligó a volver la cabeza entre juramentos. Sleeth gimió, asustada ahora y resistiéndose.
Anghara jamás había utilizado un látigo con Sleeth. Llevaba una ligera fusta con una corta tira trenzada simplemente porque era parte del equipo de montar, pero su única función había sido siempre la de espantar a las moscas de los oídos y cuello del animal. Pero ahora su furia había llegado a tal extremo que no pudo contenerla. La yegua era inocente, y una parte que aún razonaba del cerebro de Anghara lo sabía; pero ya no estaba dispuesta a ceder terreno a la razón. El animal era el centro de su rabia, la imaginada condena un insulto intolerable. Dio un latigazo, y la fusta restalló en el aire para estrellarse contra la aterciopelada piel del cuello de Sleeth.
El animal profirió un terrible sonido que era mitad resoplido y mitad relincho. Echó la cabeza hacia arriba, los ojos desorbitados y en blanco, y empezó a temblar con violencia, las cuatro patas extendidas y rígidas. La conciencia de Anghara se retorció en su interior pero hizo caso omiso de ella: apretó los labios con fuerza en una mueca severa y se subió a la silla, dando un fuerte tirón de las riendas con mala intención. Golpeó de nuevo el cuello de la yegua con la fusta, un aviso de lo que podía esperar como pago a su desobediencia, y, de forma muy rápida, volvió la cabeza por encima del hombro en dirección al tranquilo y pacífico valle. Resultaba un contraste obsceno comparado con su humor.
Tiró de las riendas hasta conseguir que la yegua girara hasta colocarla junto al antiguo lecho del río en dirección a la llanura, entonces clavó los talones con fuerza en sus flancos y la lanzó hacia adelante.
L
os sones de los cazadores que regresaban a Carn Caille eran audibles ya cuando la gran oleada de jinetes y mastines estaba aún a más de medio kilómetro de distancia. Desde sus aposentos, donde había estado descansando antes de la fiesta de aquella noche, la reina Imogen escuchó los lejanos ladridos, el ansioso y repetido sonar de los cuernos de caza, y sonrió con indulgencia. Una buena cacería, sospechó; los participantes, alborozados por el éxito y alentados por las mutuas felicitaciones, habían empezado ya la celebración.
Se alzó de su diván e hizo sonar una pequeña campanilla para llamar a su doncella. Sólo debía cambiarse el vestido y peinarse para estar preparada para recibir a Kalig, pero quería tomarse su tiempo para asegurarse de tener un aspecto espléndido.
Sentada frente a su espejo mientras la doncella empezaba a cepillarle los largos y rubios cabellos, Imogen sintió una ligera punzada de remordimiento por no haber dejado que Anghara marchara con los cazadores. Kalig había estado de acuerdo con ella en que la prohibición era un castigo apropiado al injustificado comportamiento de su hija, pero Imogen tenía la impresión de que, de no haber sido por ella, él hubiera dejado pasar la cuestión. Se trataba, después de todo, de la última gran cacería antes de la boda de Anghara; por esta época, dentro de un año, si la Madre Tierra así lo quería, la princesa no estaría en condiciones de participar en tales frivolidades y tendría otras y más importantes preocupaciones. Aunque jamás había llegado a comprender la pasión de su hija por lo que ella consideraba un pasatiempo nada femenino, se sentía sin embargo un poco culpable por haber privado a Anghara de lo que bien podría ser su última oportunidad de disfrutar de ello.
¡Ah, bueno!, pensó; no servía de nada lamentarse. Uno no podía hacer retroceder la marcha del sol. Se celebrarían otras cacerías antes de la ceremonia y Anghara pronto olvidaría su desilusión.
El patio, bajo su ventana, estalló de repente en alegres sonidos y, estirando un poco la cabeza, Imogen vio cómo los primeros jinetes pasaban bajo el gran arco entre un repiqueteo de cascos. Kalig iba al frente, con las mejillas enrojecidas por el cortante viento y riendo; Kirra y Fenran a poca distancia detrás de él. Su familia, pensó con tranquilo y satisfecho orgullo. Y más tarde, aquella noche, Anghara se relajaría y abandonaría su enfurruñamiento, de modo que el cuadro quedaría completo.
El mundo era bueno.
—Anghara no está en sus aposentos. —El príncipe Kirra penetró en la habitación de Fenran con aire despreocupado sin llamar, e hizo su anuncio con franco regocijo—. Imyssa dice que no la ha visto desde esta mañana, cuando fue, de muy mala gana, según parece, a obedecer la llamada de mi madre. —Dejó caer su desgarbada figura en una silla tallada, la cual crujió en señal de protesta, y se sirvió una copa de cerveza de una jarra que había sobre la mesa de Fenran—. ¡Ahhh!... —La vació de un trago, se pasó el dorso de la mano por la boca y sonrió de oreja a oreja—. ¡Esto está mejor! ¡Me siento tan seco como el desierto!
Los ojos grises de Fenran lo contemplaron con indulgencia mientras se secaba rápidamente con una toalla. Su primera acción después de un día duro era sumergirse en una bañera de agua caliente y quitarse de encima el sudor y la porquería acumulados durante la jornada; esta aparente adicción al baño desconcertaba a Kalig, pero tenía toda la aprobación de Imogen, y Fenran pensó para sí que la reina se habría sentido agradablemente sorprendida por la civilizada naturaleza de la vida en El Reducto, su país natal en el norte.
En voz alta, respondió a Kirra:
—Anghara aparecerá cuando quiera. Aparecerá a tiempo para la fiesta, te lo aseguro.
Kirra lanzó una carcajada.
—¡Eres un optimista, Fenran! O eso, o no conoces a mi hermana tan bien como te gusta creer. —Se volvió a llenar la copa—. ¡No digas jamás, cuando estés viejo y debilitado y ella te haya dejado sin ánimos para nada, que no te avisé de la clase de furia que vas a tomar por esposa!
Fenran soltó una risita mientras la imagen de una colérica Anghara aparecía en su mente.
—Lo sé muy bien, Kirra. Y no la querría de ninguna otra forma.
Kirra se levantó, con su cerveza en la mano, y se dirigió hasta la ventana. El sol empezaba a bajar pero todavía brillaba sobre la muralla que rodeaba la fortaleza; aunque el año se acercaba a su fin, la luz del sol era todavía casi perpetua en estas latitudes.
—Yo
conozco a Anghara —dijo, dando a entender sutilmente que Fenran no la conocía—. Ni siquiera está en Carn Caille. Habrá salido disparada de aquí como un huracán en cuanto mi madre la haya dejado marchar, y estará por ahí lamiéndose las heridas en uno de sus refugios favoritos.
Fenran se hubiera echado a reír con él, pero, sin aviso previo, algo parecido a una mano helada le rozó la mente. No comprendió aquella sensación, pero, de momento, le inquietó.
—¿Has comprobado en los establos? —preguntó.
Kirra no percibió el repentino cambio en el tono de su voz.
—¿Establos? —repitió sin comprender—. No. ¿Por qué?
—Si Anghara ha abandonado la fortaleza, se habrá llevado a
Sleeth.
—¡Oh, ya veo! —Kirra hizo una pausa, luego arrugó la frente—. Creí ver a
Sleeth
entre los caballos que participaron hoy en la cacería.